Área temática de las jornadas: Aproximaciones temáticas a los bordes y las
fronteras
Roger Caillois
frente al paisaje patagónico, frontera de una nueva civilización
Lía
Mallol de Albarracín
liamalloldea@gmail.com
Centro
de Literatura Comparada “Nicolás J. Dornheim”
Facultad
de Filosofía y Letras, FFyL
Universidad
Nacional de Cuyo
Resumen
En
1942, Roger Caillois —entonces huésped de Victoria Ocampo en Buenos Aires—
realiza un primer viaje a la Patagonia. Sus impresiones se traducen en un texto
admirable publicado ese mismo año en nuestro país, en francés, bajo el título
“Patagonie”. Descripciones, emoción y reflexiones se entrelazan en estas
páginas de donde se desprende la particular visión del viajero que, imbuido de
los valores propios de su civilización de origen, se exalta frente a un paisaje
totalmente nuevo y, por sobre todas las cosas, promisorio. ¿Se trataría de la
frontera de una nueva civilización? Nuestro trabajo propone un abordaje
comparatista del escrito de Caillois a partir de su correspondencia con
Victoria Ocampo, de los datos biográficos del viajero y de las declaraciones
esclarecedoras de estudiosos como Odile Felgine; será muy importante
contextualizar esta publicación del autor francés, relacionada indiscutiblemente
con su estadía en la Argentina hasta concluida la Segunda Guerra Mundial.
Palabras
clave:
Roger Caillois- viaje- Patagonia- civilización- frontera.
Abstract
In 1942, Roger Caillois, Victoria
Ocampo’s guest in Buenos Aires, goes on his first trip to Patagonia. His
impressions are translated into a praiseworthy text entitled “Patagonie” published
in French, in our country, in that same year. Descriptions, emotions
and reflections are intermingled in those pages which exhibit the peculiar
vision of that traveller, who, thoroughly drenched in the values of his
civilization of origin, becomes exalted in the face of a completely new
landscape and, above all, absolutely promising. Would that be the frontier of a
new civilization? Our work proposes a comparative analysis of Caillois’ work
departing from Victoria Ocampo’s mailing exchange, the traveller’s biographical
details and the enlightening statements of a solid scholar like Odile Felgine.
It will be very important to contextualize this work by the author, whose text
is undoubtedly related to his stay in Argentina until the end of WWII.
Key words: Roger Caillois- journey- Patagonia-
civilization- frontier.
En junio de 1939, invitado por Victoria Ocampo, llegó
desde Francia a Buenos Aires Roger Caillois; venía auspiciado por la revista SUR
para dar una serie de conferencias sobre lo sagrado. Era, junto a Georges
Bataille y Michel Leiris, uno de los miembros del recientemente fundado Collège
de Sociologie; acababa de publicar con éxito El mito y el hombre (1938)
y preparaba un volumen sobre El hombre y lo sagrado (1939). Victoria
Ocampo lo había escuchado disertar en París tras la presentación de Jules
Supervielle y la recomendación de Jean Paulhan y había quedado deslumbrada por
su persona. Tenía el joven sociólogo 26 años; había nacido en Reims en 1913.
Tras un breve paso por el Surrealismo, concentraba sus esfuerzos científicos en
el análisis de las sociedades y la civilización y en tratar de explicar el
triunfo aberrante de los totalitarismos europeos; su punto de partida era una
redefinición del mito y lo sagrado como fuente de cohesión social. Desde un primer
momento, todavía en París, entre él y Victoria (1890-1979) se entabló una
intensa relación amorosa e intelectual que se prolongó hasta la muerte de Caillois,
acaecida en 1978. Explicaba la directora de SUR durante una cena en su
honor en 1966: “Su inteligencia me deslumbró en el París de vísperas de la
guerra: 1939. Nuestro huésped actual era entonces un cachorro de escritor. […]
Además de sus obvias y brillantes dotes, Caillois tenía un enorme apetito de
meterles diente a nuevos continentes” (Ocampo, Palabras…, 101). Todo,
pues: inteligencia, juventud, talento, ambición, curiosidad, espíritu de
aventura, se había conjugado perfectamente para invitar a Roger Caillois a
viajar a la Argentina donde permaneció hasta 1945, es decir, durante toda la
Segunda Guerra Mundial cuyo estallido había impedido que el visitante regresara
a su patria. Instalado en la capital bajo la protección de la editora, trabajó
en el servicio de prensa de la Embajada de Francia, fundó el Instituto Francés
de Buenos Aires, escribió para los principales periódicos porteños y del
extranjero, dictó conferencias a lo largo y ancho de nuestro país y fundó la
revista Les Lettres Françaises. Auspiciada por SUR y su
directora, esta publicación se convirtió en el órgano de expresión y difusión
de las mejores voces de la Francia azotada por la guerra, como así también de
otros nombres de relevancia internacional, al mismo tiempo que mantenía a los
franceses en contacto con el resto del mundo intelectual, ya que los números
impresos en papel biblia eran lanzados por pilotos ingleses sobre la Francia
ocupada por los nazis. De regreso en su patria, a partir de 1946, Caillois fue
funcionario de la UNESCO en la división de literatura y cultura, lugar desde
donde se dedicó a la promoción de las letras del continente iberoamericano, tal
como lo hizo también desde la colección “La Croix du Sud” de la Nouvelle
Revue Française editada por Gallimard, donde se publicó a Borges en francés
por primera vez, a Gabriela Mistral, a Sábato, a Neruda, a Roa Bastos, a Cabrera
Infante, entre muchos más. En 1971 fue nombrado miembro de la Academia Francesa
en el sillón n. º 3. Falleció, como se ha dicho, en 1978.
Este breve repaso de su biografía permite comprender
que, sin lugar a duda, los años vividos en la Argentina fueron decisivos para
la formación y la carrera del escritor francés. No en vano una de sus
principales exégetas alude a “le virage américain” [el viraje americano] para
referirse a su estancia en Buenos Aires y a la edición de Lettres françaises:
“La estadía argentina (1939-1945) de Roger Caillois constituyó, según sus
propias declaraciones, un giro en su existencia y en su obra” (Felgine, Lettres
françaises…, 315). Caillois llegó ignorándolo todo acerca de nuestro país,
desde el idioma, y partió de regreso llevando consigo un conocimiento íntimo de
nuestra realidad, consciente, además, de la deuda inmensa que, hacia Victoria
Ocampo y la Argentina, había contraído. Por ello, ya en su patria, se dedicó a
la difusión de nuestra literatura, erigiéndose así en una de las figuras más
importantes en el diálogo intercultural franco-argentino, uno de los más
destacados “passeur” (término acuñado por Daniel-Henri Pageaux y que también
emplea Odile Felgine para referirse a nuestro viajero).
Resulta, pues, muy oportuno estudiar la producción de
Roger Caillois, valioso intermediario. Desde un enfoque comparatista, interesa
especialmente rescatar su visión acerca de nuestro país puesto que, en tanto
extranjero que permaneció por años en la Argentina, se constituyó en observador
privilegiado. Pero el interés es doble, pues, al tratar de desentrañar un
espacio y una cultura nuevos y distintos, se revela también a sí mismo. De este
modo, si tal como explica Daniel-Henri Pageaux es importante tener en cuenta
quién es el viajero, cuál es su cultura de origen, cuáles son las
circunstancias del viaje y de su traslación literaria, entre otros datos, para
comprender su mirada acerca de lo que escribe, entonces resulta pertinente
abordar los escritos de Caillois sobre la Argentina porque en ellos no solo
realiza admirables descripciones, bellas y acertadas, sino que al mismo tiempo
nos entrega agudos juicios que descubren su pensamiento y su filosofía, es
decir, su personal modo de ver y entender nuestro suelo. Y esta tarea entraña
un reconocido valor para el comparatismo.
En el presente trabajo nos detendremos en el caso de
Patagonia, magnífica “meditación lírica” (tal como la calificara Victoria Ocampo),
en la que ha quedado retratado tanto algo de nosotros como del propio Caillois.
Vale la pena revisar las reflexiones que nacieron de su encuentro con el
paisaje argentino, territorio contemplado por un europeo acostumbrado a otros
paisajes muy diferentes y, por sobre todas las cosas, hijo de otra
civilización, familiarizado con valores distintos de los que hallaba en estas
tierras. Esta investigación se inscribe en los parámetros comparatistas de la
literatura de viaje y de la imagología teorizadas en los capítulos 2 y 4
(“Contacts et échanges” e “Images”) del célebre manual de Daniel-Henri Pageaux,
autor para quien “escribir el viaje significa siempre de algún modo transformar
lo efímero en necesario, cambiar el azar por revelación” (36). La intención es
colaborar con la difusión del conocimiento de Roger Caillois en tanto inestimable
“passeur”, agudo pensador y fino poeta y, particularmente, de un texto
admirable y “revelador”. La hipótesis de este artículo es que la contemplación
del paisaje patagónico, frontera entre lo habitado y lo inhabitable, le reveló
al escritor francés la existencia de la posibilidad de una nueva y promisoria
civilización que lo obligó a reconsiderar los parámetros, juicios y valores que
hasta ese momento ordenaban su pensamiento.
Así pues, uno de los textos más bellos y ciertamente
significativos que escribió Caillois en la Argentina y sobre ella fue “Patagonia”,
publicado en Buenos Aires en 1942 por Editorial Sudamericana según traducción
de Julio Molina y Vedia, José Bianco y Raimundo Lida en el volumen titulado La
Roca de Sísifo. Ese mismo año, e igualmente en Buenos Aires, fue publicado como
“Patagonie”, en francés, por Éditions de l’Aigle, en una cuidada edición de
gran formato, precedido por “La Pampa” (así el título en español, pero el texto
en francés) con tres litografías de Manuel Ángeles Ortiz. Roger Caillois vuelve
a publicar “Patagonie” en 1946, esta vez en París, en Confluences y ese
mismo año Gallimard edita completo Le Rocher de Sisyphe; pero ahora el
volumen reúne además nuevos ensayos y “Patagonie” forma parte del capítulo
“Civilisation” junto con “Athènes devant Philippe” y “L’ordre nouveau”, otros
dos títulos que conformaban ya la edición argentina de 1942.
Según Marina Galletti, La Roca de Sísifo es un
libro donde se plantea el problema del hombre y la civilización frente a los
totalitarismos en defensa del liberalismo y la democracia. Se trata del hombre
en continua necesidad de recomenzar frente a la guerra, que sería su roca.
Decisivas son las declaraciones del propio autor, que podemos leer en la
“Advertencia” con que se abre el volumen: “La civilización representa una
continua conquista del hombre sobre sí mismo. […] Es, en fin, necesario destino
de la civilización, proporcionar contra sí misma armas a la barbarie” (11).
“Quería decir que se trata de un esfuerzo que hay que volver a empezar siempre,
que está siempre en peligro […] la gloria mejor del hombre” (12).
En efecto, Caillois se deslumbra frente al rudo
paisaje patagónico que le inspira una serie de reflexiones acerca de la
civilización y de la función civilizadora del hombre, de manera que pareciera
sentirse en la frontera de un nuevo mundo pletórico de promesas. Explica el
autor en notas publicadas póstumamente:
En presencia de una inmensidad
desértica, experimentaba cuán aleatorias son la fundación y el mantenimiento de
un establecimiento humano. En el cultivo, tanto del suelo como del alma, vi una
suerte de apuesta insensata. Me invadió un inmenso respeto por los triunfos del
hombre que no me abandonó jamás. A partir de ese momento, ya no coloqué la
honestidad y la audacia en el desprecio hacia las cláusulas de semejante
apuesta, sino por el contrario en la decisión de defenderla llegado el caso
contra viento y marea. (Caillois, Notes pour un itinéraire, 168).
Nuestro visitante declara que en América del Sur se
vio bruscamente transportado hacia un mundo casi vacío que cambió completamente
su manera de pensar. Reconoce haber sobreestimado todo lo conocido hasta
entonces, que ahora solo considera “espejismos”, caprichos, pereza de
intelectual privilegiado. Confiesa que había querido deshacerse de la nueva
cultura como de una carga, pero que finalmente entendió su naturaleza precaria,
de difícil conquista, única digna de justificar la aventura humana. Y
sintetiza: “Mi libro La roca de Sísifo, publicado inicialmente en español en 1942,
es el primer efecto de esa conversión. Escribí la parte principal durante un
viaje que hice a lo largo de las costas de la Patagonia, remontando luego por
el Estrecho de Magallanes, los canales del Pacífico y el Golfo de Peñas hasta
la isla de Chiloé y Puerto Montt” (Caillois, Notes pour un itinéraire,
169).
Alude
con toda evidencia al texto de “Patagonia”. Este se presenta precedido por la
dedicatoria: “A Victoria Ocampo”. Si bien para entonces Caillois ya había
contraído nupcias con Yvette Billod (su primera esposa) y con ella realiza el
viaje al sur de nuestro continente, la relación con la editora argentina era aún
muy cercana e intensa. La dedicatoria es parca pero elocuente, pues da cuenta
del ascendente que Victoria ejercía sobre el joven viajero francés. Leemos en
una carta enviada a su mecenas desde Puerto Natales el 19 de marzo de 1942:
“Los paisajes solo adquieren su valor cuando se miran de a dos y cada uno le
hace descubrir al otro sus bellezas particulares. Sin esta colaboración, permanecen
un poco mudos. No puedo inventar el diálogo que los haría hablar. Tendrías que
estar acá para responder. R.” (Caillois-Ocampo 178). Y en otra misiva Caillois
le declara: “Te extrañé mucho […] Así que he mirado un poco por ti y tengo
nuevos viajes para contarte” (Caillois-Ocampo 179).
Posiblemente en este deseo de relatar su viaje a la
amiga admirada se halle el origen del texto que nos ocupa, cuyo germen puede
leerse en una carta anterior, enviada a Victoria el 15 de marzo desde
Magallanes (Caillois-Ocampo 176-177), en la cual el joven francés ya menciona
varios de los elementos a los que aludirá después: las barracas de chapa, el
duro musgo, las piedras puntiagudas, el frío y, por sobre todas las cosas, el
viento.
“Patagonia” se inicia con una descripción general y
una primera impresión frente al espacio, que aparece ante todo como “una
extensión inhospitalaria y triste” (71) donde el “hombre civilizado” (73) casi
parece no tener cabida. Este espacio, sin embargo, se presenta también como “un
paraíso misterioso” donde todas las especies de la creación se reúnen para
terminar finalmente identificadas con el suelo. Lo primero que le llama la
atención al viajero es un “tranquilo osario” (77), una suerte de “macabro museo
de huesos, cueros y plumones” (79) que viene a recordarle que la muerte se
presenta siempre, con total seguridad, y que la guerra que aqueja a su
continente de origen es solo una forma más acelerada y violenta de una idéntica
ley de devastación natural. Leemos: “Esta playa es implacable para la materia
misma y proclama con elocuencia una ley de destrucción universal y terrible.
Rumores de guerra, hecatombes e incendios, dejan de ser escándalo y parecen,
más bien, un innecesario apresuramiento” (76).
A continuación, la atención del visitante se detiene
en la precariedad de los campamentos que, lejos de ser ciudades, están
totalmente despojados de la singularidad de un alma que quisiera invertir en ellos
algo de vida o de dedicación particular; y frente a esto le asombra el
cuidadoso esmero con que, por el contrario, han sido diseñados los cementerios,
“primer asomo de un paisaje humano” (81). Al viajero le sorprende esta
paradoja: “Al abrigo de un muro, han hecho crecer árboles que dan inútilmente a
las piedras esa sombra de que carecen los vivos. No se tomaron tanto trabajo
para sus propias viviendas” (80).
Luego de estas primeras descripciones y reflexiones,
se inicia la meditación acerca de la tarea civilizadora de la humanidad. Este
paisaje rudo y despojado le inspira a nuestro visitante la idea de que “aquí
debe recomenzar la historia humana” (81), debe hacerse todo de nuevo, desde las
leyes para organizar las relaciones humanas, hasta las palabras para significar
las cosas; se trata de un espacio donde la tarea civilizadora constitutiva del
alma humana debe llegar “a recompensar, finalmente, un parto secular” (86).
Leemos: “De todos los hilos que en otras partes componen la frágil red de
sujeciones y trabajos, de donde a la larga surgen los milagros, ninguno existe,
en esta playa desheredada, que no sea necesario tejer de nuevo” (86). Pero el
viajero se entusiasma con esta necesidad, ya que ve en ella una esperanza y una
promesa exultantes: “Quizás, comparados con las artes y las leyes de otros
lugares o de hoy día, se vean surgir costumbres raras, edificios sorprendentes,
una legislación singular” (87). El explorador entiende que se halla ante el
anuncio de una nueva civilización cuya primera y victoriosa empresa son los
citados cementerios porque al fin de cuentas son obras que hablan de la fe del
hombre sobre estas tierras, lugar donde vale la pena quedarse y comenzar a
construir y crecer. También entiende que “este continente de promesas” (92) que
espera ver un día “cubierto de espigas milagrosas” (92), junto con “el mar, el
frío viento del polo y la invariable, la oblicua cruz de estrellas sobre el más
vasto de los cielos” (93) constituyen el gran desafío para cualquier
civilización que, ante ellos, “no parece durar más que un día” (93). Esta es la
razón por la cual se compromete a formar parte de la tarea civilizadora y
declara: “[…] debo demasiado a los hombres para despreciar sus trabajos y
abstenerme de tomar parte en ellos. Como cada uno de los hombres hizo, he de
aportar al común tesoro […] una minúscula lentejuela. Solo entonces […] me tendré
erguido en mi lugar y en mi rango. Y podré tratar de igual a igual todas las
obras del hombre” (93-94).
Estos términos permiten comprender claramente la
aseveración de Odile Felgine respecto del viaje realizado por el joven francés
al sur del continente; la estudiosa lo considera “un choque estético y
metafísico que despertó en él al poeta tímido” (Felgine, Roger Caillois, 234).
Explica su principal biógrafa: “Este viaje a la Patagonia (argentina y
chilena), […] fue capital para el vuelco poético de Roger Caillois”
(Caillois-Ocampo 468). Felgine comenta en el Prefacio del volumen de la Correspondance
entre Caillois y Victoria Ocampo: “El viaje a la Patagonia, en 1942, lo
reconcilia, de manera incluso excesiva, con los establecimientos humanos y la
importancia de la civilización frente a un medio hostil, carcomido por el
viento, el frío, que encuentra sin embargo todavía, como en ‘Le vent d’hiver’,
purificador” (16).
Totalmente en consonancia, Raúl Antelo considera que
“Caillois reencuentra, en la Patagonia, el invierno de lo sagrado”. El
académico René Huyghe, por su parte, descifra así el pensamiento de su colega
en relación con el espacio de sus meditaciones:
Profundamente latinos, pero
dotados, sin dudas por la inmensidad del suelo donde nacieron, de un sentido
cósmico muy raro en Europa, los poetas sudamericanos revelan las potencias
secretas de la naturaleza. […] Usted mismo debió de sufrir su encantamiento,
durante los viajes que le hicieron descubrir los desiertos distantes, las
“planicies de polvo” de la Patagonia que, dice usted, “encierran al hombre en
una ausencia infinita” […]. Imagino que fue allí donde la voz de sombra le
habló realmente y que fue usted hechizado por el deseo apasionado de explicar
su lenguaje (Huyghe s. p.).
Así pues, el análisis de los escritos de Caillois,
tanto como los comentarios críticos de sus exégetas, permiten entrever que el
contacto con el paisaje patagónico deja una marca indeleble en el pensamiento
del visitante francés, definido por Laurent Margantin como “pensamiento
lírico”, de naturaleza tanto filosófica como poética. Quizás porque nuestro
suelo lo emociona y lo exalta y en definitiva lo “pone en guardia”, como
reconoce él mismo, contra aquello que no permita vislumbrar el valor humano de
toda obra civilizadora. Pues, si atendemos a la bellísima oración final de
Patagonia, comprendemos que para Caillois el paisaje ha de ser la medida del
hombre civilizado. Leemos: “Comarca [hecha toda de espacio y de invocación] que
compone sobre la tierra un paisaje tal como debiera uno tener el alma…” (94).
De ahí, según entiendo, la necesidad de “explicar su lenguaje”, para emplear
los citados términos del académico René Huyghe.
Sin dudas fue la Patagonia uno de los paisajes más
significativos para Roger Caillois, quien le escribía a Victoria Ocampo el 3 de
julio de 1963: “Encuentro tu carta al regresar de Laponia, a cuatrocientos
kilómetros más allá del círculo polar, donde me condujo no sé qué tenaz
nostalgia de la Patagonia. Fue una mala idea. Prefiero la Patagonia” (Caillois-Ocampo
375). Nuestro francés había vuelto a visitarla el año anterior, veinte años
después del primer viaje; este es el origen de otro texto (perteneciente a Cases
d’un échiquier y titulado “Regreso a la Patagonia” ), publicado bastante
después, donde es posible reconocer la continuación de sus primeras
meditaciones haciendo nuevamente hincapié en el viento, la falta de vegetación,
las dificultades del suelo; pero ahora delante de una presencia humana más
invasiva (los campos petroleros) que en parte lo angustia por el temor de ver a
la naturaleza sometida sin respeto. En este segundo texto se advierte un cambio
de tono; en efecto, si en 1942 el paisaje revelaba la grandeza del alma humana,
veinte años más tarde se halla envenenado por la explotación del petróleo. Sin
embargo, el recuerdo de Saint-Exupéry, otro viajero amante de la Patagonia,
vuelve a inspirarle a nuestro escritor la admiración “hacia aquellas empresas
del hombre que le permiten extender lenta y difícilmente su dominio sobre el planeta”
(Caillois, Regreso…, 139).
Para concluir, Roger Caillois es sin duda una
personalidad muy interesante: observador sagaz, contemplador inteligente y
profundo, el contacto con un espacio nuevo le resulta revelador y exalta al
poeta latente que traduce tal exaltación y tal revelación simultáneamente en
meditaciones que no solo develan el paisaje sino el alma humana que los puebla,
como así también la suya propia. Pues, como enseña D-H. Pageaux, todo escrito
sobre un espacio extranjero esclarece tanto dicho espacio cuanto la perspectiva
con que el escritor lo ha mirado. En el texto que hemos comentado resulta
evidente que el visitante nos ha examinado con asombro y afecto, tal como lo
expresaba Victoria Ocampo en la ya mencionada recepción en homenaje al amigo francés,
en 1966: “[…] nos conoció de joven y ya nunca será un extraño en nuestro país.
Sabe nuestro idioma. […] Ha recorrido la Argentina con una siempre juvenil e
insaciable voracidad. No sé si le queda provincia por conocer” (Ocampo,
Palabras…, 101). Victoria concluía: “Roger Caillois: el Fondo Nacional de las
Artes te agradece tu fidelidad a este país al que llegaste una mañana de mayo
[sic], hace 27 años. Te agradece que lo miraras, desde el principio, con tanta
atención, tanta inteligencia, tanta comprensión y afán de demostrar tu
comprensión. Esta ha sido y será siempre tu casa, como Francia es la nuestra.”
(Ocampo, Palabras…, 102).
En esta nueva “casa” ofrecida por Victoria, Caillois
comprendió que se hallaba la frontera de una civilización naciente, quizás
distinta, pero nunca inferior a aquella de la que él provenía, la que cobró a
sus ojos, a su vez, dimensiones menos estereotipadas o convencionales. El
paisaje extremo de este nuevo hogar le enseñó a valorar y admirar toda obra
humana y a creer en ella.
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