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17, enero-julio 2024 - ISSN: 2524-9568
GOBIERNO PERSONALIZADO: TENDENCIAS EN LA PROACTIVIDAD ESTATAL PARA LA PRESTACIÓN DE SERVICIOS PÚBLICOS
PERSONALIZED GOVERNMENT: TRENDS IN STATE PROACTIVITY FOR THE DELIVERY OF PUBLIC SERVICES
OSCAR OSZLAK
Resumen
Históricamente, la construcción de los estados nacionales y su gradual desarrollo se ajustó a una lógica reactiva, según la cual, la creación de sus organizaciones, programas y políticas intentaron dar respuesta a las necesidades y demandas de la ciudadanía. Hacia fines del siglo XX, la digitalización gubernamental, posibilitada por novedosas tecnologías de información y comunicación, inauguró una nueva etapa, en la que sucesivas innovaciones abrieron la posibilidad de que, en lugar de reaccionar a la demanda ciudadana de bienes y servicios públicos, los gobiernos puedan actuar proactivamente, anticipando su entrega sin que se requiera acción alguna de los usuarios o beneficiarios. La interoperabilidad entre bases de datos y la aplicación de inteligencia artificial (IA), han sido las herramientas tecnológicas fundamentales que hicieron posible el gobierno proactivo y la personalización de los servicios públicos. Este trabajo analiza la evolución de este proceso de transformación en la gestión estatal, describiendo brevemente sus etapas, alcances y perspectivas. Para ello, pasa revista a las modalidades tradicionales de la relación gobierno-ciudadano, la institución del trámite, la conformación del aparato estatal como conjunto de silos verticales y los problemas de coordinación entre sus unidades, para luego describir cómo las posibilidades de un gobierno proactivo y la personalización de sus servicios tienden a invisibilizar su intervención. El trabajo se apoya en una bibliografía actualizada y ofrece ilustraciones a partir de la experiencia comparada.
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Palabras Clave Gobierno digital. Gobierno proactivo. Servicios públicos. Interoperabilidad. Inteligencia artificial |
Abstract Historically, the construction of national states and their gradual development followed a sort of reactive logics, whereby the creation of their organizations, programs and policies aimed at responding to the needs and demands of the citizenry. By the end of the 20th century, government digitalization, made possible by novel information and communication technologies, inaugurated a new stage, in which successive innovations opened the possibility of governments acting proactively, that is, anticipating the delivery of public goods and services without requiring any action from users or beneficiaries, instead of reacting to the demand of the citizens as it was usual. Interoperability amongst data bases and the application of artificial intelligence (AI), have been the main technological tools that made proactive government and personalization of public services possible. This article explores the evolution of this process of transformation in state management; it briefly describes its stages, scope and perspectives. For this purpose, it reviews the traditional modes of interaction between government and citizens, the institution of red-tape, the shape adopted by the state apparatus as a set of vertical silos and its problems of coordination among its units, before describing thereafter, how the possibilities of proactive government and the personalization of its services, tend to invisibilize its intervention. The article relies on an updated bibliography and offers illustrations based on the comparative experience.
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Keywords Digital government. Proactive government. Public services. Interoperability. Artificial intelligence
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Introducción
Este trabajo se propone analizar ciertas tendencias que, desde hace dos décadas, se vienen desarrollando con relación a lo que, a comienzos de este siglo, se denominaba simplemente “gobierno digital”. El objetivo principal es explorar las posibilidades de que, con el auxilio de la inteligencia artificial (IA) y la interoperabilidad, los gobiernos puedan ofrecer a sus ciudadanos, bienes y servicios públicos “personalizados”, es decir, que atiendan más específicamente a sus necesidades individuales e, inclusive, sean brindados antes de que el propio ciudadano los demande. Ello supondría la adopción de una política de proactividad que condujera a la introducción del no-stop government, innovación que condenaría a la obsolescencia al otrora aclamado one-stop government (Scholta Scholta; Mertens; Kowalkiewicz y Becker, et al., 2019). Metodológicamente se reconstruye la evolución de la relación entre el ciudadano y el gobierno, en su triple rol de contribuyente, usuario de bienes y servicios públicos y votante; observando especialmente cómo se fue reconfigurando el aparato institucional del Estado y sus procesos de gestión, enfocando en los cambios producto de la aplicación de las TIC en las últimas décadas y en la actualidad, a partir de vislumbrar las posibilidades que ofrece hoy IA y la interoperabilidad. Se hace referencia a algunas experiencias en curso para, finalmente, conjeturar acerca de las posibilidades de que los gobiernos avancen en la personalización de sus servicios y de las transformaciones que ello podría producir tanto en la relación gobierno-ciudadano como en la organización y funcionamiento del propio aparato estatal.
Del gobierno electrónico al no-stop government
“Gobierno electrónico” o, indistintamente, “gobierno digital”, eran los términos con los que, se hacía referencia al paradigma que comenzó a dominar la gestión pública desde la última década del siglo XX, a partir del desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Arguelles Toache (2022) ha efectuado una reciente revisión de la literatura sobre el tema, concluyendo, a partir de varios autores, que el concepto de gobierno electrónico se refiere “al uso, desarrollo e implementación de las TIC en el sector público, con el fin de mejorar y hacer más eficientes los procesos organizacionales (Luna-Reyes; Gil-García y Sandoval-Almazán, 2015), proveer más y mejores servicios públicos (Massal y Sandovaál, 2010), promover la transparencia y la rendición de cuentas (Seo, Kim y Choi, 2018), y generar mecanismos más eficientes de participación democrática (Misuraca, Barcevicius y Codagnone, 2020).” Parece existir consenso en que la evolución del concepto puede caracterizarse, enumerando sucesivamente cuatro etapas, por lo cual habríamos llegado actualmente al gobierno electrónico 4.0; y en que estas etapas se distinguen según características como las tecnologías empleadas, los objetivos perseguidos, los resultados/servicios esperados, y la forma en la que se interactúa con los usuarios y ciudadanos (Arguelles Toache, 2022).
En general, este desarrollo tecnológico se ha caracterizado por facilitar un mejor acceso ciudadano a los servicios públicos, la aceleración de trámites administrativos, la consecuente reducción de los tiempos en la toma de decisiones y una mayor calidad de los servicios. Se produjo así una mejora en los sistemas de rendición de cuentas y una mayor utilización de los repositorios de datos públicos por parte de la ciudadanía.
A los efectos del presente trabajo, me interesa marcar en esta evolución un punto de inflexión importante. En 2011, Tim O´Reilly (2011) advirtió que a partir del desarrollo de la web 2.0, se estaba extendiendo un modelo de negocios caracterizado por la creación de valor a partir del aprovechamiento del poder que generaban los propios usuarios, enrolados en un proceso de co-creación con sus proveedores. También observó que este movimiento se estaba extendiendo a la gestión estatal –como ha ocurrido generalmente con los avances tecnológicos en el sector privado, posteriormente adoptados en el sector público-, adquiriendo la denominación genérica de Gobierno 2.0.
Pero este término, para O´Reilly, era una suerte de camaleón, que adoptaba el sentido que la gente decidiera darle según su preferencia. Para algunos se refería a la utilización de redes sociales por parte de agencias gubernamentales. Para otros, aludía a la transparencia de los gobiernos o a la adopción de computación en la nube, wikis, inteligencia colectiva, aplicaciones móviles, redes mashups, hackatones o cualquier otro epifenómeno de la web 2.0, en tanto fueran aplicados a la función de gobernar. De todos modos, según este autor, todas estas referencias no llegaban a interpretar el núcleo de lo que, realmente, estaba ocurriendo con relación a este tema.
Es que así como la web 2.0 no era simplemente una nueva versión de la World Wide Web sino el redescubrimiento del poder oculto en el diseño original de esta última, el Gobierno 2.0 tampoco era una nueva forma de gobierno sino una forma de gobernar despojada hasta su núcleo, redescubierta y reimaginada, como si hubiera sido recién concebida. Constituía un regreso a la esencia de lo que implica un gobierno: ni más ni menos que un mecanismo de acción colectiva, donde una comunidad crea las instituciones necesarias para resolver problemas colectivos demasiado complejos y costosos para encarar individualmente por sus integrantes. Por lo tanto, el Gobierno 2.0 equivalía al uso colaborativo de tecnología para resolver problemas colectivos.
Esto suponía un rol activo por parte de los ciudadanos, tanto para expresar a los gobiernos sus demandas y preferencias, como para recibir servicios y bienes públicos según sus necesidades. En última instancia, se trataba de empoderarlos, de extender su participación política más allá del periódico proceso eleccionario, de imaginar otras formas de ejercer las prácticas democráticas. Y al hacerlo, se tendía a convertir en activo, el único rol esencialmente pasivo que suele desempeñar la ciudadanía: el de receptora de bienes y servicios públicos.
Pero los avances tecnológicos también abrieron otra posibilidad: la de convertir la oferta de bienes y servicios públicos de carácter masivo e indiferenciado, en una oferta que llamaría pret-a-porter, de mayor calidad, más sensible a las necesidades de los usuarios, abriendo a la vez una posibilidad aún más avanzada: la de evolucionar hacia una oferta personalizada en la que, en última instancia, cada ciudadano recibiría de parte del Estado aquellas prestaciones que permitieran satisfacer, individualmente, las necesidades que la sociedad hubiera decidido atender colectivamente. llevar citas al final del texto
Desde el punto de vista del desarrollo de las TIC, esto fue posible a raíz del avance desde el gobierno electrónico 2.0 al 3.0, que permitió el manejo de macrodatos generados por tecnologías como el big data, el internet de las cosas, la computación en la nube, el aprendizaje automático y la inteligencia artificial. Con estas herramientas fue posible impulsar una interacción multicanal y colaborativa, que favoreció la co-creación entre gobierno y usuarios de la información y los servicios públicos (Arguelles Toache, 2022).
Lo opuesto, hasta ahora, había sido la oferta rutinaria e indiferenciada de bienes públicos por parte del gobierno, que fuera magníficamente reflejada en la metáfora de Donald Kettl (2009) del gobierno tipo “máquina expendedora”. Según la misma, cuando el ciudadano coloca sus impuestos en la “ranura” de la máquina, obtiene un bien o servicio (una educación gratuita para sus hijos, una atención hospitalaria, un tránsito ordenado). Y cuando el servicio no funciona, se limita a protestar, a “sacudir la máquina”, expresando su resentimiento por el papel cumplido como contribuyente (que debilita su disposición a cumplir voluntariamente con sus obligaciones fiscales) y como votante (que lo alienta a votar un futuro gobierno de otro signo). O´Reilly propone optar por un nuevo modelo, el gobierno plataforma, esencialmente convertido en convocante y facilitador, en el lugar de principal movilizador de la acción cívica.
El triple rol del ciudadano frente al Estado
En otros trabajos (v.g., Oszlak, 1998) he señalado que, en su relación con el Estado, el ciudadano asume tres roles diferentes: como contribuyente, como usuario o beneficiario y como votante. Su rol como contribuyente puede remontarse hasta el Antiguo Egipto, donde el faraón destinaba la corvea y el diezmo al mantenimiento del imperio. En los albores de la Revolución Norteamericana, se difundió el conocido eslogan “no taxation without representation”, que sintetizaba el repudio de los colonos a los tributos impuestos por la corona británica, sin tener la posibilidad de una representación en el Parlamento que les permitiera defender sus intereses frente a exacciones excesivas o arbitrarias. De este modo se consagró un principio esencial de la democracia: la representación política del ciudadano para decidir, indirectamente, cuál debería ser la cuantía y naturaleza de su contribución, para sufragar las necesidades colectivas.
Como contraprestación de su papel como contribuyente, el ciudadano se convierte en destinatario de bienes y servicios públicos prestados por las agencias estatales. En tal carácter, y con relación a diferentes tipos de bienes o servicios, puede asumir el carácter de usuario, beneficiario o sujeto de regulación según la naturaleza de los mismos (v.g., usuario de un parque público, beneficiario de una pensión, recluso de una prisión). El principio implícito en este segundo vínculo puede expresarse de este modo: el ciudadano asume su deber como contribuyente, para que el Estado le entregue un menú de bienes y servicios públicos “satisfactorios”, es decir, que cumplan razonablemente con sus expectativas en tanto sujeto de este segundo rol.
En efecto, la insatisfacción ciudadana frente al desempeño gubernamental en la prestación de bienes y servicios es, probablemente, la principal causa de reemplazo de un gobierno por otro de orientación o signo político diferente. En este plano político electoral, el ciudadano cumple su tercer rol en tanto votante. El voto ciudadano, en última instancia, es el test definitivo para establecer si la legitimidad de origen del gobierno anterior ha sido confirmada por su legitimidad de desempeño para continuar rigiendo los destinos de un país. Cuando ambas fuentes de legitimidad entran en conflicto, las causas pueden ser diversas, pero la disconformidad ciudadana con la magnitud y calidad de los bienes y servicios recibidos durante la gestión suele ser la más importante de ellas.
Distinguidas, así, las diferentes instancias de vinculación entre ciudadanía y gobierno, veamos ahora cómo se desarrolló históricamente la respuesta estatal a la demanda ciudadana.
Reacción estatal a la demanda ciudadana
La formación histórica del aparato estatal siguió un proceso reactivo y aditivo: las instituciones se creaban sucesivamente a partir de demandas sociales generadas por el surgimiento de necesidades colectivas que no podían ser satisfechas individualmente, o podía resultar muy costoso hacerlo; o, también, por la anticipación, por parte de los propios gobiernos, de que tales demandas debían ser satisfechas como servicio público. Cada respuesta, cada organismo creado, permitía entregar a determinados beneficiarios o usuarios, cierto tipo particular de bien o servicio relativamente estandarizado y masivo (sanitario, educativo, de seguridad). De esta forma, el aparato estatal se fue diferenciando y especializando al compás del surgimiento de nuevas necesidades y demandas sociales generadas por el propio proceso de construcción social, vinculadas fundamentalmente con la seguridad del orden público y la regulación de los comportamientos ciudadanos, la articulación de los factores de la producción y la promoción de la equidad en la distribución del producto social.
Como resultado de este proceso, el aparato administrativo y productivo del Estado se fue configurando como un conglomerado amorfo de “silos” verticales a cargo de la atención de asuntos especializados: defensa exterior, saneamiento urbano, educación primaria, recaudación tributaria, y así sucesivamente. La lógica de ese esquema organizativo se fundaba en la asignación de competencias puntillosamente delimitadas a cada una de las instituciones que se iban sumando al sector público, marcando así los límites de incumbencia y actuación de cada una de ellas. El “organigrama” estatal se iba configurando como un gran rompecabezas, con piezas organizacionales que se agregaban o sustituían según las preferencias de cada gobierno, aunque siempre tratando de que el conjunto apareciera, al menos formalmente, como una racional división del trabajo gubernamental entre las diferentes unidades.
Por su parte, los “productos” resultantes de la actividad de cada ente solían tener un carácter estándar, es decir, idéntico e indiferenciado respecto de las necesidades específicas del usuario, tanto en la naturaleza del bien o servicio como en las condiciones de su provisión. Además, el elenco de funcionarios, así como la infraestructura y recursos para funcionamiento, tomaban en cuenta principalmente la cantidad de usuarios a atender y su localización, más que sus necesidades específicas. Cuando determinadas necesidades especiales se convertían en cuestiones problemáticas, tales como educación diferencial, violencia de género o reclusión de delincuentes menores de edad, se diseñaban instituciones y programas ad hoc para resolverlos. En estos casos aparecía algún atisbo de proactividad, pero la regla general era el carácter reactivo de la intervención estatal.
La institución del trámite
Otra característica de este proceso evolutivo fue que, la vinculación entre gobierno y ciudadano tendió a establecerse a partir de la institución del “trámite”. Para procurarse una prestación estatal, el ciudadano debía seguir procedimientos administrativos rigurosamente codificados jurídicamente, adquiriendo en ese vínculo –según el derecho administrativo- el carácter de “administrado”. Una característica central del trámite era que él mismo debía iniciarse en la oficina pública con incumbencia en el asunto que motivaba la demanda, ya fuera una denuncia policial, el cumplimiento de una obligación tributaria o el pago de una multa de tránsito.
Medio siglo atrás, antes de que los avances tecnológicos permitieran desarrollar el perfil digital del gobierno, un contribuyente debía concurrir a una agencia del organismo fiscal a entregar sus declaraciones juradas de impuestos y, además, concurrir a un banco a hacer efectivo el pago de sus obligaciones tributarias. De igual manera, debía acudir en persona a aclarar posibles observaciones del organismo fiscal. El trámite era, desde siempre, el principal mecanismo de mediación entre una demanda de servicio público y su obtención. Interponer un recurso de legítimo abono, acceder a una jubilación u obtener un documento de identidad, requería largos peregrinajes por diferentes oficinas públicas que insumían tiempo y aumentaban la aversión ciudadana hacia “la burocracia”, justificando el carácter peyorativo que simultáneamente adquiría este término.
Dos siglos antes, España ya acuñaba dos expresiones que caracterizarían este congénito conflicto del trámite con el tiempo: “las cosas de palacio van despacio” y “vuelva usted mañana”, simbolizando así el desprecio de la burocracia por el tiempo y la paciencia de los ciudadanos. Y aunque gradualmente, los organismos públicos fueron creando algunos mecanismos para facilitar la obtención del servicio por parte de sus usuarios (v.g., desde buzones barriales para despachar correspondencia o respuesta telefónica a consultas, hasta llegar más recientemente al pago de obligaciones en línea o el acceso a páginas web para realizar múltiples trámites), la experiencia de los ciudadanos en su relación con los servicios públicos todavía sigue siendo negativa.
En 2017, el Latinobarómetro incluyó por primera vez un cuestionario relativo a las gestiones públicas, clasificando las respuestas entre quienes sufren, pagan o tiran la toalla. Es decir, entre quienes se resignan a realizar largas esperas ocasionadas por una burocracia sin fin, quienes están dispuestos a pagar para “agilizar” el trámite y quienes abandonan, hartos de “volver mañana” eternamente (BID, 2017).
El estudio del BID señala que, en promedio, los ciudadanos latinoamericanos destinan 5,4 horas para completar un trámite con la administración pública, aunque la diferencia entre países es notable: 11 horas en promedio en Bolivia contra solo 2 horas en Chile. Además, el 25% de los trámites requieren tres o más visitas a la entidad pública, y sólo la mitad se resuelven en un único día. Por otra parte, los procedimientos manuales, las interacciones presenciales y la falta de estandarización de procesos agravan la situación, facilitando la difusión de prácticas corruptas. Casi el 30% de los latinoamericanos reconoce haber pagado un soborno durante el último año, para acceder a un servicio público (v.g., una atención médica, una inscripción educativa, un registro de identidad, denuncias policiales). El problema afecta aún más a las personas de menores ingresos, ya que el 30% pagó un soborno para completar un trámite frente al 25% de las personas de altos ingresos.
Las barreras que todavía se erigen entre Estado y ciudadano a raíz del trámite, motivadas por los requisitos exigidos, las demoras excesivas y los costos que demanda la intermediación parasitaria de “gestores” o el soborno liso y llano, produce además un notorio impacto en materia de exclusión social. Según el Latinobarómetro, las personas de menores recursos realizan un número de gestiones públicas significativamente menor que las de mayores ingresos (tomando como indicador el nivel educativo alcanzado). Así, mientras un 42% de quienes realizaron estudios universitarios había realizado al menos un trámite durante el último año, apenas un 16% de los menos instruidos había hecho alguna gestión en igual período. Estos datos sugieren que, por ejemplo, los programas públicos de protección social podrían no alcanzar a potenciales beneficiarios entre la población de menores recursos, por desconocimiento o dificultad para realizar los trámites para obtener los beneficios.
Para dimensionar la importancia de este fenómeno, debe tenerse en cuenta que sólo los gobiernos centrales de los países de América Latina gestionan entre 1.000 y 5.000 trámites diferentes, según el país, y que en promedio, un adulto de nuestra región realiza como mínimo cinco trámites al año. No debe extrañar, entonces, que el 75% de los ciudadanos de América Latina y el Caribe reconozca tener poca o ninguna confianza en su gobierno (Roseth et al., 2018).
La gestión pública transversal
Los problemas que plantea la gestión estatal en la tramitación de las demandas ciudadanas se ven agravados cuando la naturaleza de los bienes o servicios involucrados exigen la acción simultánea o sucesiva de diferentes agencias. En parte, la dificultad se explica por el propio proceso de división celular que caracteriza a la evolución del aparato institucional del Estado. Según Lawrence y Lorsch (1967), la mayoría de las organizaciones observan en su desarrollo una tendencia común: a medida que crecen, tienden a diferenciarse y especializarse cada vez más, pero al mismo tiempo, crece la necesidad de integrar las partes que se van desagregando. Es lo que ocurre, típicamente, con el aparato estatal, que tiende a crecer y a especializar sus unidades organizativas a medida que aumenta la población y surgen nuevas necesidades colectivas que requieren ser atendidas. Por lo general, no se trata de un proceso ordenado, ya que la agenda de cuestiones que deben ser resueltas por los gobiernos es muy heterogénea, las demandas sociales no siguen un patrón previsible y las decisiones que dan lugar a cambios en la estructura organizativa no se prestan fácilmente a una planificación ordenada. Todo esto conduce a que la organización estatal adopte el formato de silos aislados, a los que resulta difícil integrar.
De hecho, las administraciones públicas sufren cambios estructurales permanentes. Nuevos gobiernos suelen rediseñar totalmente sus organigramas, aumentando o reduciendo el número y denominación de sus ministerios, secretarías, subsecretarías u otras unidades menores. También se producen tales reestructuraciones incluso durante un mismo período de gobierno. Estos cambios entrañan una permanente redefinición de las atribuciones y competencias que corresponden a cada una de las divisiones celulares que se van generando, las que no se limitan a una única jurisdicción (nacional o subnacional), sino que también se extienden a la división de competencias entre jurisdicciones.
Dada la variedad de cuestiones sociales de las que se ocupa el Estado, el criterio que orienta el proceso de diferenciación y especialización de su estructura parecería ser el de que cada unidad debe estar dotada de la autoridad, competencias y recursos necesarios para producir un bien o servicio que tenga valor público y atienda alguna necesidad o demanda específica de la ciudadanía. Como sujeto de esa atención diferenciada y especializada, el ciudadano se ve involucrado en una densa red de relaciones con el Estado, en las que, como hemos visto, puede asumir alternativamente los roles de usuario, beneficiario, sujeto de regulación u otros, según la naturaleza del bien o servicio de que se trate.
Pero no siempre las competencias definen adecuadamente la naturaleza de los problemas que un gobierno debe atender y/o resolver. Un gran número de cuestiones son transversales, es decir, atraviesan los silos porque su problematicidad es compleja (v.g., la pobreza, el efecto invernadero, una pandemia) y no pocas veces, también atraviesan las distintas jurisdicciones de gobierno (nacional, provincial, municipal). Muchos esfuerzos son entonces dedicados a imaginar mecanismos que permitan coordinar la acción de distintos organismos, aunque la experiencia no es pródiga en casos exitosos.
No extraña entonces que, el aparato estatal que ha tendido a configurarse haya implicado para el ciudadano la necesidad de vincularse con un denso espectro de organizaciones, para intentar obtener en cada interacción, algún bien o servicio o bien cumplir con alguna exigencia institucional. Por lo general, ese ciudadano no es consciente de la cantidad de instancias y esfuerzos que le supone esa trama interactiva.
Desafíos de la coordinación
Muchas cuestiones de política pública son sumamente complejas y no pueden (o no deberían) ser atendidas por instituciones aisladas. Temas como la promoción de exportaciones, la prevención de desastres, la seguridad alimentaria o el combate a la violencia, requieren acciones concertadas de varios organismos, que a veces se encuentran ubicados en ámbitos jurisdiccionales diferentes y, a menudo, también exigen ser coordinados con el sector económico privado o con organizaciones de la sociedad civil. Además, las restricciones presupuestarias tornan cada vez más problemático el gasto en programas, servicios y sistemas redundantes y superpuestos. Por lo tanto, la coordinación interinstitucional permite a los gobiernos una gestión simplificada y eficiente que mejora la elaboración e implementación de políticas públicas.
De hecho, pocas instituciones estatales poseen la experticia, el financiamiento o la influencia que suelen ser necesarios para lograr objetivos por sí mismas. Además, las cuestiones de políticas públicas complejas requieren soluciones interdisciplinarias e interinstitucionales. El éxito de la gestión depende de la movilización de recursos organizacionales, financieros y humanos de múltiples organismos. Y esto exige coordinación.
Sin embargo, coordinar no es fácil. Las instituciones difieren en sus objetivos, prioridades y culturas. Y tienen diferentes intereses y preocupaciones con relación a la coordinación misma. Coordinar requiere tiempo y dinero; los procesos de coordinación deben competir por recursos con otras necesidades y prioridades de los propios organismos. Y para colmo, la alta dirección pública raramente posee la autoridad necesaria sobre individuos e instituciones con los cuales deben coordinarse.
La mayoría de quienes han dirigido o formado parte de equipos interinstitucionales, argumentan a menudo que la coordinación está gobernada por personalidades y relaciones entre individuos. Es cierto, se trata de aspectos relevantes que influyen sobre las posibilidades de coordinación y que exigen considerar cuidadosamente la composición de los equipos interinstitucionales. Pero la tarea no termina ahí. Las actitudes y relaciones personales están profundamente afectadas por factores organizacionales. Por lo tanto, es preciso institucionalizar sistemas y procesos que fomenten actitudes, relaciones y comportamientos conducentes a la coordinación.
Muchos gobiernos crean instancias institucionales formales para coordinar políticas, como ministros coordinadores o gabinetes especializados (sociales, de seguridad, económicos). Su objeto es desarrollar mecanismos de colaboración que permitan integrar esfuerzos para la elaboración e implementación de políticas que comparten áreas-problema comunes o convergentes. Deberían, dicho brevemente, aspirar al logro de resultados coordinados mediante complementariedad y sinergia.
Algunos de los desafíos más significativos que se plantean en las experiencias de coordinación, suelen ser:
• Objetivos y prioridades competitivos. Las instituciones difieren en sus metas, prioridades y cronogramas, lo cual dificulta la identificación de los objetivos comunes de los que depende la coordinación.
• Diferencias culturales. También difieren a veces en sus culturas, léxicos, principios operacionales y normas, lo cual puede contribuir a fallas en la comunicación, tensiones y conflictos.
• Preferencia por atender los problemas coyunturales. Existe, por lo general, renuencia o incapacidad de “gestionar el futuro” (planificar, programar, proyectar) y de “gestionar el pasado” (monitorear, controlar, evaluar los resultados), con lo cual la gestión pública se reduce a una suerte de “presente continuo”.
• Preferencia por la acción aislada. Coordinar con otros suele verse como una pérdida de tiempo y de autonomía decisoria. Se prefiere funcionar en “islas”, con celosa delimitación de los dominios funcionales y la esperanza de una atribución individual de los eventuales éxitos de la gestión.
• Disparidades de poder y recursos. Algunos organismos tienen más poder y recursos que otros. Los más débiles suelen resistirse a la coordinación por temor a ser cooptados.
• Competencia por recursos y dominio. Las instituciones compiten por recursos y dominios funcionales pero a menudo, aquellas que deberían coordinar sus esfuerzos prefieren superponer sus bases de recursos. Por lo tanto, la coordinación interinstitucional coexiste con cierto grado de competencia.
• Supuestos y expectativas diferentes. Las instituciones abordan la coordinación con diferentes supuestos y expectativas respecto a las demás y respecto al propio proceso de coordinación. Si estas diferencias no se resuelven tempranamente en el proceso, pueden producir confusión y conflicto.
• Ausencia de autoridad de línea. Las autoridades gubernamentales raramente tienen autoridad de línea sobre todas las organizaciones e individuos con los cuales deben coordinarse. Por lo tanto, deben hallar vías que fomenten una coordinación que no dependa de directivas desde arriba.
No debe extrañar entonces que, frente a tantos factores en juego, las experiencias exitosas de coordinación efectiva sean tan escasas. Porque para una buena coordinación se requiere, además, otras dos condiciones escasas: gobernanza e institucionalidad. Por lo tanto, la perspectiva que brinda la tecnología actual, al permitir que sean los datos –y no las que las personas- quienes interactúen para decidir la eligibilidad de los destinatarios a recibir determinadas prestaciones, reduce en muchas áreas de la gestión pública la necesidad de coordinación humana y hace posible una mayor actividad proactiva de los gobiernos.
La promesa de la proactividad gubernamental
En 1993, la publicación The proactive component of organizational behavior: A measure and correlates, dio un considerable impulso al estudio de la proactividad en el ámbito institucional. Si bien el concepto tiene una más extensa historia, en su origen y desarrollos iniciales fue concebido como la posibilidad de acceder al “yo posible”, lo cual suponía desplegar una capacidad de anticipación de un individuo para prevenir problemas; identificar, perseguir y capturar oportunidades; o crear un nuevo, deseable y elegido futuro a través de un cambio o trayectoria estratégica (Bateman y Crant, 1993).
Más recientemente, Bateman (2018) señaló que la mayoría de las investigaciones sobre esta materia han sido publicadas en revistas sobre comportamiento administrativo y management, aunque también se ha extendido a otros campos. Lo distintivo y vital del comportamiento proactivo es, justamente, que abandona el carácter pasivo de la mayoría de las acciones humanas, basadas como están en hábitos, rutinas, presiones y sesgos que tienden a reproducir el statu quo y las pautas establecidas.
Cuando el tratamiento del tema se traslada desde el terreno de la conducta individual (desempeño laboral, éxito profesional, remuneración satisfactoria) al plano institucional, ciertos principios comunes a ambos planos se mantienen, como el foco en el futuro, la concentración en la acción, la persistencia en el esfuerzo o el pensamiento estratégico; pero otros deben ser incorporados, ya que la proactividad gubernamental involucra a un proveedor de servicios públicos y sus destinatarios.
Es así que, desde una perspectiva individual, se pasó a la noción de “gobernanza proactiva”, primero en el ámbito de la empresa privada (como de costumbre), para extenderse luego al sector público bajo el título de “gobierno proactivo” o “proactividad en la prestación de servicios públicos” (Zuazua y Lohmeyer, 2017). Una pregunta implícita orientó este desarrollo: ¿por qué un servicio público proactivo (SPP) no puede ser tan sencillo y rápido de obtener como un producto o servicio adquirido privadamente? El interés se planteó especialmente con respecto a la posibilidad de brindar esos servicios a poblaciones menos favorecidas, como personas discapacitadas, adultos mayores poco familiarizados con la tecnología informática y sectores sociales marginales o de menor educación, que pueden no ser conscientes de todos los beneficios que puede ofrecerle el gobierno.
Hoy se le reconoce al ciudadano su rol de “principal” en la relación con su agente, el funcionario público, y se tiende a invertir la direccionalidad que caracteriza la provisión del servicio: en lugar de “ir” al organismo estatal a obtenerlo, es el Estado el que está en condiciones de ofrecer ese servicio, inclusive anticipándose a la demanda ciudadana, por estar en condiciones de “conocer” que ese destinatario puede necesitarlo.
En la actualidad, los datos que disponen los gobiernos sobre personas y transacciones permiten anticipar la elegibilidad de las personas para recibir determinados bienes o servicios que, cada vez más, tienen un carácter más personalizado, es decir, que reflejan sus específicas necesidades en tanto usuarios o beneficiarios. Y también permiten disponer la prestación automática de estos servicios, sin que medie una solicitud o demanda del ciudadano. Esta tendencia, cada vez más generalizada, se está difundiendo bajo el título de Servicios Públicos Proactivos (SPP). Por lo general, la personalización requiere la creación de una cuenta digital en la que el gobierno comparte datos entre diversos organismos que prestan servicios a los ciudadanos, de manera que los servicios puedan ser “empaquetados” alrededor de los usuarios, en lugar de que estos deban navegar a través de numerosas agencias.
Un caso muy difundido y exitoso, que ilustra bien la proactividad estatal, es la provisión por el gobierno de Estonia de subsidios familiares por nacimiento, política también implementada en Austria. Lo habitual en este tipo de prestaciones es que las familias que desean obtener este beneficio deban realizar varios trámites para probar su elegibilidad para recibirlo, llenar papelería o, incluso, concurrir personalmente a una o más oficinas públicas. Bajo el modelo SPP, la elegibilidad es determinada automáticamente a partir de los registros hospitalarios de nacimientos, que al ser interoperables con otras bases de datos (fiscales, bancarios, de la seguridad social), permiten otorgar el beneficio sin que medie una solicitud explícita. Se trata de un servicio totalmente confiable, que reduce la arbitrariedad o el error humano en la decisión de otorgamiento, es más eficiente, más rápido y requiere menos infraestructura.
Según Ott Velsberg (2024), responsable del gobierno digital de Estonia, la estrategia que ha adoptado el país se basa en tres pilares principales: una economía y una sociedad impulsadas por los datos, un gobierno y una sociedad, impulsados por la IA y una gobernanza de datos e IA confiable y centrada en el ser humano. La clave de una gestión proactiva reside en la sustitución de la coordinación humana por una coordinación digital automática (Witismann, 2023).
En tiempos de Tony Blair, se difundió en Gran Bretaña una aproximación a la gestión pública conocida como whole-of-government-approach, es decir, un enfoque que apuntaba a las actividades conjuntas que llevaban a cabo diversas instituciones estatales a fin de ofrecer una solución común a problemas o cuestiones particulares. Esta necesidad surgía del hecho de que, como señalamos más arriba, la organización estatal tiende a fraccionarse en silos especializados, en tanto una gran mayoría de políticas y servicios públicos, requieren para su implementación, la actuación conjunta y coordinada de múltiples organismos. El “whole-of-government approach” tendía a disolver las fronteras interinstitucionales y a romper la estructura estatal de “silos” aislados. Pues bien, con el acelerado desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, ese enfoque se ha extendido actualmente al conjunto de la sociedad civil, y ya ha comenzado a denominarse “whole-of-society approach”, reuniendo a actores estatales y sociales.
La prestación proactiva requiere entonces una aproximación -también denominada “joint-up”-, donde se disuelven las fronteras que suelen existir entre organismos públicos, se enlazan sus esfuerzos y se reúnen la elegibilidad y la provisión, apuntando a la automatización y personalización, pero sin que se requiera la disposición o voluntad de cada integrante de la cadena, ya que para ello, basta que las bases de datos sean interoperables. Esta es la gran diferencia entre un sistema que había descubierto que la organización estatal no estaba preparada para resolver problemas transversales y, por lo tanto, requería colaboración y coordinación voluntaria de diversos actores, y un sistema donde los datos “conversan” entre sí y generan decisiones automáticas, en tanto consiguen objetivar situaciones y producir evidencia sobre la procedencia de atender ciertas demandas o reconocer determinados derechos, sin que prácticamente deba mediar voluntad humana alguna.
Este cambio de orientación en la provisión de bienes y servicios públicos supone una verdadera revolución en la gestión estatal. No se trata de diseñar canales digitales para ofrecer servicios analógicos. Se trata, prácticamente, de invisibilizar la intervención estatal, convertir a su aparato en una única plataforma de servicios, donde la virtualidad de su “presencia” se acentúa, y donde el papel del ciudadano usuario en la generación de sus propios datos vitales y de actividad, se convierten en la fuente fundamental para conformar el “menú” de servicios públicos que mejor se ajusta a sus necesidades individuales. Y donde ese menú ya no se limita, simplemente, a sustituir formas de identificación y entrega de los servicios, sino de extender hasta donde la imaginación, la tecnología y los recursos lo permitan, la cantidad y variedad de componentes del menú. Tal vez en el futuro, ya no se requerirá preguntarse “si acaso” un SPP deba ofrecerse sino plantearse preguntas relativas al “cómo” y al “cuándo” y no al “si acaso”. La automaticidad elimina una fuente de interferencia humana, con su carga de error y discrecionalidad, y el consiguiente beneficio en término de eficiencia y equidad.
Con la creciente digitalización de los servicios públicos, ha crecido simultáneamente su personalización, es decir, la tendencia a que las prestaciones reconozcan cada vez más la especificidad y singularidad de los ciudadanos usuarios, lo cual, a su vez, tiende a aumentar su nivel de satisfacción con la provisión de bienes y servicios públicos. La personalización ofrece grandes oportunidades para inferir, predecir e influir sobre el comportamiento ciudadano. Paradójicamente, al tiempo que mejora la comunicación del gobierno con el ciudadano, tiende a invisibilizar su presencia.
Casi sin proponérselo, el ciudadano –en tanto usuario, beneficiario o sujeto de regulación- se convierte en su propio prestador, a partir de las múltiples señales que emite como ser viviente y como sujeto social. Cada vez más, esas señales son automáticas, casi involuntarias, es decir, requieren cada vez menos, una demanda explícita. El solo hecho de convertirse en padre, alumno, viajero, paciente o jubilado, entre otras múltiples condiciones que puede adquirir una persona en distintos momentos, “dispara” datos que debidamente recogidos, sistematizados e integrados en sistemas interoperables, permite a los gobiernos observar tendencias estadísticas fundamentales para la gestión pública, pero también reconocer necesidades diferenciadas de la ciudadanía que, en el extremo, pueden llegar a su individualización o personalización.
Comienzan, así, a evidenciarse signos muchos más firmes y promisorios de que la ciudadanía está adquiriendo una centralidad y un protagonismo más claros que en el pasado, lo cual implica un cambio más profundo en el modo de organización social vigente. ¿En qué sentido? La afirmación requiere dar un pequeño rodeo explicativo. Las necesidades colectivas pueden ser satisfechas, alternativamente, por tres tipos de actores: organismos estatales, empresas privadas y los propios ciudadanos, generalmente a través de organizaciones no gubernamentales. La evolución histórica de los actuales estados muestra que, durante prácticamente todo su desarrollo, la organización social que terminaron construyendo tuvo un carácter estadocéntrico: el aparato estatal fue el actor fundamental en la provisión de los bienes y servicios colectivos. Pero hubo períodos, a partir de las últimas dos décadas del siglo XX, en que el péndulo se desplazó hacia el mercado, donde las empresas privadas fueron entronizadas como actores fundamentales del desarrollo económico, transformando el carácter del modo de organización social en mercado-céntrico. Con la expansión de las organizaciones sociales y el surgimiento y creciente adopción de la filosofía del open government, las interacciones entre Estado y sociedad volvieron a sufrir cambios, los ciudadanos comenzaron a participar más activamente en los procesos de gestión pública y se crearon condiciones favorables para que la organización social vaya adquiriendo algunos rasgos socio- o ciudadano-céntricos.
Alcances del gobierno proactivo
Si bien los SPP constituyen una innovación revolucionaria, la revolución no es inminente y su ocurrencia depende de varios factores. En parte, de los avances requeridos en el frente tecnológico, pero más decisivamente, de la disposición y recursos que los gobiernos decidan invertir para hacerla realidad. Ni siquiera en aquellos países que hoy lideran el campo del “gobierno inteligente”, como Estonia, Nueva Zelanda o Singapur, los SPP representan más que una proporción mínima del total de servicios disponibles en línea. En la Unión Europea, donde el 81% de los servicios públicos están disponibles digitalmente, solo el 6% de los mismos se prestan de manera proactiva.
Existe consenso en que no todos los servicios públicos pueden ser prestados de modo proactivo (Barasa e Iosad, 2022) pero también se está discutiendo de qué depende que ello ocurra o no. Los autores coinciden en que la posible proactividad de un servicio depende, en primer lugar, de su naturaleza; pero además, de la disposición del ciudadano para compartir con el gobierno, datos relativos a su situación personal, familiar y/o de sus actividades (Digicampus, 2021; McBride; Hammerschmid; Lume; and Raieste, 2023).
Un paso importante en el avance hacia la proactividad gubernamental, ha sido la creciente adopción por parte de los gobiernos -sobre todo en el nivel municipal- de la denominada Carpeta Ciudadana, Carpeta Digital Ciudadana o, en inglés, Citizen Folder. Consiste en otorgar a las personas la posibilidad de acceder a sus documentos oficiales personales, trámites en curso con el gobierno (local, regional, federal o nacional, según sea el caso) y comunicación directa, rápida y personalizable entre los ciudadanos y la administración (Comune di Milano, 2021). Este servicio puede operar en un sitio web o como una aplicación móvil. España y sus comunidades autónomas, algunas ciudades de Italia y Canadá, y más recientemente en Colombia, han implementado esta carpeta, ejemplo de los desarrollos clasificados como aplicaciones del one-stop o joint-up government.
Con respecto a la naturaleza del servicio proactivo, el factor más decisivo es si su prestación puede ser “disparada” sin que medie la intervención del ciudadano o si la misma es mínima. Cuanto más complejo el servicio, menor la posibilidad de proactividad. Pero además de la viabilidad, importa evaluar si es deseable que sea proactivo. El máximo grado de automatización se obtendría en el caso en que la dificultad para brindar el servicio fuera baja y la disposición ciudadana a compartir su información con el gobierno fuera ilimitada.
Por otra parte, los servicios pueden estar relacionados con derechos, pero también con obligaciones ciudadanas. Ejemplo de un derecho podría ser la recepción de una licencia paga por nacimiento de un hijo, en tanto que una obligación, el reclutamiento a un servicio militar, en el caso de que fuera compulsivo. Candidatos a servicios plenamente proactivos serían, precisamente, aquellos que fueran compulsivos, que estuvieran basados en criterios de elegibilidad claros y no tuvieran consecuencias negativas para los ciudadanos. Pero ciertos servicios pueden exigir algún grado de interacción entre gobierno y ciudadano, sobre todo cuando se requiere una expresión de voluntad de parte de este último o cuando la posibilidad de recibir el servicio depende de la información que suministre al gobierno. En estos casos, el ciudadano se responsabiliza por la corrección de los datos y acepta las eventuales consecuencias negativas que podrían producirse.
Para que los servicios proactivos resulten aceptables y deseables para los ciudadanos, debe asegurarse que estos comprendan la naturaleza de los servicios y en todo momento, tengan control sobre su información. Dado que la prestación de estos servicios depende fuertemente del intercambio de información, incrementar el flujo de información o reducir la cantidad de intercambio requerida para la prestación, podría estimular fuertemente el desarrollo de este tipo de servicios. Para ello es preciso modificar leyes y regulaciones que faciliten el intercambio de datos, de modo que los usuarios puedan prestarse a tal intercambio, o bien diseñar políticas y servicios, incluidos los criterios de elegibilidad, basados únicamente en la información disponible y compartible.
Las posibilidades que ofrece la interoperabilidad ha incrementado exponencialmente la cantidad de prestaciones proactivas de los gobiernos. Veamos algunos ejemplos:
• En Portugal, las tarifas de electricidad subsidiadas para familias vulnerables fueron otorgadas a un número de beneficiarios cinco veces superior, luego de conseguirse que la interoperabilidad entre los datos de los usuarios de energía, los fiscales y los de la seguridad social fueran integrados, ofreciendo automáticamente el beneficio a los ciudadanos elegibles (un 7% de la población).
• En Holanda y Gran Bretaña, las declaraciones de impuestos anuales que deben presentar los contribuyentes, son preparadas por el fisco a partir de la información obtenida de los sistemas de liquidación de haberes, y pueden ser revisadas y eventualmente modificadas por los mismos, antes de su presentación.
• En los Estados Unidos, Global Entry, y otras plataformas similares, son programas aduaneros de protección de fronteras que autorizan el ingreso automático al país en ciertos aeropuertos, a viajeros de “bajo riesgo” previamente registrados y aprobados. Los viajeros utilizan carriles exclusivos y su ingreso se habilita luego de tomarles una fotografía para verificar su membresía, lo cual les evita largas demoras en su arribo a un aeropuerto, cuando deben atravesar aduanas y registrar electrónicamente su equipaje de mano.
• En Estonia, ya he mencionado su experiencia con servicios parentales proactivos, donde el gobierno los ofrece a partir de constatar que nació un niño, evento que “dispara” el dato y lo cruza con los de la familia como contribuyentes, así como con otras informaciones. El sistema, automáticamente, envía un mensaje de felicitación a los padres y pone a disposición los servicios parentales. También en Tallin, capital de Estonia, el transporte colectivo para residentes es gratuito. La condición de residente, determinada en forma automática, “dispara” la emisión de una tarjeta que los usuarios deben validar en cada medio de transporte.
Más allá de estos casos ilustrativos, es posible conjeturar que la variedad del menú puede verse ampliado por la posibilidad de ofrecer SPP en materias tales como alertas en línea sobre el estado del tránsito, accidentes a evitar, rutas alternativas o medios de transporte a utilizar; aviso a potenciales beneficiarios sobre disponibilidad de becas de estudio, nuevos tratamientos médicos o vacantes en puestos de trabajo; avisos de vencimientos de plazos para vacunarse, renovar registros de conducción o presentar declaraciones de impuestos; actualización automática de cambios de domicilio en documentos de identidad o registros electorales ante cambios de domicilio, entre muchas otras.
La posible generalización de este tipo de servicios depende de diversas circunstancias y sus impactos pueden ser considerables, sobre todo, en el plano de la vinculación entre ciudadanía y gobierno, así como en la propia organización y gestión del aparato institucional del Estado.
Precondiciones e impactos de los SPP
En un esquema de proactividad gubernamental, cada organismo del sector público debe desarrollar su propia estrategia de uso de datos e inteligencia artificial, lo cual supone diseñar un plan de acción, designar personal responsable a nivel ministerial y de agencia, y establecer unidades de análisis y gestión de datos para apoyar a cada organización. Además, es necesario contar con modelos operativos holísticos para transformar verdaderamente la forma en que funciona el gobierno.
Otros cambios en la gestión pública también serán necesarios. Cabe preguntarse, por ejemplo, qué modificaciones habrá que introducir en la rendición de cuentas de un sistema interoperable, o sea, cómo se atribuirían las responsabilidades por los resultados de una política que entrega bienes o servicios personalizados. O qué nuevas competencias de liderazgo será necesario fomentar frente a estos cambios, qué nueva formación será preciso brindar a los futuros funcionarios o cómo se modificarían los organigramas gubernamentales al cambiar las relaciones jerárquicas y funcionales en un esquema de gestión proactivo.
En este nuevo esquema, también cambia sustancialmente el papel y el perfil del funcionario público, porque cambian los mecanismos para procesar las demandas de intervención estatal, las competencias requeridas para proveer los servicios y los canales de entrega. Estos tres frentes de transformación entrañan una verdadera revolución de la gestión pública, jamás imaginada por ninguno de los paradigmas vigentes desde los tiempos de la “administración científica”. Cambia la composición e interacción entre los integrantes de los equipos de trabajo. Ya no son necesarios los expedientes, los trámites y se vuelve ociosa la infraestructura para la atención ciudadana. Prácticamente desaparecen los puestos de trabajo dedicados a la atención personal de los ciudadanos, y aumenta en cambio la intervención de expertos en tecnologías disruptivas (IA generativa, robótica, machine learning y otras), lo cual impacta fuertemente sobre el grado de discrecionalidad del funcionario público.
A este último respecto, Young; Bullock y Lecy (2019) han señalado que el desarrollo de las TIC y la creciente automatización de procesos de gestión ha implicado el pasaje desde las “burocracias-a-pie-de-calle” a las burocracias a nivel de sistemas. El autor introduce para ello el concepto de “discrecionalidad artificial”, para referirse a los impactos de la IA que los funcionarios deben considerar, cuando deben optar por adoptar o no un curso de acción y/o cómo hacerlo. En sus conclusiones, estos autores argumentan que la discrecionalidad artificial puede mejorar la discrecionalidad administrativa a nivel de tareas, en términos de 1) escalabilidad creciente, 2) costos decrecientes y 3) mejoramiento de la calidad. Pero al mismo tiempo, la discrecionalidad artificial plantea serios reparos en términos de equidad, manejabilidad y factibilidad política.
Una condición esencial para que los SPP puedan ofrecerse de manera equitativa, y así contribuir a la inclusión ciudadana, es disponer de conectividad significativa o universal, lo que implica una conexión a Internet robusta, que permita a todo ciudadano acceder a una comunicación sin interrupciones, transmisión de video y navegación web. Ello equivale a considerar el acceso irrestricto a Internet como un derecho humano. Otra cuestión a resolver es la operacionalización del uso ético de la inteligencia artificial, problema ampliamente debatido, pero todavía pendiente, especialmente porque junto con el crecimiento de sus aplicaciones han crecido también los problemas de ciberseguridad.
En cuanto a los impactos de la proactividad gubernamental en materia de satisfacción ciudadana, diversos estudios señalan una alta disposición de los usuarios reales y potenciales a recibir SPP. Por ejemplo, al 40% de los ciudadanos estadounidenses les gustaría recibir recomendaciones y servicios personalizados según sus circunstancias (Accenture, 2015), mientras que el 46% de los suizos, el 44% de los austríacos y el 30% de los alemanes, querría recibir servicios financieros gubernamentales de manera proactiva (Initiative D21 & fortiss, 2017). Estos datos indican que el grado de satisfacción ciudadana con los servicios personalizados tiende a ser alto y, como resultado, aumenta la confianza en los gobiernos. También aumenta la disposición de los ciudadanos a proporcionar sus datos individuales en la medida en que van obteniendo evidencia de que hacerlo, no compromete su privacidad y, por el contrario, posibilita que el gobierno incremente y diversifique sus prestaciones. Otro efecto del mayor número datos que los gobiernos obtienen a raíz de su entrega voluntaria por parte de los ciudadanos, es que genera más oportunidades de promover nudging, es decir, de invitar o persuadir a los ciudadanos a realizar acciones que pueden beneficiarlos, como vacunarse a tiempo o adoptar prácticas alimentarias más saludables. Por último, una consecuencia no menor de la expansión de los SPP, es la significativa reducción de costos operativos y la consecuente mejora en la eficiencia gubernamental (Healthcare Communications, 2023).
Quo vadis SPP?
Sin duda, el avance desde el one-stop al no-stop government ha sido un paso inmenso, pero al parecer, este tampoco es el punto de llegada definitivo. Dado el volumen de datos de que hoy disponen los gobiernos, es posible aprovechar la analítica predictiva para una mejor identificación de las necesidades ciudadanas, mejorar la asignación de recursos, reducir la gestión de riesgos y, en última instancia, ofrecer una mejor prestación de servicios públicos. Al respecto, ya se han propuesto los conceptos de “gobierno predictivo” y “gobierno prescriptivo” (Misra y Philip, 2019) y es posible relevar diversas experiencias exitosas en diferentes partes del mundo (Data Agility, 2022).
Por ejemplo, en el estado de Victoria, en Canadá, han utilizado analítica predictiva para establecer cuáles son, y cuáles serán, los volúmenes de desperdicios que se generan en el azaroso sistema de gestión de residuos. Para ello desarrollaron un modelo proyectivo a partir del enorme volumen de datos provenientes de la Autoridad de Protección Ambiental de Victoria, lo que permitió mapear el flujo de residuos y predecir las tendencias, preparando así al gobierno para una gestión más efectiva. También en Victoria, en el Departamento de Salud y Servicios Humanos, asisten a investigadores aplicando sus datos a la creación de modelos proyectivos en materia de oferta y demanda de trabajadores de salud, internaciones de pacientes y emergencias, de modo de obtener inferencias en materia del futuro volumen de servicios, la planificación de inversiones y el desarrollo del sector de salud.
Algunas experiencias en curso prometen avances aún más espectaculares. Mencionaré dos de ellas, que me han parecido particularmente avanzadas. Imposible no citar una vez más a Estonia, donde continúa en desarrollo Bürokratt, una red interoperable de agencias del sector público vinculada a los sistemas nacionales de comunicación e información, así como a los ofrecidos por el sector privado, al que los ciudadanos pueden acceder a través de un único chatbot. (Witismann, 2023). El sistema les facilita el acceso a cualquier servicio público (y en el futuro, también privado) que puedan requerir, a través de un único canal de comunicación y desde cualquier dispositivo, gracias a un asistente virtual. El chatbot está concebido para utilizar comunicaciones de voz y otros canales, como mensajes instantáneos.
Un caso más curioso, que incluso decidió a la OCDE a realizar una evaluación de la experiencia (OCDE, 2020), es la creación en los Emiratos Árabes Unidos del Ministerio de las Posibilidades. Se trata del primer ministerio virtual responsable de incubar y desarrollar soluciones radicales para enfrentar los desafíos gubernamentales más críticos. La denominación de sus cuatro departamentos es indicativa del grado de innovación que intenta el nuevo organismo, a través de sus Departamentos de Servicios Anticipatorios, de Recompensas Conductuales, de Talento y de Adquisiciones Gubernamentales. Está concebido para convertirse en la próxima generación de gestión pública, a cargo de supervisar funciones que requieren decisiones rápidas, audaces y efectivas. Sus roles incluyen la aplicación de design thinking y experimentación en el desarrollo de soluciones proactivas y disruptivas para resolver cuestiones críticas, involucrando tanto a las distintas jurisdicciones gubernamentales como al sector privado.
Pero hay más. En el futuro, el gobierno personalizado puede llegar a ser parte constitutiva de la vida cotidiana y no es necesario recurrir a la ciencia ficción para imaginarlo: basta leer un reciente informe producido en Estonia (Raieste, Ojamaa y Solvak, 2023). En el mismo, se ofrece una viñeta muy sugerente, que más que cualquier descripción, ofrece una real dimensión del cambio posible. Por eso, en esta sección final, puede resultar esclarecedor incorporar una versión sintética de esa descripción.
En el año 2030, al despertar en la mañana de un día cualquiera, Mart y Eeva ya habían sido notificados de que, en la vecindad de su domicilio, se habían iniciado importantes trabajos de mantenimiento vial. Además de informarles sobre los días que duraría la obra, también recibieron noticias sobre el tránsito en el área y sobre cuáles eran los mejores medios de transporte recomendables, para evitar congestionamientos y demoras en la llegada al trabajo.
Eeva había estado buscando un nuevo jardín de infantes para su hijo menor, más próximo a su domicilio y esta información había sido distribuida a todos los jardines de la zona para que se conectaran con el servicio de eventos “Necesito Cuidado Maternal”. Pronto Eeva fue notificada de que en un jardín cercano había una vacante disponible, lo cual permitiría desayunos familiares más prolongados y menos estrés en la premura por llegar al trabajo. También favorecería la política municipal de mejorar el bienestar de las familias a través de un acceso cercano a los servicios y un menor uso de recursos.
Más tarde, Mart es invitado a analizar un proyecto de ordenanza municipal que, según los datos en poder del gobierno, podría llegar a afectarlo. Pero como no tiene ni el tiempo, conocimientos o paciencia para leer el texto completo, su asistente personal virtual le sintetiza los efectos específicos que la norma podría producirle, en un lenguaje perfectamente comprensible. Así pudo responder de inmediato y, además, le dio la oportunidad de enviar sus propias propuestas y comentarios, mientras volvía del trabajo sentado en un bus. Mart sabe que los aspectos esenciales de sus recomendaciones, y la de otros ciudadanos involucrados, serán considerados y procesados por IA, lo cual materializa una forma de participación ciudadana efectiva en el proceso democrático.
Finalmente, el portal de salud de Mart le informa haber recibido el último análisis de laboratorio de su madre. Del resumen del mismo generado por IA, fácil de entender por un no especialista, Mart descubre que la salud de su madre ha tenido cierto grado de deterioro. Decide entonces seguir la recomendación del algoritmo, de ir a visitarla para reducir su soledad y llevarle un libro. Indica entonces a su app de viajes compartidos que desea visitar a su madre con toda la familia, aplicación que le envía un auto equipado con asiento para niños, que sabe perfectamente adónde dirigirse.
Una precondición para que estas innovaciones se produzcan es que haya adecuadas condiciones para la recolección segura y estandarizada de datos, así como una comprensión y aceptación generalizada por parte de los ciudadanos, acerca de los beneficios que les acarrearía compartir sus datos personales. La posibilidad de brindar niveles crecientes de personalización depende de la debida sincronización entre estas dos condiciones, para lograr la optimización de sistemas y procesos, la reducción del “ruido digital”, el empoderamiento de funcionarios y ciudadanos, la reducción de la inequidad social y la creación de un ecosistema de servicios que mejore la vida cotidiana.
Por cierto, para que todo esto sea posible, también debe crecer la confianza en la aplicación de IA, sin la cual, el procesamiento de los enormes volúmenes de datos que requieren los SPP, sería imposible. Pero bien sabemos que, en nuestros días, la condición de ángel o demonio de la IA se ha convertido en una cuestión controvertida e irresuelta. Podemos entonces concluir, con la disyuntiva planteada por Raieste Raieste, Ojamaa y Solvak (2023): “¿Es la IA una suerte de Terminator, agazapado en el inquietante valle, a la espera de afirmar su supremacía? ¿O, en cambio, es el amigable clip de Microsoft que vive dentro de tu celular, cuya eficiencia se mide sólo en términos de cuánto y cuán efectivamente puede ayudarte?”. La moneda está en el aire.
Conclusiones
A lo largo del trabajo, pudo apreciarse cómo fue evolucionando la segmentación de los servicios públicos ofrecidos por los gobiernos, desde el modelo todavía prevaleciente de “talle único” (o one-size-fits-all), como el mantenimiento de caminos o la seguridad ciudadana, a una relativa segmentación basada en la identidad o localización de los grupos destinatarios (v.g., jubilados, gente en situación de calle; habitantes de una región marginal), para llegar finalmente a la proactividad gubernamental, posibilitada por eventos vitales (nacimientos, fallecimientos, desocupación). Se vislumbra aún una futura etapa, que ya se denomina “government for one”, con servicios diseñados individualmente a medida y personalizados en función de las necesidades específicas de los destinatarios.
Queda por delante un amplio campo de investigación, que se seguirá expandiendo en la medida en que el desarrollo tecnológico incremente las posibilidades de proactividad gubernamental en la prestación de SPP, haciendo realidad una mayor personalización de los bienes y servicios públicos.
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