Revista de Economía y Estadística | Vol.LXI | N°1 | 2023 | pp. 71-93 |
ISSN 0034-8066 | e-ISSN 2451-7321
Instituto de Economía y Finanzas | Facultad de Ciencias Económicas | Universidad
Nacional de Córdoba
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La economía de la atención: de la reconfiguración de las relaciones de poder al control social
The economy of attention: from the reconfiguration of power relations to social control
Matías Boglione
Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba (Córdoba, Argentina)
Resumen
El superávit informativo generado por la explosión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación al que está expuesta la sociedad, ha derivado en una escasez atencional sin precedentes. Los oligopolios tecnológicos compiten entre sí con la intención de captar la atención social y mantener a los usuarios el mayor tiempo posible mirando sus contenidos. En este contexto, el uso de algoritmos y otras herramientas que diseñan gratificaciones instantáneas personalizadas, parece estar direccionando la voluntad de las personas e interviniendo en la toma de decisiones. Por ello, el propósito de este artículo es llevar a cabo una revisión bibliográfica y algunas reflexiones sobre las consecuencias y los desafíos que la economía de la atención plantea para la democracia y las identidades colectivas, principalmente en lo referido al control social.
Palabras clave: Economía de la atención, Redes sociales, Control social.
Códigos JEL: D83, D90.
Abstract
The information surplus generated by the explosion of new information and communication technologies to which society is exposed has led to an unprecedented attention shortage. Technological oligopolies compete with each other with the intention of capturing social attention and keeping users looking at their content for as long as possible. In this context, the use of algorithms and other tools that design personalized instant gratification seems to be directing people's will and intervening in decision-making. Therefore, the purpose of this article is to carry out a bibliographic review and some reflections on the consequences and challenges that the attention economy poses for democracy and collective identities, mainly in relation to social control.
Keywords: Economy of attention, Social
networks, Social control.
JEL codes: D83, D90.
Fecha de recepción: 21/9/2023 Fecha de aceptación: 16/11/2023
El acceso a la información y el papel de los monopolios mediáticos son tópicos fundamentales para la teoría democrática y el ejercicio de la ciudadanía política, con lo cual, vienen siendo objeto de estudio desde hace varias décadas, ya que luego del período de privatizaciones, los medios de comunicación acabaron por convertirse en uno de los actores más relevantes dentro de los procesos políticos globales, con intereses y motivaciones propias. A partir de esta marea privatizadora global, la aplicación de políticas neoliberales entre los 70 y 90, permitió la creación de enormes consorcios comunicacionales de alcance planetario. Entre algunos de los más importantes en ese período se encuentran News Corporation, compañía propietaria de medios como Fox News, The Wall Street Journal y The Sun y que fue fundada en 1979 por Rupert Murdoch; Time Warner, que se formó en 1989 gracias a la fusión de Time Inc. y Warner Communications, propietaria de CNN, HBO, Warner Bros, Time Magazine, entre otras y The Walt Disney Company, formada en 1995 a partir de la fusión de Capital Cities/ABC y Walt Disney Productions, hor propietaria de ABC, ESPN, Disney Channel y Walt Disney Pictures (McChesney, 2008).
Las políticas neoliberales tuvieron un impacto significativo para el sector de los medios de comunicación, ya que la desregulación del sector y la privatización de empresas públicas de radiodifusión favoreció la concentración de la propiedad en pocas corporaciones, lo que ha reducido la diversidad de voces. Todo esto intensificó la mercantilización de la información y la competencia por la audiencia, llevando a un aumento del sensacionalismo, la polarización y una pérdida de la calidad informativa; cuestiones que plantean grandes desafíos para los estados y la calidad democrática en general (McChesney, 2008; Castells, 2009). Los grandes medios de comunicación ganaban cada vez mayor autonomía y, con ello, incrementaron su poder de intervención en los asuntos públicos como nunca antes. Este panorama, en lugar de colocar a los medios masivos como agentes complementarios de las instituciones políticas, terminan sustituyéndolas, especialmente en las funciones informativas que sirven de nexo con la ciudadanía, al seguir agendas e intereses alejados del escrutinio público (Villafranco Robles, 2005).
De hecho el propio Downs (1957), décadas antes, ya advertía que la información que los medios transmitían en las sociedades era siempre parcial. Así, desde su teoría económica de la democracia, concluía que la información con la que los electores contaban para definir sus votos era siempre limitada, lo que socavaría los supuestos básicos de la teoría democrática; ya que si los votantes toman decisiones racionales en función de información sesgada y muchas veces falsa, no siempre serán capaces de elegir al candidato que mejor refleja sus preferencias.
Robert Dahl (1992) también identificará estos cambios como un problema para la democracia, ya que la brecha entre el conocimiento de las élites políticas y el de los ciudadanos se iría acrecentando. Sin embargo, con el propósito de sortear estas dificultades, propone la necesaria existencia de una mejor comprensión ilustrada, mayor control de la agenda, consenso informado, transparencia y un incremento en el acceso a fuentes alternativas de información (Villafranco Robles, 2005).
Desde la invención de internet, toda la actividad social
se fue apropiando de la red como un soporte
tecnológico más para la interacción social, a punto tal
que se estaba convirtiendo en una extensión de la vida tal como era en
todas sus dimensiones, aunque la construcción de identidades online, en los primeros
años del siglo XXI, constituían una porción reducida
de la sociabilidad que tenía
internet como soporte en aquellos años, algo que irá cambiando con relativa
rapidez a partir del auge de los teléfonos inteligentes y las redes sociales (Castells, 2001).
Es claro que en la era de las comunicaciones, el rol de las industrias culturales en la producción de una cultura de masas se ha vuelto central (Adorno y Horkheimer, 2002; Hall, 1984; Storey & Mata, 2018). La tecnología, ahora convertida en mediación cultural, se ha vuelto transversal a la vida de las personas, configurando verdaderos “ecosistemas
comunicativos”[1] de la sociedad que suponen una nueva socialidad conectada, una nueva forma de estar con los otros. No sólo se ha modificado el sistema de medios, sino que también se ha transformado lo que conocemos como esfera pública; lo que exige profundizar en las conceptualizaciones y análisis de lo que hoy significa la mediación social. Todas estas transformaciones de los vínculos sociales nos vienen anticipando la emergencia de una nueva ciudadanía (Sierra Caballero & Sola-Morales, 2020).
Es decir, las nuevas tecnologías están funcionando como medios a través de los cuales las personas socializan, reproducen pautas y modelos de comportamiento, operando en ellos complejas reglas de funciones cognitivas de los discursos (Martín-Barbero, 2009; Van Dijck, 2016; Chaves-Montero, 2017). Allí confluyen la comunicación interpersonal (las del entorno inmediato de las personas) y la comunicación de masas (que parte de sistemas de difusión centralizados): ambas formas comunicativas en un mismo marco cognitivo potenciando una evolución en la consideración de las audiencias, que ahora hacen parte del medio digital de una manera mucho más activa (López García, 2005).
El espacio virtual se ha convertido en un lugar clave para la construcción de identidades colectivas, un nuevo territorio para la resistencia social y política (Lago Martínez, 2008). Algo que muchas instituciones, movimientos sociales y actores diversos han comprendido hace algunos años: minorías y comunidades marginadas introducen “ruido” en las redes con la intención de generar distorsiones en el discurso de lo global, a través del cual se van abriendo paso sectores invisibilizados de la sociedad (Han, 2014; Martín-Barbero, 2001).
En este punto conviene señalar algo que puede resultar obvio, y es que las tecnologías no son neutras, ya que se han vuelto verdaderos enclaves de condensación de disputas, intereses políticos y económicos, cooperación y un sinfín de interacciones y mediaciones sociales. Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación hoy se han vuelto parte de las condiciones de entrelazamiento entre lo político y lo social y, por extensión, de los nuevos contextos de donde surgirán, también, nuevas formas de ejercer la ciudadanía y nuevos patrones colectivos de disenso, de desafección y cuestionamiento (Martín-Barbero, 2001; Appadurai, 2000).
Destacamos la ausencia de neutralidad, ya que, como se buscará argumentar en este trabajo, el modelo de negocios de las plataformas digitales no tiene nada que ver con la información ni con la comunicación. La productividad se halla en la continua captura y comercialización de la atención humana, en este caso de los usuarios que pasan tiempo en sus aplicaciones. De hecho, esta captura de atención humana es algo que los medios de comunicación tradicionales vienen practicando hace al menos un siglo. La diferencia ahora está dada por las asombrosas capacidades técnicas que sirven para manipular y dirigir la atención y, como veremos, también la voluntad de los usuarios. Este novedoso contexto, en el cual complejos algoritmos recopilan y analizan datos en busca de patrones que les permitan predecir nuestras preferencias y comportamientos con la mayor exactitud posible y con el único objetivo de mantenernos pegados a las pantallas se denomina “economía de la atención”.
En ese sentido, ¿es posible automatizar el sentido común? Por lo pronto, urge revisar los peligros que la concentración mediática representa para la democracia, la diversidad informativa y los lazos sociales. Más allá de los propósitos comerciales que puedan perseguir con sus “tecnologías de la mente”, es claro que las consecuencias y efectos sobre la sociedad van mucho más allá de lo que podemos imaginar en la actualidad.
Con lo dicho hasta aquí, decimos que el objetivo de este artículo se orienta al análisis de la economía de la atención entendida como un fenómeno social en el que se revelan disputas de poder por el control de la atención social. Para ello, se realizará una revisión bibliográfica para, posteriormente, abonar algunas reflexiones sobre las consecuencias y los desafíos que la economía de la atención plantea para la democracia y las identidades colectivas en la actualidad y que, a partir de allí, nos permitan tensionar los debates vigentes de esta categoría en construcción permanente. Finalmente, cabe destacar que este trabajo académico hace parte de una investigación en curso más extensa que incluye una descripción de los nuevos ecosistemas de medios, reflexiones en torno al ejercicio de ciudadanía digital y un análisis empírico de diversas experiencias de activismo mediático.
Para cualquier persona, hacer algo que “valga la pena” es necesario dedicarle su atención. Hacer “cosas que importan” requieren de nues tra máxima atención, lo que es extensivo también para el cuerpo social. Identificar problemas en nuestras comunidades, elaborar políticas públicas, prevenir desastres naturales, planificar nuestras ciudades, etc. son acciones que demandan cantidades significativas de atención social. Sin embargo, vivimos en una época en la que se está librando una descomunal guerra por captar nuestra atención. Grandes corporaciones tecnológicas como Google (propietaria de YouTube), Meta (propietaria de WhatsApp, Instagram y Facebook), TikTok o Netflix se disputan entre sí la captación de la atención social, en medio de una feroz competencia por persuadirnos y determinar nuestros actos e ideas (Williams, 2021).
Para dar cuenta de forma precisa de los problemas que trae consigo la economía de la atención, debemos comenzar por el breve pero importante cuestionamiento que James Williams (2021) hace de los conceptos que parecen sintetizar todos los temas que se relacionan con las tecnologías digitales y los estudios que abordan sus impactos sociales, tales como “era de la información” o “sociedad de la información”. Hacemos especial hincapié en la palabra “información”, no sólo porque parece lógico llamar así a una época en la que si hay algo que abunda es la información, sino también por las implicancias sociales, culturales y políticas que el actual frenesí informativo genera.
Herbert Simon (1970) anticipó algunas
de las consecuencias del superávit
informativo, al decir que la riqueza informativa deriva en una escasez
de aquello que la información consume para ser procesada: la atención de su receptor;
lo que lo obliga a repartir de forma más eficiente una atención finita entre la infinitud
informativa (y distractiva) que lo
rodea y que está disponible
para ser consumida. Esta abrumadora, constante e instantánea disponibilidad de
estímulos se ha vuelto habitual en nuestras vidas cotidianas y, con ello, la pérdida de control que genera en los
procesos de atención. Esto es así debido a que la velocidad y cantidad
de información es tan
excesiva que somos incapaces de procesarlas adecuadamente, debido, lógicamente, a las limitaciones inherentes de la mente (Williams, 2021).
La cuestión de la pérdida del control o del “foco” donde ponemos atención es especialmente relevante para el propósito de este trabajo porque es allí mismo donde parecen emerger los problemas -individuales y colectivos- que surgen del superávit de información y la escasa atención disponible. Las tecnologías de la mente se están convirtiendo en los prismas a través de los cuales la sociedad interpreta y experimenta el mundo y, con ello, un ecosistema de medios que tiene un significativo impacto en la construcción de subjetividades individuales e identidades colectivas: por ejemplo, nueve de cada diez personas manifiestan que no saldrían de sus casas sin su smartphone (Deutsche Telekom AG, 2012) y casi la mitad de los usuarios encuestados manifiesta que no podrían vivir sin él (Smith, 2015), lo que revela que un tercio de nuestras vidas conscientes lo pasamos pegados a la pantalla del móvil, a tal punto que se convierte en lo primero que hacemos al despertar y lo último que revisamos antes de dormir (Perlow, 2016).
Esto es de capital importancia, puesto que corporaciones y plataformas como Google, Amazon, Microsoft y Meta no son sólo aplicaciones, sino también espacios en los que se tejen redes de relación e interacción. Según We Are Social (2021), una de las agencias de medición de audiencias en redes sociales más grande del mundo, estas corporaciones acaparan más del 80% de la atención digital, es decir, más de 4000 millones de usuarios; y este número no para de incrementarse. Estos entornos se vuelven relevantes teóricamente porque se han convertido en los lugares de reproducción social, de transformación y de disputas por excelencia. Este cuadro de cosas justifica el creciente interés por profundizar los estudios de la economía de la atención y las redes sociales que vienen generando grandes transformaciones en el ejercicio ciudadano. Desde el auge globalizador, la comunicación y la cultura se han convertido en el campo primordial de batalla política, lo que para Appadurai (2000) exige un constante esfuerzo por construir una globalización desde abajo, articulando los procesos que intervienen en el desarrollo de los conflictos; algo que ya se está produciendo a través de una imaginación colectiva de lo que él llama "formas sociales emergentes", que abordan cuestiones de la más variable índole: desde lo ecológico a lo laboral, pasando por ciudadanías culturales y ejercicios civiles, disidencias sexuales, étnicas, y, por supuesto, las problemáticas que se derivan de la economía de la atención (Martín-Barbero, 2009).
Estos ecosistemas comunicativos de la sociedad, de los cuales se extrae la atención como principal materia prima, son relevantes teóricamente porque constituyen los marcos referenciales a partir de los cuales se construyen los conocimientos y se comparte información, donde se debaten públicamente los temas más importantes de la sociedad y donde, en definitiva, se dan disputas de poder. Todo ese ecosistema comunicativo se constituye en un lugar donde se desarrollan procesos de socialización, se construyen y difunden conocimientos, se organiza la acción colectiva y donde también se configuran marcos referenciales a través de los cuales los sujetos le dan forma a sus intereses o, como mínimo, los explicitan, los ponen en consideración y pugnan por su concreción y legitimidad.
A raíz de estas nuevas espacialidades Guattari y Rolnik (2006) se refieren a una doble consecuencia, fruto del empuje del capitalismo globalizador: un impulso a la desterritorialización que se relaciona con la destrucción de identidades colectivas, sistemas de valores tradicionales y espacios sociales; y otro impulso hacia la reterritorialización (Haesbaert, 2019) que recompone por medios artificiales nuevas estructuras de poder, modelos de sumisión y dominación.
No son pocas las voces que vienen alertando sobre las indeseables consecuencias del auge del “capitalismo cognitivo”, principalmente en lo que se refiere al creciente interés de grupos corporativos, empresariales y estatales que tienen un impacto directo en la regresión en el acceso a información veraz, el uso de algoritmos para perfeccionar publicidad, uso de información para incremento de la rentabilidad, espionaje masivo, entre otros (Lanier, 2011; Han, 2014). Pero es precisamente por la expansión capitalista, que genera una constante inestabilidad y amenaza a las identidades sociales, que se vuelve urgente alimentar nuevas formas de imaginarios colectivos que re-constituyan esas identidades (Gramsci, 2004).
Precisamente por ello es importante aclarar que hablamos de un espacio social[2] que no está ante nosotros o a nuestro alrededor, sino que estamos situados en él, en una serie de envolturas que se implican de forma recípro ca y que explican las prácticas sociales, además de volver irrelevantes los planteamientos sobre las diferencias entre mundo online/offline [3](Lefebvre, 2013). Nuevas formas de experimentar lo “local” aúnan los mundos digitales y materiales, que convergen para crear nuevas formas de ser y saber, constituyen la naturaleza de los entornos inmediatos en que vivimos y borra las fronteras entre localidades online/offline, constituyéndose en robustas ubicaciones para la cultura (Boellstorff, 2020
Los espacios no son solamente lugares donde transcurren las experiencias de la vida social; también hay instancias de producción y de recreación en la que los agentes transforman el devenir del espacio según las necesidades para la reproducción de los ámbitos de la vida. Es decir, no se reproducen solamente relaciones sociales, sino también afectivas, económicas, religiosas, relaciones relativas a la identidad y pertenencia de género, edad, intereses y valores de los usuarios (Lefebvre, 2013).
Visto de esta manera, la economía de la atención se ha convertido en un centro de operaciones en el que continuamente surgen instancias de recreación en la que los agentes puedan transformar el devenir del espacio según las necesidades para la reproducción de los ámbitos de la vida. Concebir estos lugares, que son al mismo tiempo mentales y reales, y que se desarrollan entre lo imaginado y lo impuesto, entre lo normalizado y lo fronterizo, puede ayudarnos a pensarlos como terrenos en constante cambio, movedizos y conflictivos, y que son resultado de interacciones dialécticas entre actores diversos; muchos de los cuales buscan imaginarse a sí mismos como arquitectos de otros futuros posibles (Roldán, 2011; Lago Martínez, 2015).
La organización del intercambio social está ligada a principios económicos neoliberales que ejercen una constante presión por expandirse a través de la lógica de la competencia. Por eso el principio de popularidad y participación están arraigados en una ideología que valora la jerarquía, la competencia y el lugar del ganador; por lo que se puede afirmar que hay consecuencias que exceden a la arquitectura digital porque transforman las interacciones y conexiones humanas. Todo esto estaría integrado en la nueva cultura de la conectividad, que evolucionó como parte de una transformación histórica mayor caracterizada por cambios en los límites entre dominios públicos, privados y corporativos. El resultado es que, por un lado, se potencia y se facilitan actividades sociales y, por el otro, se tecnifica la sociedad. De ese modo, la socialidad se convierte en un fenómeno medible, gestionable y manipulable (Van Dijck, 2016).
En consonancia con esto podemos decir que las nuestras, más que sociedades de disciplinarización, son de normalización[4]; ya que nos estamos refiriendo a procesos que regulan la vida de los individuos y las poblaciones. Un poder que se asienta cada vez con mayor fuerza sobre el dominio de la norma más que sobre el de la ley que no se limita a reprimir individualidades o "naturalezas ya dadas", sino que busca darles forma, constituirlas y configurarlas en torno a las finalidades específicas de ese poder constituyente (Castro, 2018). Por eso, entender el espacio simbólico y de la comunicación de masas como el campo de batalla por excelencia, en donde se dan frentes de lucha culturales como “zonas fronterizas” donde estructuras simbólicas y prácticas sociales son compartidas por agentes diversos, del mismo modo que lo entienden diversos grupos subalternos[5] que se plantan frente a la hegemonía neoliberal y sus indeseables consecuencias, será fundamental para delinear posibles caminos de acción que nos saquen del estado de distracción y somnolencia programada en la que vivimos actualmente (Hernández Conde, 2020).
Una de las principales consecuencias del fortalecimiento de la hegemonía neoliberal, ha sido el establecimiento del “mapa policial de lo posible”: el orden naturalizado de lo posible, que instaura las coordenadas objetivas y simbólicas, los márgenes y límites en el que piensan y actúan los sujetos; cuyo mantenimiento se logra gracias al principio foucaultiano de que el poder fortalece y naturaliza el orden de dominación y contiene los límites de lo posible. Aquí entra la importancia de la política para interrumpir ese orden, suspendiendo el proceso de subjetivación (Rancière, 1996; Reguillo, 2017).
Ahora bien, cuando los sujetos se apropian y encarnan estos “límites de lo posible”, que además se traduce en imaginarios colectivos, funcionan como “anclajes de sentido”. A partir de estos procesos, toda interpretación o acción estará anclada a configuraciones culturales preexistentes. En este punto inicia el principal desafío y la tarea que deberemos llevar a cabo para garantizar una democratización de la atención social vinculada a la generación de alteraciones, distorsiones y desanclajes de sentido que contribuyan al distanciamiento de lo que se asume como normal, dado o natural, disponiendo a las personas hacia otro estado mental y afectivo; posible gracias a la intensidad comunicativa de la sociedad red y la copresencia que desborda los límites de internet. Es decir, problematizar los procesos de subjetivación más allá de las visiones que ponen el foco en meros individuos narcisistas (Reguillo, 2017; Sierra Caballero & Sola-Morales, 2020).
La particularidad de los medios digitales[6], es que en ellos comienzan a confluir la comunicación interpersonal (las del entorno inmediato de las personas) y la comunicación de masas (que parten de sistemas de difusión centralizados); por lo que ambas formas comunicativas en un mismo marco cognitivo potencian una evolución en la consideración de las audiencias que ahora hacen parte del medio digital (López García, 2005).
Con lo cual, en gran medida, la cotidianeidad de la interacción en el espacio público está altamente mediatizada; y, junto con la tecnología, que funciona como soporte de este ecosistema de medios, se han configurado como uno de los escenarios de dominación neoliberal más importantes. Una dominación que se sostiene en una continua construcción de sentidos que, en última instancia, reproducen, naturalizan y aseguran las relaciones de poder imperantes. De esta manera, podemos decir que, en la intersección entre cultura, comunicación y sociedad se ha instalado la disputa por la hegemonía entre diversos modos de vida, de ser y de estar en el mundo (Betancourt, 2011).
Hasta aquí, conviene separar en dos tendencias diferentes los efectos de estos nuevos paradigmas comunicativos que las tecnologías posibilitan. Por un lado, potencian y facilitan actividades sociales: las plataformas no son sólo artefactos, sino complejos entramados de relaciones en constante interacción. Dentro de este ecosistema, los actores le otorgan sentidos diversos a las plataformas. Por otro lado, los efectos que contribuyen a la tecnificación de la socialidad: las técnicas de recolección y análisis de la información vuelve a las actividades sociales fenómenos medibles, manipulables y gestionables que podrían contribuir a dirigir la socialidad[7] (Van Dijck, 2012).
Toda esta reconfiguración de las relaciones de poder representa múltiples y complejos peligros para la sociedad y la democracia y, algunos, especialmente desconocidos, ya que no abundan los estudios referidos a las consecuencias e implicancias de la economía de la atención. Este contexto de feroz competencia parece estar anticipándonos que la lucha política por excelencia de nuestro tiempo será por la liberación de la atención humana, porque de su éxito dependerá cualquier otra lucha que se pueda imaginar. Entre los primeros obstáculos con los que nos estamos topando, a corto plazo están aquellos que merman nuestra capacidad de hacer lo que queremos hacer, principalmente en la vida cotidiana. A largo plazo puede terminar impidiendo un ejercicio libre de nuestras acciones y decisiones, lo que pon- dría en serio riesgo nuestras capacidades reflexivas y de autocontrol. En este sentido, podemos decir que no está en peligro sólo nuestra voluntad individual, sino también la integridad misma del orden colectivo vigente (Williams, 2021).
Prácticamente ya no hay esfera de la vida social que escape a sus influencias (en nuestro caso el ecosistema de medios), ya que nunca nada queda vacío en ese devenir histórico que implica continuos reacomodamientos de las relaciones de poder. Esto significa que no existen relaciones de poder sin resistencias; que éstas son más eficaces y más reales al formarse en los espacios donde las relaciones de poder se ejercen. La resistencia al poder no aparece desde fuera, aunque tampoco está atrapada en él; es, pues, como el poder mismo: múltiple e integrable en estrategias generales (Foucault, 1999).
Para ello, es posible identificar la necesidad de poner atención en las relaciones de poder que se desarrollan en esta nueva sociedad en la cual, los conflictos, parecen dirimirse entre actores sociales en red que buscan continuamente llegar a sus audiencias o bases de apoyo mediante la conexión que establecen con las redes de comunicación multimedia. A partir de esto, que- da claro que se vuelve fundamental la premisa de que tanto el ejercicio del poder como las resistencias que se organizan en su contra han sido redefinidas, también, por la mediación tecnológica de la interacción social. Ahora, tanto los proyectos alternativos como los valores que los actores defienden en su búsqueda por reprogramar la sociedad, deben necesariamente colarse a través de las redes de comunicación si lo que se busca es transformar las conciencias y generar impacto en la opinión pública como herramientas para desafiar a los poderes existentes (Castells, 2009).
Ahora bien, para que la resistencia tome consistencia y pueda erigirse como una alternativa viable construyendo, por ejemplo, nuevas lógicas de cooperación, deberá desarrollarse a partir de lo decible, aquello que ya está allí y que forma parte del discurso social; un código lingüístico común que le da forma a un enunciado particular y le otorga un sentido específico a partir del cual se vuelve inteligible. Es a partir de la interacción entre los discursos y los intereses que los sostienen que se produce cierta dominancia semiótica que va determinando, globalmente, lo que es posible enunciar; mientras que, al mismo tiempo, priva de los medios necesarios para poder enunciar todo aquello que se considera impensable. Si bien la clásica pre- misa de Marx (2015) según la cual las ideas dominantes de una época son las ideas de la clase dominante, esto no implica que porque una idea sea cognitiva o discursivamente dominante no esté inserta en un juego en el que existen múltiples otros que despliegan estrategias que se oponen a ellas y la cuestionan y, aún más, consiguen alterar sus elementos (Angenot, 2012).
Por eso la cuestión de las resistencias nos obliga a pensar el poder en ambos sentidos: como dominación, en la que supone una asimetría entre quienes lo ejercen y sobre los que se ejerce, quienes practicarían una subjetividad sometida y oprimida; pero también como capacidad de transformación, para poder ampliar el sentido de la acción política hacia estos nuevos territorios en los que se entrelazan los conflictos y las ambigüedades de la sociedad, con subjetividades que se relacionan más con la creatividad, la innovación y la expresión. Esta diferenciación presenta la lucha por la apropiación de los medios de expresión política como una posibilidad real y como una necesidad que, mediante el rechazo a los modos de codificación y control preestablecidos que coartan la creatividad y la expresión, el individuo puede reapropiarse de los componentes de subjetivación que le son impuestos (Guattari & Rolnik, 2006).
Si bien existen grupos subalternos que rechazan abiertamente las formas de dominación actuales, las estrategias de movilización centradas en la acción directa que privilegian la inmediatez por sobre la mediación e invocan un sentido de la política muy ligada a lo personal y lo afectivo, suelen ignorar las formas de dominación más sutiles y están siendo inca- paces de constituirse en estructuras de lucha que persistan en el tiempo y se amplíen en el espacio. La falta del componente hegemónico en estos movimientos parece estar impidiendo articular la diversidad de exigencias y demandas políticas que actualmente pugnan contra los centros de poder desde la periferia del ecosistema comunicativo de la sociedad (Srnicek & Williams, 2017).
Gilles Deleuze (1991) advertía sobre esto, al poner a los usuarios de la Web 2.0 en la tarea de descubrir para qué utilizar aquel fenómeno tecnológico, además del desafío de inventar “nuevas armas” que fueran capaces de oponer resistencia a los cada vez más astutos dispositivos de poder vigentes, instándolos a abrir el campo de lo posible desarrollando nuevas formas de ser y estar en el mundo para sacar un provecho de la confianza que las nuevas tecnologías iban depositando en los usuarios como co-desarrolladores de las mismas (Sibila, 2012).
Lo que tenemos entonces es, por un lado, lógicas de mercado que buscan hegemonizar y funcionalizar partes del espacio, bajo la continua búsqueda de la rentabilidad; pero por otro lado, surgen también nuevas formas de resistencia a esas lógicas, proyectos que pujan por subvertir el sentido común o cambiar las conciencias de las personas. El desafío para espacios o grupos subalternos que proponen contenidos alternativos sobre los debates que en la actualidad irrumpen con fuerza en los ámbitos de la vida cotidiana, estará puesto en un ir más allá para abrirse paso entre las grietas que el poder muestra y ser parte del repertorio de lo decible e, incluso, organizarse paradigmáticamente: es decir, lograr no sólo sobrevivir en esos espacios mutables, sino también llevar adelante transformaciones con relativa autonomía (Adamovsky et al., 2007).
Como dijimos antes, la creciente abundancia informativa ha generado una escasez de atención social sin precedentes; un contexto de déficit atencional que se nos presenta como una patología global estructural. Pero para comprender mejor esto, conviene hacer dos diferenciaciones. Por un lado, la economía de la atención es un mecanismo productivo que produce valor como cualquier otro territorio de explotación capitalista: cada vez que revisamos nuestras pantallas, las tecnologías de la mente capitalizan nuestra atención y la convierten en una mercancía que luego es comercializada para el perfeccionamiento de la persuasión a gran escala. Es decir, nuestra atención produce un valor económico –no remunerado– que no sólo sirve para incrementar las ganancias de estas compañías, sino también para manipular más eficientemente nuestros deseos y acciones (Celis Bueno, 2017).
La segunda diferenciación es que la economía de la atención debe ser entendida como un nuevo mecanismo de poder que está reemplazando a muchas de las antiguas instituciones encargadas de asegurar la reproducción de las relaciones de producción capitalistas. La vigilancia y la individuación en masa ha alcanzado un nivel de eficacia tal que internet se está convirtiendo en un descomunal panóptico de escala planetaria; e, incluso, poniéndonos más allá: en las puertas de entrada de lo que Deleuze (1995) denominó “sociedades de control”, dejando atrás las “sociedades de la disciplina”. Asumiendo que, en la práctica, los objetivos o el “modelo de negocios” de estas compañías es benévolo, aun así están llevando a cabo una verdadera reconfiguración e ingeniería social prácticamente sin ningún tipo de control por parte de los Estados ni escrutinio público alguno (Celis Bueno, 2017; Williams, 2021).
Con sus complejos sistemas informáticos están desarrollando herramientas y tecnologías cada vez más poderosas, capaces de crear gratificaciones instantáneas que ejercitan nuestra impulsividad más elemental; algoritmos e inteligencias artificiales que continuamente perfeccionan el contenido disponible para adaptarlo a las peculiaridades, conducta y contexto de cada usuario con el único objetivo de mantenerlo pegado a la pantalla el mayor tiempo posible. La economía de la atención está creando entornos sociales-mediados digitalmente- que no recompensan el autocontrol y, peor aún, en un contexto de déficit de atención y sobrecarga cognitiva, nos impide convertirnos en sujetos autónomos capaces de controlar y dirigir las acciones de acuerdo con nuestros verdaderos valores e intereses (Williams, 2021).
En definitiva, un modelo de deshumanización estandarizada que define un marco de comportamiento y realización colectiva absolutamente individualizado, es una verdadera amenaza para la libertad y la democracia. La economía de la atención es, incluso, contraria a las leyes de la economía liberal, ya que la información disponible -abundante y generada por los propios usuarios y, por consiguiente, a costo cero- está concentrada en pocos gestores oligopólicos que la convierten en un bien de exclusión de información para la toma de decisiones en todos los campos de la vida (Giraldo-Luque y Fernández-Rovira, 2020).
Esta es la principal razón por la cual en la introducción de este trabajo destacamos que las tecnologías no son neutras. Nos referíamos particularmente a su diseño persuasivo, el cual pretende direccionar nuestras acciones, deseos y pensamientos. Son la expresión de un conjunto de valores, objetivos e intereses particulares que contribuyen a configurar el mundo. Estamos siendo testigos de una monumental industrialización de la persuasión que, gracias a los algoritmos, logran explotar los impulsos más bajos del ser humano, creando verdaderas burbujas informativas (Pariser, 2017) a partir de sesgos cognitivos que constituyen un peligro para el ejercicio libre y auto-reflexivo de las personas (Giraldo-Luque y Fernández-Rovira, 2020).
Además, cuando afirmamos que estas tecnologías de la mente son una amenaza para el orden democrático, estamos diciendo que, en una economía de la atención que opera en perjuicio de la voluntad individual y colectiva, suponen un ataque directo a los fundamentos mismos de la democracia. Esto debido a que la distracción programada, los sesgos y la manipulación cognitiva terminan interviniendo en la toma de decisiones colectivas que afectan directamente a millones de personas; decisiones muchas veces contrarias a la voluntad común. Al minar la voluntad de los individuos de dirigir sus propias vidas, de tomar sus propias decisiones o de elegir a sus representantes políticos mediante una red de persuasión constante, se está minando, también, la libertad de la mente. El dominio interno de la conciencia parece estar cada vez más cercenado (Williams, 2021).
En este sentido, la reproducción social capitalista se articula median- te dos polos de poder: por un lado, una “esclavitud maquínica” que pone a los sujetos como engranajes de una máquina social cuya única función es la de producir una plusvalía abstracta; por el otro lado, una “sujeción social” que reterritorializa los flujos abstractos a través de una subjetividad individual que privatiza tanto la fuerza productiva que sostiene la producción, como el deseo que moviliza el consumo constante de información (Deleuze y Guattari, 2002; Celis Bueno, 2017).
Cualquier cuerpo social tiene su propio compendio de limitaciones culturales, que por lo general son fruto de la tradición, de convenciones sociales, leyes, normas, etc. y que tienen funciones autorreguladoras muy específicas que ordenan las vidas de las personas en consonancia con valores específicos que, en definitiva, nos llevan a darle nuestra atención a las cosas que, según el campo de lo decible en un discurso y una cultura determinada, “son importantes”. Sin embargo, sabemos que a partir del auge del laicismo y la modernidad y, además, en nombre de la liberación del individuo, muchos de estos límites y metarrelatos comienzan a desmoronarse. Al desaparecer algunas de las restricciones que operaban sobre las personas, ahora se encuentran en la tarea de tener que buscar o construir nuevas restricciones a partir de las cuales orientar sus acciones. De esta forma, se suma una carga de autorregulación que antes no precisaban, ya que éstas recaían en la cultura. Este estado aparente de falta de limitaciones -indispensable para cualquier ejercicio de libertad- es un verdadero problema para la autorregulación de las personas, debido a que imponernos ciertos límites suele ser condición necesaria para canalizar nuestra atención hacia las metas más “trascendentales” u objetivos más importantes que en estados de distracción constante resultan inalcanzables (Angenot, 2012; Williams, 2021).
Si en algo ha tenido éxito el capitalismo en general y el neoliberalismo en particular, ha sido en la construcción de una idea de progreso histórico, con un horizonte universalista, que ajusta el significado de la modernidad a los intereses del capital. La modernidad es hoy una expresión cultural del capitalismo: por eso la modernización permanece asociada a privatizaciones, a la flexibilización de los mercados y el paradigma de la eficiencia económica; y a partir de todo esto, nos ofrece una imagen de cómo debería verse el futuro; una hegemonía que ha relegado a la política a un lugar subalterno, contribuyendo a su vaciamiento simbólico y alejando las decisiones más importantes del escrutinio público. Todo esto, además, a provocado una pérdida de la capacidad de convocarnos para desarrollar nuevas representaciones de lo social, manteniéndonos atados a una impotencia individual y colectiva que nos ha llevado a una creciente percepción de que no existen futuros alternativos al que nos ofrece el capitalismo actual con su evangelización globalizante (De Moraes, 2010; Srnicek & Williams, 2017).
Este empuje capitalista está generando, por un lado, un impulso a la desterritorialización que destruye identidades colectivas, sistemas de valores tradicionales y espacios sociales; mientras que, por otro lado, un impulso hacia la reterritorialización que recompone por medios artificiales nuevas estructuras de poder, modelos de sumisión y dominación, como así también modelos cognitivos atados a subjetividades neoliberales. Estos son los grandes desafíos a los que se enfrenta el ejercicio ciudadano, ya que si hoy el capitalismo disciplina y controla a través de la imaginación, especialmente a través de los medios y la cultura; será también la imaginación una facultad imprescindible a la hora de dar formas novedosas a los patrones colectivos de disenso, desafección y cuestionamiento de los patrones impuestos a la vida cotidiana. En definitiva, una búsqueda constante de nuevas convivencias humanas será necesaria para comenzar (Appadurai, 2000; Guattari, 2004).
El efecto global de la economía de la atención es claro. Las tecnologías de la mente, que se han transformado en el marco primordial a través del cual interpretamos los hechos, nos informamos y valoramos los fenómenos políticos, sociales y culturales más trascendentales, se han vuelto, también, el campo primordial donde librar la batalla para recobrar la libertad de nuestras mentes y nuestra capacidad de autodeterminación.
El problema al que nos enfrentamos como sociedad -y como civilización- no solo es inédito, sino de proporciones nunca antes vistas. Nos encontramos indefensos frente a una maquinaria persuasiva que pesa sobre nuestra atención y nuestra vida cotidiana y que es capaz de moldear conductas y actitudes; o, lo que es lo mismo, inducir hábitos repetitivos, automáticos e inconscientes para que el usuario vuelva de forma compulsiva a poner su atención en los contenidos que estas plataformas tienen para ofrecer. El problema político fundamental será, entonces, el de construir un ordenamiento social que sea capaz de limitar las vías de acceso a nuestras facultades atencionales, por parte de estas enormes infraestructuras persuasivas (Williams, 2021).
Urge dimensionar que hay una generación entera de personas que está constantemente distraída, que en su cotidianeidad es estudiada, analizada, "dateada" y persuadida. Al ser ilimitado el repertorio informativo o, lo que es lo mismo, el repertorio de distracciones, la atención se termina diluyendo en un océano de frenesí informativo que ahoga la conciencia, erosio- na la voluntad e implanta intereses que, en muchos casos, son opuestos a las necesidades de las personas. Las consecuencias de este modelo productivo, donde la atención humana es una fuente más para la obtención de plusvalía, tendrá proporciones que recién estamos comenzando a desentrañar. Lo imprevisible de las consecuencias y la proporción de esto, viene dado por dos cuestiones: primero porque la economía de la atención se está convirtiendo en un modelo de negocios que extrae productividad de la atención humana y, segundo, por la profundidad con la que calan en las conciencias de las personas y los efectos que esto termina generando en la subjetividad.
En este contexto, parece urgente un retorno de la política y lo político que permitan ensanchar el horizonte de la acción colectiva y el desarrollo intelectual, que vienen siendo asfixiados por el determinismo tecnológico y el pensamiento único, y buscar comprender todas estas dinámicas que operan y se solapan mutuamente en el ecosistema digital y que abren un campo de estudio que aún no se ha comenzado a explorar con rigurosidad. Una mutación de la política que abrace nuevas utopías y nuevos futuros posibles será fundamental para superar las limitaciones a las que se enfrenta la sociedad en su búsqueda por reinventar las identidades y fortalecer lo colectivo (Offe, 1992).
Es urgente regular y legislar en torno a las actividades que estas corporaciones llevan a cabo y generar mecanismos de control específicos que permitan dimensionar su actividad y mitigar sus efectos negativos, ya que las consecuencias sobre el orden social son profundas. Estamos siendo testigos de una revolucionaria reconfiguración social y subjetiva.
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[1] También denominados “ecologías comunicativas” (Lennie y Tacchi, 2013), “ecosistemas de medios conectivos” (Van Dijck, 2016) o “ecologías mediáticas” (Miller y Horst, 2020).
[2] El espacio social es entendido aquí como un concepto de tres partes: las prácticas espaciales, las representaciones del espacio y los espacios de representación; o lo que es lo mismo: el espacio percibido (realidad y experiencia material cotidiana), el espacio concebido (de códigos y signos, expertos y científicos) y el espacio vivido (de la imaginación y lo simbólico, donde se concentra la búsqueda por construir nuevas realidades) (Lefebvre, 2013).
[3] Esta cuestión sugiere que lo real y lo virtual son mundos completamente imbricados, lo que advierte sobre la necesidad de contar con investigaciones que estén preparadas para abordar los constantes cambios que experimentan las ciudades a partir de las transformaciones contemporáneas, cada vez más relacionadas con las nuevas tecnologías (Roldán, 2011).
[4] Al mismo tiempo cabe remarcar que la normalización en el sentido que aquí se toma describe el funcionamiento/finalidad del poder, más no por eso resulta hegemónico (lo que sería una sociedad normalizada), ya que siempre está sujeto a cuestionamientos y movimientos de lucha que se organizan contra dicha lógica (Castro, 2018).
[5] Si bien existen diversas acepciones sobre el concepto “subalterno”, aquí lo utilizamos en el sentido gramsciano del término: aquellos grupos subordinados a quienes la cultura dominante busca imponerles estructuras mentales y estructurales, especialmente a través de la persuasión y el consentimiento, con el fin de asegurar la obediencia y la dominación a través de configuraciones de la vida social, ética, mental y moral específicas (Gramsci, 1968; Hall, 1984).
[6] Si bien estas plataformas son propiedades privadas y, por lo tanto, las posibilidades de crear, comunicar y/o articular significados o valores está limitada en algún sentido por la propia dinámica, debemos insistir en que la cultura no es una propiedad ni una creación de una minoría y que los valores y significados que afloran constantemente, lo hacen desde la experiencia común y de todos los miembros que forman parte del espacio público, en nuestro caso, podríamos decir “espacio público digital” (Williams, 2001).
[7] Esta cuestión que se menciona sobre “dirigir la socialidad”, es pertinente para los estudios sobre el poder, porque su función trata de darle forma y dirección a la sociedad administrando el conflicto; un punto nodal en el cual la ciencia política aún tiene mucho por estudiar y analizar.