Área temática de las
jornadas: Literatura global, mundial y planetaria
La
potencialidad creativa de la figura paterna en Jorge Barón Biza y Paul Auster
Dulcinea Martínez Ceballos
dulcineamartinez@hotmail.com
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba
Resumen
Poner en relación dos obras que evidencian, por
las temáticas que abordan, varios puntos en contacto, supone, asimismo, tratar
su vinculación a partir de una lectura focalizada en las resoluciones
particulares que cada autor despliega de ellas. El objetivo de esta aproximación es llamar la atención
sobre las significancias profundas que entrañan los distintos abordajes de la
figura paterna en El
desierto y su semilla de Jorge Barón Biza y La invención de la soledad de Paul Auster. En ambos textos, la
condición de la posibilidad creativa de la escritura se relaciona, en última
instancia, con la figura del padre. Es a partir de una tematización de esta que se hacen factibles las respectivas narraciones,
donde la dimensión de la memoria y el recuerdo se expanden hacia el presente de
escritura. La experiencia de fragmentación se trasunta en El desierto y su semilla en una manera particular del narrador para
percibir el mundo, gestada por un acto de destrucción del padre; en La invención de la soledad, la sorpresa de la ausencia definitiva emplaza el orden de
la representación del vínculo paterno tanto del narrador con su padre, como de
sí mismo en ese rol. En ambos, la muerte asoma convocando a la soledad como
espacio de escritura.
Palabras clave: figura
paterna - escritura
- memoria - fragmentación
Abstract
Putting two works that show, due to the themes
they address, several points of contact, also implies
treating their connection from a reading focused on the resolutions that each
author displays of them. The objective of this approach is to draw attention to
the deep meanings that the different approaches to the father figure entail in
Jorge Barón Biza's El desierto y su semilla and Paul Auster's The Invention of Solitude. In both texts, the condition
of the creative possibility of writing is related to the figure of the father.
It is from a thematization of this that the respective narratives become
feasible, where the dimension of memory and recollection expand towards the
present of writing. The experience of fragmentation is reflected in El desierto y su
semilla in a particular way for the narrator to perceive the world, gestated by
an act of destruction of the father; In The
Invention of Solitude, the surprise of the definitive absence places the
order of the representation of the paternal bond both of the narrator with his
father, and of himself in that role. In both, death appears, summoning
loneliness as a space for writing.
Keywords: father figure- writing- memory- fragmentation.
El presente estudio trata los abordajes de la
figura paterna en El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza y en La invención de la soledad de Paul
Auster. Si bien los contextos de aparición de ambas obras son distintos,
la vinculación entre ellas se realiza a partir del recorrido de los narradores
desde la desintegración hasta el reconocimiento de una posibilidad de
composición de fragmentos. Este trazado tiene su punto de origen en las
respectivas figuras paternas, a partir de las cuales se configura una escritura
surgida en la experiencia de muerte.
Al hablar de
la escritura de Kafka, Blanchot dice:
Parece
que Kafka reconoció precisamente en ese terrible estado de disolución de sí
mismo, donde está perdido para los otros y para él, el centro de gravedad de la
exigencia de escribir. Allí donde se siente destruido hasta el fondo, nace la
profundidad que sustituye a la destrucción, la posibilidad de la creación más grande.
(Blanchot 53)
De manera
similar, puede pensarse que tanto el texto de Barón Biza como el de Auster son
dos expresiones posibles del reconocimiento de la desintegración.
En El desierto y su semilla, la experiencia
de fragmentación se trasunta en una manera particular del narrador por percibir
el mundo, originada en el acto de destrucción que ejecuta su padre, y, en La invención de la soledad, la ausencia
irremediable del progenitor del narrador emplaza el orden de la representación
del vínculo paterno tanto del narrador con su padre como de sí mismo en ese
rol. En última instancia, en la figura paterna radica la potencialidad de la
creación literaria. Cabe aclarar que en La invención de la soledad este mecanismo es ostensible y directo, ya que la muerte
del progenitor demanda la escritura; en el
texto de Barón Biza, el recorrido es menos explícito y, además, se indaga sobre la posibilidad de algún
resurgimiento a partir de la desolación originada
en el odio.
Otra resonancia de la soledad
La invención de la soledad se estructura en dos partes, cada una de las
cuales está
fechada de modo que, en conjunto, abarcan un
lapso de tres años. La primera, narrada en primera persona, tematiza la muerte
del padre del narrador. A partir de la experiencia de esta ausencia, se traza el recorrido de la
narración, en el que la pulsión por
desentrañar la soledad de su padre responde a una búsqueda por el
sentido, a un deseo de comprensión. El
narrador indaga para encontrar una explicación
plausible del desconocimiento que entraña este otro, a quien percibió ajeno
también durante la vida. El título de esta primera parte, “Retrato de un
hombre invisible”, ilustra este deseo de esbozar una respuesta ante ambas
soledades, porque la ausencia (“invisible”) no remite solo a la consecuencia
evidente de la muerte, sino que también comprende una modalidad de la presencia
paterna en vida: “Mi recuerdo más temprano: su ausencia” (Auster 33). Asimismo,
al evocar la idea de representación, supuesta en “retrato”, se sugiere una
apelación a la verdad.
El narrador emplaza su
escritura en el orden de lo necesario, ya que el acto de escribir se conforma
como la urgencia del intento por resistir al
olvido y, de esta manera, evitar que la
rapacidad de la muerte envuelva la vida de su padre. Ahora, ¿cómo representar
la ausencia?, ¿cómo escribirla? La escritura se constituye como una posibilidad de
ahondar en lo insondable, en el misterio que representa su progenitor para el narrador[1]. Las sucesivas caracterizaciones que el narrador hace de su
padre destacan su ajenidad del mundo y lo muestran encarnando una personalidad
de reserva inescrutable, un hombre “invisible”. La dificultad se establece justamente en el campo de la
descripción de los dos ejes de la ausencia, el
de la vida y el de la muerte. El presente del
gesto de la escritura se apoya en el intento por recuperar alguna verdad
para lograr hacer un retrato de esta ausencia:
“Puedo permanecer en silencio o hablar de cosas que no pueden probarse. Al
menos quiero presentar los hechos, ofrecerlos de la forma más directa posible y
dejarlos decir lo que tengan que decir” (Auster
31).
El relato de la
experiencia de esta muerte trae a colación, en una primera instancia, lo tangible. Las pertenencias de su padre, esa realidad desnuda del
primer rastro de ausencia, aparecen ante los ojos del narrador-espectador como
esperando todavía a su usuario. La observación de este cuadro conduce al “yo” hacia el
reconocimiento de su intrusión en la vida ajena:
Por sí mismas, las cosas no significan nada,
como los utensilios de una civilización antigua; sin embargo
nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de
pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las
decisiones sobre su propia vida. (Auster 19)
Además de exponer crudamente la
desolación de la ausencia, estos objetos, que
repentinamente se encuentran vaciados de sentido, se relacionan con el deseo del narrador de completar el vacío del desconocimiento. Al respecto,
es significativo que, entre las fotografías halladas,
guardadas como si nadie hubiera reparado en ellas desde hacía mucho tiempo, el
narrador encuentra un álbum copioso. En su portada aparece inscripto
“Los Auster. Esta es nuestra vida” y, sin embargo, el
interior no posee absolutamente nada. Este espacio en blanco simboliza
tanto la demanda por encontrar una respuesta a la historia personal de su
familia, como la posibilidad de escritura de esta por parte del narrador.
A partir del momento en
que el narrador se encuentra ante la eminencia de la soledad, el recorrido del
relato propicia una composición fragmentaria de recuerdos, de narraciones de lo
cotidiano que configuran un entramado de instantáneas de la historia pasada de
su familia y de la relación entre su padre y él. Esta interpelación a la
memoria redunda en la resistencia a la muerte,
es el acto de defensa que el yo se permite efectuar con su escritura para
amparar la única posibilidad de presencia. Es decir, esta pulsión por escribir
convoca, en última instancia, el temor consciente de la pérdida definitiva del
otro, y es también el camino necesario para la asunción de esa muerte y de esa
vida. La incertidumbre que despierta en el
narrador la posibilidad del olvido, de aquello que se escabulle también por
desconocido, lo conduce a la observación
detallada de las fotografías. En la medida en que estas imágenes están ancladas
fuera del mecanismo interno de la memoria, funcionan como sostén independiente
de esta y sustentan el campo de lo objetivo en el relato: “Tenía la impresión de que podían ofrecerme una
información que yo no poseía, revelarme una verdad hasta entonces secreta, y
estudié cada una de ellas con atención” (Auster 23).
A través de una mirada orientada al detalle de
lo representado, el narrador termina por desvelar una verdad oculta: el misterio del pasado de su padre, que de niño había presenciado el asesinato de su propio progenitor a manos de su madre. Para
la descripción del crimen y del proceso judicial que siguió, el narrador
transcribe en el cuerpo textual titulares o fragmentos de las noticias que cubrieron el caso en ese momento.
La inclusión de un discurso en el que prima el carácter referencial del lenguaje no cumple solo una
función descriptiva, sino que sirve para
reforzar, junto con las imágenes, la idea de objetividad. En opinión de Ballesteros González, este
movimiento está vinculado con el estilo personal del autor:
Sin embargo, lo que comienza siendo una exposición sentida y
apesadumbrada del comportamiento de un padre ‘impenetrable’ y evasivo para con
su hijo y para consigo mismo, se va transformando en una investigación
minuciosa encaminada a la resolución de un misterio familiar, en la línea de la
novela detectivesca que Auster cultiva con su personal estilo en La trilogía de Nueva York. (Ballesteros
González 147)
Sobre este saber, el narrador
sedimenta una reconstrucción positiva de su padre, porque le posibilita el hilo
de una justificación admisible de su conducta distante e indiferente. Desde
este momento, el ejercicio selectivo de la rememoración incluye recuerdos que
evidencian las aristas positivas del carácter de aquel. La percepción del
detalle que condujo al narrador hacia el saber objetivo, al saber del
asesinato, también va a ser el mecanismo de la memoria para conocer esas
facetas de su progenitor: “Fragmentos. O la anécdota como forma de
conocimiento” (Auster 88). En palabras de Le Breton:
La percepción es el advenimiento del sentido allí donde la
sensación es un ambiente olvidado pero fundador, desapercibido por el hombre a
menos que lo trasmute en percepción, es decir, en significado. Entonces es
acceso al conocimiento, a la palabra. Aunque sea para expresar su confusión. (23)
Es decir, a la verdad última sobre
su padre, a la unidad conferida por el reconocimiento del otro en su
contradicción, el narrador llega a través de la atención en el recuerdo de lo
mínimo disimulado en lo cotidiano. Por lo tanto, en el intento por aprehender
la ausencia, el recuerdo de lo cotidiano comprende también el producto de la
búsqueda del sentido.
Por su parte, el acto de escritura se despliega sobre la búsqueda del
sentido, configurando una “exégesis de la
anécdota” sustentada en la memoria individual del narrador. Y, en la medida en
que el entramado de recuerdos es personal, la evocación del pasado no media solo para trazar una
justificación del padre en pos de una reconciliación, sino también para
plantearse la significancia del par padre-hijo. Por lo tanto, la escritura tiene para el narrador dos ejes que conforman su entramado, por un lado, comprender la ausencia e “invisibilidad” de su padre y, por otro, trazar una reflexión sobre sí mismo en este rol.
La segunda
sección de
La invención de la soledad, “El libro de la memoria”, funciona como un legado que el narrador de “Retrato de un
hombre invisible” concede de sí mismo. Paradójicamente,
esta segunda parte, cuya materia de escritura
es su propio pasado y la relación con su hijo, está escrita en tercera persona.
Y en ambas secciones se mantiene la percepción de que el lenguaje no puede satisfacer de manera acabada la expresión
de sí mismo: “Más tarde, cuando relee
lo que ha escrito, le cuesta trabajo descifrar la letra, y las pocas palabras
que logra comprender no parecen expresar lo que pretendía decir” (Auster 103). La negación de afirmarse
como narrador en primera persona resalta esta insuficiencia del lenguaje y manifiesta que esta narración es solo una narración más de sí mismo
entre todas las posibles. Concomitante con esto, la impersonalidad de la
tercera persona resulta inclusiva del “otro”, de cualquier otro, efectuándose un corrimiento que
consigna su memoria personal en la colectiva. De esta manera, el intento de su
propio “retrato” es una resonancia más de la
historia: “Memoria en ambos sentidos de
la palabra: como un catalizador para recordar su propia vida y como una
estructura artificial para ordenar el pasado histórico” (Auster 158).
Lo abigarrado del estilo
de “El libro
de la memoria” refleja el bosquejo de un
retrato de la memoria. Los comentarios al recuerdo
entran en diálogo con distintas voces, amparados por el orden de la
contingencia. Es decir, la polifonía de voces, de las
lecturas que realiza A. de otros textos, de los supuestos de vida de
personalidades que se despiertan en su pensamiento, conforma un entramado
descriptivo de las articulaciones de la evocación, de los vínculos que una
palabra o un hecho pueden despertar en los círculos concéntricos del
pensamiento. El retrato de la memoria, la representación del movimiento del pensamiento
se materializa en el collage de
comentarios de la experiencia propia e histórica. La relación entre este
conglomerado de citas e imágenes evocadas con la idea de fragmentación, la
enuncia también Ballesteros González en el texto citado:
La escritura como ‘corps morcelé’,
como un conjunto textual fragmentario, acentúa desde un punto de vista
simbólico la incapacidad del lenguaje para expresar aquello que resulta
inefable e inexplicable, al mismo tiempo que, paradójicamente, un gran autor —y
Paul Auster lo es— nos conmueve al transmitirnos mediante el poder de la
palabra unos sentimientos que todos los seres humanos experimentamos, entre los
que se cuenta una soledad compartida. (149)
Por otra parte, la habitación funciona
en el texto como el reducto necesario de la escritura y, a su vez, la
memoria propicia este espacio, de modo que ambos órdenes se presuponen. El presente de la escritura es el espacio que alberga el
pasado, y el pasado, el lugar desde donde se
puede efectuar esta escritura. El acto de la
memoria y el de escritura son derivaciones de una individualidad en soledad. En
última instancia, el texto es una porción de esta soledad, de una soledad más
que entrelaza su voz a otras. Sin embargo,
mientras que la palabra puede agotarse en el texto, la acción de la memoria se
perpetúa: “Fue. Nunca volverá a ser.
Recuérdalo” (Auster 235). Esta es la frase que concluye La invención
de la soledad, donde se retrata al hombre
enfrentado a la tarea de hacer ser la ausencia en la escritura.
La reconciliación en la mirada fragmentaria de Mario
Gageac
En la novela de Barón Biza, la materia
autobiográfica y la ficción se imbrican, de modo que una lectura orientada solo a rectificar la historia personal del autor resulta
infecunda. Ambos órdenes, el de la realidad y el de
lo novelesco, se suponen afirmándose cada uno de manera simultánea y
sedimentando la base de la paradoja entre la identidad de los hechos y la
ficción[2].
El comienzo de El desierto y su semilla comporta una focalización en la exhibición
descarnada de la destrucción. La novela se inicia con la primera descripción
que Mario Gageac, el narrador, hace del proceso de la
paulatina, pero constante desfiguración del rostro de su madre. Dicha desfiguración es
consecuencia de que el padre de Mario, Arón,
arrojara ácido a la cara de su exesposa. María Soledad Boero
trabaja la vinculación entre la pérdida del rostro de la madre y el recorrido
del narrador por (re)construir su identidad:
Si el rostro es el lugar de la mirada -y esta es una
operación fundamental que recorre toda la narración- desde donde se mira y se es
mirado, la relación visual que se instaura en la novela entre el rostro
destrozado de la madre y su hijo enmarca todo el proceso de demolición
experimentado por el narrador, en consonancia con el paso de la cara a la
calavera que experimenta su madre en vida y del cual el protagonista es
testigo. El acto de ver remite, en este punto, a un vacío (metafórico y
literal) que "mira" al narrador y, en algún sentido, lo constituye. (Boero 23)
En la medida en que el
relato se inicia con la caracterización detallada de los nuevos colores y formas que se van gestando en el
no-rostro de Eligia, se efectúa una jerarquización del detalle como motor de la
narración. Esta jerarquización está vinculada intrínsecamente con la mirada de Mario, es decir, a partir de que este
ve la desintegración es que surge la narración: “Por
debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara
sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad” (Barón Biza 21).
Ante la necesidad de nombrar esta nueva realidad, cuya gestación no es espontánea,
sino que tiene el origen marcado en el accionar de su padre, se conforma el
prisma desde el cual se refractarán las percepciones de Mario. Este movimiento
manifiesta las palabras de Le Breton sobre la percepción: “El ojo carece de inocencia, llega a las cosas con una
historia, una cultura, un inconsciente. Pertenece a un sujeto. Arraigado en el
cuerpo y en los otros sentidos, no refleja el mundo; lo construye mediante sus
representaciones” (Le Breton 68).
Todo se manifiesta en su
fragmentación y los ojos de Mario están imposibilitados de advertir algo más
que partes en la realidad. De esta manera, se acentúa lo mínimo, el detalle, y se
implanta en la descripción un movimiento inductivo, que no llega a reparar en la
totalidad. Puede pensarse que, si esta atomización de la mirada, que sustenta la
narración, se origina en el acto de violencia de Arón, este acto se conforma
como la condición necesaria para la escritura.
Siguiendo nuevamente a Le Breton:
“Pero si las percepciones sensoriales se encuentran en estrecha vinculación con
la lengua, la exceden igualmente debido a la dificultad que a menudo presenta
para traducir en palabras una experiencia” (25). Esa
nueva sustancia a la que Mario se enfrenta, totalmente distinta e inverosímil,
excede la capacidad referencial del lenguaje, y ni siquiera una apelación a la metáfora puede satisfacer una
explicación viable de lo que ve. El recurso de
la vista como sentido clave para conocer la realidad es una instauración de la observación impersonal como
posibilidad de distanciamiento emocional: “Realice mis observaciones
sobre una base abstracta, fijando mi atención, no en la mano que impulsó el
ácido, ni en el sufrimiento de la víctima, no en el odio o el amor que habían
motivado la agresión, sino en las relaciones espaciales de la cara de Eligia”
(34). Esta intención de observación apática de la materia cifra también la resistencia del
narrador a reparar en sí mismo.
La amenaza
de percibirse reproduciendo el patrón paterno lo
lleva a autoproclamar su identidad como construida en oposición a Arón y a la
violencia que este encarnó. La evocación del
recuerdo de su padre, conformado primero a partir de la memoria visual y,
posteriormente, en una reconstrucción de sus intenciones, resguarda del olvido
la idea del mal. A partir de este
ejercicio evocativo se mantiene latente la
advertencia sobre la recursión de la acción y
se renueva la ilusión de una diferenciación: “No iba a dejarle ninguna
puerta entornada –pensaba yo en aquella noche italiana-, me reconstruiría a mí
mismo con la misma tenacidad que Eligia, contradiciendo todos los designios de
Arón. Yo sería el anti-Arón; tendría mi propia manera de ser fuerte, de
desafiar destinos. Mi indiferencia no iba a ser una deuda filial” (Barón Biza
69).
Sin embargo, mientras la afirmación de
esta identidad por oposición se realiza en el orden del decir, en el de su hacer se encierra la misma potencialidad violenta de
Arón. Es representativa de esta contradicción la participación paralela de Mario en dos
ámbitos: en el día, cuando la visibilización del otro
es más franca, se empeña en el cuidado de Eligia, registrando el antagonismo al
modelo; pero en las noches, en compañía de Dina, desarrolla las aristas que lo asocian a su padre. En el último
encuentro con Dina, se nos presenta el momento cúspide del accionar violento de
Mario, pero también es el momento en que está obligado a percibir una
totalidad. Esta visión de lo íntegro lo devuelve a un estado de conmoción que
se le hace insoportable, porque pone en tensión la pulsión hacia la unidad y su
propia visión desintegradora:
Dina era infragmentable; resultaba
inútil tratar de deducir algo de sus labios o de sus músculos abdominales,
porque ella era el principio mismo de la unidad. Cada parte de su cuerpo
existía tomando en consideración a la que la continuaba. Recordé mi Nietzsche:
“tu cuerpo no dice ‘yo’ mas actúa como Yo”. Era con
toda ella con lo que yo tenía que actuar, no con sus fantasmagorías ni
fragmentos de su piel. (…) Dina comprendió que yo estaba conmovido. (…) Tomé de
mi bolsillo la navaja. La saqué sin vacilar y le corté un pómulo. (Barón Biza
197)
El
derrotero de la angustia de Mario descansa en el despliegue de las antítesis
internas de su consciencia, confinadas por una encrucijada donde gravitan las
decisiones individuales. En el reconocimiento de la opción, de la posibilidad
de elección, se enmarca el contraste con su padre, ya que la condición para la
acción del odio requiere una pérdida de conciencia de sí. Esta es la falta de Arón, que
niega la mirada de sí para descomponer los límites que convocan la
responsabilidad de la libertad; y es también
la asunción que logra Mario. En este sentido, las
palabras de la tía de Dina, referidas a la Segunda Guerra Mundial en
Italia, anticipan la culminación del proceso del narrador:
Mi
gente conoce la ira grandiosa, esa que siempre nos hace saber que hay un lugar
para la reconciliación. Se puede montar en ira y
dirigirse, sin embargo, hacia la reconciliación. La ira llega al otro, lo toca,
los une y los supera. Pero cuando alguien intenta separar la ira de la
reconciliación, entonces la ira es solo odio, puro, frío, aislado, sin grandeza. (Barón
Biza 191)
Me parece importante
destacar esta idea de reconciliación como sedimento de una manera particular de
entender la identidad. Los fragmentos de sí mismo que Mario necesita afirmar son los que
terminan por integrarse en una unidad, en la que
se reconoce la imposibilidad de anular lo caótico. La reconciliación implica la
posibilidad de unidad, pero la patentiza como resultado de un conflicto que
permanece latente. La posibilidad de la escritura se manifiesta,
entonces, como la culminación de este proceso reconciliatorio. La escritura se
efectiviza en una superación actual de la instancia de ira y de la disociación
del mundo. La ira aislada, tanto la ajena, condena del sino familiar, como la
propia, confinaba su percepción a la desintegración.
Ahora la misma habitación que
atestiguó la muerte, los suicidios de sus padres, alberga también esta opción
por la escritura, por la gestación de un texto como espacio último de
implantación de vida. “Tarde o temprano yo también seré solo un texto; no me queda
mucho más por hacer. Escribo estas líneas, y este frágil impulso por nacerlo es
todo lo que todavía puede llamarse para mí, vida o acción o posibilidades.”
(Barón Biza: 220). Este es el producto surgido de “la fertilidad del caos”. La
mirada fragmentaria gestada en la esterilidad del mal es, paradójicamente, la
condición para que el acto de escritura se efectúe. Es decir, es la instancia
propiciadora del reconocimiento necesario de las partes que conforman la
composición de la reconciliación.
A modo de conclusión
En Auster, el juego de la memoria propende a la recuperación
del pasado para que el narrador pueda construir una imagen de su padre ausente,
una imagen que también ensamble sus contradicciones. Ahora bien, en el texto de
Barón Biza, el recuerdo de su padre implica para Mario la amenaza de la
posibilidad de réplica del modelo paterno. Es decir, en La invención de la soledad, no se patentiza la sombra de una
reproducción de la acción paterna, sino que lo trascendental es la comprensión
del misterio insondable que encarna el otro. Y si la búsqueda de esta
comprensión se despliega a partir de la muerte, no es menos cierto que la
presencia del padre ausente ya establecía esta búsqueda como latencia. En El desierto y su semilla, no es la
ausencia paterna la que solicita la escritura, sino la inhumanidad del odio de
Arón y sus consecuencias. Esto es lo que excede la comprensión del narrador.
Por otro lado, ambos narradores
detentan una mirada fragmentaria que se focaliza en el detalle, pero que no está
constituida de la misma manera. En La
invención de la soledad, la intención de reconstrucción de la imagen
paterna requiere esa manera de observar, que luego se proyecta al orden del
recuerdo e implanta la anécdota cotidiana. Es decir, el narrador construye esta
forma de observar a partir de los rastros tangibles de la ausencia y, luego,
delimita sus recuerdos de la misma manera. Por el contrario, la mirada
fragmentaria de Mario Gageac no surge de esa
necesidad, sino que se presenta como la consecuencia natural de un acto de
destrucción. Esa percepción desintegradora de Mario surge de la materialidad de
la carne, de las partes de lo que era el rostro de su madre. En la medida en
que su mirada se dirige a vislumbrar los elementos últimos, la focalización del
narrador termina por atomizar aquello que se presenta como composición,
suspendiéndose en un detalle preciso. El derrotero de la mirada de Mario
partirá desde la percepción del detalle aislado hacia la asimilación de las
partes como compositivas de una totalidad.
En ambos textos, el desplazamiento
de la mirada concluye en la imposibilidad de negar la contradicción interna y
en la necesaria asunción de esta. El acto de la escritura es la manifestación
de esta asunción y este gesto es, una vez más, el espacio donde la muerte se
trasunta en posibilidad.
Bibliografía
Auster,
Paul. La invención de la soledad. Bs.
As.: Anagrama, 2013.
Barón Biza, Jorge. El
desierto y sus semillas. Bs. As.: Eterna Cadencia, 2013.
Ballesteros González, Antonio. “La búsqueda del padre
ausente y la identidad fragmentada: La invención de la soledad de Paul Auster”.
El padre en la literatura. Ed. Elisa
Zamorano. Madrid: Biblioteca del Campo Freudiano de Madrid, 2006. 143-150.
Blanchot, Maurice. El espacio
literario. Madrid: Editora Nacional, 2002.
Boero, Ma. Soledad. “Sobre rostros caídos. La construcción de una
estética en El desierto y su semilla
de Jorge Barón Biza”. Cartaphilus
3 (2008).
Le Breton, David. El
sabor del mundo. Una antropología de los sentidos. Bs. As.: Nueva Visión,
2007.
[1]Al respecto, en su lectura psicoanalítica de la obra
Ballesteros González (2006) sostiene lo siguiente: “Auster pugnará por
convertir en ‘visible’ para el lector y para sí mismo una figura ‘invisible’,
metáfora que conecta con la alienación y la alteridad de una infancia
problemática en el entorno de una familia desintegrada en la que el pequeño
Auster contó con el apoyo sentimental y el afecto de la madre frente a la
adamantina dureza emocional del padre, una sombra que, desde una perspectiva
simbólica, se identifica con su casa (arquetipo de “lo inquietante” —“das Unheimliche”—
freudiano) y con sus pertenencias...” (146).
[2] Con respecto a la matriz genérica de la novela, María
Soledad Boero dice: “En El desierto y su semilla, lo
anecdótico de la tragedia familiar da paso a una experiencia de escritura
encargada de reconstruir la identidad de un yo que se ha vaciado de sentido,
que se ha desfigurado al igual que el rostro de su madre, y que necesita de las
metáforas de la ficción para intentar armarse de una voz, de un nuevo rostro.
(...) Podríamos suponer entonces que existe un uso estratégico del género a
partir del cual se escenifican los restos de un relato familiar que ya no está
pero que ha dejado su huella trazada” (Boero 21).