Número 7 · Año 2021
Interpelaciones de la memoria.
Cómo se recuerda en museos, escuelas y juicios
Interpellations of memory.
How it is remembered in museums, schools and judgments
María Virginia Saint Bonnet
Instituto Universitario de Gendarmería Nacional (IUGNA)
Instituto Superior de Formación Docente y Técnica “Zarela Moyano de Toledo”
Córdoba, Argentina
Recibido: 20/02/2020 - Aceptado con modificaciones: 09/10/2020
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s2408462x/m9zmcrk3j
Resumen
Este trabajo explora la categoría de memoria y problematiza su incidencia en tres ámbitos diversos (los museos, las instituciones educativas, y los testimonios jurídicos ofrecidos en juicios por víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico-militar en Argentina) que tienen en común la activación de la recordación como un imperativo para la convivencia social. La memoria no implica solamente una categoría temporal que recupera del pasado algunos hitos y descarta otros aconteceres menores, sino que incorpora determinados marcos de referencia —culturales, sociales, antropológicos— que posibilitan encuadrar los recuerdos individuales en vivencias colectivas. Hacer memoria deviene en un decisivo proyecto de futuro en el que se necesitará establecer —con criterio, contundencia y lucidez— qué repetir y qué desechar de los hechos vividos para que la realidad no se obture en movimientos cíclicos y padecimientos recurrentes. Es en este sentido que la memoria puede pensarse como una utopía, aunque también como un fundamental principio rector de justicia para evitar la violencia y la desigualdad. Hacer memoria se erige como una práctica política en diferentes ámbitos de la vida pública y comunitaria.
Palabras clave: Memoria, Argentina, Museos, Escuelas, Juicios.
Abstract
This paper explores the category of memory and problematizes its incidence in three different spheres (museums, educational institutions, and legal testimonies offered in the court by victims of State terrorism during the last civic-military dictatorship in Argentina) that have in common the activation of remembrance as an imperative for social coexistence. Memory does not only imply a temporary category that recovers some historical landmarks from the past and discards other minor events, but also incorporates certain frames of reference —cultural, social, anthropological— that make it possible to frame individual memories in collective experiences. Making memory becomes a decisive project for the future, in which it will be necessary to establish —with criterion, forcefulness and lucidity— what to repeat and what to discard of the lived events so that the reality is not obtained in cyclical movements and recurrent sufferings. It is in this sense that memory can be thought of as a utopia, but also as a fundamental guiding principle of justice to avoid violence and inequality. Making memory stands as a political practice in different areas of public and community life.
Key words: Memory, Argentina, Museums, Schools, Judgments.
Número 7, 2021 / Sección Reflexiones / ISSN 2408-462X (electrónico)
https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ART
Centro de Producción e Investigación en Artes,
Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.
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Problematizar la memoria
Al reflexionar sobre la memoria, entran en tensión los parámetros con los que trazamos supuestas líneas divisorias entre pasado/presente/futuro. No todo pasado es historia, ¿qué legitima a un hecho para convertirlo en un recuerdo y ser historiado?, ¿cuáles son los criterios de relevancia que aplicamos en ese proceso de recordación para seleccionar qué recordar y qué olvidar?, ¿cuánto tiempo debe transcurrir en el distanciamiento de un suceso para que ingrese al pasado y se erija como recordable; días, años, generaciones? Tenemos más interrogantes que respuestas, pero nos sirven de disparadores para explorar la categoría de memoria y problematizar su incidencia en variados ámbitos. Aquí exploraremos los museos, las escuelas y los testimonios de víctimas del terrorismo de Estado donde la urgencia por la recordación se vuelve un elemento movilizador, restaurador, activador, que evita cristalizar los eventos pasados y los trae al presente en una permanente reflexión crítica sobre lo sucedido. Entendemos que estos tres objetos tienen notables disparidades en su constitución: los dos primeros son espacios donde los sujetos transitan por el acto de recordar como una práctica cultural y/o educativa, en cambio los testimonios jurídicos no son lugares sino discursos donde la concentración de la memoria permite restituir los hechos de atropellos cometidos para evitar su impunidad e institucionalizar la justicia. Sin embargo, haremos hincapié en sus aspectos comunes para que nos habiliten a recorrer la presencia de la memoria como eje rector de ciertas prácticas culturales en el país.
Muchas veces son los períodos de crisis —en los cuales se cuestionan los valores asumidos por tradición y establecidos en forma homogénea— los que reclaman una nueva mirada sobre el pasado, activan la memoria y exigen reinterpretar los hechos acaecidos; así, la selectividad de lo que se memora se produce por urgencias que demandan reordenar los acontecimientos y catalogarlos cuasi taxonómicamente en recuerdos felices, tristes, imborrables, pasajeros. Los seres humanos convivimos con esa necesidad de dar significado a lo que nos sucede, establecer sentidos para lo que delinea nuestro tránsito por la vida y perfila nuestra identidad. Hay una imprescindible y dialógica “negociación de sentidos del pasado” (Jelin, 2002, p. 22) que establecen los sujetos con sus experiencias para re-cordar[1] lo vivido, y ese re-memorar imprime una insoslayable interpretación subjetiva, mayoritariamente teñida por los marcos histórico-sociales que habilitan unas u otras interpretaciones, en función de la puja de poderes hegemónicos que las sostienen.
Si pensamos en el presente de esta Argentina de siglo XXI, hablar de memoria nos posiciona en una lucha constante, siempre vigente, por los Derechos Humanos y nos conduce a significaciones que emergen de la realidad actual y nos interpelan: desigualdades, carencias, pobreza. La juventud de hoy, principalmente aquel sector expuesto a la marginación y la violencia, se enfrenta al desafío de hacer memoria desde un lugar signado por la pugna entre actores sociales que detentan el poder (visiblemente con las fuerzas policiales, pero también con otra fuerza contemporánea que los ha absorbido territorialmente: el narcotráfico). Así, hacer memoria deviene en un decisivo proyecto de futuro, en el que se necesitará establecer —con criterio, contundencia y lucidez— qué repetir y qué desechar de los hechos vividos para que la realidad no se obture en movimientos cíclicos y padecimientos recurrentes.
las víctimas y sus herederos —sean un grupo, una minoría o una comunidad nacional— plantean una demanda de reconocimiento y de reparación, material o simbólica… El esclavismo, el colonialismo, los crímenes de guerra y los genocidios invaden de esta suerte nuestro espacio público y delimitan un horizonte memorial que es a la vez, indisociablemente, un horizonte político (Traverso, 2008, p. 8).
Es en este sentido que la memoria puede pensarse como una utopía, aunque también como un fundamental principio rector de justicia. Hacer memoria se erige como una práctica política en diferentes ámbitos de la vida pública y comunitaria.
Los museos como espacios de la memoria
La memoria no implica solamente una dimensión temporal que recupera del pasado algunos hitos y descarta otros aconteceres menores, sino que incorpora determinados marcos de referencia —culturales, sociales, antropológicos— que posibilitan encuadrar los recuerdos individuales en vivencias colectivas. Si bien la noción de memoria colectiva es controvertida porque no puede pensarse como una entidad homogénea e impermeable, es posible interpretarla como “memorias compartidas, superpuestas, producto de interacciones múltiples, encuadradas en marcos sociales y en relaciones de poder. Lo colectivo de las memorias es el entretejido (…) en diálogo con otros, en estado de flujo constante…” (Jelin, 2002, p. 22). Esto nos lleva a entender la memoria como un cronotopo[2], una categoría espacio-temporal que habilita locus específicos de intervención, como en el caso de los museos.
La intencionalidad monumentalista de los museos como lugares donde la memoria se institucionaliza, no se acota a la mera aglomeración y exhibición de signos mostrables, estáticos, pasivos; sino que urge la concepción del museo como espacio no meramente reproductivo, también transformador, autorreflexivo, con un activo rol de educador, donde el arte opere para conmemorar, presentificar y modelar la experiencia. Puede pensarse como un cruce irreverente de sentidos, donde se actualizan axiologías y se reordenan las escalas de valores vigentes. Lo museístico así concebido puede habilitar, entonces, la democratización del arte, la relativización de fundamentalismos, y la deconstrucción de percepciones binarias de la realidad en las que no haya grandes relatos que jerarquicen lo recordable, más bien puede abrirse a la posibilidad de “poderes oblicuos” (García Canclini, 1989) y pluralidad semántica donde hegemónicos y subalternos se necesiten.
Esta concepción de museo se contrapone a la de dispositivo ordenador de los bienes simbólicos de la cultura, para dar lugar a la posibilidad de “descoleccionar” lo memorable, y con esta acción, promover igualdad de oportunidades de participación en la construcción identitaria del pasado. Habría que preguntarse si esta concepción dinámica de los museos no tiene escasa preponderancia en nuestra sociedad, salvo excepciones como es el Espacio de memoria Campo de la Ribera[3], porque precisamente esta apertura dialógica de pasado/presente/futuro es leída como una amenaza a los intereses de sectores poderosos que vienen buscando hace décadas la cristalización de una lectura monolítica y parcial del reciente pasado argentino. Para evitar estas cristalizaciones del pasado en recuerdos catalogados, exhibidos y exhibibles a modo de artefactos exóticos, fuera del auténtico y necesario intercambio de sentidos, resulta imprescindible, como sostiene Mosquera (2014), una metamorfosis estructural en la concepción museística que reconstruya los espacios de la urbe misma como laboratorios culturales espontáneos:
habría que pensar en museos centrífugos en lugar de centrípetos, transformados de un espacio donde se “muestra el mundo” en una acción en el mundo. Así, en vez de halar el arte hacia un espacio aurático, el museo podría actuar en el sitio mismo donde ocurre la práctica artística. Sería un museo hub, descentralizado, en movimiento, diseminado por todos lados, una entidad dinámica (p. 5).
Este dinamismo desobturaría los lugares comunes de la memoria a donde suelen depositarse los ecos de discursos autoritarios gastados y se produce una cosificación de los hechos recordados, en pos de proponer nuevas posibilidades de aceptación y comprensión de lo sucedido sin el direccionamiento reduccionista de poderes de turno. Hacer memoria en un museo no debiera asociarse con una práctica ocasional de sujetos que realizan una visita aislada a un espacio cerrado y conservador cuyo formato exhibicionista no se aleja del mero espectáculo, sino que puede constituir una acción política y social en pleno desarrollo, a partir de la cual se abran nuevas modalidades de participación democrática y plural en el trazado mismo de la vida presente y futura del país.
Los testimonios jurídicos dan cuenta del pasado
En un sentido discursivo, la memoria implica también la documentación de la experiencia, un registro a modo de inventario, donde el testimonio es el género en el cual se patentiza lo pasado, se codifica y traduce lo acaecido. Pero ¿cuál es el límite válido para demarcar lo real y lo ficcional en lo testimoniado?, ¿cómo podría el testimonio dar cuenta objetiva de los hechos si no es el lenguaje más que una mediación, una construcción interpretada de lo vivido? La concordancia entre los hechos y las palabras es una arbitrariedad antojadiza, una asociación unilateral que podría distar de ser la verdad, porque la cosa en sí resulta inconcebible y no podemos apropiarnos de ella sino mediante una metáfora que la exprese. La verdad es una “multitud movible de metáforas, metonimias y antropomorfismos que tras su prolongado uso se le antojan canónicas y obligatorias a un pueblo… son las verdades, ilusiones que se han olvidado que lo son, metáforas gastadas…” (Nietzsche, 1996, p. 3). Sin embargo, esta inefabilidad nietzscheana del lenguaje no aplica en todos los casos. Cuando la facticidad de un delito no ha podido materializarse en objetos que den cuenta de su existencia —porque los responsables de esas prácticas violentas se ampararon en el imparable deterioro del tiempo y en la extinción de pruebas materiales de los crímenes cometidos— entonces, es el lenguaje el mayor objeto testimonial que puede dar cuenta de esos abusos. Así, el testimonio es el género discursivo investido de la competencia jurídica para reponer los hiatos debido a la eliminación de documentos legítimos que puedan dar cuenta del pasado. En este sentido, y como sostiene Enzo Traverso (2008):
la historia y la justicia comparten un mismo objetivo: la investigación de la verdad, y para establecer la verdad hay que presentar pruebas. Dicho de otra manera, la historia es una narración del pasado que se construye en torno a hechos establecidos, procediendo así a su elucidación e interpretación. Su relato puede, sin duda, tomar forma literaria, pero sus orígenes están en una retórica argumentativa que es propia del derecho. Este arte de argumentación se cultiva en los tribunales (p. 16).
Mediante lo testimoniado, es posible reconstruir una verdad que permita restituir la justicia para las víctimas del terrorismo de Estado extendido epidémicamente en los países del Cono Sur. En Argentina, Chile y Uruguay, los gobiernos dictatoriales —en diferentes grados de brutalidad y sistematización del crimen— asentaron la violencia como política de Estado. El mecanismo criminal que se instauró durante décadas apeló a los asesinatos, torturas, violaciones, censuras, apropiación de niños/as y desaparición de personas para desplegar su aparato represor. Las respuestas jurídicas que cada país dio a estos crímenes fueron dispares, y podrían ser objeto de análisis de otros trabajos, pero aquí interesa señalar cómo fueron abordadas las reparaciones de justicia mediante un instrumento discursivo en común, fundamental y contundente: el testimonio.
¿Puede decirse, por su protagonismo civil y su acción reparadora en la vida social de los pueblos, que es el testimonio el género ¿literario? característico y representativo de Sudamérica?, ¿cabe inscribirlo dentro del campo literario? En esta línea de discusión sobre el testimonio como género discursivo de la memoria, podemos reflexionar acerca de la dicotómica relación entre ética/estética que se activa. ¿Cuándo ese texto puede enmarcarse como testimonio histórico o como artefacto literario?, ¿qué condiciones de recepción permiten que ese producto discursivo sea leído/escuchado como un testimonio o como una obra de arte? Si no es dado expresarse a menos que sea a través de una lengua y sus categorías estructurales, su cosmovisión inherente, su filtro antropológico, ¿puede el testimonio distanciarse de su carácter de representación de lo real y posicionarse en un estatuto diferente de lo fáctico? La lengua modela nuestro sistema de percepción, edifica realidades, establece paradigmas y patrones de conducta, porque “cada recorte lingüístico impone una visión del mundo” (Ricoeur, 2005, p. 37); ¿cómo evitar caer, entonces, en un nominalismo extremo que reduzca peligrosamente la violencia vivida, contada en los testimonios —y materializada sobre los cuerpos— a simples “constructos” parcializados, a “deformaciones” de los hechos, a ficciones? Creo que la respuesta está en evitar la naturalización de ciertos relatos, como si fueran producto de un extrañamiento y una enajenación que no se condicen con el auténtico tejido de voces, sentires y pérdidas que se articulan en un testimonio, como signo presente y que demanda presencialidad a partir de la escucha responsable y comprometida. El testimonio se hace más fuerte y válido dentro de condiciones de recepción oportunas, donde los sujetos que escuchan predisponen su atención empática dentro de contextos que ofrecen una contención adecuada[4]. Esto no ha podido lograrse en todos los casos, y por eso sigue siendo materia pendiente en muchas naciones sudamericanas que no han saldado sus deudas con las víctimas del terrorismo de Estado, con madurez política y genuinos proyectos de restitución de la justicia. La memoria vuelve a ser el mecanismo redentor de tanta impunidad, el dispositivo esperanzador para reponer los hiatos de una historia que ha dejado espacios vacíos, con el nefasto propósito por parte de los responsables y de sus ardides residuales, de que el olvido se encargara de su oxidación histórica. La palabra testimonial que actualiza y valida, pues, no queda reducida a enunciados lingüísticos, adquiere la entidad pragmática de revelación al nombrar y presentificar todo lo silenciado: esta forma de recordar es memoria activa y necesaria para los países del Cono Sur.
Las escuelas, activadoras de la memoria
En las instituciones educativas se desarrolla también una importante e indelegable función formadora de una conciencia social respetuosa y atenta a la preservación de la memoria colectiva. Y allí se condensan también otros condicionantes sociales que pueden poner en jaque la convivencia pacífica y requieren de un tratamiento tolerante y paciente. Por eso, la violencia es el último aspecto nodal de la memoria que exploraremos. En la ríspida sociedad pos-posmoderna actual de Argentina, la violencia es una práctica inherente a la cultura, más o menos visibilizada: como acto de delincuencia, mecanismo de protesta, modo de relación entre sujetos, expresión mediática de insatisfacción, arma coercitiva de sometimiento, dispositivo de control y domesticación social, herramienta de exclusión y bullying, estrategia política de disciplinamiento. En este contexto poco alentador, resulta imperativo preguntarnos sobre cuál es nuestro rol —personalmente, en tanto ciudadana, docente e investigadora— para intervenir eficazmente en procura de una disminución de las presencias corrientes, también simbólicas, de la violencia. La propia representación de la alteridad expone la violencia, a través del empleo de estrategias enunciativas que construyen a un otro-enemigo cada vez más heterogéneo, inabarcable y arbitrario: el homosexual, el loco, el terrorista, el extranjero, la puta, el negro, el villero, el drogadicto, la feminazi… ¿Quién está exento/a de ser incluido/a en alguna categoría caprichosa que nos torne una víctima más de la violencia, si acaso no estamos ya bajo su dominio, inconscientes de ello por haber naturalizado la vulneración?
Hacer memoria se constituye una necesidad, a fin de recuperar las narrativas identitarias e instalar la práctica recordatoria como capacidad de reconocer al otro/a en su diferencia, y simultáneamente, reconocernos a nosotros/as mismos/as a partir de esas otredades. La violencia reproduce la incapacidad de cohabitar esa intersubjetividad, la imposibilidad de convivir con la diferencia, y según lo afirma Fernando Reati (1992): “(…) como si en realidad la violencia no fuera sino una excusa para poner a prueba la capacidad humana de alteridad” (p. 84). También la escuela en todos sus niveles educativos, como institución social, requiere de grandes dosis de tolerancia y espacios de convivencia genuina para dar pie a este proceso de memorización que se vuelva praxis cotidiana, y no solo un pretexto o una simplificación en la que se reduzca la memoria a la apelación a efemérides en un acto escolar, con motivo de un feriado.
Pero ¿cómo puede lograrse esto en las instituciones educativas contemporáneas vaciadas de legitimidad y de recursos, mercantilizadas las privadas y olvidadas las públicas, empujadas por gobiernos neoliberales a ser decadentes depósitos de precariedades? En estos casos la violencia también se ha estatizado, en manos de autoridades gubernamentales cuyas políticas educativas han profundizado la proliferación de escuelas del despojo. Y a través de la institución escolar, así como de la familia, se han normativizado exclusiones e ideologías agresivas que reproducen la violencia incrustada en lo más hondo de la cultura. Cuánto más urgente puede ser hoy la disposición a actualizar la memoria y evitar que caigan en el olvido las iterativas prácticas violentas —estatales y no estatales— que han horadado durante décadas el tejido social de nuestra América del Sur.
A modo de conclusión
En el período postdictatorial más temprano, se multiplicaron voces de denuncia de los atropellos cometidos; muchas a cargo de testigos sobrevivientes de la represión y otras pertenecientes a una “generación hamletiana”[5] que debió oficiar como médium de las voces que las precedieron. Las voces ausentes, silenciadas y excluidas del tejido social, han encontrado su eco no solamente en sus contemporáneas que tomaron la palabra para denunciar los crímenes, sino también en la generación posterior: hijos e hijas, y otros/as ciudadanos/as comprometidos/as en consonancia con la restitución de una paz social que solo se logra cuando la comunidad cierra las heridas abiertas mediante la aplicación de una justicia institucionalizada que desactive la impunidad. Sin la condena de los delitos cometidos, no hay cierre posible de un duelo que se vuelve infinito, abierto, inconcluso. La imperiosa necesidad de cerrar uno de los períodos más oscuros de la historia argentina sigue exigiendo una memoria activa que dé lugar al enjuiciamiento de hechos nefastos para evitar su repetición y que ponga en circulación prácticas vivas de una reflexión consciente y crítica de lo acaecido. Hoy es nuestro compromiso y desafío, evitar toda fijación del pasado en representaciones cristalizadas —minimizadas o mitificadas— a fin de no clausurar el debate, la reconstrucción y la refuncionalización del acto recordatorio. Las interpelaciones de la memoria hacen su llamado desde espacios públicos —museos, escuelas, juicios— y nos asignan la compleja tarea de inquietar nuestra comodidad para desarticular prejuicios, estancamientos de sentidos y efemérides vaciadas. Al acecho se encuentran la vulneración de derechos, la homogeneización de conciencias, la invisibilización de formas de agenciamiento de la violencia, y por eso sigue valiendo la pena todo acto sígnico que desde la cultura, el arte, la educación, logre que revisemos el pasado en pos de un presente y futuro mejores. La palabra —como en este caso, hecha artículo de publicación— con todo su valor simbólico, interpretativo, edificante, quizás sea el instrumento que mantenga activa la recordación, desnaturalice los mecanismos opresivos y movilice la resistencia.
Referencias
Bajtin, M. (1989). Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela. En Teoría y estética de la novela [H. Kriúkova y V. Kazcarra, trads.]. Madrid: Taurus.
García Canclini, N. (1989). Culturas híbridas, poderes oblicuos. Méjico D. F.: Grijalbo.
Jelin, E. (2002). ¿De qué hablamos cuando hablamos de memoria? Historia y memoria social. En Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI.
Montenegro, A. (2015). La construcción de una generación hamletiana. Emiliano Bustos y Nicolás Prividera. En C. Palacios y P. Von Stecher (Comps.), Discurso, Memoria, Identidad: intervenciones sobre los fenómenos de la violencia, (pp. 26-36). Buenos Aires: Biblioteca Nacional: Recuperado el 2021, 7 de julio de https://www.academia.edu/24371414/Entre_el_relato_entero_y_el_relato_agujereado._Insistencias_reformulaciones_y_olvidos_en_la_construcci%C3%B3n_de_una_memoria_en_Infancia_Clandestina.
Mosquera, G. (2007). Arte y política: contradicciones, disyuntivas, po-sibilidades. Esfera Pública, marzo 2007. Recuperado el 2021, 7 de julio de https://esferapublica.org/nfblog/arte-y-poltica-contradicciones-disyuntivas-posibilidades/.
Nietzsche, F. (1996). Sobre verdad y mentira en sentido extramoral [L. M. Valdés, trad.]. Madrid: Tecnos.
Reati, F. (1992). Nombrar lo innombrable. Buenos Aires: Ed. Legasa.
Ricoeur, P. (2005). Desafío y felicidad de la traducción. En Sobre la traducción [P. Willson, trad.] Buenos Aires: Paidós.
Traverso, E. (2008). De la memoria y su uso crítico. Puentes, 24, pp. 6-21.
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Biografía
María Virginia Saint Bonnet
Profesora y Licenciada en Letras Modernas, Magíster en Culturas y Literaturas Comparadas, doctoranda en Ciencias del Lenguaje por la UNC. Se desempeña como docente de nivel superior en IUGNA y en IFD Zarela Moyano de Toledo. Integra el equipo de investigación “Cartografía literaria del Cono Sur” de la Facultad de Lenguas, UNC, y el Programa “Estudios sobre la Memoria” del CEA, UNC. Ha publicado libros y numerosos artículos de investigación.
Contacto: vickysaintbo@gmail.com
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Cómo citar este artículo:
Saint Bonnet, V. (2020). Interpelaciones de la memoria. Cómo se recuerda en escuelas, museos y juicios. Artilugio Revista, (7), Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ART/article/view/34555
[1] Etimológicamente, recordar significa: re- (volver a) -cordar (cordis, corazón), volver a pasar por el corazón. Recordar implica revivir sentimientos y esto puede ser provocado por un hecho puntual, algún objeto, persona o lugar que precipiten esa afectación. Al activarse la memoria, reviven los sentires con cada recuerdo; cuando se re-cuerda, se vuelve a sentir.
[2] Para Mijail Bajtin (1989) “…en el cronotopo artístico y literario tiene lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto (…) Los elementos del tiempo se revelan en el espacio y el espacio es entendido y medido a través del tiempo (p. 237).
[3] El Campo de la Ribera, ubicado en Córdoba, fue una cárcel militar en la década de 1940, para luego convertirse en centro clandestino de detención durante la dictadura cívico-militar de 1976. Posteriormente funcionaron allí dos escuelas hasta el año 2009. Actualmente, es un espacio de la memoria que articula la historia con talleres de formación de oficios y otros cursos destinados especialmente a personas en situación de vulnerabilidad.
[4] En Argentina, la justicia frente a los crímenes cometidos tardó en llegar. Se inició con el juicio a las Juntas durante el gobierno de Raúl Alfonsín en 1985, pero retrocedió con los indultos del presidente Carlos Menem en 1990. Recién en 2003 durante la presidencia de Néstor Kirschner, se oficializó la nulidad de las leyes de impunidad para sentenciar a los represores.
[5] Expresión usada por Julián Axat y Juan Aiub en Axat et al. (2010). Si Hamlet duda le daremos muerte, antología de poesía salvaje. City Bell: De la talita dorada, citada por Montenegro (2015).