Parodia a los libros de caballerías y a sus censores en el Quijote

 

Rosangela Schardong

 

rschardong@uepg.br

 

Universidade Estadual de Ponta Grossa (UEPG), Paraná, Brasil

 

Resumen

Este artículo tiene como objetivos principales analizar la parodia a los libros de caballerías y a sus censores en el Quijote, considerando cómo cuestiones éticas y estéticas participan de la construcción de la parodia. Por señalar los caballeros y la lectura como ejes analíticos, el artículo tiene como objetivos secundarios reunir informaciones sobre la existencia histórica de los caballeros andantes; el origen y la tradición de las novelas de caballerías en Europa y España durante los siglos XVI y XVII; la formación de nuevas categorías de lecturas y de lectores; así como las preocupaciones de los hombres de letras del período a ese respecto. Se espera demostrar que, por medio de la parodia a los libros de caballerías y a sus censores, Cervantes formula un elogio a la ficción.

Palabras claves: Quijote- parodia- novela de caballería- lectura- censura.

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The Parody of Books of Chivalry and of their Censors in Quixote

 

Abstract

This article aims mainly at analyzing the parody of books of chivalry and of their censors in Quixote considering how ethical and aesthetic issues take part in the parody construction. By emphasizing knights and reading as analytical axes, the article has as its secondary objectives to gather information on the historical existence of knights-errant; the origin and tradition of chivalric romance in Europe and Spain in the 16th and 17th centuries; the structuring of new categories of reading and readers; as well as that period intellectuals’ concerns in this regard. It expects to demonstrate that, by means of books of chivalry, parody, and of their censors, Cervantes formulates a praise for fiction.

Keywords: Quixote- parody- chivalric romance- reading- censorship.

 

 

 

 

 

 

Introducción

En este artículo los objetivos principales son abordar analíticamente la parodia a los libros de caballerías y a sus censores en el Quijote, poniendo de relieve cuestiones éticas y estéticas que forman parte de la construcción paródica.

Como objetivos secundarios, se espera que el estudio analítico del texto literario produzca una lectura agradable e instructiva, capaz de guiar y estimular la lectura de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha entre los estudiantes universitarios y otros grupos de lectores, interesados en acercarse o investigar esta obra prima de la literatura universal.

Para alcanzar estos propósitos, el artículo trae informaciones relevantes sobre la historicidad de los caballeros andantes, sobre el origen y la tradición de los libros de caballerías, sobre su popularidad en la época en que vivió Miguel de Cervantes.

A la luz de algunos preceptos teóricos se demuestra que, en la construcción de la parodia a los libros de caballerías y a sus censores en el Quijote[1], Cervantes no deja de atender a los principios éticos y estéticos de las artes poéticas de su tiempo, a la vez que edifica una obra sumamente ingeniosa, pero de fácil comprensión, en la que el autor deja claro su opinión acerca de las grandes polémicas de su tiempo en torno al papel de la lectura y de la ficción[2].

Se trata de una investigación cualitativa, cuya fundamentación teórica se apoya en autores y obras dedicados al siglo de oro español, los cuales tienen en alta cuenta las prerrogativas del arte poético y de las normas socioculturales del período.

 

1. El Quijote y los libros de caballerías

Al recorrer las primeras páginas de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605-1615), se presenta ante el lector un hidalgo aficionado a los libros de caballerías. Él comparte esa afición con otros personajes, como el cura de su pueblo y maese Nicolás, el barbero, con quienes tuvo muchas competencias acerca de la valentía de sus héroes. A lo largo de la novela, surgen otros innumerables admiradores de tales libros, que van a renovar y alimentar el debate sobre sus cualidades y debilidades.

El auge de las novelas de caballerías en España fue en el siglo XVI, pero, de hecho, aún eran un género de lectura muy popular en la época en que el Quijote fue publicado, asegura Martín de Riquer (XLIV). Esos gruesos libros eran divulgados por la lectura directa silenciosa ―de los que sabían leer―, o de modo oral, en lecturas colectivas, como también a través de poemas y canciones populares que versaban sobre los amores y las hazañas de sus personajes.

El género de caballería ofrecía, sin duda, una lectura atractiva, llena de peligros, aventuras y atribulados lances sentimentales que entretenía el espíritu de hombres y mujeres de todas las clases sociales (Riquer XLIV). Muchos personajes del Quijote dan ejemplo de ello, entre cultos lectores de las clases privilegiadas, como Cardenio (I 24)[3], Dorotea (I 29), o la Duquesa (II 30), bien como el rudo ventero que burlonamente arma a don Quijote caballero andante (I 2), puesto que conoce muy bien el lenguaje y ritos de las novelas de caballerías.

Esa clase de narrativa de ficción es, en el siglo XVI, “una pervivencia del heroísmo novelesco medieval”, señala Riquer (XXXIII). Su origen está en las obras del francés Chrétien de Troyes (s. XII) que noveló las leyendas del Santo Grial, del Rey Arturo y sus caballeros, del amor de Tristán e Iseo, entre otras (Riquer XXXIV)[4]. Sus obras fueron imitadas por autores de toda Europa. Los valores de la Orden de la Caballería y del amor cortés allí presentes se tornaron materia clásica y, por esto, fueron imitados y reelaborados en incontables títulos, en prosa y verso, en los siglos posteriores.

De esas fuentes, seguramente, proviene gran parte de los temas y hechos del Amadís de Gaula, que se leyó en España con mucho entusiasmo desde el siglo XIV, en la primitiva versión castellana (Riquer XXXIV). Esta novela inauguró un ciclo[5] que fue el pasto espiritual de los amantes de la literatura caballeresca. El heroico Amadís representa el perfecto caballero, buen vasallo, amante fiel, puro y poético[6]. Recordemos que él es tema de la disputa entre don Quijote y el cura sobre cuál había sido el mejor caballero, en el primer capítulo. En los siguientes el Amadís se configura como una de las más importantes fuentes de imitación para el hidalgo manchego.

A ese respecto, quien lee el Quijote por primera vez puede ser acometido por el temor de no ser capaz de entender una obra de cuatrocientos años de antigüedad que constantemente hace referencia a obras todavía más vetustas. Sin embargo, al avanzar la lectura uno se da cuenta de que el Quijote es una obra que se autoexplica. Por ser una parodia a los libros de caballerías, el narrador hace didácticas aclaraciones al lector acerca de las locuras que comete el ingenioso hidalgo, le cuenta cuál es su libresca inspiración y por qué motivos emprendió tales aventuras. Por lo tanto, se puede avanzar sin temor, porque si fuera incomprensible el Quijote no estaría en las librerías desde hace más de cuatro siglos.

Otra inquietud que puede acometer a los que se acerquen a la obra es si existieron, realmente, los caballeros andantes. Conviene saber que sí. Existieron entre los siglos XI y XIII, organizados en Inglaterra y Francia, pero subordinados al papa, en Roma. Las actividades de esos caballeros, o Cruzados, se vincularon a la defensa de Jerusalén, de los peregrinos y de los lugares santos[7]. Asimismo, estaban éticamente comprometidos con la defensa y protección de los desvalidos, especialmente de las viudas y de los huérfanos (Riquer LVI). Siendo así, se puede pensar que don Quijote inicia ejemplarmente el ejercicio de la caballería andante defendiendo al muchacho Andrés de los golpes de su amo (I 4).

Los principios éticos de la Orden de la Caballería Andante sirvieron de modelo a muchas órdenes posteriores, de carácter militar, que pervivieron en los reinos cristianos. Existieron, por lo tanto, históricos caballeros andantes, cuyas andanzas y batallas en defensa de la fe católica y de los más elevados valores de justicia inspiraron ficciones: los libros de caballerías. Es importante tener en cuenta que don Quijote desea repetir las acciones de los fabulosos héroes, protagonistas de las narrativas de ficción que leyó, no las de los históricos Cruzados.

Eso es lo que aclara el primer capítulo de la novela. Del poco dormir y del mucho leer libros de caballería se le secó el cerebro al hidalgo manchego, de manera que vino a perder el juicio. Su locura se pone de manifiesto al creer que puede imitar a los bravíos héroes de esos libros, poblados de seres y eventos fantásticos.

Los libros de caballerías son, al principio, los cimientos de esta novela cervantina. En ellos está el modelo que el enloquecido Alonso Quijano intentará revivir, serán el constante telón de fondo de sus andanzas, sus aventuras y sus pretensiones amorosas.

Ya en el prólogo, el supuesto amigo del autor señala que la obra “es una invectiva contra los libros de caballerías”, que lleva “la mira puesta a derribar la máquina mal fundada de estos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más” (Cervantes 18). La crítica reconoce el Quijote como una parodia al género caballeresco[8] que tiene como ejes la locura y la avanzada edad del protagonista cincuentón. La locura y la vejez lo descalifican como valiente y belicoso héroe, y como par amoroso de ilustres y hermosas doncellas.

Massaud Moisés, en el Dicionário de termos literários, explica que parodia “designa toda composição literária que imita, cômica ou satiricamente, o tema ou/e a forma de outra obra. O intuito é ridicularizar uma tendência ou um estilo que, por qualquer motivo, se torna apreciado ou dominante” (340). Linda Hutcheon, en Ironía, sátira, parodia, explica que “la parodia efectúa una superposición de textos”, en la cual se da la “articulación de una síntesis, una incorporación de un texto parodiado (de segundo plano) en un texto parodiante, un engarce de lo viejo en lo nuevo”. Señala que este desdoblamiento paródico representa “a la vez la desviación de una norma literaria y la inclusión de esta norma como material interiorizado”. Sintetiza que, en el sentido más común, como contra-canto, la finalidad de la parodia es “provocar un efecto cómico, ridículo o denigrante” (177-178). Se entiende que, para que produzca el efecto deseado, la parodia no puede alejarse de lo que imita. Al respecto del Quijote, se puede apuntar que la estructura y los más importantes temas caballerescos imitan paródicamente los libros de caballerías[9].

El más significativo aspecto imitado, en la estructura, son las constantes andanzas, pues el caballero tiene que buscar incansablemente las aventuras, porque son ellas las que ponen de manifiesto su carácter heroico. Además, las victorias y conquistas son la principal forma de servicio amoroso que el caballero debe ofrecer a su amada, sin el cual no será digno de su afecto (Riquer XXXIV).

El continuo peregrinaje determina la estructura episódica, una vez que el desplazamiento conduce al caballero a distintos lugares y al encuentro de varios tipos humanos, que experimentan o suscitan diferentes conflictos. Sin embargo, si en los libros de caballerías los héroes se encontraban con ejércitos enemigos, sabios eremitas, doncellas menesterosas, dragones, perversos gigantes y malvados encantadores, don Quijote y Sancho Panza van a toparse con los más variados representantes de los grupos sociales y culturales de la España del principio del siglo XVII. En el Quijote, por lo tanto, la tradicional materia legendaria y mítica de las novelas de caballerías medievales y del siglo XVI cede el paso a la verosimilitud, o sea, a lo que se asemeja a la vida común[10].

El enloquecido don Quijote imita fielmente los elevados ideales de los caballeros andantes al estar siempre dispuesto a servir a Dios, defender la justicia y luchar por los indefensos, como en los episodios de los molinos de viento (I 8), los galeotes (I 22) o la doña Rodríguez (II 48, 52, 56), entre otros ejemplos. No obstante, en el mundo regido por las normas de la verosimilitud, no tienen eficacia la incontestable autoridad de los caballeros andantes, la sobrenatural protección divina a sus fieles guerreros o la fantástica fuerza de los caballeros. De modo que los elevados valores que impulsan a don Quijote se oponen, en un contraste cómico, con el final de las aventuras, puesto que su intervención resulta ineficaz, ridícula o cómica. La parodia se pone de manifiesto, por lo tanto, siempre que los elevados ideales del caballero manchego no lo conducen a gloriosos hechos, como ocurría con los paladinos que él pretendía imitar, sino todo lo contrario, terminan en caídas y heridas, rodando maltrecho por el campo, bajo una lluvia de piedras o de palos, o como autoridad ineficaz, lo que configura la derrota del héroe, la frustración patética de sus caballerescos ideales en un desconcertante desenlace cómico.

La parodia torna risible lo que es serio en el modelo caballeresco. Así, cumple con la función ética de advertir al lector de que son falsas e ilusorias las fabulosas hazañas que se leen en los libros de caballerías. Creer que son verdaderas, o posibles de realizar en este mundo, es una locura que solo puede llevar al crédulo a un fin ridículo.

Aún al respecto de la estructura episódica, es interesante advertir que el autor se adelanta a las convenciones de su tiempo y, en el Quijote, introduce algo nuevo: los episodios recogen elementos compositivos de diferentes géneros literarios y artísticos, además de distintos estilos, desde los más bajos a los más elevados (Riquer LXXI). Así que, juntamente con las andanzas, batallas con lanza y espada, querellas amorosas propias de los libros de caballerías, el lector se topa con situaciones cómicas, otras dramáticas y trágicas, con acciones lentas y otras vertiginosas, con discursos de tono elevado y con diálogos coloquiales, con gente virtuosa y viciosa, nobles y campesinos, clérigos y legos, con descripciones pintorescas y algunas escatológicas, con actos teatrales y líricos, con personajes y conflictos típicos de la novela pastoril, de la morisca, de la sentimental, de modo que la mente del lector nunca se aburre. Tanta variedad tiene un propósito estético: causar admiración al lector y darle sabroso deleite. Estas son metas del arte poético del siglo XVII (Riley) a las que Cervantes se aplica con extremo primor.

Se puede analizar que la parodia a los libros de caballerías en el Quijote atiende tanto a la misión estética como a la ética del arte. Estéticamente, deleita al lector con la materia graciosa, oriunda del contraste ridículo o cómico entre las elevadas ambiciones y los desafortunados desenlaces del anciano manchego. Éticamente, enseña que los ideales heroicos de la ficción caballeresca no pueden sobreponerse a la vileza de los hombres, al poder de las leyes de la naturaleza y del rey, a la soberbia y malicia de los que se divierten con los incautos e ingenuos. Enseña que es locura pensar que, un solo hombre, únicamente con la fuerza de su brazo, puede quitar el mal “de sobre la faz de la tierra” (Cervantes, I 8, 89).

Los lectores del siglo XXI pueden confirmar que la ingeniosa parodia a los libros de caballerías se organiza de forma bastante clara en la narrativa cervantina, por eso logra sus efectos, moviendo a la reflexión y a la risa.

 

2. El Quijote y los censores de los libros de caballerías

2. 1. La defensa de la ficción

Con “estimado lector” o “discreto lector” solían empezar los prólogos de las narrativas de ficción en los siglos XVI y XVII. Los términos afectuosos deberían captar la simpatía hacia la obra que tenía en manos (Porqueras 150). Sin embargo, el autor del Quijote larga con un “desocupado lector”[11]. Eso no es ofensa, sino manifestación de la ironía que rezuma de esta gruesa novela. Si el lector no se escapa de la mordacidad del autor, mucho menos el enloquecido protagonista y todo lo que atañe a la materia caballeresca.

En el Quijote la parodia a los libros de caballerías es evidente desde los textos proemiales y se configura plenamente en los primeros capítulos. A los lectores del siglo XVII, acostumbrados a la lectura de tales libros, debe de haberles causado mucha risa la detallada descripción con que se inicia el capítulo I.

La “lanza en astillero” y a la “adarga antigua” ―viejas armas de combate que seguramente estaban en un sitio visible de la casa― son el símbolo de la hidalguía del personaje, o sea, de su sangre noble. La aristocracia, en España, asentaba su superioridad en el hecho de descender de los antiguos guerreros que fundaron los reinos cristianos ibéricos. La mención al galgo, un perro de caza, indica que el hidalgo practica ese deporte, típico de la nobleza. Sin embargo, la minuciosa descripción de lo que se come revela la modesta despensa. El menú es de gente pobre, que come “más vaca que carnero” porque la carne de vaca era más barata (Riquer XXXIII). El poco comer alcanza el corral, en el que figura apenas un “rocín flaco”.

La nobleza de un individuo debería lucir en su ropa, por eso, el hidalgo viste telas finas como el “velarte” y el “velludo”, pero solo en los días de fiesta. Para los demás, basta un “vellorí de los más finos”. El número de criados también era un significativo indicio de la riqueza de los nobles. Cuanto más criados, más adinerado. Por lo tanto, el ama y el único “mozo de campo” ―que, además, se ocupa del corral― atestiguan los parcos recursos económicos de su señor.

Todos estos indicios del humilde linaje y escasa fortuna del hidalgo manchego tienen efecto cómico si son comparados con la tradicional figura de los héroes de los libros de caballerías, que siempre tienen alto linaje. Muchas veces, son príncipes herederos, como Arturo, Parsifal y Tristán. También sus amadas tenían elevada estirpe, lo que contrasta cómicamente con la elección del personaje cervantino, puesto que toma por “señora de sus pensamientos” a una labradora del Toboso (I 2).

Comparado a tales modelos, el lugar de nacimiento del protagonista del Quijote pone de relieve la intención de su autor de desautorizar la tradición caballeresca. En lo que concierne al espacio, es importante destacar que las novelas de ese género solían situar la acción en tierras lejanas y en imperios exóticos o fabulosos. Sin embargo, el Quijote no empieza ni transcurre en Persia, ni en Constantinopla, ni en Grecia, ni en el Imperio de Trapizonda, sino llana y sencillamente “en un lugar de la Mancha”, como señala Riquer (XXXII). Él considera que ese es el primer palmetazo cervantino a las novelas de caballerías. El propio título de la obra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por lo tanto, ya sería motivo de risa o por lo menos de sorpresa. Seguramente, configura una clara indicación de que las aventuras caballerescas, en esa obra, siguen otros derroteros.

Es importante considerar que elegir la lejana Bretaña o los países septentrionales como espacio para las aguerridas aventuras caballerescas permitía al autor imaginar una vasta gama de seres y elementos fantásticos, cuya irrealidad no podría ser detectada por el lector. No obstante, al ubicar las andanzas del don Quijote en la Mancha, ningún español, por más crédulo que fuera, podría aceptar que el protagonista se encontrase con gigantes, como él lo cree en la aventura de los molinos de viento (I 8).

El marco espacial de la Mancha confirma la humanidad del protagonista, mientras que la geografía de España obliga la acción a tener en cuenta las leyes naturales y las costumbres que rigen la vida común, a la vez que intensifica la gracia de las ambiciones y fantasías caballerescas del enloquecido hidalgo. De esto se tiene un sabroso ejemplo en la primera salida, cuando don Quijote llega a una venta, que él piensa ser castillo, imaginando oír sus trompetas, encontrar doncellas, castellano, capilla y otras tantas cosas (I 2-3), tal como en las novelas que había leído. Otro ejemplo es cuando él se encuentra con los mercaderes toledanos (I 4). Es posible que en este episodio don Quijote haya querido probar la fuerza de su brazo, convencido de la verdad de lo que había leído en tantos libros, que los caballeros andantes estaban protegidos por la providencia divina cuando defendían una justa razón[12], de modo que un solo hombre podría vencer a un ejército de enemigos. No obstante, aunque el caballero confíe “en la razón que de mi parte tengo” (I 4), los toledanos se burlan de él y la Providencia lo ignora, puesto que no impide el tropiezo de Rocinante, ni siquiera la “tempestad de palos” que le deja molido.

¿Y él desiste de la locura de ser caballero? No, sino todo lo contrario. Es interesante observar de qué modo el autor explica al lector cómo opera la ingeniosa fantasía del personaje: “Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes” (I 4). En el almacén de libros que tiene en la memoria, don Quijote encuentra “su ordinario remedio” (I 5): recordar un caso semejante que le pasó a un conocido paladín. Este será su frecuente recurso para confirmar que es un verdadero caballero andante, juntamente con la excusa de que malignos encantadores le persiguen, provocando la “continua mudanza” de las cosas, a fin de quitarle la gloria (I 8).

Muy probablemente, las primeras páginas del Quijote deberían indicar al lector español de 1605 que tenía ante los ojos un libro de puro entretenimiento. Una obra como nunca se había visto antes, que retoza y reinventa los modelos conocidos para sorprender al receptor y delectarlo en los momentos de ocio, tal como sugiere el epíteto “desocupado lector”.

La evidente materia cómica, que salta a los ojos y desata la risa desde las primeras páginas del Quijote, es señalada por la crítica cervantina como rasgo definidor de la obra. Vargas Llosa afirma que “si es verdad que Cervantes escribió su novela para condenar la irrealidad del romance caballeresco”, como plantea el prólogo, en vez de acabar con el género “lo coronó con una extraordinaria novela”, puesto que “cuatrocientos años después, el mundo entero tiene a su libro como un formidable alegato a favor del sueño y la ilusión” (16-17). En conformidad con este parecer, Mercedes Alcalá Galán, en Escritura desatada, afirma que Cervantes presenta en el Quijote una apasionada defensa de la ficción (169).

Para comprender el ámbito político, cultural y literario que, posiblemente, motivó la defensa de la ficción en esa obra maestra de Cervantes, se presentan algunos datos acerca de la censura a la literatura de ficción.

 

2.2. Lectura y censura

La invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, produjo, entre otras cosas, el incremento del número de libros, de categorías de escritores y, consecuentemente, de lectores. Entre los géneros de escritura, la ficción ganó notable impulso, lo que despertó la preocupación de los doctores y predicadores de la Iglesia.

En los siglos XVI y XVII, en España como en toda Europa, saber leer era privilegio del clero y de la nobleza, justificado por su papel en la administración pública (Bennassar). La lectura, por tanto, formaba parte de la capacitación profesional de los individuos. Ese fue uno de los motivos por los cuales su enseñanza para las mujeres era bastante restringida.

Es importante considerar que el advenimiento de la imprenta creó nuevos ámbitos para la lectura. En el caso de la ficción, suscitó el desarrollo de la lectura silenciosa en privado, instaurando la crisis de las categorías literarias establecidas, como afirma Ife, en Lectura y ficción en el Siglo de Oro. Los textos religiosos, filosóficos y jurídicos estaban generalmente destinados a la lectura en voz alta (15) y colectiva, sea en el púlpito, en la universidad o en el tribunal. En esos espacios el libro era considerado una “fuente de conocimiento por excelencia” (16).

Las distintas clases de novela en boga en el siglo XVI en España, inclusive los libros de caballería estaban escritos en prosa, no en verso. Así lo advierte Ife, lo que era bastante novedoso, especialmente al considerar que hasta el siglo anterior la ficción era el dominio de la poesía, cuyo medio correspondiente era el verso (15). Vale recordar que obras épicas, tales como Ilíada, Odisea y Eneida, modelos clásicos del género novelesco, fueron compuestas en verso. También el teatro se expresaba en versos, aun en el siglo XVII, como se observa en las piezas de Lope de Vega y Calderón de la Barca[13].

Los predicadores de la Iglesia y otros intelectuales manifestaron en obras destinadas a la educación moral y política de la aristocracia su profunda preocupación por los daños que la ficción, especialmente los libros de caballería, podría causar. El temor más común era que inadvertidos lectores (u oyentes) pudieran tomar la ficción por verdad. ¿El Quijote sería un irónico testimonio de que este temor tenía fundamento?

Riquer afirma que contribuyó a acrecentar la confusión entre el relato de ficción y el relato de casos reales el hecho de que en los siglos XVI y XVII se editaban libros rigurosamente verídicos con los títulos Historia del emperador Carlos V y las Crónicas del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. No obstante, las denominaciones “historia” y “crónica” ―propias de la prosa documental― aparecían también en ficciones como la Historia del invencible caballero don Olivante de Laura y la Crónica del muy valiente y esforzado caballero Platir, entre tantos otros que, como esos, formaban parte de la biblioteca de don Quijote (I 6) (Riquer LXII). La engañosa equivalencia de los términos generó la frecuente acusación de que los libros de caballería eran mentirosos y fingidos. Este tema es discutido en muchos pasajes del Quijote, destacadamente en la conversación entre el cura y el ventero Palomeque (I 32) y en el diálogo entre el canónigo toledano y don Quijote (I 49). Riquer, comparando ambos coloquios, destaca que don Quijote, pese a ser hombre culto, se hace en su mente la misma confusión que el analfabeto ventero Palomeque (LXIII), puesto que cree que son verdaderas todas las batallas y aventuras de los protagonistas de los libros de caballerías, que se enfrentan con serpientes de fuego y matan gigantes con un solo golpe de espada. Ambos no perciben ninguna distinción entre los héroes de ficción y los históricos. Asimismo, indican como más valientes los fantásticos personajes, y más entretenidos sus libros.

Esta incapacidad para distinguir personajes y narraciones históricos de los ficticios es señalada en el hidalgo manchego aún en el primer capítulo: “Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes” (Cervantes 35-36).

Otra frecuente acusación en contra de los libros de caballerías y demás ficciones era que dañaban las costumbres, principalmente por causa de la materia amorosa, considerada un provocativo estímulo a la lasitud moral, al pecado y a la lujuria. Algunos predicadores de la moral cristiana comparan estos libros a un sermón del diablo, que “despierta las bajas pasiones y deshace los propósitos firmes” (Ife 28). El jesuita Gaspar Astete[14] acusa a sus autores de hombres que no temen a Dios, por eso, sus bocas están llenas de maldad, blasfemias y torpezas. Ruega al Señor que mande el fuego abrasador para consumir estos libros y borrarlos de la memoria de los hombres (apud Alcalá 47).

La súplica de Astete hace mención a la idea de que la lectura duplica el contenido del libro en la mente del lector. Fascina e inquieta a los intelectuales de los siglos XV y XVI la capacidad de trasladar a la memoria lo que fue leído, formando una especie de biblioteca interior. Sin rastros materiales, la lectura solo se desaloja por el olvido, afirma Alcalá (47). En el Quijote, el fuego abrasador en que culmina el escrutinio de la biblioteca (I 6) tiene la misma finalidad que la demanda de Astete: destruir la materialidad de los libros para borrar su equivalente registro de la memoria del ingenioso hidalgo.

Se puede notar que el diálogo entre la sobrina y el cura (I 5) repite las acusaciones y la lógica condenatoria de los censores en contra de los autores y los libros de caballerías, dejando evidente la parodia a estos discursos inflamados. Como si fueran inquisidores, los censores querían castigar con fuego a los libros condenados como si fueran herejes. Se comprende que Cervantes ironiza y torna cómico, en su obra de ficción, lo que era serio: la amonestación de los censores, hombres cultos, con notable autoridad[15]. La ineficacia del donoso escrutinio y del sacrificio de fuego para purgar y extinguir la biblioteca interior de don Quijote deja entrever la opinión de Cervantes sobre el polémico asunto.

Los autores de manuales para la educación femenina eran los más entusiastas divulgadores de la tesis de que la ficción da mal ejemplo. Francisco de Salazar advierte que los padres encierran bajo llave a sus hijas, pero les permiten leer la “sabrosa ponçoña” de los libros de caballerías, de donde aprenden “peores cosas, que quiçá en toda la vida, aunque tratara con los hombres pudiera saber”. Ese mal ejemplo hace que descuiden sus deberes y se pasen el tiempo “desseando ser otra Oriana como allí, e verse servida de otro Amadís” (apud Ife 30).

La larga lista de autores graves que atacaron los libros de caballerías permite una conclusión: eran muy leídos. Riquer calcula que entre 1530 y 1599 los libreros españoles publicaron 175 ediciones de libros de caballerías, con cerca de mil ejemplares cada una (XLII). Pese a la popularidad de esta clase de lectura, hubo varios intentos de prohibir la ficción en España y las colonias. En 1531 un real decreto vedaba la exportación a las Indias de “romances, de historias vanas o de profanidad como son el Amadís y otros de esta calidad”. En 1543 se prohíbe la impresión de este género en las colonias y en 1555 se extienden esas prohibiciones a la península. En 1625 el veto incluye las obras teatrales. Por supuesto, esas disposiciones eran a menudo burladas por los libreros (Ife 20-21).

En el Quijote, la hija del ventero Palomeque y Maritornes (I 32) participan de un debate acerca de los libros de caballerías y, en sus declaraciones, representan ficcionalmente el gusto que la materia amorosa de los libros de caballerías producía en las jóvenes lectoras y oyentes, de todas las clases sociales. Si al ventero Palomeque le gusta oír la narración de “aquellos foribundos y terribles golpes que los caballeros pegan”, a Maritornes le gusta más cuando cuentan que está una “señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles” (Cervantes 340). Ya la hija del ventero prefiere oír “las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras” (I 32)[16]. Se puede suponer que esas jóvenes son figuraciones de las potenciales ensoñaciones tan temidas por los predicadores. Cervantes, por lo tanto, plasma en la ficción de sus personajes el temor de los censores, burlándose de lo que era dicho en serio.

Si se mira bien, la declaración de Maritornes echa luces sobre la acusación de que la literatura de ficción incita a pecar. Para Ife está claro que “el tema de discusión no es tanto el mal que contiene la obra como el efecto nefasto de ésta sobre su público. La acusación platónica es que el mal ejemplo dado por la literatura no consiste en que se lee sobre el mal, sino que el mal se experimenta realmente durante la lectura” (27).

Ife recuerda que Platón defiende el destierro de los poetas de su República debido a la turbación que la gran poesía causa en el ánimo. Sin embargo, la mayoría de los preceptores del arte poético de los siglos XVI y XVII estaban inclinados hacia la doctrina aristotélica, que concibe la turbación del alma como un poderoso instrumento para limpiar y fortalecer el alma de los ciudadanos (Aristóteles Poética V-VI), sea por la risa, en las obras cómicas, o por la compasión y el terror, provocados por las obras trágicas y épicas. Para Aristóteles, por lo tanto, el arte tiene una función benéfica para la República.

Aristóteles afirma que la fábula[17] más bella es aquella que provoca mayor admiración en el público (Poética IX). En sintonía con este pensamiento, los tratados de arte poético utilizan términos como encantar, maravillar, embelesar y suspender para definir el efecto que el arte debe causar en el ánimo del público[18]. No obstante, los preceptores de los siglos XVI y XVII hacen hincapié en que la verosimilitud[19] es condición imprescindible para la admiración[20]. Se entiende que la ficción admirable y verosímil debe acomodarse a las leyes naturales y mantenerse coherente con la lógica que rige la vida en el contexto en que la acción se desarrolla.

En el Quijote, Cervantes registra, en boca de sus personajes, diferentes opiniones corrientes sobre este tema. En el singular diálogo entre el canónigo de Toledo y don Quijote (I 47), el religioso da su voto por la verosimilitud:

 

¿Qué hermosura puede haber (…) en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique? y que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón (…) habemos de entender que el tal caballero alcanzó la victoria por solo el valor de su brazo? (…) ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las describió Tolomeo ni las vio Marco Polo? (…) Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe. (Cervantes 502-503)

 

Para el canónigo, la ficción es mejor cuanto más parece verdadera, tanto más agrada cuanto más tiene de lo posible. Por eso, censura las capacidades sobrehumanas de que están dotados los protagonistas de los libros de caballerías, así como la falta de coherencia espacial y temporal de las aventuras fantásticas. El canónigo defiende que el deleite estético no puede prescindir de la racionalidad. Esa opinión representa, en gran medida, la de muchos hombres de letras de los siglos XVI y XVII acerca de la narrativa de ficción, en Europa y España. Sin embargo, el hidalgo manchego va por otra senda. Para él, leer es creer, es ―a despecho de la razón― dejarse arrebatar por la ficción, como se desprende de su respuesta al canónigo (I 50):

 

Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto, sino léalos y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: ‘Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo de estas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo de esta negrura yacen’? ¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos (…)? (Cervantes 521).

 

Enseguida, don Quijote describe el ameno paisaje que el Caballero del Lago vislumbra, la majestuosa recepción en el castillo y su encuentro con una hermosísima doncella que le cuenta “qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia” (Cervantes 523).

Para abreviar su argumentación, don Quijote asevera:

 

No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy atrevido, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés. (Cervantes 523)

 

Para este aficionado lector, el gusto y la admiración advienen del puro placer estético. Para él, decididamente, la verosimilitud no es condición imprescindible para la suspensión de los sentidos, tampoco para el provecho ético, ya que el placer que recibe de la lectura fantástica le apacigua la melancolía, así como los ejemplos de valentía y cortesía le mejoran el carácter.

Como se nota, Cervantes, en la ficción del Quijote, promueve un diálogo dialéctico entre personajes que representan opiniones diferentes acerca de los efectos y del valor de la lectura de los libros de caballerías. A cada uno le da la oportunidad de expresar sus razones, de forma paródica o seria, para que el lector haga su razonamiento.

 

2.3. Victoria del deleite

Mercedes Alcalá Galán observa que el pasaje del Caballero del Lago ha suscitado diferentes interpretaciones de la crítica. Con frecuencia, es visto como contrapunto paródico a las teorías del canónigo. No obstante, Alcalá considera que este pasaje es un ars legendi, o sea, un breve tratado sobre cómo se debe leer la ficción. Para Alcalá, la historia inventada por don Quijote ilustra perfectamente el placer y la emoción que el lector puede fruir al dejarse implicar con lo que está leyendo. No se trata de creer en lo que se lee, sino mientras se lee. La palabra escrita instiga la imaginación, y esa lo hace ver, tocar, vivir emociones, puede hacer que las cosas ausentes sean evocadas con una intensidad casi superior a la de la realidad de esas mismas cosas (164-165).

Alcalá juzga que es don Quijote, con la narración del pasaje del Caballero del Lago, quien vence el debate sobre teoría literaria que se desarrolla entre los capítulos 47 y 50 (153). Destaca que la argumentación del hidalgo es una contundente defensa del deleite cuidadosamente eslabonada a una justificación ética: el contento que se recibe al leer mejora la condición del hombre, si acaso la tiene mala (165). Así, aunque relegue la verosimilitud, don Quijote salvaguarda el provecho moral de la lectura, ítem que los censores de la narrativa de ficción tenían en alta cuenta.

Según entiende Alcalá Galán, el Quijote es una espléndida respuesta de Cervantes a la condenación de los libros de entretenimiento. A través de la ingeniosa parodia, Cervantes concibe una reivindicación del valor de la ficción desde la ficción. Él no se deja atrapar por el discurso contrario a la fabulación y, emblemáticamente, subvierte el debate representándolo como parte integrante de una obra ficcional.

Por fin, parece cierto decir que, en el Quijote, Cervantes concede privilegio a la ficción, insertando varios géneros de novela, lírica y teatro, géneros narrativos y del discurso que enriquecen el largo cauce de la trama caballeresca con historias intercaladas y episódicas aventuras. Sin embargo, personajes, hechos y conflictos históricos muchas veces se asoman a la ficción y a los animados debates, incrementando la verosimilitud. Además, el intenso realismo, sea de los molinos de viento (I 8), de los caracteres humanos (I 22) o de los combates entre cristianos y moros (II 63-64), constantemente veda el paso a los devaneos caballerescos del ingenioso don Quijote.

En conclusión, la fundamentación teórica y crítica consultadas, juntamente con las consideraciones hechas en este artículo, ilustran cómo el Quijote constituye un novedoso experimento novelístico que abarca los más diversos y estimados recursos del arte poético de su tiempo. La fina ironía cervantina, que rezuma de las páginas del libro, provee deleite estético que armoniosamente se enlaza a la aguda lección ética, como se percibe al examinar la parodia a los libros de caballerías y a sus censores. Este estudio pone en evidencia que la parodia se suma a la fabulación para enaltecerla. Bajo esta perspectiva de análisis, se puede vislumbrar cómo todo el Quijote es un elogio a la ficción, es una invitación a creer mientras se lee, a deleitarse con el placer estético y a sacar provecho de la exquisita razón de cada una de sus páginas.

 

Bibliografía

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Williamson, Edwin. El Quijote y los libros de caballerías. Madrid: Taurus. 1991.

 

 

 

Recibido: 27/02/2022

Aceptado: 12/09/2022

 

 



[1] Como criterio para distinguir el título de la obra del nombre de su protagonista, se va a utilizar la grafía Quijote, con letra cursiva, para el título, y don Quijote para aludir al personaje.

[2] Este artículo revisita dos capítulos de un libro didáctico escrito en coautoría con la Prof.ª Dr.ª Alai Garcia Diniz, Literatura Hispánica IV: Don Quijote (Florianópolis: Ed. UFSC, 2011), a fin de actualizarlos y poner de relieve cómo se organiza y manifiesta la parodia en el Quijote, tema no contemplado en el libro.

[3] Como es la costumbre en los estudios cervantinos, se va a indicar con numerales romanos las partes del Quijote, la Parte I correspondiendo a la primera, de 1605, la Parte II, la segunda, de 1615. Los numerales arábigos indican el capítulo aludido.

[4] Edwin Williamson registra que el romance artúrico más antiguo que se tiene acceso es Erec et Enide, de Chrétien de Troyes, escrito alrededor de 1170 (27).

[5] Los “ciclos” o “series” daban continuidad a obras de gran gusto popular, muchas veces por manos de otros escritores, que no el autor de la primera edición.

[6] Riquer afirma, acerca del Amadís de Gaula, que “la actitud de sus personajes vino a constituir un modelo de cortesía para toda Europa” (25), lo que posiblemente resultó de la elevada estimación de la obra y de los valores caballerescos plasmados en el carácter y acciones de sus personajes.

[7] Guilherme Marechal (William Marshal c.1174-1219) fue considerado uno de los mejores caballeros del mundo. Es posible leer su biografía en un agradable texto de Georges Duby (Guilherme Marechal, ou o melhor cavaleiro do mundo, 1987). Los restos mortales de este caballero están en el Temple Church en Londres, juntamente con los de otros caballeros templarios.

[8] Por ejemplo, Riquer (XLI, XLIV, LIII) y Williamson (20), entre otros.

[9] Es importante advertir que la parodia en el Quijote no se limita a los temas destacados en este artículo, sino que se extiende a muchos otros, como ya fue señalado por la crítica cervantina. Un ejemplo es “Humanismo, erudición y parodia en Cervantes: del Quijote al Persiles” (1996), en que José Montero Reguera analiza la burla de Cervantes a la ciencia libresca y ostentosa.

[10] A ese respecto, Pascual, en “Los registros lingüísticos del Quijote” afirma que “el autor de la obra, innovador en tantas cosas, lo ha sido también en lograr la verosimilitud en la manera de hablar de los personajes” (1130). Pascual considera que la urdimbre de los registros lingüísticos, combinados entre sí, “producen una gran sensación de veracidad” (1130).

[11] En este artículo todas las citas al Quijote son de la edición de Riquer (1990). A fin de no sobrecargar el texto con las referencias, se optó por no indicarlas en las citas breves.

[12] Williamson explica que, en los libros de caballerías, bajo la forma de un duelo o una aventura, “el combate establece la verdad de una forma objetiva, porque se considera que el resultado refleja la voluntad de Dios” (37).

[13] Se puede acceder a sus obras en el sitio www.cervantesvirtual.es

[14] Ife y Alcalá aluden al Tratado del gobierno de la familia y estado de las viudas y doncellas (1554), de Gaspar Astete, un tratado de educación.

[15] Véase un ejemplo. Gaspar Astete (Salamanca, 1537 - Burgos, 1601), teólogo y catequista, fue profesor en los colegios de la Compañía de Jesús. Enseñó Moral en el colegio de Salamanca, gobernó como rector los colegios de Villímar y Burgos. Entre sus obras, se destaca Catecismo o Doctrina cristiana, conocida como “el Astete”, constantemente reeditada hasta el siglo XX, llegando a mil ediciones (Burrieza Sánchez). Se puede decir, por lo tanto, que este religioso poseía notorios saberes y era una autoridad en moral cristiana.

[16] En ese capítulo (I 32) se representa, ficcionalmente, cómo los libros de caballerías se divulgaban entre las clases populares, mayoritariamente analfabeta: el que sabía leía en voz alta para los demás, en las horas de descanso y entretenimiento. Así fue como Palomeque, su hija y Maritornes se aficionaron a las novelas de caballerías. Posiblemente fue de esa manera que el dueño de la primera venta a la que acude don Quijote (I 2-3) se tornó versado en los usos y costumbres del mundo caballeresco.

[17] Fábula en la Poética de Aristóteles designa la imitación de acciones, o actos, con inicio, medio y fin (VII Poética 52).

[18] Entre los más célebres están Philosophía Antigua Poética (1596), de López Pinciano, y Agudeza y arte de ingenio (1642-1648), tratado en que Baltasar Gracián reúne las prácticas más celebradas de autores y obras de su tiempo.

[19] Del latín veri (verdad) y similis (semejante), el término verosimilitud designa lo que es semejante a la verdad. Aristóteles, al distinguir la historia de la poesía, asevera que no es oficio del poeta narrar lo que ocurrió, sino representar “lo que podría suceder” (IX Poética 56).

[20] La Historia de la teoría literaria (1998) explica que “cualquier rasgo inherente a lo literario podría provocar esta sensación: el carácter noble con que se justificaba la poesía; la armonía, erudición y belleza que presidían el tema y el estilo de la obra, así como su finalidad placentera y didáctica podían ser motivo de admiración” (Bobes et al. 350). La admiración es un efecto de la obra poética, eso es, una reacción del público, lo que impulsaba a los autores a buscar “su atención mediante temas o tratamiento de temas que produjeran un cierto impacto o les facilitara la lección moral que pretendían transmitir” (Bobes et al. 351).