HABITAR LA IMAGEN. VISIONES FÍLMICAS DE LA VIDA EN LOS MULTIFAMILIARES MEXICANOS: ¿A DÓNDE VAN NUESTROS HIJOS? Y ROJO AMANECER
INHABITING THE IMAGE. FILMIC VISIONS OF LIFE IN MEXICAN SOCIAL HOUSING: ¿A DÓNDE VAN NUESTROS HIJOS? AND ROJO AMANECER
Georgina Cebey
Filiación: UNAM
MAIL: ginacebey@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2342-8416
Resumen:
Este artículo analiza dos películas que, en momentos distintos de la historia de la vivienda de masas en la Ciudad de México, iluminan problemáticas sobre la vida al interior de un par de conjuntos habitacionales construidos por el Estado: el CUPA y Tlatelolco, ambas obras del arquitecto Mario Pani. A partir del análisis de las películas ¿A dónde van nuestros hijos? (1959) y Rojo amanecer (1989), y contrastando con discursos oficiales en torno a la vivienda en superbloques difundidos por los arquitectos y promotores de estos dos proyectos arquitectónicos, propongo que las películas analizadas desarticulan los significados hegemónicos del habitar dando lugar a visiones contra hegemónicas de la vida en el interior de los multifamiliares de la modernidad mexicana.
Palabras clave: cine, multifamiliar, habitar, modernidad
This article analyzes two films that, at different moments in the history of mass housing in Mexico City, shed light on the problems of life inside two housing complexes built by the State: CUPA and Tlatelolco, both by architect Mario Pani. Based on the analysis of the films ¿A dónde van nuestros hijos? (1959) and Rojo amanecer (1989), and contrasting with official discourses on housing in superblocks disseminated by the architects and promoters of such projects, I propose that the analyzed films dismantle the hegemonic meanings of inhabiting, giving rise to counter-hegemonic visions of life inside a mass housing complex of Mexican modernity.
Keywords: cinema, social housing, inhabiting, modernity
Fecha de recepción: 07 de julio de 2022
Fecha de aceptación: 01 de noviembre de 2022
Uno de los grandes paradigmas de la historia constructiva latinoamericana del siglo pasado son los conjuntos habitacionales, también conocidos como multifamiliares, superbloques o unidades habitacionales, por mencionar algunos términos. Durante la segunda mitad del siglo XX, esta tipología del habitar masivo irrumpe en América Latina repleta de significaciones: tales edificaciones son símbolo del progreso en la región, emblemas de las políticas de vivienda de los gobiernos que hicieron de ellos un discurso político, instrumentos de mejora social, ensayos de nuevas formas constructivas y, sobre todo, laboratorios donde los habitantes de las metrópolis se enfrentaron con las nuevas experiencias de una vida moderna.
En el caso mexicano, luego de la Revolución mexicana (1910-1920) y de un proceso de reconstrucción nacional, la industrialización del país reconfigura el territorio en diversos ámbitos. En cuanto a transformaciones fisonómicas, la consolidación de las industrias en las grandes ciudades impulsó un tránsito acelerado del habitar rural al urbano; si en 1910 la Ciudad de México contaba con 470000 habitantes, para los años cincuenta esta cifra alcanzaba los tres millones de pobladores distribuidos en 29000 hectáreas (Gruzinski, 2004; Delgado,1989). Mientras que los nuevos pobladores se adaptaban a la vida en el escenario urbano, la propia ciudad debió evolucionar para acoger a sus nuevos habitantes. En este contexto, la vivienda de masas proporciona una solución al problema de falta de habitación en la capital, al tiempo que propone una manera radical de comprender y habitar la ciudad. Mientras que desde el exterior estas construcciones financiadas por el Estado comunicaban una transformación en la cultura urbana que recurría a la ciudad densa que crecía hacia el cielo, al interior de los conjuntos habitacionales se gestaron nuevas formas de habitar que apelaban a la vida moderna. Este trabajo se centra en la experiencia de vivir al interior de estos espacios, en los modos en cómo fue percibida y representada la vida ahí.
Siguiendo a Anahí Ballent (1996), las políticas estatales de vivienda masiva impulsadas por el Estado, proponían una nueva forma de habitar, la de la modernización. Ésta abarcó los ámbitos de la vida privada y de la relación entre la urbe y la vivienda; así mismo tal transformación de la vida fue difundida masivamente a partir de múltiples representaciones sobre el habitar (1996, p.53). El trabajo de Ballent aquí referido analiza dichas representaciones, en concreto, aquellas que circularon en los medios impresos durante el sexenio de Miguel Alemán (1946-1952). Si en la prensa y los imaginarios que ahí circulan sobre el habitar moderno de la época es posible rastrear procesos “como la tecnificación del hogar, la importancia creciente de los medios masivos de comunicación (cine, radio y, a partir de 1950, televisión), la atracción despertada por los servicios y las formas de vida urbana, y los consecuentes procesos de homogeneización cultural” (Ballent, 1996, p.54), propongo que en el cine además de estos procesos, es posible hallar elementos adicionales que nos acerquen al abanico de experiencias en torno al habitar moderno en los multifamiliares. En adición a los procesos hegemónicos del habitar moderno difundidos de manera masiva señalados por Ballent, el cine genera visiones que, a partir de las tramas o las subjetividades que se despliegan en pantalla, develan otras dimensiones del habitar.
¿A dónde van nuestros hijos? (Benito Alazraki, 1958) y Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989) son dos películas que, en dos momentos distintos de la historia de la vivienda de masas en la Ciudad de México, iluminan problemáticas sobre la vida al interior de dos conjuntos habitacionales construidos por el Estado: el CUPA y Tlatelolco, ambas obras del arquitecto Mario Pani. A partir del análisis de estos dos filmes en conjunto con el contexto de origen de las obras espaciales en las que se desarrollan, y en contraste con los discursos oficiales en torno a la vivienda en superbloques difundidos por los arquitectos y promotores de tales proyectos, mi objetivo es ofrecer una valoración del habitar que dé cuenta del poder de la imagen en movimiento para develar visiones complejas generadas a contracorriente de los discursos hegemónicos encargados de difundir las ideas de la vida moderna. A lo largo de este texto argumento que estas dos cintas en particular desarticulan los significados hegemónicos del habitar dando lugar a visiones contra hegemónicas que manifiestan la resistencia a lo que los conjuntos habitacionales proponen como forma de vida, y/o critican lo que conlleva el habitar en un multifamiliar de la modernidad mexicana.
El impulso de la vivienda en altura subsidiada por el Estado surge en un contexto de densificación de la ciudad: la expansión urbana, las grandes migraciones del ámbito rural, el incremento del valor del suelo, la especulación, entre otros, impulsan el proceso de urbanización. Hasta la década de los años treinta del siglo XX, el déficit de vivienda fue un problema poco atendido por el Estado. La mayor parte de los proyectos de vivienda social pública que surgen entonces no atienden las necesidades de las clases populares en general pues se enfocan en construir casas para los trabajadores del gobierno. En este tenor, son notables las propuestas de inicios de los años treinta, como las obras de Juan Legarreta financiadas por el Departamento del Distrito Federal después de un concurso para el diseño de vivienda obrera convocado en 1931. En estos conjuntos habitacionales se experimentó con la construcción en serie de casas, lo que resultaba económico y proporcionaba una solución a la necesidad del Estado de cobijar a sus empleados con hogares[1]. Para 1938, otras propuestas de carácter socialista se discutían en la ciudad, entre ellas las de los arquitectos Alberto T. Arai y Raúl Cacho, quienes proponían una Ciudad Obrera con una zona agrícola, comedores y dormitorios infantiles comunitarios (Ayala, 2010, p.87). Es notable que, aunque existe un interés por atender el déficit de vivienda, el impulso se concentra en la construcción de fraccionamientos residenciales para clases medias y altas. Conviene señalar que, como apunta Héctor Quiroz, “una proporción creciente de la población de menores recursos quedó fuera de estas iniciativas institucionales, y dieron lugar a la formación de asentamientos irregulares en las zonas periféricas menos atractivas para el mercado inmobiliario formal” (2013, p.117).
Atendiendo a la necesidad habitacional para el gremio de los trabajadores del Estado, en 1947 la Dirección de Pensiones Civiles, hoy Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (ISSSTE), encargó al arquitecto Mario Pani la realización de un conjunto de 200 viviendas unifamiliares en un terreno en la colonia del Valle de la Ciudad de México. En su lugar, Pani y su equipo[2] desarrollaron la propuesta de un edificio multifamiliar de 1000 viviendas (Noelle, 1998, p.182). Por el mismo costo, la propuesta de Pani proponía redensificar la zona a partir de la construcción en altura. En este proyecto fue de gran importancia la participación del ingeniero Bernardo Quintana, quien en ese momento fundó la empresa Ingenieros Civiles Asociados (ICA), para participar en el concurso que designaría a la constructora de la obra[3]. Antes de que existiera ICA, los contratos de construcción se otorgaban en función de influencias políticas que beneficiaban a militares y políticos que posteriormente conseguían ingenieros para realizar las obras. Ante una carencia de empresas constructoras en México, Bernardo Quintana congregó a varios miembros del gremio ingenieril para formar ICA. Precisa Luis Aboites que:
siguiendo el proyecto arquitectónico de Mario Pani, ICA presentó la propuesta más barata (183 pesos por metro cuadrado) y el plazo más corto, 2 años. [...] ICA ganó la licitación y ese logro se explica en buena medida por una innovación tecnológica importante, la mecánica de suelos, una especialidad de la ingeniería poco desarrollada en México hasta entonces (2003, p.56).
El Centro Urbano Presidente Alemán, conocido coloquialmente como CUPA, fue construido entre 1947 y 1949 en un terreno de cuarenta mil metros cuadrados en la Colonia del Valle, con una inversión aproximada de veinte millones de pesos de entonces (Pani, 1952, p.22). Entre las calles de Félix Cuevas, Mayorazgo, Parroquia y Avenida Coyoacán, el proyecto de Pani propuso la adopción de un sistema urbano y arquitectónico inspirado en los proyectos de Le Corbusier, que mediante la distribución de edificios altos dejaba superficies libres utilizables en jardines y áreas comunes. La solución propuesta en este proyecto comprendía la construcción de bloques prismáticos disponiendo en forma de zig-zag los edificios altos, con cuatro bloques independientes en cada una de las esquinas y seis edificios bajos en dos grupos. El centro urbano era capaz de albergar a 5400 habitantes en 1080 viviendas. Así, “[d]e los trece pisos de los edificios altos, doce están destinados a habitaciones; la planta baja, a comercios y pórticos de circulación. […] De esta manera hay en dichos edificios sólo una circulación horizontal cada tres pisos, y en toda la altura únicamente cinco paradas de elevadores” (Pani, 1952, p.27). Para atender las diferentes necesidades de las familias que habitarían el multifamiliar se planearon cuatro tipos de departamentos con comedor, cocina, baño y recámaras en los que se propuso un mínimo de muebles para así facilitar su aseo y conservación. Pensando en actividades de esparcimiento se construyó una alberca semiolímpica y canchas deportivas; como parte de los servicios se diseñó un edificio administrativo para atender la conservación del inmueble, así como una oficina de correos, de telégrafo y una unidad sanitaria. Estos servicios se complementaron con una guardería infantil, una lavandería y locales para múltiples comercios. Dotar al complejo habitacional de tales servicios consolidaba la idea de construir un microcosmos o una ciudad miniatura que cubriría las necesidades de todos los habitantes sin tener que salir de la unidad. Si volvemos a las ideas de su autor es posible comprender cómo el principio de la arquitectura moderna se divulgaba con este tipo de obras:
Desde el punto de vista urbanístico, la solución del Centro, con una densidad de población de más de 1,000 habitantes por hectárea, señala el verdadero camino que deben seguir las grandes ciudades modernas. Con este sistema, la ciudad de México podría ser cinco veces más pequeña y se hallaría en aptitud de dedicar el 80% de su superficie a jardines y parques, mejorando notablemente sus condiciones higiénicas con el predominio de los espacios verdes sobre las áreas construidas; se obtendría también, así, una disminución importantísima en el costo de servicios urbanos, lográndose además una economía enorme en tiempo y dinero en el transporte de sus habitantes (Pani, 1957, p.33).
Figura 1. Vista general del Centro Urbano Presidente Alemán. Fotografía publicada en la revista Arquitectura México no. 30.
Fuente: Arquitectura México 30, 1950, p.274.
Además de las características arquitectónicas y urbanas de este colosal proyecto que se leen en el párrafo anterior, el CUPA congregó en torno a él intereses urbanos, económicos y políticos. El impulso de este proyecto generó un desarrollo en la industria de la construcción que implicó incluso la creación de empresas constructoras. Así mismo, se originaron redes de vinculación entre el Estado con empresas constructoras y otros prestadores de servicios o fabricantes de insumos de construcción. Desde un punto de vista político, el edificio significó una herramienta propagandística de la política alemanista, sobre todo en términos de desarrollo social y políticas habitacionales. Como ejemplo de los discursos oficiales encargados de promover la mirada hegemónica, vale la pena citar el reportaje cinematográfico Nace una ciudad, realizado por el director Luis Manjarréz en 1951.
Este trabajo articula con imágenes el discurso político que originó la construcción del multifamiliar, de ahí que, en los once minutos de duración, Nace una ciudad, de cuenta de la narrativa oficial que, respecto a la vivienda, se tenía en la época. El reportaje inicia con una voz en off que se dirige a los espectadores:
¿Cuántos niños como este de ojos tristes y cara macilenta, hijos de los trabajadores al servicio del Estado, han visto languidecer su pobre vida en habitaciones insalubres, antihigiénicas en que falta el aire, el espacio, la salud, la felicidad? ¿Cuántos empleados tienen que vivir en vecindades infectas como ésta, ajenas a los más necesarios servicios en una constante negación de su dignidad humana? (Manjarréz, 1951).
Con imágenes de cuartos en los interiores de las vecindades, mujeres lavando ropa en los lavaderos de los patios y niños jugando en las calles con el riesgo de ser atropellados, Nace una ciudad lleva al extremo el problema de la vivienda en las vecindades para luego, en tono paternalista, asegurar:
La actual administración pública que se ha preocupado por encauzar los problemas de convivencia humana por los derroteros de justicia y equidad sociales, ha tenido presentes a los trabajadores al servicio del Estado, que en oficinas y talleres y en obras públicas, le prestan su cooperación y esfuerzo para ir realizando un México mejor (Manjarréz, 1951).
Luego de mostrar a varios servidores públicos en sus espacios de trabajo, una toma aérea coloca al CUPA en el centro de la pantalla. Se trata, indica la voz del narrador (que es también la voz del Estado), de una “obra gigantesca, moderna, única en su género en el mundo”, (Manjarréz, 1951) en donde habitan trabajadores que gozan de hogares limpios, con luz, aire y todos los servicios que para entonces resultaban extraordinarios en las viviendas mexicanas: instalación de gas en la cocina, agua caliente en el baño, elevador, incinerador de basura, entre otros. Nace una ciudad promueve un discurso político que se expande con fuerza mientras la cámara recorre la construcción; al final del reportaje es patente el paternalismo que hace del CUPA una extensión del régimen alemanista.
Es importante tener en cuenta que estas viviendas fueron asignadas a los trabajadores del Estado, un gremio sindical cobijado bajo la Dirección de pensiones, misma que luego de la Revolución había establecido redes clientelares con agrupaciones políticas y sindicales con las que se negociaban alianzas a cambio de adhesión y lealtad. Entre esas alianzas, las promesas de apoyo y desarrollo habitacional fueron moneda corriente. De esta manera, la creación de la Dirección de pensiones en 1926 supuso el camino inicial hacia la corporativización de la vivienda estatal, en la que se benefició principalmente a los empleados al servicio del Estado (Perló, 1979, p.784), un sector organizado y con la suficiente fuerza que suponía un peligro para los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Durante la gestión de Miguel Alemán, en la que hay un impulso notable de la obra pública, ocurre también un auge de la promoción y construcción de la vivienda estatal, en la que la propuesta de los multifamiliares resulta sintomática como dispositivo de concesión, un mecanismo de control sobre los trabajadores implementado para recuperar el control que se había perdido, o como un mecanismo de “corrupción sindical y/o mantenimiento de lealtad política” (Perló, 1979, p.815). Junto con los servidores públicos, los sindicatos ferrocarrileros y electricistas recibieron beneficios en materia habitacional: multifamiliares los primeros, conjuntos de casas y una colonia, los segundos y terceros. De esta manera, el CUPA congrega en su forma una revolución urbana y del habitar, así como una red de “interacciones y mutuos condicionamientos” (Perló,1979, p.769), entre la esfera política y gremios sindicales y empresas constructoras que muestran el alcance específico de estas iniciativas institucionales, al tiempo que deja ver cómo la vivienda subsidiada constituye “el establecimiento y la aplicación de mecanismos de control político-ideológico por parte del Estado sobre las clases dominadas” (Perló,1979, p.770), que como se mostrará en el siguiente apartado, se reflejan en los discursos fílmicos de la época que hicieron de la vivienda multifamiliar un escenario.
¿A dónde van nuestros hijos?
Casi una década después de la inauguración del CUPA, en 1958 se estrenó en cines el melodrama ¿A dónde van nuestros hijos?, dirigida por Benito Alazraki. Así como lo hicieron las cintas La bienamada (Emilio Fernández, 1951) y Maldita ciudad (Ismael Rodríguez, 1954), este filme hizo del multifamiliar el espacio para desarrollar una noción sobre los modos de habitar modernos de la clase trabajadora al servicio del Estado. Como se ha mencionado en el apartado anterior, habitar el CUPA fue un beneficio exclusivo para los empleados públicos. ¿A dónde van nuestros hijos? cuenta la historia de una familia originaria de Durango cuyos siete integrantes se mudan a la capital del país pues el padre de familia ha conseguido trabajo en una dependencia del Estado. La secuencia con la que abre la cinta ofrece un retrato preciso de Martín (Tito Junco), en este caso, un sujeto de la clase trabajadora urbana. Un paneo muestra el andar de camiones y automóviles en el Centro Histórico. Martín Sierra aparece en pantalla, camina hacia la cámara detenida, cruza la avenida y se detiene un momento; un plano americano permite observar el cuerpo del personaje: a simple vista Martín es un hombre de la ciudad; el sombrero, el traje gris que porta y el cigarro que fuma subrayan su aire moderno. Su figura estilizada contrasta con la fachada antigua del Palacio de Gobierno (1522) que se observa al fondo. Martín sigue caminando, la cámara prosigue el paneo inicial. Un tilt down coloca a la virreinal Catedral Metropolitana en escena, a sus pies vemos a una fila de personas a la que Martín se incorpora. Se trata de trabajadores que, como él, deben esperar al autobús que los lleva de vuelta a casa. En la espera, Martín le cuenta a la mujer, que hace fila tras él, que trabaja en el Departamento administrativo de la Secretaría de Hacienda, mientras la invita a salir. En pocos segundos, la primera escena de la película ha perfilado a uno de los personajes centrales de la historia, un funcionario del Estado que habita en la capital y se debate entre el ajetreo de la realidad moderna y un pasado cargado de tradición, como el que comunican los edificios que lo rodean en esta secuencia inicial y que funcionan como un indicio del problema central que se desarrollará a lo largo de la cinta.
Martín Sierra vive en un departamento del CUPA junto con su esposa Rosa (Dolores del Río); sus dos hijas, Gabriela (Ana Bertha Lepe) y Sara (Martha Mijares); y sus tres hijos, Julio (Carlos Fernández), Víctor (León Michel) y el pequeño Martincito (Rogelio Jiménez). La familia Sierra empata con la noción tradicional de familia que entonces prevalecía. Luego de la Revolución Mexicana, diferentes instituciones del Estado hicieron del concepto de familia un elemento fundamental de la retórica posrevolucionaria bajo la cual, la unidad se concebía en diversas escalas, tanto nacional, como en términos privados o individuales. De esta manera, la familia se concibe como una extensión de la idea de nación. El retrato típico de “la familia mexicana” que se divulga establece al hogar como el espacio por excelencia de la familia, mismo que está a cargo de la mujer, quién además vela por la crianza y la moral. Por su parte, el lugar natural del hombre es el exterior, pues, en la estructura tradicional de la familia mexicana, él es el sostén familiar. La madre que cuida el hogar y la figura proveedora del padre en conjunto reconocen y establecen la norma, es decir “una estructura familiar donde las obligaciones de los cónyuges estaban claramente diferenciadas y, aunque enunciaba autoridad igual para ambos, el varón tenía un margen mayor para objetar las actividades no domésticas de la esposa” (Luna, 2018).
La primera visualización de la fachada del multifamiliar ocurre de noche y es breve, un tilt up sigue los pasos de Martín que sube la escalera, mientras pasa junto a los vecinos que hacen de los pasillos su punto de encuentro. El interior del departamento donde se encuentra reunida la familia con motivo del cumpleaños del padre es un escenario de contrastes pues a pesar de tratarse de una construcción moderna en la que reina el televisor en la sala, el mobiliario es viejo. En esta escena Martín apunta que: “la capital tiene sus ventajas, se vive, se progresa. ¡Miren qué departamentos ha hecho el gobierno para sus empleados! Lo único que desentona son estos vejestorios que Rosa insistió en traerse de Durango” (Alazraki, 1958). Mientras que Rosa tiene oportunidad para señalar que de la provincia extraña la cercanía con sus hijos: “Aquí, en cambio, cada vez que salen me da la impresión de que van a una ciudad muy lejana… a un mundo que yo no conozco” (Alazraki, 1958). Durante la industrialización, y de acuerdo a la publicidad difundida en la prensa, el hogar resultó el espacio donde los ideales modernizadores de la vida se afincaban. Justo como menciona Martín, la consigna común difundida por los medios era “vivir bien”, con comodidad, “una experiencia esencial de la sociedad de consumo, [que] no se resumía en el habitar doméstico, sino que condensaba una actitud global frente a los objetos y servicios producidos por la sociedad” (Ballent, 1996, p.54). De ahí que tanto la tecnificación del hogar como la introducción de mobiliario y decoración modernista (Ballent, 1996, p.54) fueran el reflejo de una entrada a esa dimensión. De esta manera, la presentación que hace la película de la familia pone en escena la tensión entre ser moderno (progresar, “vivir bien”) o mantener algún arraigo con el pasado: los muebles antiguos que no empatan con tanto funcionalismo.
Martín es el patriarca que constantemente engaña a su mujer y vive en conflicto con sus hijos pues hay una evidente brecha generacional. Julio, el mayor, estudia en la universidad y es líder de un movimiento estudiantil, la madre insinúa que es “rojillo” mientras el padre se sorprende de que no le haya regalado otro libro de Carlos Marx en su cumpleaños. Víctor, desconectado de la familia, trabaja en un hotel y gusta de conquistar turistas norteamericanas. Las hijas, Gabriela y Sara, son empleadas y entran en discusión constante con el padre por la presencia y posición social de sus parejas. Frente a todas las tensiones, Rosa tolera las infidelidades y concilia los pleitos familiares con tal de preservar la unidad de la familia, el núcleo básico de la sociedad posrevolucionaria. Al respecto, una escena resulta significativa: Rosa le comunica a Martín que se ha vencido el plazo para pagar la cuota de la televisión, pero Martín no cuenta con el dinero suficiente pues “vive al día”, el salario resulta insuficiente para mantener la casa y las amantes al mismo tiempo. Rosa anuncia su preocupación: “Nos la van a quitar, es la única diversión de los muchachos, lo que los retiene en la casa” (Alazraki, 1958), mientras Martín apenado observa cómo los hijos reúnen el dinero para preservar el aparato. Si bien la televisión, el símbolo por excelencia del hogar tecnificado se difundía en la publicidad como parte de la vida cotidiana, poseer uno de estos aparatos requería esfuerzo; si para finales de los años 60 un 70% de la población contaba con un aparato (Ballent,1996, p.57), es probable que éste hubiera sido adquirido a plazos, como lo muestra la cinta. Junto con el televisor, los otros elementos de tecnificación del departamento son una estufa pequeña, un refrigerador también pequeño y una máquina de coser. En este contexto ¿A dónde van nuestros hijos? propone que el proceso de tecnificación no fue rápido ni fácil, fue costoso y requirió del esfuerzo familiar. En términos generales, la cinta da cuenta de la lógica del hogar moderno que se difundió masivamente, esto es, habitar en el CUPA suponía vivir en un espacio más pequeño que el que se tenía en las viviendas tradicionales, pero en el que se contaba con todos los servicios: un sanitario, y habitaciones que, como muestra la cinta, están diferenciadas por género (los padres duermen en una alcoba, las hermanas en otra, y los tres muchachos en una adicional). Junto con una tecnificación modesta, el hogar moderno de la familia Sierra muestra que la sala y el comedor funcionan como punto de encuentro.
En este contexto el clímax de la película ocurre cuando Julio invita a Gabriela y a su novio a un mitin estudiantil en donde los dos hermanos son arrestados por la policía. Rosa se entera de noche y al no localizar a su esposo, acude a la delegación acompañada del gerente del supermercado que frecuenta para intentar sacar a sus hijos de la cárcel. El padre ha llegado a casa luego de visitar a su amante y se ha enterado de la situación, ha reprendido a sus hijos e insinuado la infidelidad por parte de su esposa. Aunque Gabriela ha sido liberada, aún es necesario pagar la fianza de Julio, así que Martín acude a la casa de empeño para dejar ahí sus pertenencias personales más valiosas. Al mismo tiempo, Sara ha quedado embarazada de su novio, un estudiante de medicina con el que acuerda no casarse para permitir al muchacho terminar sus estudios. Mientras el padre corre a la muchacha de la casa, la madre decide mandar a la hija con una tía a Ciudad Juárez para así evitar habladurías. En este desarrollo observamos hábitos tradicionales que ponen en tensión la supuesta vida moderna al interior del CUPA: además de ser la madre abnegada y conciliadora, Rosa es quien organiza la vida familiar, y su personaje está casi siempre en el interior del departamento (una de las pocas escenas en donde vemos a Rosa en la calle es para ir al supermercado, una novedosa tienda de autoservicio en donde comida enlatada se exhibe en los pasillos): la vemos cocinar, coser, adornar pasteles, curar a sus hijos, etc. De igual modo, una de las discusiones que tiene Martín con sus hijas tiene que ver con que salen del departamento, con que trabajan o socializan con sus novios en el pasillo del multifamiliar, mientras que tanto Martín como los hijos varones pertenecen a la vida doméstica parcialmente, pues su lugar está en la ajetreada vida que ocurre en el exterior.
Conforme avanza la cinta vemos que la crisis familiar aumenta: Martín ha perdido el empleo al negarse a firmar unos papeles que lo pondrían como responsable de un negocio ilícito. Este es un punto de quiebre pues al no formar parte de la nómina estatal, la familia Sierra debe desocupar el departamento del CUPA. Los hijos han comenzado la partida: Sara ya está en Ciudad Juárez, Julio apronta un viaje al extranjero y Gabriela se prepara para casarse y vivir con su futuro esposo. Con la familia desarticulada, Rosa y Martín deciden separarse. En la última escena de la cinta, de espaldas al multifamiliar, Rosa acomoda sus últimas pertenencias en el camión de mudanza y se despide de Martín deseándole suerte. Martincito llora rogándole a su padre que no los abandone. Finalmente, Martín se disculpa con su esposa y deciden seguir juntos. El camión de la mudanza arranca y la pareja se aleja con el conjunto habitacional como fondo.
Como puede observarse, el tema de la familia es matizado con elementos delicados pero patentes en la sociedad: el adulterio y la deshonra, la corrupción y la juventud con nuevas inquietudes son los conflictos que destacan. Lejos de promover la vida dentro de una vivienda multifamiliar, la cinta sugiere que es en este espacio donde la familia se diluye, que la modernización y el nuevo estilo de vida es un riesgo para la tradición, de manera que los personajes de la cinta literalmente dan la espalda al CUPA y sus aires de modernidad con tal de mantener el núcleo familiar. Asegura Ballent que en las imágenes que circulaban en medios masivos de la posguerra, “se construyó socialmente un nuevo y gran intento por controlar la desintegración de valores tradicionales en la vida social, manteniendo la unidad familiar y los definidos roles de sus miembros. En este intento, los espacios domésticos y la tecnología al servicio del hogar adquirían un papel central” (1996, p.60). Sin embargo, al contrastar esta idea con el final que propone la cinta, comprendemos que los espacios domésticos modernos y la tecnología no son suficientes cuando el reto de entrar a la modernidad es, también, un ejercicio de construcción de subjetividades en el que intervienen costumbres, afectos y relaciones sociales, entre otros factores que escaparon a los planes de desarrollo propuestos por Pani.
El CUPA, el Centro Urbano Presidente Juárez (1950-1952), el Multifamiliar para maestros en Ciudad Universitaria (1951-1952) y la Unidad Habitacional Santa Fe del Instituto Mexicano del Seguro Social (1953-1951) proporcionaron al arquitecto Pani los elementos para llevar a cabo la obra capital de la vivienda multifamiliar en México, una ciudad habitacional: el Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco (1960-1964), realizado con el financiamiento de la Dirección de pensiones. Este monumental conjunto fue creado para sustituir una colonia del siglo XIX que había devenido en lo que se conocía entonces como una “herradura de tugurios”. En el número doble 94-95 de la Revista Arquitectura México del año 1966 y dedicado al conjunto urbano Ciudad Tlatelolco –revista del propio Mario Pani, considerada en este texto como medio difusor de discursos hegemónicos de la arquitectura–, el ingeniero a cargo del proyecto, Víctor Vila, explicaba los problemas detrás de la tugurización de la zona de Nonoalco. De acuerdo con el ingeniero:
[…] se alojan cerca de 10,000 familias en las peores condiciones de habitabilidad que se conocen en la metrópoli, porque se registran los índices más altos en densidad demográfica: más de 800 habitantes por hectárea, sin contar de hecho con ningún espacio abierto. La calidad de la vivienda es del tipo “vecindad”, demolibles en un 85% y sujetos al régimen de rentas “congeladas”. Domina el cuarto redondo habitado por seis u ocho miembros de una familia; la densidad de construcción, 80 a 100% ocupado también registra alto índice y las condiciones higiénicas son un reflejo de esta situación. Sin embargo, la proximidad a los centros fundamentales de trabajo y el bajo valor de los terrenos debido a la congelación de rentas, propicia y hace imperativa la acción regeneradora. (Vila, 1966, p.82).
Vila hacía notar la ubicación de Nonoalco como privilegiada dada su cercanía con los centros de trabajo, era un punto clave pues, “dista 1.5 kms. de la Plaza de la Constitución por lo tanto, inmediato al centro comercial burocrático, así como también próximo a las principales zonas industriales de la ciudad” (Vila, 1966, p.82). Los límites los definían las vías del tren, que por un lado conectaban a todos los migrantes con el centro laboral más activo del país y por el otro también suponían un borde. De hecho, el ingeniero Vila apuntó que existía una barrera constituida por la estación de servicio y por las vías que formaban “viejos patios” de maniobras, formándose “un tapón infranqueable para la comunicación entre el Norte y el Sur de la ciudad, entorpeciendo el desarrollo de la región Norte a cambio de propiciar notablemente el crecimiento del Sur” (Vila, 1966, p.98). De acuerdo con los datos expuestos por Vila, era necesario “regenerar” esa zona, eliminar así la “cintura central de tugurios” y a cambio construir una “Ciudad Tlatelolco”.
Bajo este supuesto, sobre una superficie de 950000 m2, el conjunto ofrecería 11961 viviendas, alojando un aproximado de 70000 a 80000 ciudadanos repartidos en 102 edificios de habitación y 45 destinados a servicios sociales (guarderías, escuelas, clubes, clínicas, cine, una oficina sindical, oficina de mantenimiento y zonas comerciales, entre otros). De acuerdo con los promotores del proyecto, “las viviendas se destinan a diversos grupos socio–económicos, desde los de medio y medio-alto ingreso, hasta más elevados, conviviendo sin segregaciones” (Vila, 1996, p.92). Sin embargo, es importante notar que, aunque el proyecto se promocionaba como un regenerador urbano, lo cierto es que no todas las personas que habitaban en los tugurios donde se asentó este centro urbano pudieron vivir posteriormente en los modernos departamentos. Dichos habitantes, lejos de ser beneficiarios de las ideas de regeneración social del conjunto, fueron desplazados a otras zonas de la periferia (Toscana y Villaseñor, 2018, p.144).
Figura 2. El Centro Urbano Nonoalco Tlatelolco como ejemplo del progreso nacional en un reportaje de la revista Life.
Fuente: Life en español, no. 7, vol. 26. Septiembre de 1965. p.12.
La monumentalidad de Tlatelolco fue para México el caso extremo del afán del urbanismo moderno de controlar el crecimiento urbano. Se configuró como una especie de ciudad que, rodeada por avenidas importantes (Eje 2 norte, avenida Ricardo Flores Magón, Paseo de la Reforma e Insurgentes), estaría rematada por dos torres: la de Banobras, para las oficinas de Banco Hipotecario Nacional y de Obras Públicas; y la torre de Relaciones Exteriores. A la imagen de una ciudad del futuro, se integraron además dos elementos preexistentes del paisaje (la zona arqueológica de Tlatelolco y el convento de Santiago del periodo Colonial) en lo que se denominó la Plaza de las Tres Culturas. Este proyecto, sin embargo, fue testigo de un hecho que parece marcar el fin de la modernidad mexicana, me refiero a la masacre de Tlatelolco ocurrida el 2 de octubre de 1968, en la que estudiantes y ciudadanos que se habían congregado en un mitin pacífico en la Plaza de las Tres culturas, fueron violentamente atacados por el ejército y miembros de un grupo paramilitar conocido como Batallón Olimpia. Para entonces, el gobierno mexicano se alistaba para ser anfitrión de los juegos olímpicos que se celebrarían ese año, mientras la tensión social aumentaba: junto a los estudiantes que repudiaban la violación de la autonomía universitaria y la represión del Estado, se congregaron maestros, obreros, intelectuales y ciudadanos descontentos con el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), articulando un movimiento fuerte con gran presencia en medios y capaz de organizar grandes movilizaciones, lo cual ponía en riesgo el papel de México como organizador olímpico.
Rojo amanecer
Dirigida por Jorge Fons en 1989, Rojo amanecer es una ficción que, inspirada en testimonios reales, da cuenta de lo acontecido el 2 de octubre de 1968 a partir de la experiencia de una familia de clase media que habita en uno de los departamentos del conjunto Nonoalco Tlatelolco, en específico, un inmueble del edificio Chihuahua que tiene vista hacia la Plaza de las Tres culturas. Una de las características de la película es que todo ocurre en el interior del departamento, solo hay una toma que, desde la ventana, muestra la Plaza de las Tres Culturas y un pequeño paneo exterior en la escena final, esto es, desde el interior del hogar se dibuja una ciudad, es a partir de sus habitantes y la jornada que están por vivir que se comprende lo que ocurre en el exterior.
La película comienza mostrando el inicio de la jornada con los miembros de la familia reunidos en el comedor, el típico punto de encuentro del interior moderno, mientras desayunan. Ahí vemos a Humberto (Héctor Bonilla), el padre, un trabajador del Estado; Alicia (María Rojo), la madre que cuida y media entre las discusiones familiares; Roque (Jorge Fegán), padre de Alicia, veterano de la lucha revolucionaria; Jorge y Sergio (Demián y Bruno Bichir respectivamente), dos jóvenes universitarios involucrados en el movimiento estudiantil; Graciela, la hija adolescente; y Carlitos, el hijo menor. En esta escena, el padre discute con los hijos mayores, comenta que en su oficina ha escuchado que el gobierno piensa poner un alto a las protestas estudiantiles y les advierte que “con el gobierno no se juega”. Alicia interviene, calma al esposo y reprende a los hijos, trata de conciliar las desavenencias propias del choque generacional entre el padre y los jóvenes, mientras Roque señala no comprender cómo la juventud desafía al gobierno.
En estos primeros momentos la película perfila una vida al interior del departamento parecida a la que se muestra en ¿A dónde van nuestros hijos?: el hogar se estructura en torno a Alicia, la madre organizadora, a la que vemos en el comedor y en la cocina; las alcobas se usan de acuerdo al género de los habitantes; adicionalmente, la decoración explora las características de cada personaje (el caso más evidente es la recámara de Jorge y Sergio, decorada con un poster del Ché Guevara, y banderines de facultades de la universidad, destaca también la mención a un libro de Marx); y por último, vemos un nivel de tecnificación estándar: la televisión en la sala del hogar, que por la mañana sirve como elemento de conexión entre el exterior y el interior, al reproducir en su pantalla las noticias con información previa a la marcha; un teléfono que deja de funcionar y que impide a Alicia escuchar la advertencia que intenta comunicarle Humberto desde su oficina; y una licuadora, el primer electrodoméstico que da cuenta de una anomalía, pues al intentar usarla, Alicia se percata de que han cortado la luz. La licuadora es, según Ballent (1996, p.58), símbolo por excelencia de la tecnificación del hogar, pues resulta en la mecanización de las tareas domésticas; su presencia en el hogar es señal de que el ama de casa que la usa está sumida por completo en el proceso modernizador. Cuando este electrodoméstico falla y las mujeres de la casa tienen que usar el molcajete (mortero de piedra), hay un primer anuncio de que la modernidad doméstica ha entrado en pausa.
A través de Alicia se percibe la angustia progresiva de lo que se vive ese día: primero se ha ido la luz, también han cortado el teléfono; sentada en la sala escucha el mitin y al poco tiempo también los disparos. Los hijos han llegado a casa con cuatro estudiantes que conocieron mientras huían. Uno de ellos está herido. Humberto pudo volver a su casa muy tarde pues ni con sus influencias de trabajador del Estado logró entrar al centro urbano. Para entonces, el hogar moderno de una típica familia mexicana de clase media se ha convertido en un espacio claustrofóbico. Finalmente, soldados irrumpen en el departamento y al descubrir a los estudiantes escondidos en el baño, matan a toda la familia. La cinta concluye con Carlitos, el único sobreviviente que estaba escondido bajo la cama cuando ocurre la revisión, esquivando los cadáveres de su familia y saliendo del departamento. En la única toma exterior de la cinta, el niño pequeño observa los restos de la tragedia en la plaza.
Rojo amanecer acude al retrato de la típica familia mexicana y es a partir de ella que se muestra el colapso de la propia idea de familia y con ello, de las ilusiones y promesas de seguridad y cobijo que permeaban en la ideología posrevolucionaria (Foster, 2010; Wood, 2012), misma que vemos arraigada en varias generaciones (el abuelo vinculado con la Revolución, el padre funcionario del Estado vinculado con el desarrollismo, los hijos que buscan transformar este discurso) y que en buena media dieron origen a la vivienda multifamiliar. El PRI asestó un fuerte golpe no solo a los estudiantes sino también a los trabajadores de la administración oficial con los que había establecido alianzas desde inicios del periodo posrevolucionario. Que estos hechos ocurrieran en el conjunto urbano de Tlatelolco, la gran síntesis material de esta relación, reveló que la fuerza disciplinadora que dio origen a la vivienda multifamiliar podría incluso actuar en contra del habitante. El edificio, lejos de dar cobijo a sus usuarios, los expone a la violencia ejercida por el Estado.
A modo de cierre
No es casual que las dos cintas aquí analizadas compartan varias características: en las dos se cuenta la vida de la clase media mexicana al interior de un multifamiliar moderno a partir de la imagen típica de la familia mexicana, visión arraigada en el imaginario cultural al que se asociaba directamente el interior de la vivienda de los conjuntos habitacionales. De esta manera, en ambos casos hay un jefe de familia, cuya presencia está vinculada directamente con el Estado; una madre organizadora que se desenvuelve al interior del departamento, y los hijos que desestabilizan el momento que se vive. De igual manera, los integrantes más pequeños de las familias son personajes que atienden a una idea de futuro: Martincito logra permanecer con sus padres, lo que queda de su familia, mientras que Carlitos es el único sobreviviente de la masacre. ¿A dónde van nuestros hijos? y Rojo amanecer funcionan en este texto como películas paralelas en tanto que a partir de una familia modelo parecida, ambas desarrollan visiones que desarticulan por completo las típicas imágenes que sobre la vida al interior de los edificios multifamiliares circulaban en medios y prensa.
En ambos trabajos el cine critica la fuerte dependencia estatal que los habitantes de estos espacios mantienen, lo que nos recuerda que estos conjuntos antes que vivienda fueron parte de una estrategia urbana que a partir de seccionar la ciudad en bloques en altura y atendiendo poco a las condiciones sociales y culturales preexistentes, pretendían por un lado controlar el crecimiento urbano; por otro, el control corporativo de las grandes organizaciones sindicales, ejercicio que hizo posible el afianzamiento del poder político del Estado; y finalmente, el control de los modos de habitar pues estos edificios, en su afán por sacar al ciudadano del atraso y la insalubridad de las vecindades, suponían la imposición de una idea de habitabilidad moderna, lo que permite perfilar estos conjuntos como aparatos de control.
Vale la pena recordar que, como señala Martin Heidegger (1975, p.159), la relación del hombre y el espacio es el habitar, y éste es mucho más que ocupar un espacio construido. Las viviendas que, como los multifamiliares, gozaban de buena distribución, circulación de aire y servicios no garantizaban, sin embargo, que ahí se produjeran las condiciones esenciales del habitar propuestas por el filósofo: el cobijo, el cuidado y la paz (Heidegger, 1975, p.153). Sin la posibilidad de proteger y dar cobijo al ser, los personajes de estas películas muestran que no existen condiciones de habitabilidad en tales espacios. Lo que ambas historias relatan es que no hay vida posible en la vivienda multifamiliar si no se está en completa alienación con el Estado (ser parte de la nómina, en el primer caso; estar de acuerdo con él, en el segundo). Finalmente, dos aspectos que destacan estas películas y que podrían desarrollarse en un trabajo futuro son, por un lado, la idea de que en el concepto de un hogar moderno también se inscriben el miedo y las angustias de quienes habitan en él y por otro, las (im)posibilidades de generar memorias en torno a los espacios de vivienda multifamiliar de la modernidad desvinculadas de la figura del Estado.
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[1] Arquitectos como Enrique del Moral, Juan O´Gorman y Enrique Yáñez también desarrollaron proyectos en este ámbito.
[2] El principal colaborador dedicado a la formación del proyecto arquitectónico fue el arquitecto Salvador Ortega Flores. Destacó, en lo urbano, la participación de José Luis Cuevas, Domingo García Ramos, Homero Martínez de Hoyos y del ingeniero Víctor Vila (Pani, 1952, 7).
[3] ICA se fundó el 4 de julio de 1947.