Juventud y mundos del trabajo: el caso de los ferroviarios en la Argentina de comienzos del siglo XX

[Youth and Labor World: The Case of Railroad Workers in Argentina at the beginning of the 20th Century]

Florencia D’Uva

(Universidad de Buenos Aires)

florenciaduva87@gmail.com

Resumen

El presente artículo propone explorar las experiencias sociales de la juventud obrera a partir del caso del mundo del trabajo ferroviario en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX. El texto busca conocer los puestos laborales en los que muchachos y muchachas se iniciaban, sus condiciones de trabajo, los vínculos y relaciones entabladas con el resto del personal, así como sus prácticas y espacios de sociabilidad. En particular, entiende que la dimensión de género constituye una perspectiva clave para estudiar y comprender sus experiencias y que, en un mundo laboral compuesto mayoritariamente por varones, el espacio de trabajo fue primordial en la construcción de roles, ideas y prerrogativas en torno a la masculinidad. A partir de ello, espera contribuir al conocimiento de las experiencias de la juventud obrera, un sector poco explorado y apenas problematizado por la historiografía sobre la clase trabajadora.

Palabras clave: Juventud; Trabajadores; Ferrocarriles; Sociabilidad; Masculinidad

Abstract

This article aims to explore the social experiences of young workers by taking the case of the railway world in Argentina in the first decades of the twentieth century. It seeks to understand the jobs in which boys and girls were initiated, their working conditions, the links and relationships established with the rest of the workforce, as well as their practices and spaces of sociability. In particular, it understands that the gender dimension constitutes a key perspective to study and comprehend their experiences and that, in a labor world composed mostly by men, the work space was essential in the construction of roles, ideas and prerogatives around masculinity. From this, it hopes to contribute to the knowledge of the experiences of working-class youth, a sector little explored and barely problematized by labor historiography.

Keywords:Youth; Workers; Railroads; Sociability; Masculinity

Recibido: 17/04/2023

Evaluación: 21/08/2023

Aceptado: 27/09/2023


Juventud y mundos del trabajo: el caso de los ferroviarios en la Argentina de comienzos del siglo XX

En Argentina, los ferrocarriles constituyeron una fuente de empleo para decenas de miles de trabajadores que se incorporaron a su engranaje, y hacia principios del siglo XX –en pleno auge de la construcción y desarrollo de la red– constituían el segundo puesto como empleadores más importantes del país, detrás del sector agrícola (Bialet Massé, 1904, tomo II, p. 75). Dispersos a lo largo y ancho del territorio nacional, un gran número de trabajadores, mayormente varones, aunque con diversos oficios, calificaciones, edades y nacionalidades, atendía las distintas labores en cada uno de los departamentos y servicios en que se organizaron las compañías ferroviarias. Trenes, locomotoras, talleres, estaciones, casillas y campamentos al costado de las vías eran algunos de los espacios en los que transcurría su cotidiano laboral.

Este artículo pone el foco en quienes, siendo menores de edad y jóvenes, se iniciaron en el mundo laboral de los ferrocarriles en la Argentina de comienzos del siglo pasado. ¿Cómo accedían a sus puestos? ¿Qué trabajos realizaban y bajo qué condiciones? ¿Qué vínculos entablaron con otros trabajadores? ¿Qué demandas específicas articularon? ¿Participaron de conflictos y protestas? ¿Cuáles eran sus prácticas de sociabilidad? Estas son algunas de las preguntas que las siguientes páginas buscan responder en un intento por indagar las experiencias de la juventud obrera, un sector poco explorado y apenas problematizado por la historiografía sobre la clase trabajadora.

Durante los últimos años, los estudios históricos sobre las infancias y juventudes en la Argentina han experimentado un crecimiento notable. Una diversidad de investigaciones ha permitido conocer cada vez más sobre los consumos de niños y niñas (Bontempo, 2015; Scheinkman, 2018 y 2022), sus juegos, formas de entretenimiento y prácticas recreativas y de sociabilidad (Bontempo, 2016; Freidenraij, 2021), las dinámicas familiares y políticas públicas que atravesaron sus vidas (Cosse, 2006 y 2018; Freidenraij, 2018; Zapiola, 2019), así como sobre la socialización, educación y cultura de las y los jóvenes (Cammarota, 2016; Carreño, 2023; Manzano, 2017; Stagno, 2019), por mencionar tan solo algunas de las aristas y dimensiones exploradas por los autores y autoras que forman parte de este rico campo historiográfico. A pesar de este desarrollo notable, todavía es poco lo que se sabe sobre las y los jóvenes obreros y los escasos estudios existentes se concentraron en pensar las infancias trabajadoras más que aquella franja etaria concebida como juventud, aunque los límites entre estas puedan resultar difusos (Allemandi, 2017; Aversa, 2015; Scheinkman 2016; Suriano, 1990 y 2007; Zapiola, 2022). En tal sentido, es aplicable la caracterización realizada por la historiadora francesa Michelle Perrot en su ya clásico ensayo sobre la juventud obrera (1996) al afirmar que ha primado más preocupación por la infancia trabajadora, lo que ha invisibilizado a los jóvenes de la clase proletaria. Hay que tener en cuenta, asimismo, que este borramiento se suma a una tendencia presente en muchos estudios en los que la juventud aparece como algo limitado o propio de los sectores medios o de clase alta, “una especie de privilegio reservado para algunos” (Álvarez Valdés, 2016, p. 49).

Con la intención de revertir esta tendencia, el artículo se concentra en los jóvenes que ingresaron al trabajo ferroviario y presta especial atención a la dimensión de género como perspectiva clave para estudiar y comprender sus experiencias. Buscando indagar en la dimensión sexuada de la experiencia de clase, esta pesquisa entiende que, en un mundo laboral compuesto mayoritariamente por varones, el espacio de trabajo fue un lugar crucial, aunque no exclusivo, en la construcción de la masculinidad obrera. [1] A partir de ello, y tomando el caso de los ferroviarios, propone examinar la juventud obrera –entendiendo que esta es un concepto históricamente construido– situando las relaciones de género y etarias en su contexto con el fin de desnaturalizar roles y atributos.

En el primer apartado, el análisis se detiene en el ingreso de menores y jóvenes al trabajo ferroviario buscando reconstruir los puestos a los que se incorporaban, las tareas que llevaban a cabo, así como las relaciones y arreglos laborales en los que se vieron involucrados. A continuación, el artículo examina las condiciones de trabajo de los jóvenes ferroviarios –en particular, su exposición a los riesgos y peligros de la profesión–, se pregunta por sus relaciones con el resto del personal, sus demandas, reclamos y expectativas, y por los modos en los que participaron de la protesta obrera. Por último, se analizan los espacios e instancias de sociabilidad juvenil entendiendo que estos constituyeron una dimensión nodal en la formación de los jóvenes como trabajadores, en la construcción de roles y prescripciones de género y el pasaje hacia la adultez. Entre las fuentes utilizadas para llevar a cabo la investigación se destacan periódicos de los sindicatos ferroviarios, memorias y autobiografías obreras, revistas y reglamentos de las empresas férreas, informes elaborados por funcionarios gubernamentales, así como diarios y revistas nacionales.

El ingreso al ferrocarril: puestos de trabajo y relaciones laborales

Al comenzar 1916, como parte de los trabajos vinculados a la ley de jubilaciones y pensiones para el personal ferroviario sancionada el año anterior, se llevó a cabo un censo de empleados y obreros del riel. Entre los 36.344 trabajadores censados, quienes representaban aproximadamente un 30% del personal total, se registraron 820 menores de 15 años y 4.263 jóvenes de entre 16 a 20 años, que representaban respectivamente alrededor del 2% y casi 12% del personal registrado (Bunge, 1918, pp. 317-325). Más allá de su representación numérica minoritaria, este apartado busca rastrear quiénes eran estos jóvenes que trabajaban en el ferrocarril, qué puestos ocupaban y cómo accedían a ellos. [2]

Las estaciones ferroviarias eran uno de los espacios en los que se desempeñaban muchachos jóvenes, inclusive menores de 16 años, quienes se iniciaban comúnmente como mensajeros y practicantes. [3] Estos ocupaban un lugar particular, diferente al del resto del personal de la estación, compuesto por auxiliares, dependientes, boleteros, cambistas, telegrafistas y peones, entre otros trabajadores. En general, estos jóvenes cumplían un horario de trabajo fijo y no se les pagaba salvo que tuvieran que hacer algún reemplazo como, por ejemplo, atender el telégrafo. De este modo es como se iniciaban en las tareas y el aprendizaje del oficio (Fernández, 2006, p. 29; Tarullo y Iacullo, 2013, p. 97). Al respecto, según informó el diario La Época a mediados de 1916 en una nota sobre las condiciones de trabajo del personal de los ferrocarriles, en muchas estaciones de campaña el puesto de telegrafista se iniciaba con menores cuyos padres no tenían ningún inconveniente en que realizaran el aprendizaje sin recibir una retribución monetaria. Eso seguramente formaba parte de ciertas dinámicas y estrategias familiares de supervivencia más amplias en las que la formación en un oficio se presentaba como una oportunidad para que los jóvenes accedieran a trabajos calificados; en particular, el ferrocarril aparecía como un ambiente laboral con estabilidad, prestigio y posibilidad de prosperar. [4] Incluso, es factible que los mismos padres o familiares empleados en las estaciones introdujeran a los jovencitos en el servicio, como invita a pensar la Imagen 1, publicada en la revista mensual del ferrocarril de capitales británicosCentral Argentino, en la que entre el personal de una estación se ve al mensajero de corta edad Alberto Colazo –sentado en el cordón del andén a la izquierda de un practicante– y a un empleado de cargas del mismo apellido.

Imagen 1. Rafaela. Grupo del personal de la misma estación

Fuente: Revista Mensual del F.C.C.A., junio de 1915.

Según la crónica de La Época, el aprendizaje recibido resultaba “de bastante utilidad” para una cantidad de muchachos que, a la vez que adquirían práctica en la transmisión y recepción de despachos telegráficos, mejoraban sus conocimientos de contabilidad ya que los jefes se encontraban especialmente interesados en prepararlos para delegarles algunas tareas. De hecho, se aclaraba que la mayor parte de los jefes y altos empleados de tráfico se habían iniciado ellos mismos como modestos aprendices. [5] Seguramente, muchos niños y jóvenes –así como sus padres– aspiraban y se entusiasmaban con la idea de aprender un oficio y lograr hacer una carrera laboral en el ferrocarril, como se puede apreciar en el testimonio del mensajero Enrique Felini –de tan solo 12 años de edad, hijo de una viuda pobre y el mayor de cuatro hermanos– publicado en la revista del Central Argentino en octubre de 1913. Ante la pregunta del reportero de la compañía sobre cuáles eran sus aspiraciones en el ferrocarril, Enrique había respondido que su propósito era ayudar a su mamá y sus hermanitos y también “hacer carrera” (Badaloni, 2011, p. 151). Cabe señalar que la idea del trabajo de los menores como una “ayuda” con la cual se contribuía al sustento familiar estaba sumamente extendida y permitía naturalizar y justificar tanto los bajos salarios que percibían, como su apropiación por parte de los adultos.

En efecto, era cierto que muchos de los que ocupaban cargos de autoridad, como era el caso de los jefes de estación, habían comenzado en estos puestos. Así lo dejaba trascender el relato publicado en la revista empresarial de agosto de 1920 sobre la trayectoria de Marcelino Vázquez, que con 31 años ocupaba el cargo de jefe de estación en La Banda, Santiago del Estero, y quien había ingresado a la compañía a los 14 años como practicante, desempeñándose sucesivamente en diversos puestos y estaciones hasta llegar a ser jefe. [6] Un mes más tarde se publicó una entrevista a Romeo Varela, jefe de la importante estación San Martín, en la que se daba cuenta de la ascendente trayectoria laboral de este empleado de 36 años. Según se informaba, Varela había ingresado al servicio de la empresa con 15 años “en el modesto cargo de mensajero”, dos años más tarde había sido nombrado dependiente, luego se había desempeñado como jefe relevante y desde 1908 había comenzado su carrera como jefe titular de estación desempeñándose en distintos puntos de la línea. [7]

Otros jóvenes se incorporaron al trabajo ferroviario como parte de un grupo familiar, como sucedió en algunas barreras. Muchos guardavías vivían con sus familias en las casillas que las empresas les facilitaban y, en estos casos, mujeres, hijos y otros familiares podían encargarse de algunas de las tareas que implicaba el puesto. Así lo indica una nota publicada en el periódico socialista La Vanguardia en marzo de 1904, la cual apuntaba contra el bajo salario de estos trabajadores denunciando que por $30 las empresas explotaban a dos personas, “o sea al guardabarreras y su mujer o su hijo, que se alternan durante las 21 horas de trabajo que hacen”. [8] Ese mismo año, un mes antes, un pasajero del Central Argentino había informado que los guardabarreras de esa empresa, que recibían un pago mensual de $30 que no alcanzaba para cubrir las necesidades básicas, buscaban otros trabajos y dejaban la barrera a cuidado de sus mujeres, “las que ayudadas por algún muchacho propio o ajeno cumplen como pueden” (Badaloni, 2010, p. 103). [9]

Sobre la cotidianeidad laboral de estos trabajadores, lo cierto es que, en muchos casos, debido a la intensa jornada de trabajo, toda la familia se ocupaba en el puesto laboral del varón. Así lo informó una crónica ilustrada publicada en la revista Caras y Caretas en agosto de 1917 sobre la rutina de los guardavías del barrio porteño de Caballito, en la que se relataba que en el paso a nivel de la calle Cucha Cucha, el guarda era un joven padre de familia que pasaba los días acompañado casi siempre de su hijita en la boca del “huraco o caverna” que se había construido junto a la cadena de la barrera. Según este le contó al cronista, como el trabajo era tan excesivo en aquellos pasos, por donde pasaban más de cien trenes diarios, era preciso mantener a la mujer y a la suegra trabajando “en constante vigilancia” desde las cinco de la mañana hasta las doce de la noche. [10] Las fotografías publicadas junto a la crónica permiten apreciar cómo las labores de los pasos a nivel eran compartidas por todos los miembros de la familia, aunque el puesto de trabajo y el salario fueran uno, el del varón. Abrir y cerrar la barrera, pasar la escoba, preparar la comida o realizar tareas de orden y limpieza eran parte del trabajo que realizaban los guardas, sus hijos e hijas, esposas o compañeras, e inclusive suegras.

No siempre eran muchachos quienes se involucraban o incluso obtenían este puesto de trabajo, sino que algunas jovencitas también se insertaron en el mundo laboral ferroviario atendiendo las barreras. Este fue el caso de la señorita de 17 años, María Liendo, hija de un ex maquinista del Central Argentino fallecido tras casi dos décadas de servicio continuo. Hacia fines de 1916, su viuda era la guardabarrera de un paso a nivel en la estación Los Cardales, en la localidad homónima de la provincia de Buenos Aires, y junto con su hija María trabajaban en la casilla al tiempo que se ayudaban a vivir con la crianza de aves, la venta de huevos caseros y algunos porcinos que ellas mismas cuidaban. [11] En ocasiones, ante el fallecimiento de un trabajador, sobre todo cuando este ocurría como resultado de un accidente en servicio, las empresas ofrecían a las viudas o deudos alguna compensación no monetaria como era una colocación. No es posible saber si este fue el caso de las Liendo, pero sí fue lo que sucedió con Francisca Miranda de Rojas, quien, en 1924, con 19 años de edad, ingresó a trabajar como guardabarreras en el Ferrocarril Andino luego de que su hermano –quien era el sostén de la familia– falleciera. Según el testimonio de Francisca, “antes se daba vacante, no se daba sueldo como hacen ahora. Entonces buscaron una vacante, pero mamá tenía más de 80 años, entonces me buscaron a mí, me pertenecía a mí porque él me tenía a cargo” (Canali, 2012, p. 100). Si bien Francisca había rendido para ser telegrafista, aceptó el puesto de guardabarrera porque le prometieron que allí ganaría más y no pagaría casi nada. El trabajo comenzaba a las 6 de la mañana y concluía a las 10 de la noche y exigía bastante tiempo y atención pues los trenes, casi todos de carga, pasaban con bastante frecuencia: “a veces cuando eran muy seguidos se me cansaban los brazos. Más que todo me dolían las manos” recordaría años más tarde (Canali, 2012, p. 101).

Un lugar de trabajo que reunía a gran cantidad del personal ferroviario y en donde los jóvenes ocupaban un lugar muy particular fue el de los talleres, en donde se construía, reparaba y conservaba el material rodante. Dentro del personal de los talleres había trabajadores especializados y de diversos oficios, muchos de los cuales trabajaban a jornal, al igual que los peones sin calificación que también se desempeñaban en estos espacios. Los trabajadores calificados contaban con saberes específicos, conocimientos técnicos y una formación especializada: torneros, herreros, caldereros, soldadores, horneros, ajustadores, hojalateros, cerrajeros, albañiles, carpinteros, remachadores, modelistas, pinceleros, barnizadores y letristas eran tan solo algunos de ellos. La mayoría de las secciones estaba a cargo de un capataz, en general un oficial especializado encargado de la distribución y supervisión del trabajo, así como de la enseñanza del oficio. Quienes ingresaban a trabajar en las distintas especialidades empezaban generalmente como aprendices, con 15 o 16 años, y con el tiempo podían ir formándose en un oficio y ascendiendo en el escalafón (Bialet Massé, 1904, tomo III, p. 343). A pesar de las diferencias existentes entre las distintas compañías, en general, los aprendices –muchachos de 15 años en adelante– recibían una paga por hora, menor que la de los obreros calificados con formación de artesanos. Tomando la información brindada por Juan Bialet Massé en su informe sobre la clase obrera en el interior de la Argentina, mientras que en los ferrocarriles de Corrientes y Entre Ríos los artesanos cobraban entre 20 y 70 centavos por hora, los aprendices percibían entre 6 y 20 centavos por hora trabajada (Bialet Massé, 1904, Tomo III, p. 130). De este modo, entre los trabajadores de los talleres existían escalafones y jerarquías bien marcadas que implicaban diferentes arreglos laborales y formas de remuneración en las que intervenían cuestiones como la edad y la calificación.

Muchos de los jóvenes que se iniciaban en los talleres aprendían el oficio ahí mismo. En sus talleres de Rosario, por ejemplo, el Central Argentino había abierto, durante los primeros años del siglo XX, una escuela para los hijos de sus empleados, la cual, según afirmaba la empresa, combinaba lo mejor del sistema educativo inglés y del argentino, enseñando a los niños en ambos idiomas. La escuela formaba a los alumnos principalmente para ocupar puestos comerciales y administrativos, pero también atendía las necesidades de aquellos niños cuya inclinación era el aprendizaje de un oficio, facilitándoles una consideración favorable en sus aplicaciones para ingresar como aprendices en los talleres. [12]

Otros trabajadores que solían incorporarse al servicio ferroviario durante su juventud eran los limpiadores o limpia-máquinas, también denominados “aspirantes” o “aspirantes a foguista”, que se desempeñaban en los depósitos o galpones de locomotoras limpiando las máquinas mientras se familiarizaban y aprendían sobre sus piezas y mecanismos. Cuando no eran necesarios sus servicios de limpieza, se estipulaba que se ocuparan en cualquiera de los trabajos internos del depósito o galpón, en general, inherentes a la preparación y reparación de locomotoras. Si bien el trabajo era desempeñado por muchachos que promediaban los 16 años, para poder ser admitido como aspirante a conductor de locomotoras y rendir examen para ser limpiador autorizado había que cumplir ciertos requisitos. Entre ellos, tener entre 18 y 23 años, cierta estatura mínima –dependiendo de la empresa y el año de ingreso–, y contar con un certificado de buena salud, el cual era otorgado por un médico de la compañía que dejaba constancia de que el candidato no padecía de afecciones que pudieran oponerse al perfecto cumplimiento de su función. [13] También, en los galpones de locomotoras se encontraban los trabajadores del departamento de mecánica o talleres, encargados de ciertas tareas de mantenimiento y de las reparaciones parciales de las máquinas. Entre ellos estaban los ajustadores, una especie de mecánicos que solían comenzar como aprendices, con 12, 13 o 14 años de edad y con el tiempo, y ya siendo oficiales, podían llegar a ocupar puestos de autoridad como el de encargado del depósito de máquinas. [14]

Las situaciones examinadas en este apartado ponen de relieve la diversidad del mundo laboral ferroviario, con espacios de trabajo diversos –estaciones, talleres, galpones, barreras– en los que convivían trabajadores de oficio con trabajadores sin calificación; hombres con largos años de experiencia, que realizaban un trabajo remunerado, con muchachos que recién se iniciaban en puestos de aprendizaje y no siempre cobraban un salario y cuando lo hacían era el más bajo de todo el escalafón. También queda en evidencia la importancia de las relaciones familiares y redes de parentesco en la incorporación al mercado formal del trabajo ferroviario, en el que muchos trabajadores recomendaban o realizaban el contacto entre hijos, hijas, hermanos, y las compañías, fomentando cierta endogamia ferroviaria.

“Hacerse hombre”. Peligros, demandas y tensiones en la comunidad ferroviaria

Al cumplir 30 años de vida, el gremio de maquinistas y foguistas La Fraternidad publicó en la tapa de su periódico quincenal cuatro poemas dedicados a los trabajadores de los distintos oficios que formaban parte del personal de tracción: maquinistas, foguistas, pasaleñas y limpiadores. Cada uno se detenía en los distintos momentos de la carrera laboral desde que, siendo muy joven, “niño que anhela hacerse un hombre”, se ingresaba a trabajar al galpón de locomotoras como limpia-máquinas, hasta que, luego de años de preparación y experiencia, se llegaba al summum profesional y se obtenía el certificado de maquinista. [15] Además de describir las características, condiciones materiales, tareas y obligaciones de cada uno de los oficios, los versos buscaban resaltar los riesgos, calificación, sacrificio y responsabilidad que implicaba la realización de estos trabajos, buscando dotar de prestigio a la profesión. En particular, sobre los limpia-máquinas se decía:

Imagen 2. Poema publicado en el periódico de La Fraternidad

Fuente: “La Fraternidad. 30º Aniversario”, La Fraternidad, 15 de junio de 1917, p. 1.

A partir de la lectura del poema dedicado a los limpiadores es factible pensar que un rasgo sobresaliente de este puesto es que era ocupado por menores, a quienes el autor de los versos se refería como “niños” a pesar de que, como se ha visto más arriba, la edad promedio de los aspirantes era de 16 años y para ser admitidos al servicio debían contar con, mínimo, 18 años de edad, algo que en la práctica no parece haberse respetado. [16] Asimismo, algunas expresiones del escrito atribuyen una actitud pasiva a estos trabajadores, a quienes se los nombra como “esclavos del galpón”, entregados al “mutismo”, una representación común y generalizada entre los gremios y corrientes de izquierda a comienzos del siglo XX (Scheinkman, 2016). Otro rasgo que se destaca es la ilusión o expectativa de los limpiadores por ir escalando los peldaños de la profesión, “desde abajo” llegar “arriba”, lo cual no solo implicaba convertirse en maquinista, sino también “hacerse hombre”. En el mundo laboral ferroviario y, de modo particular, entre el personal de tracción, la masculinidad que se celebraba y exaltaba tenía que ver con ciertos atributos como la valentía, el coraje y la responsabilidad que hacían de estos trabajadores héroes que se enfrentaban al peligro inminente de forma cotidiana, siempre dispuestos a dejar su vida en el trabajo (D’Uva, 2019).

Más allá del ideal del trabajador entregado a su profesión –principalmente sostenido desde el ámbito gremial–, los ferroviarios no se mantuvieron indiferentes frente a las condiciones laborales que los exponían a sufrir accidentes (D’Uva, 2021). En este sentido, este apartado busca examinar cómo los jóvenes que trabajaban en los ferrocarriles vivieron esos peligros propios de las tareas que desarrollaban; además, se interesa por rastrear algunas de las demandas y reclamos que articularon al respecto, así como frente a otras condiciones laborales, y las formas en las que impulsaron o participaron de la protesta obrera.

Las páginas de los periódicos gremiales constituyeron una plataforma desde la que los trabajadores podían exponer sus quejas, denunciar lo que consideraban abusos e injusticias, formular reivindicaciones y demandas. Entre las denuncias que llegaban desde los distintos puntos del país, es posible identificar situaciones que involucraron a obreros jóvenes y que permiten acercarse a sus experiencias laborales y sondear las relaciones que entablaron con otros trabajadores, así como con jefes y superiores.

En diversas oportunidades los ferroviarios agremiados protestaron porque las empresas colocaban a menores de edad en puestos que exigían ciertas responsabilidades y comportaban peligros, y para los cuales, en teoría, no estaban admitidos. Tal fue el caso reportado por un socio de La Fraternidad, quien al comenzar 1909 denunció que durante varios días seguidos los cambios en una estación del Ferrocarril Gran Oeste Argentino habían quedado bajo la atención de un “niño” de 13 años, lo que exponía a los trabajadores a múltiples peligros. [17] En efecto, a mediados de 1912, en la línea del Ferrocarril Pacífico, casi se produjo un choque entre dos trenes a causa de una vía libre mal dada. Según apuntó el periódico fraternal la verdadera culpa radicaba en la “economía” de la empresa por medio de la cual se ocupaba a menores de edad “incapaces de comprender las responsabilidades que se arrojan sobre sus hombros”. [18] No siempre la catástrofe lograba evitarse y en varias oportunidades, al narrar choques y otros accidentes, los ferroviarios agremiados denunciaron que las autoridades de las compañías dejaban las estaciones “abandonadas” a menores de edad que no contaban con los conocimientos suficientes, lo que, a juicio de estos trabajadores, dejaba en evidencia el desprecio de los superiores tanto por su personal como por los pasajeros. [19]

A decir verdad, los jóvenes “inexpertos” también se exponían a sí mismos a los peligros de la profesión tal como ilustra el caso del cambista Eusebio Delgado, de 18 años de edad, quien falleció en abril de 1913 luego de herirse gravemente la mano al realizar el enganche de un vagón. Desde las páginas de El Obrero Ferroviario, sus compañeros condenaron “la infame conducta de los superiores que con una inconsciencia verdaderamente criminal ponen en trabajos peligrosísimos a personas nuevas y sin ninguna práctica en el servicio”. [20] Si bien no es posible conocer en detalle las circunstancias en las que el joven cambista se accidentó, es factible pensar que en el cotidiano laboral muchos trabajadores no eran del todo conscientes de los peligros que enfrentaban o que, aun conociendo los riesgos, decidían desafiarlos, acostumbrados a realizar tareas en la que exponían sus vidas y desplegar una actitud valiente y orgullosa en la que no cabían comportamientos temerosos. [21]

En alguna ocasión, sucedido un accidente, las autoridades gubernamentales tomaron cartas en el asunto. Así, por ejemplo, a comienzos de 1907 la Dirección General de Ferrocarriles ordenó al Central Argentino responder por el infortunio sucedido unos meses atrás en un paso a nivel de la línea, luego de que el guardavía encargado bajara la barrera y golpeara al conductor de un carro. Según pudo saber el organismo estatal, el guarda era un muchacho de 15 años y el accidente se produjo a causa de su imprudencia, lo cual comprometía la seguridad de los trenes y el tráfico general, y, por lo tanto, no era posible aceptar que un menor de 18 años, “cuya seriedad puede suponerse insuficiente”, desempeñara las funciones de guardabarrera. [22]

A juzgar por las denuncias comentadas hasta aquí, así como por los estatutos de la Confederación de Ferrocarrileros –gremio creado en 1902 para nuclear a señaleros, cambistas, guardas y peones–, la ocupación de menores podía despertar recelos por parte de los trabajadores organizados. Allí se especificaban como fines del gremio el evitar la participación de menores de edad en los servicios que implicaran algún peligro, así como impedir la admisión de los menores de 14 años en las empresas (Boletín del Departamento Nacional del Trabajo, 1908, p. 70). Estas propuestas eran coincidentes con aquellas que algunos reformistas sociales comenzaban a formular en los primeros años del siglo XX, aunque, a diferencia de estos, que buscaban regular el trabajo de los menores con el fin de proteger y salvaguardar su moralidad y su salud, [23] el móvil que guiaba a los ferroviarios organizados estaba relacionado con la competencia que implicaban los salarios más bajos, cuando no nulos, que podrían cobrar los niños y jóvenes ocupados en las líneas.

La competencia entre trabajadores adultos y jóvenes se expresó, a su vez, al finalizar la huelga de maquinistas y foguistas que se extendió durante 52 días desde el 6 de enero de 1912. La medida impulsada por el sindicato La Fraternidad no solo no logró satisfacer las demandas y reivindicaciones obreras, sino que había dejado a un gran número de huelguistas separados del servicio. Si bien se había firmado un pacto de arreglo con el Poder Ejecutivo que estipulaba que todos los trabajadores cesanteados serían readmitidos al servicio, en la práctica este no se cumplió de la forma esperada entre las filas gremiales. Así fue que el reclamo por la reincorporación total se extendió varios meses tras la finalización del conflicto ya que, de acuerdo a los ferroviarios organizados, las empresas interponían problemas para readmitir a los huelguistas, cometiendo arbitrariedades sin respetar lo pactado.

Según se encargaron de denunciar los trabajadores en las páginas del periódico gremial, en diversas compañías las autoridades incorporaban al servicio fogoneros de 15 y 16 años mientras que se negaban a readmitir a foguistas que habían quedado separados por participar de la medida de lucha. Por ejemplo, en septiembre de 1912, pasados cinco meses del fin de la huelga, el Ferrocarril Santa Fe –de capitales franceses– aún tenía al 65% del personal de tracción sin readmitir, tratándose en su mayoría del “más antiguo, competente y con necesidades de familia”. [24] En el Sud, empresa de capitales británicos, a la par que se experimentaban tropiezos causados por la falta de personal poco antes de finalizar el año, las autoridades seguían obstinadas en dejar fuera del servicio a trabajadores experimentados que todavía esperaban la reincorporación y ocupar a menores de 15 años como fogoneros y a menores de 20 como maquinistas, lo que iba en contra de los reglamentos internos de la propia compañía. [25]

Asimismo, cabe destacar que arriba de las locomotoras las tareas de los conductores resultaban complementarias y, por lo tanto, cualquier negligencia o descuido por parte del foguista se traducía en dificultades para el maquinista, quien entonces ya no solo debía vigilar su máquina y tren sino también al mismo fogonero que lo acompañaba. De este modo, lejos de producirse la necesaria armonía que favorecía la correcta y eficiente realización del trabajo, la colocación de jóvenes sin la experiencia ni los conocimientos necesarios para desempeñar el puesto de foguista solo comprometía y recargaba a los conductores. Numerosas notas publicadas por el periódico de La Fraternidad advirtieron sobre los peligros que esto implicaba y denunciaron que los superiores ponían a los maquinistas a trabajar con compañeros de 15 y 16 años mientras que numerosos fogoneros competentes todavía aguardaban la readmisión. [26]

Pasado más de un año del fin de la huelga, en algunas compañías el personal continuaba reclamando por la reincorporación. Este fue el caso de 130 trabajadores del Ferrocarril Santa Fe, quienes a mediados de 1913 informaron que las autoridades de la línea demostraban una vez más su carácter despótico e intransigente al negarse a cumplir el pacto de arreglo. Como agravante, argumentaban que se los acusaba de ser personal “inservible” cuando la realidad es que eran los trabajadores con más años de servicio quienes quedaban sin readmitir. Por esta razón, los maquinistas y foguistas agremiados expusieron que el accionar de los superiores se basaba en la hostilidad y la venganza contra obreros competentes que, con una larga trayectoria a cuestas –18, 20, 25 años de labor o incluso más–, habían llegado a lo más alto del escalafón entregando a la compañía “su juventud, los mejores años de su existencia”. [27] A partir de ello, es posible pensar que muchos trabajadores habían ingresado al servicio en sus años mozos logrando hacer carrera en la empresa y que, por lo tanto, esperaban una consideración de su situación y mínimo reconocimiento por parte de las autoridades, al menos frente a trabajadores más jóvenes.

Las tensiones existentes en el mundo laboral ferroviario respecto a las diferencias etarias y lo que ellas implicaban se manifestaron en otras coyunturas de conflicto que enfrentaron a trabajadores y empresas. Así, en el marco de las huelgas de 1917, uno de los reclamos que levantaron los sindicatos apuntaba a que las empresas, en caso de necesitar reducir o rebajar personal, priorizaran a los obreros que contaran con mayor antigüedad frente a aquellos recién ingresados. [28] Según este planteo, el cual finalmente fue incluido en el reglamento de trabajo sancionado tras la movilización obrera, se favorecía a los trabajadores adultos con mayor experiencia laboral –y posiblemente con familias a cargo– en detrimento de los jóvenes que apenas comenzaban a dar sus primeros pasos en el servicio (Palermo, 2016). Frente a estas fricciones y diferencias que se producían en el interior de la comunidad ferrocarrilera, ¿qué tenían para decir los jóvenes obreros? ¿había lugar para que plantearan sus inquietudes, expectativas o una agenda de demandas propia? ¿tenían eco sus voces?

La voz de los propios jóvenes trabajadores es difícil de recuperar y ello obedece a diversos motivos. Por un lado, como bien señaló Perrot (1996, p. 104), sus expresiones quedaron subsumidas en las de la clase obrera, “su incorporación precoz al trabajo absorbía sus energías, sin procurarles los derechos de los adultos”, y, a diferencia de estos, se les exigía obediencia y silencio. Por otra parte, en las fuentes sindicales no siempre se especifica quién está escribiendo y, a la vez, quienes recién se iniciaban en el trabajo generalmente no se incorporaban tan temprano a las organizaciones gremiales. A pesar de estas limitaciones, a partir de la lectura de algunos documentos y evidencias es posible rastrear ciertas demandas, expectativas y cosmovisiones propias de los jóvenes obreros.

En algunas memorias y autobiografías obreras quedaron registradas ciertas aspiraciones, reclamos e intereses de los trabajadores más jóvenes. Si bien permiten aproximarse a sus experiencias, es importante tener en cuenta las características propias de este género: se trata de relatos escritos con bastante posteridad a la fecha de los hechos que narran, mediados por recuerdos y convicciones propias de la edad adulta en la que fueron producidos, por lo que es plausible que, en ellos, más que descrita, la juventud aparezca “representada” (Perrot, 1996, p. 105). Siguiendo la crónica de las huelgas de 1917 en la pluma de los ferroviarios que escribieron sobre sus vidas, es posible advertir algunas de las preocupaciones de los jóvenes obreros, así como sus formas de participación en el conflicto. Proveniente de una familia ferroviaria de Tafí Viejo, Tucumán, Cruz Escribano [29] rememoró las protestas que tuvieron lugar en los talleres de la localidad y explicó que la comisión encargada del estudio y redacción del pliego de condiciones estuvo a cargo de los obreros más capacitados y con mayor experiencia. Al respecto, dedicó unas líneas a recordar la conmoción que causó en una asamblea obrera la intervención de Baltasar Baca, un muchacho de 15 o 16 años quien luego de la lectura del pliego manifestó el dolor y la extrañeza que le causaba que no figurara ningún pedido de mejora para los aprendices, “siendo que nosotros los menores de 18 años también tenemos derecho a las mejoras, ya que, llegado el caso, también prestaremos nuestra pequeña solidaridad” (Escribano, 1982, p. 16). De acuerdo con su relato, fue tan lógico e indiscutible el planteo del joven que inmediatamente se agregaron sus demandas al pliego.

En efecto, tal y como expresó el aprendiz según el recuerdo de Escribano, los jóvenes se involucraron y participaron en las protestas obreras, a veces secundando y apoyando las demandas generales y en ocasiones intentando plantear reclamos propios o incluso iniciando acciones autónomas. Según rememoró el trabajador ferroviario Florindo Moretti unos años más tarde, durante la huelga general de 1917 las dirigencias gremiales resultaron desbordadas:

Todos tirábamos contra la patronal inglesa y francesa. Ser huelguista era un honor y no serlo era ser sapo de otro pozo. La juventud se entusiasmó (…) Nos incorporábamos a la lucha teniendo entre catorce y veinte años. Cada noche hacíamos algo distinto y siempre estábamos listos y ofreciendo nuestros servicios. Tanta era la ansiedad por participar que, a veces, estorbábamos a los mayores (Lozza, 1985, p. 165).

Su relato deja trascender que la medida de lucha convocaba la participación de mujeres y varones de distintas edades y ocupaciones que se mostraban deseosos de formar parte de ese movimiento colectivo, de pertenecer al bando de los huelguistas y comprometerse de forma activa, “siempre listos” para llevar a cabo distintas acciones. Su afirmación sobre el honor que comportaba el ser huelguista invita a considerar las valoraciones jerárquicas que podían existir entre los propios trabajadores, cuyas conductas, acciones y prácticas podían connotar y revestir diversas apreciaciones y estar sujetas al escrutinio y validación de los pares y de aquellos trabajadores con más experiencia. En los términos planteados por Perrot (1996, p. 111), en las autobiografías obreras la juventud aparece contemplada como una etapa de iniciación al trabajo, pero también de toma de conciencia, “la juventud tiene que ser un tiempo de aprendizaje, y el triunfo consiste en llevarlo a cabo”.

Espacios y prácticas de sociabilidad masculina y juvenil

Las experiencias de los jóvenes ferroviarios no solo transcurrían en el espacio de trabajo o instancias de protesta y lucha, sino que las prácticas de sociabilidad también resultaron cruciales en su formación como trabajadores, la configuración de su masculinidad y su tránsito a la adultez. Por fuera de la jornada laboral, los trabajadores circulaban por distintos espacios en los que pasaban su tiempo realizando distintas actividades. Locales sindicales, fondas, tabernas, prostíbulos y clubes deportivos eran algunos de estos sitios de encuentro y reunión. En particular, este apartado se pregunta por lo que los jóvenes obreros hacían en su tiempo libre, cómo socializaban entre pares, qué vínculos establecieron y qué actividades compartieron, entre otras cuestiones que permiten explorar sus prácticas, aspiraciones y universo de relaciones y redes.

El ámbito gremial ofrecía diversas instancias de sociabilidad que aunaban e integraban a los trabajadores menores y jóvenes con aquellos que tenían más años, trayectoria y experiencia. Además de constituir un espacio de pertenencia, como parte de la vida cotidiana los sindicatos desarrollaban y promovían una serie de actividades en las que se combinaba la militancia, la instrucción y el esparcimiento y de las que participaban tanto asociados como sus familiares. [30] Asambleas, mítines, conferencias, cursos y festejos formaban parte de la cotidianeidad de quienes se encontraban organizados en un gremio y resultaban igualmente importantes a la hora de fomentar los vínculos de compañerismo y solidaridad, fortalecer la identificación de los trabajadores con su sindicato, y definir los contornos de su identidad política. Muchas de estas propuestas buscaban atraer a los más jóvenes, ya fuera a los que recién comenzaban a trabajar en los ferrocarriles y se incorporaban a la organización, así como a los hijos de los asociados, gran parte de los cuales aspiraba a seguir los pasos de sus mayores e integrar la mano de obra ferroviaria en un futuro no muy lejano. Así, por ejemplo, en septiembre de 1916, la sección de La Fraternidad de Haedo invitó a los socios y a sus hijos a concurrir a un curso de dibujo lineal que comenzaría a dictarse en la biblioteca del local sindical. [31] Por esa misma fecha, el periódico gremial publicó una fotografía de la biblioteca de la sección Santa Fe en la que se apreciaba al presidente y secretario de la misma y a un niño sosteniendo un manojo de ejemplares de La Fraternidad en su mano. La instantánea permite apreciar cómo los menores se integraban al día a día de la organización compartiendo con los adultos los espacios y actividades sindicales.

Imagen 3. Biblioteca de la sección Santa Fe (F.C. Central Argentino) de La Fraternidad

Fuente: “La Biblioteca Obrera”, La Fraternidad, 15 de septiembre de 1916, p. 8.

Entre otras actividades que compartían los ferroviarios agremiados y mediante las cuales se buscaba crear lazos identitarios y sentidos de pertenencia que contribuyeran a estructurar y fortalecer la organización, se encontraban los festejos. Estos podían incluir cenas, bailes, almuerzos campestres, representaciones dramáticas y conferencias que los trabajadores compartían con familiares, vecinos y allegados para celebrar la inauguración de un local social –o de una escuela o biblioteca–, la despedida de un compañero o el aniversario de una huelga, entre otros hechos y efemérides que ameritaban una conmemoración. Dentro del repertorio de festejos existentes, el que más se destacó por su constancia a lo largo del tiempo, la preparación que implicaba, y el alto grado de participación de los trabajadores y sus familias, fue la celebración del aniversario gremial. Con los años esta fue cobrando cada vez más importancia llegando a reunir una gran cantidad de concurrentes que en distintos puntos del país esperaban con ansias las variadas actividades que se presentaban como una oportunidad excepcional para el encuentro, la diversión y recreación. Niños, niñas y jóvenes de ambos sexos se involucraban activamente en estas celebraciones recitando poesías, entonando canciones, representando cuadros dramáticos o encargándose de decorar los locales para la ocasión. [32]

Quienes participaban de los aniversarios podían tener sus propias expectativas e intereses para asistir y formar parte de los festejos. Enrique Bugatti, hijo de un maquinista de la sección Las Flores, recordaba que, en los años 50, cuando él era chico y se armaba la fiesta del aniversario gremial, llegaban los trenes desde Buenos Aires con las cajas que traían los sándwiches de miga “que para un pibe chico en ese momento era una cosa espectacular como comer hoy [2004] caviar” (Fernández, 2006, p. 54). A fines de los 80, Juan Zibechi, maquinista de La Fraternidad, recordaba lo que le contaba su madre sobre los bailes que organizaba el gremio en la década del 1930 en el pueblo de San Gregorio, provincia de Santa Fe. Según explicaba, estos bailes eran los más esperados en la localidad, sobre todo por las damas jóvenes “que no querían dejar pasar la oportunidad de pretender ser festejadas por un ferroviario” y por ello “sus mejores vestidos estaban reservados para esa oportunidad”, desatándose una verdadera competencia por la conquista, que en más de una ocasión llegó a romper amistades de infancia. [33] Esto seguramente estaba relacionado con el prestigio y cierta seguridad que confería el trabajo en los ferrocarriles, sobre todo en determinados puestos calificados como el de maquinista o foguista. [34] Además, la celebración de los aniversarios, así como otros festejos, informaban tanto sobre los ideales y aspiraciones de los gremios y sus dirigentes –que buscaban estrechar los vínculos entre los trabajadores y sus familias– como sobre la necesidad de entretenimiento de las familias; especialmente, de los menores y jóvenes, que se mostraban ansiosos por disfrutar de un espectáculo, un baile, escuchar música, compartir una comida en un ambiente en el que había tiempo para la propaganda gremial e ideológica, pero también para las risas y el coqueteo. Esto podía acentuarse todavía más en aquellas secciones ubicadas en pequeñas localidades, pueblos o parajes aislados, en donde las ofertas de entretenimiento y actividades recreativas eran más acotadas que las de las grandes ciudades.

Las propuestas educativas, culturales y recreativas impulsadas por los gremios también servían como alternativas a otras actividades consideradas nocivas para el desarrollo de la organización, tales como el juego, la práctica de determinados deportes considerados “patronales” o el consumo de alcohol. Era frecuente que las páginas de los periódicos gremiales llamaran a los trabajadores a abandonar las tabernas, concurrir al local social y participar de las asambleas, uno de los deberes más elementales de todo buen afiliado. [35] De la cantidad de noticias publicadas en este sentido se puede inferir la existencia de una sociabilidad masculina que se desarrollaba por fuera del hogar y del espacio gremial, en las tabernas, fondas y lupanares, y que seguramente era condenada en público o ante determinada audiencia, pero largamente practicada en privado. En especial, los jóvenes podían ser blanco de críticas como sucedió en octubre de 1912 cuando un ferroviario publicó una reflexión en el periódico de La Fraternidad en la que apuntaba contra la juventud “frívola y viciosa” que “no es ni puede ser una esperanza”. Según entendía este trabajador, era menester que los luchadores hablaran y educaran a los jóvenes que formaban parte del “rebaño de oprimidos y explotados” para así arrancarlos de la frivolidad, redimirlos de la inepcia y evitar que en el futuro se convirtieran en un rebaño de vencidos. En sus propias palabras, para enseñar a la juventud obrera el camino de la victoria era preciso “hacerles hombres de combate, no máquinas de servidumbre: hay que arrancarlos del juego y de la taberna para llevarlos al estudio de la verdad y la justicia; separarlos del indeferentismo y encender en ellos la llama del ideal”. [36]

Publicaciones como esta contribuían a difundir valores, mandatos y prescripciones que delineaban las masculinidades obreras. Los sindicatos ferrocarrileros jugaron un rol central en la configuración de esta identidad al transmitir ideales y sentidos sobre lo que implicaba ser un buen trabajador y socio de la organización, los cuales estaban fuertemente atravesados por nociones sobre lo que se entendían como deberes de la masculinidad. Así, “ser hombre” se asociaba a toda una línea de actitudes y conducta a seguir respecto a cómo reclamar por aquello considerado como justo y luchar por mejores condiciones laborales. Se exaltaban especialmente el coraje, la valentía, la dignidad y fortaleza como cualidades a alcanzar y seguir por los trabajadores que formaban parte de los gremios. Sin embargo, como invitan a pensar la cantidad de publicaciones que condenaban el juego y la bebida, en la práctica estos discursos y mandatos podían convivir con otros que circulaban entre los grupos de camaradas y que se forjaban o exaltaban en otros espacios e instancias de socialización.

Al respecto, resulta iluminador el testimonio de Florindo Moretti, trabajador proveniente de una familia de ferroviarios, quien a los 18 años de edad se incorporó al servicio como limpia máquinas, participó como activo propagandista en las huelgas de 1917 y a partir de 1921 destacaría por su militancia en el Partido Comunista. Según recordó en sus memorias, al finalizar su primer viaje como foguista, emocionado y queriendo compartir su aventura, decidió enfilar para el burdel. A partir de entonces y como parte de su rutina, al finalizar tarde por la noche su jornada laboral o haciendo tiempo para tomar servicio, Florindo pasaba por el lupanar que quedaba de camino a su casa. Allí, bailaba tango, tomaba cerveza y tenía “socia”, como hacían otros tantos de su edad: “Era muy difícil sustraerse a los momentos de salón. El que se hacía el puritano y no pasaba por allí, se aislaba de los demás jóvenes. Y esos jóvenes se reunían en la plaza al atardecer, piropeaban a las muchachas y programaban la salida nocturna al salón”, afirmó (Lozza, 1985, p. 181). Como es posible inferir a partir de las palabras de Moretti, el burdel era una cita obligada para la juventud y en ello los grupos de pares y vínculos de camaradería masculina jugaban un rol crucial.

En octubre de 1924, el periódico de La Fraternidad publicó “El lupanar”, un relato ficcional en el que el socio J. M. Carazay condenaba este espacio y los males que allí tenían lugar, y a partir del cual es posible acercarse no solo a las críticas que el sindicato levantaba contra el consumo de prostitución, sino también a algunos de los contornos que adquirían las visitas obreras al burdel. El escrito refería a un hombre joven y célibe presente en un lupanar por la noche, el cual, inmerso en una atmósfera “condensada por el tabaco y el alcohol” y rodeado de conversaciones “huecas” y risas sarcásticas acompañadas de la música de un bandoneón, terminaba envuelto en una “tristeza inmensa”. [37] A partir de ello, el joven comenzaba a mirar con distancia el comportamiento de los demás hombres presentes en el burdel, jóvenes en su gran mayoría, y cuestionaba los ademanes “descompasados y guarangos” con los que, embriagados, intentaban “apoderarse de esas pobres mujeres infelices”. Olvidándose de los amigos que lo habían acompañado y de las mujeres a las que tenía cerca, el joven salía a la calle a tomar aire y allí reflexionaba sobre la vida íntima del hogar dulce y apacible en donde se aprendía a amar y ser bueno. [38] Más allá de la condena moral que realizaba, el relato permite distinguir algunos elementos característicos del ambiente del lupanar: música en vivo, bailes, risas y conversaciones en tono elevado, alcohol y humo de tabaco, y un público compuesto mayormente por grupos de amigos jóvenes y solteros.

En resumen, es posible rastrear algunos indicios que sugieren la distancia y diferencias que podía existir entre los ideales que circulaban en el ámbito sindical y las experiencias vividas en carne propia por los trabajadores del riel. En la práctica, ser un ferroviario comprometido con el trabajo y con la causa gremial podía convivir con el despliegue de ciertas costumbres, hábitos y conductas consideradas nocivas e inclusive condenadas por los sindicatos, pero que estaban largamente extendidas y formaban parte de la sociabilidad cotidiana de los obreros jóvenes –y no tanto– del ferrocarril.

Palabras finales

Este artículo buscó aportar al conocimiento de las experiencias de los jóvenes obreros a partir del caso del mundo del trabajo ferroviario en la Argentina de comienzos del siglo pasado. Por un lado, detener la mirada en los jóvenes que se desempeñaban en los ferrocarriles permitió poner en evidencia la diversidad y multiplicidad de experiencias que tuvieron lugar en este sector laboral en la Argentina de comienzos del siglo XX. El trabajo en los rieles aunaba a una enorme cantidad de personal, de las más variadas especialidades, oficios y categorías, y con tareas que implicaban diversas exigencias, responsabilidades, saberes, calificaciones y esfuerzos físicos. Las diferencias etarias y de género existentes entre los trabajadores del riel definieron jerarquías y segmentaciones internas, así como estatus laborales y sociales diferenciales que conllevaron distintos arreglos y relaciones de trabajo que no siempre estuvieron mediadas por dinero, como sucedió especialmente con los menores y trabajadores más jóvenes. En particular, fue posible develar que las empresas necesitaron y se sirvieron del trabajo no pago ni reconocido de los familiares de su personal, desplegando diversas modalidades laborales que incluyeron el trabajo de menores que no percibían un salario, y cuya compensación por su labor era el aprendizaje de un oficio, y empleos que implicaron el trabajo de todo un núcleo familiar a cambio de solo un salario y vivienda.

Asimismo, al poner el foco en las condiciones laborales de los jóvenes trabajadores y, en particular, en su exposición a los riesgos y peligros que implicaban los ferrocarriles, fue posible advertir algunas de las tensiones, recelos y diferencias que surgieron en sus relaciones con los trabajadores que contaban con más edad y experiencia. Estas rispideces también atravesaron las coyunturas de protesta y conflicto en las que los jóvenes no necesariamente actuaron en consonancia con el resto de los trabajadores y en las que no siempre las problemáticas, demandas y expectativas propias de este sector fueron tenidas en cuenta. Sin embargo, se ha visto que a pesar de las tensiones que podía provocar la diferencia etaria, y todo lo que ello conllevaba, existieron algunas brechas en las que los jóvenes obreros pudieron hacerse oír, planteando sus inquietudes y preocupaciones.

Por último, examinar las instancias y prácticas de sociabilidad de los trabajadores ferroviarios permitió conocer más sobre sus experiencias, aspiraciones, redes y relaciones. En especial, quedó en evidencia que junto con las propuestas educativas, culturales y recreativas impulsadas por los gremios y en las que los jóvenes y familias tomaban parte, existía una sociabilidad masculina y juvenil que transcurría en otros espacios como tabernas, fondas, clubes y lupanares, las cuales podían ir a contramano de las demandas y exigencias de la militancia sindical y política. Los grupos de pares resultaron ser especialmente importantes a la hora de definir las conductas, hábitos y costumbres de los jóvenes trabajadores, así como para instalar sentidos y nociones de masculinidad.

Todavía queda mucho por indagar y analizar del cruce entre juventud, género y clase, lo que sin dudas podrá aportar nuevas claves y miradas para entender las experiencias obreras. El presente trabajo buscó hacer una pequeña contribución en este sentido, al adentrarse en una línea de investigación y reflexión que aun merece ser explorada y cuyas posibilidades prometen complejizar y enriquecer la historiografía sobre la clase trabajadora.

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[1] En los últimos años, diversos estudios han incorporado la perspectiva de género para explorar las masculinidades en los mundos del trabajo de la Argentina (Caruso, 2016; Gutiérrez, 2013; Palermo, 2015 y 2017; Scheinkman, 2015). Para el caso de los ferroviarios, mi propia investigación (D’Uva, 2019) así como las contribuciones de Silvana Palermo (2009 y 2013) permiten examinar los modos en que se difundieron y otorgaron valores y atributos con signo masculino a ciertas características del trabajo en los ferrocarriles, y analizar el papel jugado por el ideal del varón proveedor y la paternidad responsable en la configuración de protestas y demandas obreras.

[2] No existe una definición clara ni unánime sobre los límites etarios de la juventud. Aún así, a comienzos del siglo XX, y tomando el Código Civil vigente desde 1871, así como los proyectos y posterior ley de trabajo femenino e infantil de 1907, es factible situar la juventud entre los 12 a 21 años. Para más información, ver: Scheinkman (2017, p. 189).

[3] “Siluetas ferroviarias. El jefe de…”, Revista Mensual del F.C.C.A. , mayo de 1915, p. 388.

[4] “Vida Obrera. El personal ferroviario. La situación en general de los empleados”, La Época, 12 de junio de 1916, p. 6.

[5] “Vida Obrera. El personal ferroviario. La situación en general de los empleados”, La Época, 12 de junio de 1916, p. 6.

[6] “Señor Marcelino Vazquez”, Revista Mensual del F.C.C.A., agosto de 1920, p. 42.

[7] “Nuestras entrevistas con el señor Romeo Varela”, Revista Mensual del F.C.C.A. ,septiembre de 1920, p. 41.

[8] “Mucanga burguesa”, La Vanguardia, 05 de marzo de 1904, p. 2.

[9] Al respecto es interesante lo señalado por Perrot (1996, p. 132) al afirmar que en muchos casos el reclutamiento laboral de los jóvenes se daba a nivel familiar, por ejemplo, como auxiliar de los padres o de un hermano mayor, “y estaba tan integrado a la fuerza de trabajo que su salario se agregaba al de ellos”.

[10] “Los guardavías”, Caras y Caretas, 04 de agosto de 1917.

[11] “Sta. María M. Liendo”, Revista Mensual del F.C.C.A. , octubre de 1916, p. 785.

[12] “Talleres School”, Central Argentine Railway Magazine, July 1920, p. 14.

[13] “Programa de Examen de limpia máquinas para optar el nombramiento de limpia máquinas autorizado”, en “Ferrocarril del Sud de Buenos Aires. Instrucciones a los maquinistas y foguistas para la alimentación de calderas con carbón. Buenos Aires. 01 de julio de 1910”, revisado enero de 1914, p. 82.

[14] “Crónicas Sociales”, Revista Mensual del F.C.C.A., diciembre 1916, p. 962.

[15] “La Fraternidad. 30º Aniversario”, La Fraternidad (en adelante LF), 15 de junio de 1917, p. 1.

[16] Es probable que al ingresar al servicio muchos jovencitos mintieran sobre su edad, como lo indica el testimonio de Luis de Salvo, quien para rendir examen para trabajar en la estación ferroviaria en la que su tío se desempeñaba como jefe, tuvo que agregarse unos años (de Salvo, 1984, p. 12).

[17] “Del Gran Oeste Argentino. Irregularidades en la Sección San Luis”, LF, 01 de enero de 1909, p. 5. Si bien este no fue el único caso registrado –a fines de 1912, por ejemplo, la revista semanal Caras y Caretas informó del caso de Julio González, quien con tan solo 10 años de edad prestaba servicio como telegrafista en el ferrocarril Pacífico logrando satisfacer las exigencias de la “disciplina ferrocarrilera” (“Precocidad”, Caras y Caretas , 09 de noviembre de 1912)– los reglamentos de casi todas las empresas determinaban que para ingresar al servicio como telegrafista los aspirantes debían tener al menos 16 años cumplidos.

[18] “De Justo Daract”, LF, 01 de septiembre de 1912, p. 7.

[19] “De Ingeniero White. La verdadera fraternidad”, LF, 01 de junio de 1913, p. 7; “De Justo Daract”, LF, 01 de diciembre de 1913, p. 6.

[20] “General Madrid”, El Obrero Ferroviario (en adelante EOF ), mayo de 1913, p. 2.

[21] Ava Baron (2006) reflexiona sobre cómo, desde finales del siglo XIX en Estados Unidos, exponer el cuerpo a ciertos riesgos fue la manera en que los trabajadores enfrentaron los desafíos a su masculinidad, reforzando aspectos ligados a la fuerza muscular y los trabajos rudos para validarse frente a otros varones.

[22] “Accidente en un paso a nivel”, Boletín Oficial de la República Argentina , 25 de enero de 1907, p. 398.

[23] En 1906, el diputado socialista Alfredo Palacios presentó su proyecto de ley de trabajo de mujeres y menores, el cual buscaba reducir la jornada laboral de estos e impedir el empleo de menores de 14 años de edad. En septiembre de 1907, tras algunas modificaciones, la ley fue aprobada y estableció que el trabajo de los menores de 10 años no podría ser objeto de contrato, así como tampoco el de los mayores de esa edad que no hubieran completado la instrucción escolar obligatoria. Tampoco se podría ocupar a menores de 16 en trabajos nocturnos o trabajos capaces de dañar su salud, instrucción o moralidad. En la Capital Federal, el trabajo de los menores de 16 años fue limitado a ocho horas por día y 48 semanales (véase Boletín del Departamento Nacional del Trabajo, 1914, p. 9). A comienzos del siglo XX, la preocupación por la moralidad de mujeres y menores, así como por la capacidad reproductiva de las mujeres, no era exclusividad de los socialistas, sino que era compartida por intelectuales y reformistas sociales. Para más información, ver Nari (2004).

[24] “El Ferrocarril de Santa Fe”, LF, 01 de septiembre de 1912, p. 8.

[25] “De Tres Arroyos”, LF, 01 de noviembre de 1912, p. 7.

[26] “De Olavarría”, LF, 01 de agosto de 1912, p. 8; “De San Juan”, LF, 15 de julio de 1913, p. 7; “De Las Flores”, LF, 01 de agosto de 1913, p. 7.

[27] “Una compañía inhumana”, LF,15 de mayo de 1913, p. 3.

[28] “Huelga general ferroviaria”, La Prensa, 14 de octubre de 1917, p. 7.

[29] Nacido en 1904 en un pueblo de Toledo, España, en 1910, Escribano llegó con su familia a Tafí Viejo, en donde su padre consiguió trabajo como portero de los talleres. A pesar de su corta edad apoyó y participó activamente de las huelgas ferroviarias de 1917 y unos años más tarde se incorporó a las filas de la Federación Obrera Regional Argentina y trabajó ocasionalmente como peón de cuadrilla para distintas compañías ferroviarias.

[30] Para un análisis sobre la sociabilidad gremial ferroviaria entre 1912 y 1917, ver: D’Uva y Palermo (2015).

[31] “Biblioteca Ferroviaria”, LF, 01 de septiembre de 1916, p. 12.

[32] “De Corral de Bustos”, LF, 15 de julio de 1913, p. 5; “Los Talleres”, LF, 01 de julio de 1915, p. 7; “Las fiestas gremiales”, LF, 01 de febrero de 1917, p. 7; “Ayacucho. Aniversario de la Federación”, EOF, febrero de 1917, p. 2; “Haedo. Conferencia y festival artístico”, EOF, febrero de 1917, p. 3; “Ecos del aniversario”, LF, 15 de agosto de 1918, p. 7; “Quilmes. Cena”, EOF, 01 de julio de 1919, p. 4.

[33] “El baile de ‘La Frate’”, LF, junio 1987, p. 74.

[34] Numerosos testimonios apuntan en este sentido, entre ellos el del trabajador Florindo Moretti, quien recordaba que durante las primeras décadas del siglo XX un ferroviario era un buen partido para casarse, no porque tuvieran buenos sueldos, pero sí porque habían conquistado cierta estabilidad laboral: “Ferroviario quería decir seguridad, un puesto seguro de trabajo” (Lozza, 1985, p. 178).

[35] “De Bahía Blanca. Federación Obrera Ferrocarrilera”, EOF, noviembre de 1912, p. 3; “Contra el alcoholismo”, LF, 15 de marzo de 1913, p. 3; “Por qué se quitó Juan de la bebida”, LF , 01 de mayo de 1914, p. 5; “El alcoholismo”, LF, 15 de junio de 1918, p. 9; “Lamadrid. Reflexiones de actualidad”, EOF , 16 de junio de 1919, p. 4; “Villa Mercedes. El juego de azar”, EOF, 01 de junio de 1921, p. 4.

[36] “De la juventud”, LF, 15 de octubre de 1912, p. 4. Por supuesto que esta generalización no aplicaba a todos los jóvenes. En octubre de 1914, por ejemplo, el periódico fraternal informó que, en Herrera, provincia de Santiago del Estero, un maquinista que hacía tiempo se había alejado de las filas gremiales propició una golpiza a su sobrino menor de 14 años al enterarse que el joven limpia máquinas tenía simpatías por La Fraternidad (“De Herrera”, LF, 01 de octubre de 1914, p. 7).

[37] “El lupanar”, LF, 05 de octubre de 1924, p. 38.

[38] “El lupanar”, LF, 05 de octubre de 1924, p. 38.