María Marcela González de Gatti
marcela.gonzalez.162@unc.edu.ar
Facultad de Lenguas
El presente artículo se propone indagar en un singular uso de la intertextualidad, derivado de la fusión de dos tríadas de doppelgängers cuyas historias, que persisten como fragmentos en el imaginario cultural popular, además, se engarzan en el relato mítico de la historia de Apolo y Dafne. Este entrelazamiento de personajes provenientes de distintos hipotextos se produce en el seno de la trama de la novela neogótica romántica Arrow Chest (2011) del escritor británico Robert Stephen Parry. El artículo analiza las múltiples interpelaciones que, a partir de su construcción como texto neovictoriano, la novela monta respecto de algunos aspectos de la cultura contemporánea. Tales interrogaciones se vinculan con el concepto de hiperrealidad de las sociedades contemporáneas organizadas en torno al principio de simulación y las nuevas epistemologías populares para el consumo de la historia en sus versiones de historiocopia e historioglosia.
Palabras claves: neovictoriano- neogótico- hiperrealidad- historiocopia- historioglosia.
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The present article purports to delve into a singular deployment of intertextuality stemming from the fusion of two triads of doppelgängers, whose stories, which linger as fragments in the popular cultural imaginary, become additionally intertwined with the mythical tale of Apollo and Daphne. This interlacing of characters harnessed from various hypotexts takes place at the narrative core of the romantic neo-Gothic novel Arrow Chest (2011) authored by British writer Robert Stephen Parry. The article analyzes the multiple interrogations which, as a neo-Victorian text, it poses in relation to a variety of features concerning contemporary culture. Such impeachment pertains to the concept of the hyperreality that characterizes contemporary societies organized on the principle of simulation as well as the new popular epistemologies used for the consumption of history in the form of historiocopia and historioglosia.
Keywords: neo-Victorian, neo-Gothic, hyperreality, historiocopia, historioglosia.
Introducción
La novela The Arrow Chest (de ahora en más, AC), obra de ficción histórica escrita por el británico Robert Stephen Parry, es una novela romántica neogótica ambientada en la era victoriana, que involucra personajes que aluden a personalidades históricas de dos épocas diferentes. Tanto los personajes como las maneras en que sus vidas se entrelazan se aplican a ambos contextos históricos. La curiosa consecuencia es la fusión de dos tríadas de doppelgängers en una única historia que además se engrosa con una hebra más en la trama aportada por el mito clásico de Apolo y Dafne. La condición posmoderna de la novela neovictoriana ―en cuyas filas ciertamente se enlista AC― es motivo de debate toda vez que, al volcarse hacia las estrategias narrativas de la novela decimonónica, algunas novelas que componen su canon no ocultan preferencias por experiencias inmersivas para el lector, sin las irrupciones de la ya estandarizada pirotecnia metaficcional posmoderna. Si, por un lado, muchas novelas neovictorianas se alejan de la narrativa autorreferencial conspicua, no demuestran equiparables ejercicios de frugalidad en sus despliegues intertextuales. En el caso que nos ocupa, la novela AC representa un singular empleo de lazos intertextuales que se establecen entre la narración diegética de la ficción y los textos narrativizados, de alto consumo popular, de los hechos salientes de las historias de personajes históricos prominentes.
La novela se anuncia como una historia “compilada” por el pintor victoriano Amos Roselli, una especie de avatar de algún artista prerrafaelista[1], como, por ejemplo, Dante Gabriel Rossetti ―aunque no de modo excluyente―[2] en respuesta a una inscripción grabada en los márgenes de un libro de poesías perteneciente a su musa y amada Lady Daphne Bowlend, quien ha desposado al Barón Oliver Ramsey. Los sinsabores matrimoniales de Daphne, así como la imposibilidad de concebir un heredero para su aristocrático esposo, su relación romántica con un artista y su anunciada y trágica muerte por decapitación aluden a la historia de Anne Boleyn (Ana Bolena, 1501-1536) y el rey Enrique VIII (1491-1547). La historia, en la que Ana estuvo involucrada sentimentalmente con el poeta Thomas Wyatt (1503-1542), se desplaza de la era Tudor para injertarse en la era victoriana, que es el marco temporal en el que se sitúan los acontecimientos de AC. La vasija en la cual se vierte este contenido, luego del desplazamiento cronológico, es el triángulo amoroso conformado en la era victoriana por Dante Gabriel Rossetti, Jane Burden Morris y William Morris[3]. La historia de Daphne, Oliver y Amos, que es desprendida de su tallo natural para germinar como un gajo en su nuevo anfitrión histórico, también se funde parcialmente con el mito clásico de Apolo y Dafne[4], puesto que en el nivel diegético de AC Daphne se encuentra cautiva en un matrimonio no deseado y vive un romance con Amos Roselli, quien ha sido contratado por su propio esposo para retratarla en la imagen de la mítica Dafne y así rubricar un destino trágico para la dama. Esta, sin embargo, mediante un mágico passe de main, logra escapar con la complicidad de Amos hacia un futuro donde vivirá una existencia de incógnito. Así, lo que Amos no puede alcanzar como pintor, sí puede conseguir como escritor al desenmarañar a Daphne de la densa trama intertextual ―de historiografía oficial, historia popular, y relato mítico― que amenaza con encapsularla y atraparla a menos que un nuevo relato la pueda absolver y liberar.
Si bien los personajes son históricos, la narrativización hiperbólica de sus vidas tiene el efecto de actuar como una especie de hipotexto ficcional, construido a partir de los fragmentos de la historia popular que ha perpetuado la supuesta liaison ilícita de Ana y el poeta Thomas Wyatt, ha menguado la talla moral del rey Tudor y ha potenciado el valor de la heroína como una víctima inmolada en manos de un despiadado monarca. Este hipotexto formado en el imaginario cultural popular es reimplantado en otra era histórica en la que sus componentes esenciales pueden reciclarse y recombinarse con elementos de otro texto producto de la novelización salaz en torno a las vidas privadas de los integrantes del círculo victoriano de artistas prerrafaelistas. El hipertexto resultante reescribe nuevamente las textualizaciones populares de los personajes correspondientes a dos eras históricas diferentes y se envuelve de reverberaciones míticas al apelar al relato de Apolo y Dafne con el efecto de parodiar de manera escandalosa la propia práctica de la intertextualidad.
La novela logra este propósito no sin antes interpelar, vía el doble marco temporal que siempre supone una novela neovictoriana[5], aspectos de la cultura contemporánea, a partir de la continuidad histórica que la novela establece entre la era Tudor, la era victoriana y el presente. En efecto, tal como lo ha planteado Marie-Luise Kohlke,
Aunque leamos textos victorianos como altamente iluminadores de los productos culturales de su era, un día los textos neovictorianos serán leídos por su comprensión de la historia cultural y las preocupaciones sociopolíticas de los siglos veinte y veintiuno. (13)
En los apartados que siguen, se tratarán algunas de dichas preocupaciones sobre las que indaga la novela y desde las cuales articula sus interpelaciones a la cultura contemporánea.
Desgotización y regotización en AC como contrapunto de la hiperrealidad
Despierta intriga la elección en el paratexto inicial que funciona como introducción editorial anónima de la novela del término compilar para describir la tarea que realizó Amos respecto de su “extravagante e improbable relato” (AC)[6], lo cual merece una indagación. El vocablo alude a la acción de “allegar o reunir en un solo cuerpo de obra, partes, extractos o materias de otros varios libros o documentos[7]. Que Amos haya compilado una historia da lugar a la hipótesis de que esta se componga de retazos fragmentarios de imágenes y signos que proliferan en la cultura y el imaginario popular. En la novela sobreabundan imágenes icónicas de la era que, por operación de la reiteración en otras novelas ambientadas en la época y de características góticas, subrayan su propia hiperrealidad. La presencia de centinelas que luchan con sus bayonetas en contra de fantasmas; la repetida imagen del rostro incorpóreo de Ana con su cofia festoneada con perlas; las teatralizadas sesiones de espiritismo y tarotismo; y la aparición entrecortada de una figura humana en la bruma en zonas de acantilados borrascosos, son algunas de las imágenes que pueblan el universo de AC. Tanto individualmente como en conjunto, exhiben su naturaleza construida, especialmente cuando el texto sabotea su materialidad. A modo de ilustración, en una noche tempestuosa, Amos ve a Daphne en la lluvia como un espeluznante espectro que lo mira fijamente a través del vidrio empañado con ojos inyectados, de cuyas cuencas comienza a fluir sangre. Después de recorrer el jardín en la borrasca sin poder constatar ninguna presencia humana, Amos experimenta angustia y es auxiliado por Beth, quien encuentra una explicación sensata para los terrores de Amos: una alucinación causada por la accidentada fusión entre el reflejo en el vidrio de un retrato semiejecutado de Daphne y unas begonias de color rojo escarlata en el exterior de la ventana.
La superficialidad de estas imágenes tiene una importante significación desde el punto de vista de la inversión subversiva del texto. En primer lugar, su excesiva teatralidad, y la presencia hueca y flotante de imágenes sin profundidad, contribuyen a invertir las funciones de los elementos clásicos en el género gótico que AC, vía sus relaciones architextuales[8], parece invocar. En efecto, en el género gótico, las imágenes de duplicidad vibran con el terror del reconocimiento de lo prohibido y la naturaleza esencialmente dividida de la subjetividad. En AC, el tratamiento casi lúdico de los elementos tomados del stock clásico del gótico lleva a la novela a transformarse en un texto neogótico o una novela neovictoriana gótica[9], donde lo gótico se rehabilita solo a los fines de subvertir algunos rasgos de la cultura contemporánea, más precisamente la volatilización de su profundidad bajo el imperio de una nueva preeminencia de la superficie y la imagen, es decir, lo que Fredric Jameson denominó depthlessness ―banalidad o superfluidad―, que caracteriza a los posmodernismos como la lógica cultural del capitalismo tardío[10].
Esta idea se vincula con los conceptos de simulacro e hiperrealidad desarrollados por Jean Baudrillard, el provocateur francés que, mediante la combinación de sus estudios semiológicos con una política económica marxista y estudios sociológicos de la sociedad de consumo, desarrolló su tesis sobre la simulación como base de la organización de las sociedades posmodernas. Para Baudrillard, las sociedades modernas están organizadas en torno a la producción y el consumo de productos, en tanto que las sociedades posmodernas están organizadas en torno al principio de simulación. La sociedad posmoderna, en la que los individuos construyen sus identidades a partir de la apropiación de los códigos, imágenes y modelos que determinan cómo se perciben a sí mismos, es, además, un universo de hiperrealidad, en el que las tecnologías del entretenimiento, la información y la comunicación brindan experiencias más intensas e inmersivas que las escenas banales de la vida cotidiana. El mundo de la hiperrealidad, es decir, simulaciones mediáticas de la realidad, parques de diversiones al estilo de Disney World, centros de compras, fantasylands del consumidor, y otras incursiones en mundos utópicos, es más real que lo real, y en él los modelos, las imágenes y los códigos de lo hiperreal controlan el pensamiento y la conducta[11].
El individuo, en esta visión apocalíptica del momento posmoderno, es una mera superficie de absorción. Al estar atrapada en un juego de imágenes, espectáculos y simulacros, la conciencia es saturada mediáticamente, y cual un sujeto narcotizado e hipnotizado, cae en un estado de fascinación con la imagen y el espectáculo que disuelve tanto el referente como el significado.
Precisamente, la transmogrificación del gótico en AC se produce en dirección de una de las posibles transformaciones señaladas por Spooner en su completo análisis del uso de convenciones genéricas góticas en la contemporaneidad, la cual es compatible con los conceptos de hiperrealidad y simulación:
Hay un sentido por el cual se puede confiar que el gótico satisfaga cualquier necesidad crítica o cultural que surja en un determinado momento. En los días tempranos de la crítica académica, el gótico a menudo estaba definido por un listado de elementos clásicos, tales como castillos desmoronados, visitas sobrenaturales y heroínas perseguidas. Muchos críticos recientes (…) han intentado suministrar una explicación más cohesiva y sucinta del gótico que no tenga que recurrir a este modelo esquemático de ‘lista de compras’ de sus componentes. Tal vez el gótico represente (…) el retorno de lo reprimido, o las presiones combinadas de la historia que regresa y la geografía constrictiva, o el privilegiar la superficie por sobre la profundidad, o sobrevidas anacrónicas del pasado en el presente. O tal vez el gótico sea tan maleable y compatible con estas teorías, y con interpretaciones contemporáneas en general, porque sus componentes pueden ser reordenados en infinitas combinaciones ya que proveen un lexicón que puede ser saqueado por cientos de motivaciones diferentes, una cripta de miembros corporales que se pueden suturar en una miríada de permutaciones diferentes. (155-156, énfasis propio)
El programa de sutura y recombinación de partes propuesto por AC apunta a reprender la búsqueda contemporánea lujuriosa de espectáculo y sensación y se orienta a subvertir el énfasis en la superficie como negación de profundidad. Esta saturación de superficies ―que es una omnipresencia contemporánea― se traslada a la novela a través del realce de superficies transparentes y simulaciones de distinto orden.
Oliver Ramsey exige determinadas poses, objetos de utilería y fondos para su retrato, y numerosas sesiones de estudio señalan la calidad de construcción de su retrato. Sin establecer un contraste entre su arte pictórico y el nuevo arte de la fotografía, que podría asociarse con la fidelidad al objeto fotografiado, Amos lamenta que de la isla de Wight se haya retirado la célebre fotógrafa victoriana Cameron[12], y en vez de focalizarse en la magia del nuevo invento, lo que más lamenta es la pérdida de la práctica de la simulación, el uso de poses, y el empleo de disfraces y parafernalia para engañar al espectador.
Los personajes de AC son descriptos muy frecuentemente, en primer término, a través de las vestimentas que portan, con detalles sobre las formas y materiales de los ropajes, y en Amos se observa una dedicación exagerada a la construcción de la figura de Daphne a través de sus ropas, sus joyas y su cabello. Las vestimentas y los hábitos de las personas que descansan en la isla donde Amos ejecuta el retrato de Daphne demuestran que están pendientes de la moda. No ignora Beth, pese a no ser habitué de las galerías de arte por su condición social, que Amos tiende a “idolatrar las modas actuales a través de su pintura” (AC 17). Por eso, ante el llamado de Amos a apreciar sus pinturas, su respuesta en tono de halago es que son muy modernas y que les recuerdan las pinturas de Burne-Jones, Leighton y Holman Hunt, “que están tan de moda en la actualidad” (AC 18).
Se reitera también la referencia a superficies brillantes o transparentes. Muchos de los personajes son mostrados haciendo uso de diversos tipos de anteojos ―sus vistas filtradas y mediadas, como ocurre con la proliferación de signos en la sociedad contemporánea y la manera en que estos construyen identidades―. Oliver escudriña el lienzo del retrato que Amos está ejecutando al tiempo que avanza con movimientos que exageran la colocación de su monóculo (AC 96). Otro personaje dramatiza su hastío en una velada musical mediante el uso casi obsesivo de su “lorgnette” (AC 60). El profesional médico presente en la ceremonia de la Torre parece concentrarse, más que en su conversación, en los movimientos sistemáticos de presión que ejerce para sostener su “pince-nez” (AC 316). En otros casos, las descripciones destacan el brillo reflejado por las superficies pulidas, por ejemplo, de “arañas colgantes destellantes”, “espejos dorados” y “suntuosos cortinados de terciopelo y seda”, que resultan “sencillamente intoxicantes” (AC 60-61).
Las mansiones que habita Oliver son monumentos a la simulación, pretenciosos en su teatralidad y sus exacerbados gestos de revival de estilos del pasado. Su palacio de Bowlend Court “finge sugerir” una era pasada de caballeros y damas galantes, cuando en realidad ha sido construido recientemente en una desmesurada imitación del estilo gótico revival que hace que el edificio luzca “improbable”, “caprichoso” y “bizarro” (AC 29-30). La residencia de verano, Villa Parnassus, también está construida en un estilo revival, como una imponente fachada instalada en un gran escenario en la isla de Wight, que, una y otra vez, es mencionada como “la isla mágica” (AC 90).
Según Baudrillard, a medida que proliferan las simulaciones, estas pasan a referirse solo a sí mismas, en una especie de “carnaval de espejos que reflejan imágenes proyectadas por otros espejos en múltiples pantallas, y la pantalla de la conciencia, la cual, a su vez, deriva la imagen a su repositorio previo de imágenes también producidas por espejos simuladores” (citado en Kellner). Si se salvan las distancias que separan el discurso apocalíptico y la imaginería insuflada de Baudrillard, es posible ver un sutil traslado ―en un incipiente crecimiento del “carnaval de espejos”― al universo de AC. Para algunos críticos que consideran que distintas áreas de la cultura ofrecen zonas de reflexión para teorizar la emergencia de lo posmoderno en el universo del siglo diecinueve, una lectura de AC que se focalice en la hiperrealidad no es aventurada, por cuanto la economía es una de esas áreas. En la tesis de Giovanni Arrighi, existen tanto diferencias entre los arreglos económicos de la Gran Bretaña victoriana y los del capitalismo tardío como similitudes, que nos permiten ver al siglo diecinueve como el sitio originario de la actual situación económica. Según Arrighi:
En Gran Bretaña en el siglo diecinueve, las actividades de extracción mecánica y manufactura se transformaron en el mecanismo por el cual se expandió el capitalismo; sin embargo, cuando la actividad comercial (…) ya no podía crear nuevos mercados y por lo tanto expandir el capital y la producción, emergió una mayor especialización en la especulación financiera como nuevo modelo de dominación económica nacional británica. (…). La corporación global y transnacional permitió modelos más flexibles de acumulación de capital y desarticuló o eclipsó la expansión colonial e imperialista como modelos de dominación económica nacional. En el imaginario postmoderno, entonces, la “ruptura” entre la producción económica y la reproducción económica, entre las tecnologías de manufactura y las tecnologías de la producción y el control del valor mismo, es clave para comprender las relaciones entre nacionalismo, industrialización y desarrollo tecnológico. (Citado en Sadoff y Kucich xvii)
A causa de las propias ondas expansivas de la espectralidad ―que es especular en los retornos del pasado―, y a través de los procesos de desgotización y regotización de algunas de las convenciones del género gótico que representan dicha espectralidad y especularidad entre presente y pasado, la novela plantea una relación de continuidad más que de ruptura entre lo victoriano y lo posmoderno, con una evolución hacia una economía en la que el valor del signo pasará a constituir el nuevo paradigma.
Las interpelaciones a la historiocopia
Este juego de imágenes hiperreales es particularmente activo cuando se combina con representaciones de la historia, que en sí misma queda reducida a una aplanada sincronicidad con el efecto de aplastamiento producido por el pliegue telescópico de períodos históricos y míticos. Es evidente el gesto de subversión que AC opera respecto tanto de la historiografía tradicional como del acceso popular contemporáneo al conocimiento histórico que Jerome de Groot ha denominado la “nueva epistemología popular”, que ha circunvalado al historiador profesional como consecuencia de la “crisis de la legitimidad histórica” (3) y el reconocimiento del estatuto de “significante vacío” (1) del propio término historia. Al trenzar en un solo brocado intertextual la historia, la mitología y la literatura, AC ciertamente se propone transgredir los límites que separan estos territorios. Implícito en el final de AC ―por el cual Daphne se escabulle de Inglaterra y es posteriormente dada oficialmente por muerta cuando un cadáver es recuperado de las aguas del Canal de La Mancha― está el cuestionamiento a la historia oficial y, por ende, sus métodos historiográficos. Estos últimos están plagados, sugiere la novela, de tergiversaciones, omisiones, juicios apresurados en base a evidencia equívoca, hechos providenciales que son explotados por su versatilidad para conectarse de manera lógica con otros hechos desligados, y su ratificación por parte del poder que impone una versión oficial y registrada, muchas veces a contrapelo de una historia alternativa subalterna. Pese a la maniobra casi ingenua que refiere cómo Daphne fue contrabandeada de una muerte en vida al territorio de la vida, donde tendrá una sobrevida con una nueva identidad, la artimaña no deja de aludir a las diferentes modalidades en las que falsificaciones, imposturas y adulteraciones son contrabandeadas al territorio de la historia oficial como verdades.
Sin embargo, además de dirigir sus energías subversivas hacia la historiografía tradicional y la deshistorización de la era contemporánea, la novela remeda lo que Jerome de Groot denomina historiocopia, es decir, la “desbordante prodigalidad y abundancia de significado histórico” (13) que el teórico celebra como un logro de un nuevo acercamiento del público a la historia. La novela, sin embargo, realiza fuertes inversiones en interrogar este modelo al fustigar la actividad del turismo del pasado que trata versiones diluidas y adulteradas de la cultura como fuente de recursos económicos y que desvergonzadamente alimenta el gusto popular por el voyerismo y la espectacularidad de lo morboso[13]. Amos trata de distraerse de su obsesión con Daphne realizando bocetos en carbonilla y pastel en frente de la White Tower. Su atención se dirige hacia el fuerte contraste entre lo que significa el sitio de ejecuciones en la torre y la transformación que se ha producido en el lugar que lo ha convertido “para el beneficio de los turistas en un prominente centro de atracción” con elementos decorativos (AC 157).
La naturaleza escenificada del lugar ayuda a Amos a sujetar sus pensamientos sobre Daphne porque puede evadirse en una representación hiperreal de la historia que ocupa su mente como cualquier otra fantasía y queda absorto en su trabajo, “sumergido en el perenne teatro viviente de la historia escenificado delante de sus ojos” (AC 163). Su hoja de bosquejos se constituye en un símbolo de la sincronicidad cuando, al tiempo que captura los detalles arquitectónicos de cada estilo y cada época, observa los turistas vestidos en las ropas de la belle époque e “incorpora algunos de ellos a su boceto, porque son parte del escenario” (AC 163).
La escena que sigue describe la avidez del público por consumir historia en maneras que recuerdan no solamente las posibles costumbres de los victorianos, sino también las nuevas maneras en que el público consume historia en la era contemporánea. Desde la década de los ochenta y los noventa en el siglo pasado, la historia ha crecido de manera exponencial como artefacto cultural, como discurso, y como producto manufacturado. Este proceso ha sido acelerado por lo que se ha denominado un giro virtual, alimentado por tecnologías que han operado un cambio radical en el acceso al conocimiento histórico, tales como los juegos de video y la Internet, y la construcción de memoria cultural por parte de los medios no profesionales de la televisión, el teatro, la cinematografía y la red mundial, que contribuyen a presentar el pasado como una producción cultural de gran impacto en la imaginación popular. Jerome de Groot es uno de los teóricos destacados por su indagación de los modos en que la historia se empaqueta y vende al público consumidor, pues entiende que estos procesos son reveladores de verdades que la historiografía ortodoxa no entiende ni se ocupa de dilucidar. Es interesante para el autor identificar los procesos semióticos involucrados en construir, perpetuar y consumir significado e identificar “qué estrategias están en juego para verter sentido en tal aporía representacional” (2). Es decir, su exploración de la nueva epistemología popular se orienta a comprender la interfaz entre la Historia y la cultura popular a través de lo que denomina “experiencias del usuario de historia” (2) para demostrar que el pasado funciona en la sociedad y la cultura en maneras que están fuera del alcance de los historiadores.
Mientras que de Groot celebra la historiocopia, es decir “la abundancia desbordante de significado” (13), AC embiste la prodigalidad epistemológica de la historiocopia al insinuar que las industrias de manufactura que tratan la historia como una commodity alimentan el gusto por lo macabro y bastardean una comprensión más compleja o multivalente del hecho histórico. Respecto de los “turistas del pasado”, Amos destaca la existencia en ellos de “una curiosidad macabra” y una especie de “anhelo por las excentricidades barbáricas del pasado”, ambos alimentados por una “dieta de novelitas baratas y puestas en escena populares” (AC 163-164). En particular, a Amos lo irrita el comentario de un turista sobre “la pobrecita Jane Grey” y el trato de los personajes asociados con la torre como conocidos personales, “como si la propia Jane Grey, quien vivió y murió hace más de trescientos años, tuviera una relación privada con él y fuera a asomarse por la ventana para saludarlo” (AC 165). En última instancia, es la propia novela la que, desde su atípica construcción transtextual, ridiculiza las nuevas epistemologías que funden todas las distancias entre historia, ficción y mitología, y producen la ilusión de la familiaridad absoluta con el conocimiento histórico.
La interrogación de la historioglosia
Si la historiocopia es interrogada, lo que de Groot llama historioglosia, o “una multiplicidad de discursos híbridos que se acumulan en torno a un solo caso” (13), parece ser el principal blanco hacia el cual la novela dirige su energía transgresora a través de una Ana Bolena victoriana, que, por ende, sugiere que ni la novela neovictoriana ―con su gusto por revivir y practicar ventriloquía con personajes históricos― está exenta de canibalizaciones comerciales de sujetos explotables. Susan Bordo explica que, mientras Ana se preparaba para su muerte, Enrique VIII pasaba gran parte de su tiempo visitando a su próxima esposa, Jane Seymour, y haciendo planes para la boda. Pero antes de contraer matrimonio, debía “erradicar” a Ana de los palacios. Un ejército de carpinteros, picapedreros y modistas trabajaban denodadamente en Hampton Court y otras residencias reales para borrar todo rastro del reinado de Ana: sus iniciales, sus emblemas, sus lemas, y una multitud de letras “A” y “H” entrelazadas en señal de unión sentimental talladas o esculpidas en muros y cielorrasos. Bordo explica que, al investigar la vida de Ana y visitar las residencias reales, su investigación ha sido comparable al hallazgo de pequeños fragmentos ocultos u olvidados, “minimizados pero aún discernibles dentro de los monumentos de mitos, leyendas e imágenes” (xi). Y contrasta los intentos de Enrique de borrarla con los signos de Ana en el imaginario cultural:
Aunque Enrique haya querido borrarla, Ana Bolena no disminuye su presencia en nuestro imaginario cultural. Todas las personas tienen alguna exquisitez para desplegar sobre la mitología sobre Ana: “[Ana] se acostó con cientos de hombres, verdad?” (Escuché esto de un erudito de los estudios clásicos). “Tenía seis dedos ―o eran tres pezones?” (de un experto en literatura francesa). “Tenía relaciones sexuales con su hermano” (de alguien que había aprendido historia con Philippa Gregory). Ana ha sido el foco de numerosas biografías, varios largometrajes, y una saturación hasta el hartazgo de ficción histórica ―Murder Most Royal, The Secret Diary of Anne Boleyn, The Lady of the Tower, The Other Boleyn Girl, Mademoiselle Boleyn, A Lady Raised High, The Concubine, Brief Gaudy Hour― las cuales, gracias a The Tudors, transmitido por Showtime, se han multiplicado en los últimos años. (Según estadísticas de Amazon de 2012, se habían publicado más de 50 biografías, novelizaciones, o estudios solo en los cinco años anteriores; y esto sin considerar ediciones electrónicas, reimpresiones de las cartas de amor de Enrique, o libros sobre los Tudor en los que Ana es un foco importante cuando no el principal). Ana también se ha convertido en un negocio próspero (disfraces para Halloween, remeras, tazas de café, imanes y calcomanías). Hay sitios en Internet dedicados a ella y arte feminista que deconstruye su legado. (xii)
También Bordo desmenuza las frondosas apropiaciones de la figura de Ana en el arte cinematográfico, que van desde su representación como una ninfómana por parte de prosélitos católicos extremistas hasta su recuperación para un empoderamiento feminista (XIII-XIV).
La historioglosia, interpretada como un aluvión de narrativas rivales, contradictorias, superpuestas, en torno a la figura de Ana, trasladada a la era victoriana, de donde se extraen tantos personajes históricos para su constante reescritura en la novela neovictoriana, se convierte en un blanco de impugnación por parte de AC. Si bien la cultura ha producido numerosas versiones de este enigmático personaje, todas aprovechan los componentes fascinantes de una vida digna de un guion cinematográfico. Como propone Irene Goodman, la vida de Ana, más que un hecho histórico, tiene los ingredientes de tabloides salaces: “Sexo, adulterio, embarazo, escándalo, divorcio, realeza, glitterati, conflictos religiosos, y personalidades grandiosas” (citada en Bordo XIII). En este sentido, al subvertir el conocido final histórico de Ana y romantizar su figura, la novela rehúsa otorgar su complicidad al tratamiento de su historia como un recurso económico, y al literalmente “desmaterializar” a Ana primero mediante su transformación en un espectro y, subsiguientemente, mediante una nueva identidad secreta, la novela boicotea el consumo de su historia y le quita “corporalidad” para su apropiación. En vez de explotar su decapitación, AC la resucita y le da una sobrevida doble: una muchacha con una nueva identidad que continuará su vida de incógnito en Francia, o una figura espectral que ha pasado a ser tan románticamente evanescente como un “recuerdo pasajero” (AC 332). En lugar de recordarla para seguir ejecutándola y usufructuar su infortunio y desdicha, o atraparla en las redes de condenación de la mítica Dafne, AC la revitaliza, aunque más no sea como un acto de ensoñación de un artista proclive a los delirios y al consumo de alcohol y láudano, que se siente compelido a dibujar porque es “el único modo que conoce para estabilizar su mente” (AC 163).
Reflexiones finales
A nivel temático, AC interpela tanto el pasado como el presente. Sus impugnaciones, de las cuales se han considerado en este artículo solamente algunas, tienen por blanco el macro relato del progreso material y sus modalidades específicas del pragmatismo y el expansionismo británico, este último cimentado en una fuerte industria armamentista, mediante las asociaciones implícitas y explícitas que se establecen entre el personaje de Oliver, el rey Enrique VIII y el mismo Apolo. Los objetivos de crecimiento y prosperidad nacional son indirectamente denunciados como un legado cultural que se espectraliza en ondulaciones que se propagan históricamente. El singular tejido intertextual facilita el empleo de la novela como espacio de desplazamiento para una crítica del orden hiperreal de la simulación de la sociedad postmoderna, que no deja de encontrar una raíz germinal en la cultura de la belle époque. No escapan a la interpelación de AC las condiciones contemporáneas ―tal vez también, posiblemente, con orígenes en la era victoriana― de acceso a la historia y la producción, promoción y venta de conocimiento histórico como si se tratara de empaquetar atractivamente un producto manufacturado para el consumo apetecible por parte de un público ávido de espectacularización de la morbosidad.
En este sentido, como representante del género neovictoriano, la novela certifica que contiene anticuerpos que le garantizan inmunidad ante posibles acusaciones de un exceso en la laxitud con que se tratan temas históricos y la insuflada glotonería con la que se canibalizan personajes históricos hasta el hartazgo. En este aspecto, se vuelve subversiva respecto de su propio potencial para convertir la historia del pasado literalmente en un “nómade conceptual”, al menos a través del giro afectivo en el tratamiento del personaje abusado, manipulado, glorificado y vilipendiado de Ana. Si la novela no resuelve internamente su ambigüedad intrínseca de explotar el personaje ya desacreditado y flagelado de Enrique VIII, al menos su travestimiento burlesco es puesto al servicio de un variado abanico de impugnaciones ideológicas, tales como el destructivo desenfreno antropocéntrico de la era contemporánea.
Mediante un empleo singular de una trama intertextual y el desmantelamiento de las convenciones genéricas del gótico para una transformación de la novela en neogótica romántica, el texto analizado profundiza en la apelación desmedida a ciertos personajes históricos y a la historia misma como una colección más de signos intercambiables en un mercado de libre circulación en el cual la imagen ha adquirido preeminencia por encima de su referente.
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Yúdice, George. El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Trad. Gabriela Ventureira, excepto Cap. 7: Desiderio Navarro. Barcelona, España: Editorial Gedisa, 2002.
Recibido: 06/04/2022
Aceptado: 01/07/2022
[1] La Hermandad Prerrafaelista fue fundada en 1848 por influyentes artistas vanguardistas relacionados con el crítico John Ruskin (1819-1900). Los principales líderes fundadores fueron William Holman Hunt (1827-1910), Dante Gabriel Rossetti, John Everett Millais (1829-1896) y William Michael Rossetti (1829-1919), a los cuales pronto se unieron otros artistas para formar el núcleo principal de siete miembros de la hermandad, que buscaba revitalizar las artes. El nombre de la hermandad y el movimiento prerrafaelista se relacionaban con los deseos de revivir ciertos ideales de la pintura anterior al siglo quince, especialmente el uso de color brillante característico del estilo italiano del Quattrocento (Landow párr. 2).
[2] Rossetti es la opción de preferencia, no solo por la mímica irónica de su nombre, sino también por su participación en un resonante caso de un triángulo amoroso. Sin embargo, AC deliberadamente confunde una incontestable referencia unidireccional a Rossetti con ciertos detalles tales como el comentario, por parte de Amos Roselli de que en el pasado ejecutó una pintura de Circe. La pintura aludida es Circe Invidiosa (1892), obra del pintor prerrafaelista John William Waterhouse (1849-1917). El propio autor de AC confiesa que Amos es un collage de varios pintores y poetas y de Thomas Wyatt también: “[Amos] es un poeta Tudor y un trovador medieval trasladado en el tiempo con el fast forward y ubicado en un escenario victoriano donde blande un pincel y una paleta en vez de una pluma y un laúd” (“Author Interview” párr. 5).
[3] Jane (1839-1914) era la esposa del poeta y diseñador William C. Morris (1834-1896) y en la obra visual de Dante Gabriel Rossetti representa la segunda figura femenina más importante como musa inspiradora, después de su esposa Elizabeth Sidall (1829-1862). Rossetti estuvo profundamente enamorado de Jane, pero ella contrajo matrimonio con Morris, quien le ofrecía una vida con seguridades económicas. Jane y Rossetti desarrollaron entonces un romance prohibido. En célebres pinturas de Rossetti, el artista captura la infelicidad de Jane por su agobiante reclusión en un matrimonio insatisfactorio y su aflicción por no poder vivir su relación amorosa con Rossetti con plenitud. Para transmitir ambos sentimientos, la retrata en roles mitológicos tales como el de Proserpina. El encapsulamiento de la mujer amada en un personaje mitológico que dramatiza su condición existencial, practicado asiduamente por los pintores prerrafaelistas, no es disímil del empleo de una estructura de wrapping (envolvente) que despliega el autor de AC en torno a la figura de Ana Bolena, doblemente envuelta en vidas ajenas, primero la de Jane Morris o alguna mujer equivalente dentro del círculo de prerrafaelistas, y luego, en la figura mitológica de Dafne.
[4] Según la mitología clásica, Apolo ofendió a Eros después de una importante victoria mediante su impertinente exhortación a dejar el uso del arco y flechas para quien tuviera verdadera destreza para usarlos. Eros decidió vengarse por la insultante intromisión y procedió a demostrar su habilidad mortal con el arco y las flechas. Le disparó una flecha con punta de oro a Apolo, que incitaba el deseo, y luego disparó una flecha con punta de plomo a Dafne, una ninfa de los bosques, que provocaba el efecto contrario de repeler el deseo. Cuando Apolo, infundido del apetito de poseer a Dafne, la persiguió, Dafne le rogó a su padre, el dios de los ríos Peneo, que la salvara, hecho que ocurrió mediante la metamorfosis de Dafne en una planta de laurel, en una acción ambivalente que causó su salvación, pero también su destrucción (Roman y Roman 130-131). El aplanamiento del tiempo que ocurre en la sincronización de las dos historias ―una en la era Tudor y la otra en la era victoriana― y su engarzado con una narrativa mitológica en AC tiene el efecto de deslizar las líneas divisorias entre historia, literatura y mito.
[5] Tomamos como definición estándar de novela neovictoriana la que proponen Ann Heilmann y Mark Llewellyn, quienes aducen que para pertenecer a la dinastía de textos neovictorianos, estos deben comprometerse de manera autorreflexiva “con el acto de (re)interpretación, (re)descubrimiento y (re)visión respecto de los victorianos” (4).
[6] Esta, al igual que todas las traducciones al español de obras citadas escritas originalmente en inglés o francés, es traducción propia de la autora de este artículo.
[7] Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Web.
[8] A lo largo de este trabajo, hemos empleado la nomenclatura transtextual que proviene de Gérard Genette, al igual que su taxonomía de cinco tipos diferentes de transtextualidad, que denomina architextualidad, paratextualidad, intertextualidad (en sentido restringido), hipertextualidad y metatextualidad. Genette define la architextualidad como “el conjunto de categorías generales o trascendentes ―tipos de discurso, modos de enunciación, géneros literarios, etc.― del que depende cada texto singular” (Palimpsestos 9). Es el tipo “más abstracto” y “más implícito” de relación transtextual. La importancia de la relación architextual es que, como asegura Genette, “[l]a percepción genérica (…) orienta y determina en gran medida ‘el horizonte de expectativas’ del lector, y, por lo tanto, la recepción de la obra” (Palimpsestos 13-14), aunque el lector o crítico pueda disputar el estatuto genérico reivindicado desde su cubierta o su subtítulo.
[9] Kohlke y Gutleben contrastan el gótico victoriano con el neovictoriano, y en la porción más osada de su tesis, conjeturan sobre la inversión de la novela neovictoriana, por la que el gótico no funciona transfiriendo ideas de alteridad del pasado al presente, sino del presente al pasado. En este sentido, señalan que sobreabundan temas de desviaciones y aberraciones en donde es lo victoriano lo que se patologiza, ya que se transforman en los “condenados” a quienes relegamos aun inframundo de un siglo diecinueve reimaginado desde una supuesta superioridad ética contemporánea (11). Es necesario también coincidir con Spooner en la idea de que el gótico neovictoriano se asemeja a una fase más temprana de la ficción gótica, en la cual se usó “una edad medieval fantastizada para articular preocupaciones correspondientes al siglo dieciocho” (“Horrible Histories” 182).
[10] Jameson desarrolla esta noción en el contexto de su análisis contrastivo de dos obras de arte visual: A Pair of Boots, de Vincent Van Gogh, y Diamond Dust Shoes, de Andy Warhol. Jameson argumenta que, en el caso de la primera pintura, se observa la transformación de un objeto común y apagado como el calzado de un campesino en una gloriosa materialización de colores puros, que puede leerse como un gesto utópico de buscar y crear una compensación por las consecuencias de la división del trabajo en el mundo capitalista. Por el contrario, en la obra de Warhol (en blanco y negro, como un negativo de una fotografía), es como si la superficie colorida externa de los objetos ―“degradada y contaminada de antemano por su asimilación a las imágenes lustrosas de los diseños publicitarios”― hubiese sido desnudada para revelar su mortífero substrato en blanco y negro. Para Jameson, el paso de un tipo de obra a la otra representa la mutación al estado de la cultura posmoderna en la que el mundo se ha convertido en “una colección de simulacros” (6-10).
[11] Baudrillard desarrolla su concepto de una ruptura entre las sociedades modernas y las posmodernas principalmente en Symbolic Exchange and Death y Simulation and Simulacra. En este último texto, argumenta que, a diferencia del acto de fingir, que deja “el principio de la realidad intacto”, la simulación pone en jaque la diferencia entre “falso y verdadero y real e imaginario” (citado en Kellner). Afirma Baudrillard que “la simulación ya no es la de un territorio, es decir un ser o sustancia referencial. Es la generación, por medio de modelos, de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no antecede al mapa ni lo sobrevive. De ahora en más, es el mapa el que precede al territorio ―la precedencia de los simulacros― y es el mapa el que engendra el territorio” (166).
[12] Julia Margaret Cameron (1815-1879) fue una célebre fotógrafa que se destacó en una forma artística en la que era prácticamente imposible que una mujer lograra reconocimiento en su época. Julian Cox y Colin Ford destacan el singular récord de Cameron, quien es una de las fotógrafas sobre las que más se ha escrito en la historia de la fotografía y una de las más codiciadas por coleccionistas privados e instituciones públicas como fundaciones y corporaciones (3).
[13] Tomamos este concepto de la cultura como recurso de George Yúdice, para quien en los últimos tiempos las nociones convencionales de cultura han sido vaciadas. La globalización ha determinado que, en vez de centrarnos en el contenido de la cultura, es decir, el modelo de enaltecimiento, según Schiller o Arnold, o el de distinción o jerarquización de clases, según Bourdieu, o su antropologización como estilo de vida integral, según Williams, debamos concentrarnos en la cultura como un recurso. Por esta razón, Yúdice reclama que “la cultura se ha convertido en un pretexto para el progreso sociopolítico y el crecimiento económico” (23). Yúdice se refiere a una especie de giro utilitario en la legitimación de la cultura, pues el arte se ha replegado en una noción ampliada de la cultura como herramienta capaz de resolver problemas, incluso el del desempleo. Aduce el autor: “Su propósito es contribuir a la reducción de gastos y a la vez mantener un nivel de intervención estatal que asegure la estabilidad del capitalismo”, y, por cuanto los actores culturales adhieren a este proyecto, “la cultura ya no se experimenta, ni se valora ni se comprende como trascendente” (26).