Notas sobre el oficio de historiar y la colonialidad
[Notes on historiography as trade and coloniality]
Alejandro De Oto
(CONICET – Universidad Nacional de San Juan)
adeoto@gmail.com
Resumen
Este ensayo pretende establecer una conversación acerca de las razones por la cuales ciertas formas de concebir el trabajo historiográfico, en especial en lo que respecta a los dominios teóricos y el manejo de la temporalidad, mantienen una relación compleja con la colonialidad como concepto o noción, aunque esta última ofrezca concepciones del tiempo que provienen del campo historiográfico, como la larga duración, por ejemplo. La idea central se enfoca en el hecho de que la colonialidad desafía al pensamiento historiográfico convencional en su mismo lugar de enunciación, tanto en sus temporalizaciones como en las formas coloniales que parecen persistir en su tramado.
Palabras clave: Historiografía; Colonialidad; Temporalidad
Abstract
This essay aims to establish a conversation about the reasons why certain ways of conceiving historiographical work, especially with regard to theoretical domains and the management of temporality, maintain a complex relationship with coloniality as a concept or notion, although the latter offers conceptions of time that come from the historiographical field, such as long duration, for example. The central idea focuses on the fact that coloniality challenges conventional historiographical thought in its very locus of enunciation, both in its temporalizations and in the colonial forms that seem to persist in its very fabric.
Keywords: Historiography; Coloniality; Temporality
Recibido: 26/09/2022
Evaluación: 03/11/2022
Aceptado: 04/11/2022
I.
Las preguntas y la tensiones que evocan este dossier requieren de un escenario mayor de exploración que el que puede obtenerse de un ensayo como el presente. Sin embargo, es en esa restricción aparente donde aparece más fructífero el esfuerzo por trazar algunas líneas para abrir el debate. Aceptando el desafío, aquí exploro sobre situaciones que han aparecido en mi propia tarea de investigación en el campo de la historia de las ideas latinoamericanas y caribeñas y que de manera recurrente están relacionadas con la práctica historiográfica y su relación con el concepto de colonialidad. Quiero aclarar de entrada, para no frustrar ciertas expectativas, que se trata de una visión impresionista del asunto y, sobre todo, de ciertas escuchas inevitables en diálogo con colegas en congresos, redes sociales, artículos, etc.
La primera cuestión que me gustaría mencionar la denominaré sospecha sobre el discurso teórico por parte de la historiografía. Como sabemos, desde que atravesamos las puertas de las aulas donde nos formamos como historiadores, en lugares como las universidades argentinas, una advertencia aparece en cada curso y se constituye en una suerte de mantra de la profesión: usted no puede confiar en las teorías, menos las de la historia, un buen trabajo de historia se estructura con un buen archivo y la tarea en el archivo es un rito de pasaje (y de estancia definitiva) si usted quiere tener formación de historiador/a. El archivo, dicho de manera simple y sin considerar las decisivas inflexiones que autores como Ann Stoler (2010) y Frida Gorbach y Mario Rufer (2016), por ejemplo, detectan sobre él, es un lugar clave para cualquier imaginario historiográfico. Clave, por las razones obvias, porque allí hay documentos –con sus presencias y ausencias–, porque es allí, en largas horas de incertidumbre en la búsqueda, casi como esperando el milagro del dato revelador, o construyendo las filiaciones entre documentos dispersos, que gran parte del oficio ocurre y donde los cuerpos de historiadores e historiadoras se encuentran.[1]
No habría mayor problema con esta suerte de dictum práctico si con él no estuvieran asociadas algunas asunciones que en el plano metodológico resultan evidentes y en el epistemológico no implicaran, al menos, un problema político. Se puede contestar a esto que parece un sinsentido indicando otra cosa que ir a los archivos, si se cuenta con ellos y están relacionados con los problemas que se investigan. Es cierto, es una objeción irrefutable y está sin duda atravesada por el sentido común. Pero hay algo más, el problema del algo más es qué tipo de legitimidad articula el viaje al archivo en relación con el tema y qué tipo de garantía epistemológica ofrece cuando, por ejemplo, la no disponibilidad de un archivo, de un acervo o de unas fuentes obliga a pensar en cómo llenar el hiato que se abre, ya no solamente en el componente documental, sino en el relato mismo de la historia que se intenta explicar.
Allí se hacen presentes desde hace décadas los mismos problemas. Michel De Certeau los conocía y sabía que el “llenado” de los hiatos ocurría con el discurso institucional de la disciplina (1995, p. 116). Una vieja sabiduría fortalecida por las astucias que Michel Foucault había enseñado a principios de los setenta sobre el discurso habilitaba esa afirmación. Si no estaba el documento, si el archivo permanecía silente, aún en los mejores esfuerzos porque mostrara las cartas en juego, el discurso de la disciplina cerraba la sutura. Se trata del discurso en su materialidad más concreta, la que produce y reproduce posiciones desde donde se enuncia, de una respuesta que no altera demasiado el estado de las cosas. Es el acecho de un discurso que se representa como un hacer práctico que resuelve casi por sí mismo, sin que ello implique demasiadas inestabilidades, las cuales, a pocos centímetros afuera de su dominio, se vuelven algo realmente impensable.
Junto a todo lo anterior, hemos escuchado durante décadas el viejo adagio del cual son responsables los annalistes y casi cada una de sus famosas generaciones acerca de que la historia es un oficio y como tal elabora sus reglas con base en una relación estrecha con sus herramientas, con sus materiales de investigación y con una creatividad. No hay en ese sentido casualidad alguna que el prodigioso volumen de Marc Bloch tuviera justamente en su subtítulo la palabra oficio: Apología de la historia y el oficio del historiador (2018). La etimología de la palabra oficio remite casi en cada punto a las antiguas formas de legitimar y pensar una tarea que se muestra modesta, pero lejos está de serlo. Oficio tiene dos componentes centrales, officium, oppificium, que muestran la obra (opus), el hacer (facere) y la acción de llevarla a cabo. Es decir, se trata de artes vinculadas al hacer.
II.
No obstante, en el medio de la idea del oficio hay algunas cuestiones importantes en juego. Dije al principio que el problema se situaba en relación con el discurso teórico. Tal vez sea el momento de precisar esta idea. Por discurso teórico me refiero tanto al plano de los conceptos e incluso de las categorías (aunque mucho menos con ellas) que se aplican para comprender o explicar lo que se entiende por los procesos históricos en juego. El discurso teórico funciona como aquello que estructura el lugar de enunciación de la disciplina en contextos específicos. Así considerado, son más que entendibles las dudas de muchos historiadores/as acerca del alcance de ciertos términos en lo que respecta a sus trabajos concretos y en relación con los procesos que estudian. Es fácil ver, por ejemplo, que los dominios teóricos funcionan como tales, es decir, reclaman que lo particular se organice en función de ellos. Podría citar muchos casos fáciles para pensar este problema, pero me gustaría mencionar uno que está cerca de mis preocupaciones y simpatías, lo cual aumenta, eso creo, la dificultad. El caso al que me refiero y que es el nudo de mi intervención aquí es el de la colonialidad.[2] Cada vez que este término aparece en algún texto historiográfico parece una concesión discursiva o ideológica antes que la aceptación de una noción que produce inteligibilidad sobre determinado proceso o evento dentro del orden del propio discurso historiográfico. Por esa razón se podría especular a partir de ello que es un elemento exterior a las reglas de validación que permitirían su ingreso al oficio.
Es cierto, y no es casual que haya habido muchas advertencias al respecto, que la colonialidad entendida como llave universal hace todo lo contrario de lo que pretendemos que haga, es decir, mostrar las filiaciones capilares entre las formas de las experiencias modernas, incluso de las propias modernidades en distintos planos y geografías, y las lógicas de las relaciones sociales coloniales que le están constitucionalmente asociadas. No es menor la inquietud que semejante término produce en cualquier análisis, dado que anuda fenómenos diversos pero pensables en conjunto, tales como la raza, la clase, el género, etc. Al mismo tiempo, produce una advertencia sobre el problema de la temporalidad que no solo afecta al "pensar históricamente" (otra de las marcas fundacionales del oficio), sino que "revuelve", podríamos decirlo de este modo, la noción misma de larga duración que está justamente atrás, no muy lejos, en uno de los pliegues que le dieron fundamento a su emergencia. Pocas dudas caben de la relación entre las visiones braudelianas de la larga duración y el habitar multisecular de la moderna colonialidad, como fondo estructurante de una relación que define, más allá de la reflexión sobre el espacio histórico de Perú por Aníbal Quijano, el mundo contemporáneo afectado por las retóricas, los imaginarios y las relaciones sociales emergidas en los colonialismos históricos. Entre esas advertencias entre lo molar y lo molecular, para usar el lenguaje filosófico que evoca Santiago Castro Gómez (2007), está el reclamo explícito por comprender una colonialidad no homogénea.
Pero la temporalidad de larga duración de la colonialidad ha tenido, eso creo, problemas para insertarse en el escenario temporal preferido por la historiografía regulada por la idea de proceso, que es el núcleo de la mayoría de los trabajos sobre historia. Se habla con frecuencia, por ejemplo, del proceso de consolidación del Estado nación, del proceso de construcción de una resistencia X, del proceso económico argentino, del proceso de ocupación de las tierras, del proceso de conformación de sindicatos y un largo etcétera, que se convalida en el famoso sintagma "proceso histórico". Y si bien la noción de proceso histórico no oculta sus filiaciones con los debates sobre el problema de las estructuras y las dinámicas del cambio, grandes temas de las historiografías globales en los años sesenta en su conversación crítica con el estructuralismo, es otro de los términos que viene cargado por asunciones que, la mayor parte de las veces, no son examinadas, pero regulan la caracterización de las nociones de cambio histórico y de temporalidad. Resulta casi evidente, sin mayor esfuerzo analítico, que la idea misma de proceso implica una regulación de la temporalidad que se mueve entre el tiempo como registro del cambio y el tiempo como consecución de las relaciones sociales. Si hay proceso, digamos, está asegurada una temporalidad análoga a la idea de cambio, y si las relaciones sociales se sitúan en el flujo del proceso, cierta tautología teórica emerge. Si no lo hace es porque el lugar de enunciación no aparece como motivo de examen o, en todo caso, la disposición de los problemas de investigación en los que está ese extenso dominio considerado “lo real” no desafía al oficio, a su práctica o a examinar sus operaciones. Como una suerte de consecuencia, toda la imaginación historiográfica se vuelve en esos casos al problema estudiado.
La colonialidad se presenta también en muchas ocasiones frente a los ojos historiográficos como demasiado categorial por momentos, demasiado de larga duración por otros, demasiado imprecisa si se piensa contextualmente o muy cercana a discursos salvíficos que postulan una relación emancipatoria, antes de examinar, claro, si ciertamente de la analítica de la colonialidad se desprende semejante pretensión.
Pero el problema principal, otra vez, no ocurre en relación con los objetos de conocimiento designados como tales por el conocimiento historiográfico o, si se quiere, por el oficio, dado que la disputa ocasional que puede ofrecer un concepto o algo más rígido como una categoría, no deja de ser administrable dentro de las reglas del pensar históricamente. Por ejemplo, un poco antes dije que la colonialidad reconoce abiertamente las filiaciones con la noción de larga duración braudeliana (Braudel, 2014), pero por supuesto también se conecta con las nociones de “economía mundo” del mismo Braudel (1979, p. 14) y, como resulta obvio, con el moderno sistema mundial de Immmanuel Wallerstein (2016), con quien Aníbal Quijano sostuvo las primeras conversaciones y definiciones sobre el problema. Tampoco resulta la colonialidad extraña a una forma de pensar el poder, al menos en lo que refiere a su conceptualización, donde se juegan dinámicas propias de un pensamiento estructural muy bien caracterizado por las tradiciones teóricas modernas, ya sea que se piense en el problema de la estructura o en el de la heterogeneidad histórica estructural para referir a una noción que está asociada a la misma idea de colonialidad.
En todo caso, en ese contexto hay un amplio rango de modulaciones que pueden ocurrir sin alterar los fundamentos en juego. Por el contrario, si dejamos de lado la referencia a los diferentes pasados estudiados y entramos al desván epistemológico de la historiografía, creo que nociones como la de colonialidad, entre muchas otras, que alude al problema colonial no solamente como algo a ser estudiado sino como algo que se anuda y produce en el terreno de las metodologías y de las epistemologías, hace que la cuestión se desplace a un terreno más complejo porque envía sin escalas a una revisión de los presupuestos que regulan el oficio. Dipesh Chakrabarty, aunque no habla en la lengua de la colonialidad, los pone en primer plano en varios ensayos de su autoría, pero en especial cuando discute lo que llama categorías hiperreales en la historiografía india (1999) o en el llamado a provincializar Europa como sujeto teórico (2000). Sus textos al respecto son muy conocidos y no quisiera detenerme demasiado en ellos a riesgo de ofrecer una repetición insustancial de lo que proponen. Me gustaría en este punto discurrir brevemente sobre lo que hacen las regularidades disciplinarias o lo que de otro modo aparece como las reglas del oficio, cuando las historias y las modulaciones de lo que se llama genéricamente colonialismo entran en escena, en especial cuando aparece la colonialidad.
¿Por qué la colonialidad? Porque ella apela, a pesar de las herencias que porta, como la de la larga duración, a una comprensión de las modernidades como procesos no escindidos de las prácticas coloniales. Es decir, ella misma es un concepto o noción pensada en lo que Walter Mignolo (2000; 2002; 2003) llama la diferencia colonial, una idea que encuentra fundamento en los planteos de Aníbal Quijano y de Enrique Dussel y que es presentada, casi sin excepción y con leves variaciones, como el momento en donde la emergencia del conocimiento y del pensamiento crítico no serían una narrativa occidental sino una zona de tensión, una diferencia puesta en juego por el colonialismo como proceso histórico social que afecta tanto la producción de subjetividades como la producción del conocimiento en relación con esas mismas modernidades. Este enunciado, que puede parecer abstracto en contraste con un accionar concreto, indica un camino en donde rápidamente se puede notar que afecta las regularidades epistémicas de un conocimiento como el historiográfico. Tomemos brevemente, por ejemplo, la cuestión de la temporalidad referida antes. La historiografía ha producido una relativamente extensa reflexión sobre cómo conceptualizar el tiempo, en particular el tiempo de las sociedades estudiadas, por medio de distintos modelos de aprehensión del mismo. La misma idea de larga duración es una expresión concreta de ello. Pero en ese mismo momento cabe la pregunta de qué le ocurre a la historiografía en relación con la temporalidad, la cual la diseña como herramienta analítica para pensar los pasados. Es decir, qué le ocurre en relación con las asunciones sobre el tiempo que funcionan para lo estudiado. ¿Funcionan también para el propio saber historiográfico? ¿Producen interpelaciones al modo de configurar los componentes cruciales del oficio, por caso, un conjunto de datos, un archivo, una metodología? ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los tiempos de aquellos que forman parte del material de lo histórico en la doble reducción que conlleva el pasado y una cultura?
Mucho se ha dicho ya sobre estas preguntas, pero nunca parece ser suficiente. De todos modos, se pueden anotar dos o tres operaciones centrales con respecto a la temporalidad. La primera, la más vieja y conocida, que sitúa cronológicamente lo estudiado. La segunda, que debe establecer la separación temporal del lugar de enunciación con el de las prácticas pasadas (asumiendo que hablemos de prácticas; por convención pensemos que es así). La tercera, una suerte de viaje a la diferencia, aunque se hable de la misma sociedad de pertenencia del historiador, que se puede expresar como el viaje a la diferencia cultural para familiarizarla, pero manteniéndola a distancia, en tanto las prácticas del pasado son el motivo de la operación historiográfica y no deben alterar el manejo temporal de la disciplina. ¿Qué consecuencias provisorias aparecen allí? En la primera de ellas, al igual que lo pensó Johannes Fabian para la antropología, el tiempo del lugar de enunciación nunca es sincrónico con los pasados que releva ni con las diferencias que establece. Mario Rufer lo ha dicho claramente al expresar que la negación de la coetaneidad al objeto antropológico y la espacialización de la otredad que analiza Fabian no ha tenido un análisis similar en el campo historiográfico:
La historia simplemente dice «registrar» el hecho de la aparición del estado nación moderno en un plano temporal que es secuencial y ahora sí, después de la Paz de Westfalia de 1648 por lo menos, vacío. Si el tiempo histórico moderno expulsó a Dios para dar cabida al Estado, me parece cada vez más claro que lo hizo conjurando la posibilidad de que su propia naturaleza fuera pensada como un acto de dominio: la propia naturaleza del tiempo moderno en tanto tiempo de la soberanía (Rufer, 2020, p. 289).
Es decir, la centralidad del dispositivo historiográfico pone el pasado en disposición justamente por la operación de diferir, diferenciar y espacializar los tiempos de las prácticas pasadas. Y la evocación de la pregunta de Chakrabarty acerca de “quién habla en nombre de los pasados indios”,[3] en este caso de los pasados simplemente, tiende a ser respondida con un artilugio ideológico que se podría llamar "renuncia a la representación", pero que no pasa de ese estatuto, mientras continúa inscribiendo una relación en la que tanto el sujeto de soberanía como su temporalidad permanecen inalterados.
Creo que un modo posible de moverse en el conjunto de todos estos problemas es como lo hace María Inés Mudrovcic al extender la noción de régimen de historicidad a la de régimen historiográfico que opera como la manifestación institucional de lo que en un sentido general pensó François Hartog para las formas de organizar la relación con el pasado en la modernidad, pero ahora en el plano más insidioso y complejo, si se quiere, de la disciplina historiográfica en un momento específico de su despliegue (2013, p. 15). Mudrovcic detecta que hacia finales de los años ochenta los cambios en relación con esos regímenes historiográficos, particularmente en lo que respecta a la dimensión del presente en el pensamiento histórico, implicaron un doble proceso que condujo a una fascinación por el pasado reciente: todo podía ser visto en el tiempo "real" de su ocurrencia y, al mismo tiempo, todo pasaba al pasado. Ella resume las dimensiones que jugaron un papel concreto en esta suerte de reubicación del pasado por efectos del giro lingüístico, por las tramas de las historias recientes y los acontecimientos traumáticos que atravesaron de cabo a rabo las experiencias históricas del siglo XX, entre otros factores (2013, pp. 20-26). De allí, por ejemplo, que el testimonio aparezca como una dimensión cada vez más central en la indiferenciación del pasado y del presente, socavando aquello que le daba estabilidad a la disciplina en lo que respeta a su control del tiempo en pasados y presentes. O que las memorias se entronasen como formas que recurrentemente desafiaban los aparatos conceptuales clásicos de la historiografía, concebidos como estables y capaces de dirimir toda reyerta sobre el carácter de lo real, sobre su estabilidad ontológica en tanto objetos de un pasado, etc. (Mudrovcic, 2013, p. 26). La idea que atraviesa por completo el texto de Mudrovcic es que ese cambio del régimen de historicidad implicó un cambio en el régimen historiográfico que descompuso la relación entre pasado y presente tal cual la había construido la historiografía anterior a los años 80 del siglo XX. Se podría decir que hubo una afectación del campo historiográfico en lo que respecta a sus presupuestos gracias a los efectos de un cambio general de las formas de percibir la relación con el pasado. Esto se dio por un movimiento que incluyó, entre otras cosas, una crítica de los presupuestos modernos, del logocentrismo, por los fenómenos de la descolonización globales y por todo el movimiento de lo que dio en llamarse la emergencia de nuevos sujetos sociales, entre los más importantes.
El punto es que casi siempre los historiadores e historiadoras en el siglo XX (y también en el XXI) dijeron de muchas formas posibles que el núcleo de su trabajo era el de conocer el pasado de manera tal que el presente, o al menos lo que bajo esa figura se concebía, fuera un espacio de mayor inteligibilidad política y, me arriesgaría a decir, moral, en tanto lo que presupone estudiar el pasado para comprender el presente se carga indefectiblemente de una dimensión semejante.
¿Qué creo que ocurre entonces con la colonialidad en ese contexto que delinean las preguntas arriba anotadas? Mi hipótesis, propuesta como una cuestión abierta, se apoya en la idea de que la colonialidad interroga de manera doble las operaciones historiográficas. Por un lado, con respecto a los pasados, por otra, con respecto al lugar de enunciación historiográfico.
Con respecto a los pasados se podría objetar que la colonialidad, como dije antes, se ha convertido en una suerte de comodín conceptual que parece allanar las dificultades propias del contexto en el que un análisis histórico se sitúa, tanto como lugar de producción como lugar pasado de una historia que se pretende pensar con ciertos criterios de inteligibilidad. De hecho, hay numerosos ejemplos de un uso extendido de la colonialidad donde no se revisa críticamente cómo es invocada ni qué homologaciones produce. Nadie escapa a estas operaciones en las humanidades y en las ciencias sociales en general y es por ello que no hay razón para pensar que la colonialidad no pueda sufrir de efectos semejantes. Como dije antes, no es casual que en trabajos de filósofos como Santiago Castro Gómez (2007) haya habido una advertencia bastante temprana acerca de la necesidad de pensar de manera relacionada el carácter molar y molecular de la colonialidad, por citar los legados que hace funcionar el autor en su propio texto. Menos como una gran estructura abstracta en la larga duración que no es afectada por los sujetos y más etnográficamente, es decir, donde se preste atención a las tecnologías de subjetivación y regularización como son, por ejemplo, la disciplina y la biopolítica que operan localmente (Castro Gómez, 2007, p. 167). En el medio hay notables aperturas conceptuales producidas sobre la colonialidad por otras intervenciones que van desde los textos de Rita Segato (2015) a los de Maria Lugones (2008), e incluso en la misma filosofía por Nelson Maldonado-Torres (2007), entre otros. De todos modos, la colonialidad casi ha funcionado en el campo abierto por las lecturas descoloniales como una llave genealógica para explicar los modos en que se configuran las modernidades entramadas en los procesos coloniales, no solo en las sociedades afectadas por el colonialismo de manera asimétrica, es decir las sociedades que sufrieron los colonialismos históricos modernos en sus propios territorios, sino también las sociedades metropolitanas. De otro modo, el viejo apotegma que señalaba que en los procesos de la hegemonía la afectación ocurría hacia todos los planos de las relaciones sociales, sin que ello signifique morigerar la importancia de las luchas por la hegemonía. Esta cuestión a estas alturas no debería ser objeto de aclaración, también se verifica con la colonialidad y reviste un carácter interesante por lo que ella afecta, lo que hace aparecer y lo que no, y por los lugares de enunciación implicados. Es decir, la colonialidad es un concepto o categoría[4] que pone en primer plano lo que podría llamarse una productividad. Produce mundo, produce sentido, produce significado, produce una materialidad bien concreta, se trate de recursos, imaginarios, fuerzas productivas, discursos, etc., y, al hacerlo, no otorga a los sujetos comprendidos en esa productividad un exterior, un lado de afuera en el cual pueden no ser alcanzados por su lógica. En el extremo, la colonialidad, pensada en la escena de las relaciones sociales, con todas las dimensiones que se quieran sumar allí, es el medio donde las prácticas históricas se despliegan. Este punto, sin dudas es el más complejo de todos porque remite en un punto a un contenido, como bien diría Chakabrarty, hiperreal, a una suerte de colonialidad omnipresente, pero en la larga duración, desde que hay una relación si no estudiada al menos intuida entre modernidad y colonialismo.
Se podría allí decir que todas estas observaciones pueden tener validez, pero sin embargo no disminuyen la potencia heurística y la inteligibilidad epistémica y política que aparece cuando se invita a la escena a la colonialidad o, en el mismo sentido, cuando no se lo hace. Por ejemplo, la afirmación, quizás la más importante de todo el movimiento que se ha dado en pensar como descolonial, se funda en gran parte en el hecho ya mencionado de que no habría historia moderna que pueda ser explicada sin la colonialidad que le es co-constitutiva. Y sobre esta dimensión asertiva se pueden listar una saga de textos clave al respecto, entre ellos los del propio Aníbal Quijano, por supuesto, pero también, entre otros que jalonaron la discusión, El lado más oscuro del renacimiento (2017) de Walter Mignolo. Todos los mundos que evocan y proponen esos textos, y quizás otros que sin usar la misma noción pero con la misma intensidad definieron el universo de la cultura contemporánea como impensable sin los procesos coloniales e imperiales, como fueron los famosos libros de Edward Said, Orientalismo (1990) y Cultura e imperialismo (1996), apelaron al hecho crucial de que no puede escindirse lo moderno, sus historias, de la colonialidad en tanto patrón de poder. Como puede resultar obvio a estas alturas me he referido a modernidades, usando el plural, y en ocasiones he sugerido colonialidades. Pensarlo de ese modo choca de manera directa con la carga ontológica del concepto, pero creo que puede volverlo asequible a las tensiones que los contextos prácticos producen. Aunque no avanzaré con esa zona de mis argumentos quería dejar expresada la observación.
En este punto se pueden asumir las diferentes objeciones que se han hecho. Retomando la segunda dimensión, me gustaría ahora evocar la afectación concreta que puede producir sobre el lugar de producción y de enunciación historiográfica, sobre el pensamiento disciplinario, sobre los reaseguros metodológicos que aparecen siempre que está en juego un concepto o categoría que viene desde afuera del campo o de la disciplina.
En primer lugar, y contra ciertas formas ritualizadas del proceder historiográfico, me gustaría señalar que invocar la colonialidad afecta radicalmente el lugar de enunciación, ya sea como patrón de poder, ya sea desde una perspectiva estructural, aún contemplando las heteregeneidades en acción, o ya sea desde la aparición del término como una moneda de alto valor de cambio en los discursos de las ciencias sociales (una dimensión que bien haríamos en no descuidar). No es difícil de entender por qué ello ocurre. La colonialidad irrumpe avisando del error radical que entraña la creencia de que los procesos de independencia política aseguran un proceso emancipatorio de las sociedades que los llevaron a cabo. Esa es una de sus dimensiones más arraigadas y polémicas porque de algún modo baja el valor de cambio histórico de las independencias nacionales criollas en América Latina. La colonialidad daría cuenta de todo aquello que sigue ocurriendo en términos coloniales, aun luego de que los colonialismos históricos formalmente reconocidos han desaparecido. De ese modo, lejos está de cerrar "los mundos coloniales" en ciertos períodos históricos de ocurrencia. O para decirlo en un lenguaje que puede resultar familiar para muchxs de nosotrxs, la colonialidad expresa menos una independencia política y mucho más un profundo, persistente y sólido proceso de subjetivación. Edward Said fue tremendamente sagaz cuando señaló, hace ya muchos años, en ocasión de pensar los procesos de liberación nacional africanos y asiáticos que confundir independencia con liberación conducía a un rotundo error de lectura política (1996). Antes que él también otros notaron eso con transparencia. Baste con recorrer las advertencias de Frantz Fanon sobre la descolonización y las debilidades de los nacionalismos, desplegadas en Los condenados de la tierra (1994), para darnos cuenta de que había una fuerte conciencia epistémica y política sobre los modos en que se negociaban los conceptos centrales de las luchas emancipatorias. Y si asumimos, aunque más no sea provisoriamente, que la idea de "lo colonial" como patrón de poder se mantiene, bien haríamos en considerar que la vieja y extensa relación entre saber y poder no se desactiva fácilmente. Entonces, justo allí, el caso revierte sobre las prácticas dentro del campo de conformación de los conceptos, es decir, en el corazón mismo del oficio.
Vayamos, por último, a este punto porque es quizás el más sensible y el más susceptible de todos, ya que están implicadas en él nuestras operaciones con la temporalidad, la diferencia, la posición epistémica, las metodologías y el tratamiento de los materiales de investigación. Primero, habría que señalar que no se trata de pensar en términos de exorcismos intelectuales. Me refiero a esos ejercicios reductivos en los que se señala, por ejemplo, un tramado etnocéntrico, o euro-céntrico, y luego de señalarlo, por arte de magia enunciativa, se está del lado de afuera del problema. En todo caso, las sofisticadas perspectivas que gran parte del grupo de los estudios subalternos de India nos ofrecieron en los últimos cuarenta años harían fácil desmontar esa presunción, pero sugiero de todos modos no confiarnos. Segundo, señalado esto, diría que persiste un conjunto que es efectivamente el corpus de conceptos, asunciones y presunciones que construimos en la historiografía, quizás no en todos los enfoques, –advertí de entrada que se trataba de un argumento impresionista– que están habitadas por los criterios de inteligibilidad que no tuvieron demasiado en cuenta el problema colonial como mínimo y la colonialidad como máximo. Es justo allí donde se hace presente el enlace con el análisis citado de María Inés Mudrovcic sobre el régimen historiográfico habitado por una dimensión instituyente de lo presente.
La colonialidad describe, con sus más o menos detalladas especificaciones, una continuidad que todo el tiempo, si se me permite la frase, abre la temporalidad. Lo hace porque como patrón que sigue aconteciendo interpela directamente los modos de organización del pasado y las temporalizaciones asociadas. Es decir, al seguir produciendo efectos, ya sea a nivel justamente de las estructuras sociales como en el plano de las prácticas, no permite operar un cierre temporal ni disponer en la producción de conocimientos de una objetualidad tranquilizadora donde aquellos fenómenos más perturbadores puedan pasar a formar parte del pasado. En el espacio de la crítica descolonial esta situación tomó varios nombres, pero todavía resuena con notable eficacia performativa la idea de "herida colonial" de Gloria Anzaldúa, desplegada luego por Walter Mignolo en la Idea de América Latina (2007),[5] porque sugiere, precisamente, lo que se reactualiza en los sujetos y en las prácticas. Si se mira más de cerca, instala un problema complejo en los modos de temporalizar de la disciplina porque la colonialidad no se vuelve presente solamente por el efecto de una cultura que registra todo en "tiempo real", desde tsunamis a guerras, o porque reinstale el problema abierto por una memoria que sigue punzando en la comprensión del presente. Si bien comparte mucho de esas dimensiones, lo central es que es un fenómeno de larga duración que abre la temporalidad e interrumpe, digámoslo de este modo, la patrimonialización del pasado, cierra la posibilidad de convertirlo en una suerte de relicario conceptual o moral para encender historias nacionales, de clase, o cualquier otra.
La colonialidad introduce la conciencia de que la violenta distribución de los recursos materiales y simbólicos continúa ocurriendo y con ello funciona como una alerta frente a la acción de los dominios teóricos cuando ellos se vuelvan una suerte de museos que estabilizan la temporalidad, la parcelan, la controlan y, en última instancia, la administran. Puede que su eficacia sea mayor o menor dependiendo de los casos, de la información disponible o de los materiales de investigación, pero el punto es que cuando aparece en escena no deja de actualizar la temporalidad y en especial esa zona denominada “presente” en ella. Quizás esa sea la razón de que se la perciba como parte de un discurso político emancipatorio antes que como una dimensión analítica destinada a pensar las sujeciones en las prácticas históricas, porque desborda en el hecho de que su exteriorización se da en el presente de los enunciados, nunca ocurre en tiempo verbal pasado. Entonces, precisamente allí, hay un segundo elemento en este proceso de apertura de lo temporal, entendido como el problema de instituir el presente, y ello es la dimensión de lo colonial.[6]
La colonialidad, lo dije en varias partes de este texto, tiene su suerte sellada en la modernidad (uso el término genérico para comodidad explicativa), del mismo modo que no habría modernidad posible sin el carácter instituyente de la colonialidad. Esta situación, desplegada en la práctica historiográfica, dirigida hacia los propios procesos metodológicos, no solo produce el tembladeral que todo retorno del presente tiene para la disciplina, sino que además incorpora una suerte de conciencia epistemológica que no es fácil sortear, a menos claro que se ejecute un acto de olvido voluntario o negación. Dicha conciencia epistemológica está referida al hecho de cada concepto que estructure el campo de la historia como disciplina podría estar habitado por los espectros de las prácticas coloniales. Y este es quizás el lugar menos pensado de todos o el que quizás esté operando con mayor intensidad a la hora de entender la prolongada separación entre la colonialidad y el trabajo con los conceptos en el campo historiográfico.
Puede haber muchas explicaciones para esto, pero creo que en parte el problema se ajusta al hecho de que la colonialidad surge de un contexto intelectual que no es centralmente historiográfico. En ella se cruzan las tramas de la sociología, de la filosofía y lecturas semióticas que están en un segundo plano de acción, ya que entran en escena cuando los contornos de la colonialidad han sido delimitados por las primeras.[7] En las genealogías críticas del colonialismo, tanto la poscolonial como la decolonial, hay énfasis distintos con respecto a los colonialismos históricos y ello se debe a las propias disciplinas que mayoritariamente intervienen en uno y otro caso. Con la poscolonial, asumiendo un pacto con esta designación, que engloba la llamada crítica poscolonial y los estudios subalternos de los historiadores indios, los análisis de los procesos coloniales tienen la impronta (con excepciones, por supuesto) de las prácticas historiográficas. En el caso del giro decolonial, los registros predominantes en términos disciplinarios han provenido de la filosofía, de la sociología y de la semiótica. En ese sentido, y como bien lo sabemos, todas esas disciplinas anudan nociones de temporalidad y diferencia en sus propios desarrollos y alguna de ellas de un peso tal que, por ejemplo, es difícil distinguir en la filosofía, por caso, una idea de canon de una idea de temporalidad (De Oto y Ripamonti, 2021, p. 4). Esa situación, a mi juicio, y a pesar de las extensas y profundas intervenciones sobre la decadencia de las posiciones disciplinarias (Gordon, 2013) o sobre las teorías sin disciplinas (Castro Gómez y Mendieta, 1998), ha sido una de las razones que ha mantenido a la colonialidad a distancia en las lecturas historiográficas.
III.
No hay por supuesto una conclusión en esta conversación. Mi intención es simplemente puntualizar algunos aspectos de lo que creo está en juego en una suerte de escucha que no termina de consolidarse entre las intervenciones en claves decoloniales y poscoloniales y las prácticas del oficio historiográfico. Hay una última consideración que quisiera hacer y que va en consonancia con reflexiones similares que he hecho para el campo filosófico. Ella es que las nociones de temporalidad que maneja una disciplina es preciso pensarlas como parte inextricable del canon. Estamos acostumbrados a pensar que el canon se manifiesta por un conjunto de temáticas, conceptos y materiales, pero estamos menos entrenados para pensar que la noción de canon es inherente a los modos en que la temporalidad se configura en la disciplina. Así como la rutina filosófica cuestiona poco la relación entre temporalidad y filosofía, asumiendo la mayoría de las veces que se trata de una relación naturalizada, la historia se vuelve de alguna manera impensable sin tiempo y eso es una verdad que no requiere pruebas, pero el problema más importante aparece cuando la temporalidad es una dimensión disputada. Si evoqué el problema del presente es precisamente porque en esa dimensión de lo temporal es donde se cuelan los mayores riesgos para la operación que anuda fuertemente una sinonimia entre tiempo e historia. Una sinonimia que, por otra parte, siempre desplaza las temporalidades otras al espacio del tiempo analítico, es decir, a las construcciones de la propia historiografía para pensar la diferencia. La colonialidad allí funciona como un recordatorio incómodo de que no hay naturalización posible porque ella no deja de acontecer. Entiendo que es una figura compleja, pero invita a abrir el presente y quizás, y solo digo quizás, permita entrever las maneras posibles de hacer lugar en el tiempo al sujeto escindido de la enunciación colonial que postula.
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[1]El libro relativamente reciente de Lila Caimari, titulado La vida en el archivo. Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia (2017), se ofrece como una hoja de ruta en clave biográfica para entender hasta qué punto el archivo modela las subjetividades historiográficas y ayuda a conformar una suerte de sentido que excede el marco de la disciplina, al mismo tiempo que la condiciona en sus operaciones. Caimari relata diversas sensaciones que se dan en el archivo frente a un hallazgo documental, por ejemplo, o el tedio y la monotonía que produce un recorrido rutinario por los documentos. También examina qué pasa cuando toda esa inversión temporal pasa al registro de la escritura.
[2] Asumo, dado el motivo del dossier, que no es preciso elaborar una historia de la colonialidad como concepto o noción, ya que se apela a cierto conocimiento previo. De todos modos, se pueden visitar los siguientes textos y autores. Para el concepto de colonialidad del poder, ver Aníbal Quijano (2000; 2000b; 2001); para colonialidad del saber, ver Edgardo Lander (2000), colonialidad del Ser, Nelson Maldonado-Torres (2007); para colonialidad del tiempo, ver Walter Mignolo (2003). Para un análisis de lo que implica el proyecto de investigación del colectivo modernidad/colonialidad, ver Arturo Escobar (2003) y Santiago Castro Gómez y Ramón Grosfoguel (2007). Un aporte más reciente a la discusión sobre los alcances, problemas y perspectivas de la inflexión descolonial, tal como la llaman los autores, es el de Eduardo Restrepo y Axel Rojas (2010).
[3] Subtítulo del artículo citado antes: “La poscolonialidad o el artilugio de la historia. Quién habla en nombre de los pasados indios”.
[4] Johannes Fabian señala que la función de las categorías es “ser necesarias por definición” porque de otro modo no funcionarían como tales, es decir, no tendrían las funciones reguladoras que se les asignan (2019, p. 59). Por eso se nota el vaivén en este escrito entre noción, concepto y categoría para referirme a la colonialidad. De los tres, el que me parece se ajusta mejor a lo que intento anotar es quizá el más flexible de todos, noción, porque tiende a ser descriptiva antes que reguladora.
[5] La noción de “herida colonial” de Gloria Anzaldúa es desarrollada por Walter Mignolo y en su despliegue se articula como una suerte de performatividad colonial que no cesa de ocurrir. La piensa con Fanon en las manos, señalando que la herida colonial es aquella que se produce con el racismo, con los discursos que ponen en tela de juicio la humanidad de aquellos que no se sitúan en el mismo locus de enunciación que los que clasifican, etc. (Mignolo, 2007, p. 34).
[6] Para una secuencia ampliada de la dimensión de lo colonial en el presente sugiero visitar el Dossier “Introducción: Pensar lo colonial” (2018).
[7] Para ver el alcance de las lecturas semióticas de Walter Mignolo, sugiero visitar la introducción de Gustavo Verdesio, “De la epistemología occidental a la gnosis fronteriza. Apuntes sobre un itinerario intelectual poco conocido” (2010).