Número 31 · Año 2022


Hamlet o la racionalidad del tedio

Fabián Humberto Zampini

Universidad Nacional de Río Negro

Centro de Estudios de la Literatura, el Lenguaje, su Aprendizaje y su Enseñanza

Río Negro, Argentina

fzampini@unrn.edu.ar 

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/47s9y79kh 

Resumen

Hamlet es la tragedia central de William Shakespeare tanto por su localización en una zona intermedia de su producción como por constituirse en su apuesta acaso más osada como dramaturgo, la cual abre el camino para la progresión de sus grandes obras finales. Partiendo de la consideración crítica otorgada a la figura de Hamlet en tanto emblema del intelectual que hace de la vacilación y la duda un modo característico de su obrar, se examinará la relevancia de la experiencia universitaria del personaje en la Universidad de Witemberg y el previsible conflicto en él suscitado por su retorno al primitivo ambiente guerrero de la Corte danesa.

En ese marco, la actitud renuente y dilatoria de Hamlet en relación con lo que asume como el imperativo de la venganza, implicará la posposición estratégica de su ejecución sin renunciar, no obstante, a ella. En otro estadio de la reflexión, ello evidenciaría que, con Hamlet, Shakespeare, bajo la fachada de una tragedia de venganza, estaría en realidad impugnando esa forma estética y el imperativo ético vehiculizado en ella, apostando a una significativa deconstrucción del género.

Palabras clave

Hamlet, William Shakespeare, Teatro isabelino, Tragedia de venganza, Violencia mimética

Hamlet or the rationality of boredom

Abstract

Hamlet is the central tragedy of William Shakespeare both because of his location in an intermediate period of his production and because it is perhaps the most daring bet as a playwright, which opens the way for the progression of the great final work. Starting from the critical consideration given to the figure of Hamlet as an emblem of the intellectual who makes hesitation and doubt a characteristic mode of his work. The relevance of the character's university experience at the University of Wittemberg and the expected conflict aroused in him by his return to the primitive warrior environment of the Danish Court will also be examined.

In this context, Hamlet's reluctant and delaying attitude in relation to what he assumes as the imperative of revenge will imply the strategic postponement of his execution without renouncing at it, however. In another stage of reflection, this would show that, with Hamlet, Shakespeare, under the facade of a revenge tragedy, would actually be challenging that aesthetic form and the ethical imperative conveyed in it, betting on a significant deconstruction of the genre.

Key words 

Hamlet, William Shakespeare, Elizabethan theater, Tragedy of revenge, Mimetic violence


AVANCES

Recibido: 15/10/2021 - Aceptado: 03/03/2022

Número 31, 2022 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

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Tal como lo propone Rolando Costa Picazo (2007), en Hamlet podríamos reconocer dos “hebras estructurales”: una de ellas, la constitutivamente dramática, vehiculiza, en lo medular, la historia de acción que va desarrollándose en la sucesión de cuadros y actos, en el formato –ya devenido clásico en épocas de Shakespeare– de la “tragedia de venganza”; la otra, la hebra lírica, estaría circunscrita a la presencia de los siete soliloquios, intercalados en puntos estratégicos de la concatenación entre las escenas dialogadas y que singularizarán notablemente la tragedia, la más extensa de las treinta y seis obras que componen el canon shakespeariano[1]. Dichos soliloquios implicarían zonas de remanso (remanso paradójico, por la naturaleza tormentosa de las reflexiones allí planteadas) en el contexto de una trama en la cual los hechos, desde el primer instante, asumen una dinámica febril. Los soliloquios otorgan la oportunidad al joven príncipe para, sustrayéndose de las complejidades crecientes de la trama, entregarse a instancias de recogimiento e introspección en las que prevalece la vacilación –considerada un rasgo definitorio del accionar de Hamlet– y la reflexión en torno de temas filosóficos como la vida, la muerte, el amor, etc. Añade Costa Picazo al respecto:

El Hamlet lírico va más allá del plano inmediato de la acción y la realidad circundante: motivan su preocupación cuestiones eternas, como la muerte y la temporalidad, el ser y la nada. Esta escisión entre dos aspectos de Hamlet, uno que habita en el plano de la acción y el otro en el del pensamiento, es la causa de una infinidad de problemas de interpretación que han desvelado a los críticos desde la época isabelina (p. VII).

La originalidad de la forma de Hamlet coexiste con el hecho de que su argumento, tal como era el modo operativo del llamado bardo de Stratfor-upon Avon, proviene de múltiples y variadas fuentes que, también desplegadas en un amplio arco geográfico, lingüístico y cronológico-temporal, trataron la historia del príncipe danés. La crítica shakespeariana acuerda en que la fuente primordial para el texto inicialmente establecido en 1601 son las Histoires tragiques, del francés François de Belleforest (1530-1583), quien a su vez habría tomado el meollo argumental de un historiador y poeta danés del siglo XII, Saxo Grammaticus (1150-1206), referido en su Historia Danica o Gesta Danorum. Señala al respecto Harold Bloom (2008) que tanto en la crónica de Saxo Grammaticus como en el cuento de Belleforest, el joven príncipe se encuentra amenazado por su perverso tío y finge locura para preservarse en esa situación de riesgo; también se advierte en los dos precedentes una curiosidad respecto de la grafía del nombre Hamlet, registrado en ambas fuentes como “Amleth” (Bloom especifica que dicho término proviene del antiguo noruego y que designaba a “un idiota o un loco tramposo que finge la idiotez” [p. 487]).

Parece claro que Shakespeare accede al texto a partir de la versión francesa de Belleforest (es muy improbable que conociese la fuente latina del siglo XII). El relato acerca del Amleth del cuento sufre notorias modificaciones en la reescritura de Shakespeare. El rey danés Hamlet en Shakespeare es el rey Horwendil de Noruega en Belleforest (siempre a través de Saxo Grammaticus); Claudio, a su vez, se llama Fengon y ejecuta la misma abominable acción de envenenar a su hermano, el rey, para quedarse con el trono, además de ocupar su lugar en el lecho nupcial junto a Gertrudis (en Shakespeare) o Gerutha (en Belleforest). La semejanzas, en el nivel superficial de la trama, continúan: Amleth/Hamlet finge locura, apuñala a un cortesano, urde la estratagema del intercambio de cartas que en Shakespeare condena a la muerte a Guildenstern y Rosencrantz, entre otros diversos eventos del entramado dramático.

No obstante, allí acaban las similitudes; más allá del hecho de que el príncipe Amleth de Belleforest finalmente mata a Horwendil, vengando por ello a su padre y siendo consecuentemente aclamado como rey noruego –“final feliz” que, claramente, no se produce en la versión de Shakespeare–, existen otras diferencias estructurales, esenciales, que son justamente lo que particulariza a la tragedia de Shakespeare; ello básicamente radicaría en la ambigüedad moral del personaje, quien se debate entre la convicción de ejecutar la venganza –que se asume en el rudo contexto de la monarquía danesa como un mandato sagrado y como un imperativo cultural ineludible– y la actitud retardataria evidenciada en la posposición que la suspende indefinidamente. Indefinidamente, claro está, hasta el momento en que se produce el desenlace sangriento del acto V.

Sería oportuno en este punto de la reflexión remitir al momento en que Hamlet regresa a Elsinor. Ha transcurrido poco más de un mes desde que se produjo lo que casi inmediatamente Hamlet comprobaría que no fue una muerte debida a causas naturales sino, lisa y llanamente, el asesinato de su padre. Asimismo, la Corte se encuentra en los preparativos de la boda que se celebrará entre el nuevo rey, Claudio, hermano y victimario del rey Hamlet, y Gertrudis, su viuda. El príncipe Hamlet no se encontraba en la corte danesa al momento de producirse el deceso del rey ya que estaba en ese entonces estudiando en Alemania, en la Universidad de Witemberg. Allí, en Witemberg, en 1517, Martín Lutero, profesor de teología en esa casa de estudios, había publicado sus noventa y cinco tesis (también conocidas como Cuestionamiento al poder y eficacia de las indulgencias) que provocarán un cisma en la Iglesia católica dando inicio a la Reforma protestante, hecho que impactará significativamente en el curso de la historia de Europa. En el marco de la tragedia de Shakespeare, Witemberg designará, acaso sinecdóticamente, el espacio universitario por antonomasia, la esfera de los estudios superiores que, es de presumir, presenta un horizonte novedoso para el príncipe danés y al que de ninguna manera podría haberse asomado sin transponer las murallas de Elsinor. A raíz de la tan inesperada como devastadora noticia de la muerte de su padre, Hamlet regresa a la corte y, tal como muchos críticos shakesperianos señalan, el contraste por él experimentado entre el primitivo ambiente guerrero al que retorna y el ámbito del que provenía y que se había tornado en su entorno cotidiano, la Universidad, no podía dejar de ser significativa.

Un momento de insoslayable relevancia en relación con el contraste abismal que se plantea entre ambas culturas, la de la Corte y la universitaria, se localiza en la célebre escena en que se produce el encuentro de Hamlet con el fantasma del rey muerto; es en esa coyuntura –al finalizar el acto I y con posterioridad al primer soliloquio en el que el príncipe reflexiona amargamente acerca del temprano casamiento que se producirá entre Claudio y la reina, su madre– cuando la aparición le comunica a Hamlet la versión –podría decirse de primera mano– de cómo se desarrollaron los hechos que condujeron a su muerte; así, con el marco de una helada noche invernal, y sin testigos, ya que los soldados que se encontraban de guardia, estupefactos y horrorizados, se apartan, Hamlet recibe, en un doble movimiento, el testimonio del brutal asesinato de su padre y, consecuentemente, el mandato, irrenunciable, de vengar esa muerte que, asimismo, constituye, también, un magnicidio.

Posteriormente, en la escena II del acto II, se desarrolla un episodio que asume notoria significación, a la luz del razonamiento que aquí venimos esbozando; inmediatamente después del encuentro definitorio con la aparición fantasmal, Hamlet se hace ver con un libro en la mano. En relación con ello, Ricardo Piglia (2005) señala agudamente que, más allá de que el lector pueda legítimamente preguntarse si Hamlet “está realmente leyendo o está fingiendo que lee” (p. 36), lo relevante del hecho es que se muestre ostensiblemente en pose de lectura. Piglia se pregunta por la significación que asume, en ese contexto de la Corte, el hecho de leer. ¿Por qué monta Hamlet esa escena de lectura?[2] Ante el interrogante planteado, Piglia, propone el siguiente correlato reflexivo:

No sabemos qué libro lee, y tampoco interesa. Más adelante, Hamlet descarta la importancia del contenido. Polonio le pregunta qué está leyendo. “Palabras, palabras, palabras”, contesta Hamlet. El libro está vacío; lo que importa es el acto mismo de leer, la función que tiene en la tragedia (p. 37).

Esta acción, desde la perspectiva aportada por Piglia, podría también ser leída como el engaste que vincula la tradición oracular de la tragedia clásica con la instancia cultural de la lectura solitaria –de inequívoco anclaje en la modernidad–, concebida como ritual de paso, podríamos arriesgar, y en tanto acto de ensimismamiento sustraccional de la lectura individual, proyecta al lector hacia otros mundos, distantes de su coyuntura actual, que la lectura aproxima. Es por ello que Hamlet, en tanto lector (un lector que es también el lector especializado que se constituye en el enclave institucional de la Universidad), podría caracterizarse como “un héroe de la conciencia moderna”, también en palabras de Piglia (p. 37).

Bertolt Brecht (2020), en quien Piglia se apoya, también enfatizará la relevancia de esa coyuntura: el joven estudiante que regresa desde Alemania es un Hamlet radicalmente diferente al que había salido de Elsinor un tiempo atrás. No solo transita los poco más de 500 km que separan la Corte danesa de Witemberg, sino que ese viaje de vuelta implicará trasponer una frontera simbólica mucho más resistente y definitiva. Hamlet está volviendo al entorno arcaico, y hasta brutal, de la Corte desde ese nuevo espacio cultural, la Universidad, que presumiblemente lo ha marcado a fuego, y que le mostrará un cariz antes inadvertido de la vida en Elsinor, con las tensiones que la organizan y los conflictos que allí se manifiestan con extrema ferocidad. De este modo lo señala Brecht:

La época es belicosa. El padre de Hamlet, rey de Dinamarca, ha matado al rey de Noruega en una victoriosa guerra de rapiña. Cuando el hijo de este, Fortimbrás, se prepara para una nueva guerra, el rey de Dinamarca es asesinado por su propio hermano. Los hermanos de los dos reyes muertos, ahora reyes, renuncian a la guerra, con el acuerdo de permitir que las tropas noruegas atraviesen el territorio danés para entregarse a una guerra de rapiña en Polonia. Es en ese momento cuando Hamlet se siente conminado por el espíritu de su belicoso padre a vengar el crimen cometido en su persona. Indeciso algún tiempo de responder a un crimen con otro crimen, y decidido finalmente a marchar al exilio, se encuentra en la costa al joven Fortimbrás, cuando éste se dirige con sus tropas a Polonia. Conminado del espíritu belicoso de Fortimbrás, regresa Hamlet para asesinar, en una espantosa carnicería, a su padre, a su madre y a sí mismo, abandonando Dinamarca a los noruegos. En este proceso podemos ver cómo este hombre joven, aunque ya un poco entrado en carnes, emplea de un modo notablemente deficiente la nueva razón aprendida por él en la Universidad de Wittenberg. La razón sólo le sale al paso dentro del marco de las rencillas feudales, a cuya época retrocede. Frente a su praxis irracional su razón resulta completamente inservible. La contradicción entre sus meditaciones razonadoras y sus actos sanguinarios le conduce trágicamente a ser su víctima (s. d.).

Es muy interesante el correlato implícito en el último tramo de las palabras de Brecht citadas precedentemente: Hamlet llega transformado a Elsinor, habiendo hecho acopio de la “nueva razón” que Witemberg le ofrecía. No obstante, esa razón, nos dice Brecht, le resulta “completamente inservible”. La conclusión es desoladora: la especulación racional, enfrentada a la praxis política (una política “belicosa”, sugiere Brecht), parece llevar todas las de perder. El propio Hamlet se lo dice a su amigo Horacio: “Hay más cosas en la tierra y en el cielo, / Horacio, de las que tu filosofía pudo inventar” (Shakespeare, 2006, p. 217). Ello parece ser asumido por Shakespeare como tristemente cierto: las luces de la filosofía no parecen tener chance alguna en el tenebroso contexto en que la tragedia se desarrolla, frente a un modo de la política, tan pragmático como despiadado, implacablemente desmenuzado y sistematizado por un célebre escritor florentino, Niccolò di Bernardo dei Machiavelli (o, más simplemente, Nicolás Maquiavelo), unos cincuenta años antes del nacimiento de Shakespeare. El contraste entre estas dos lógicas es experimentado por Hamlet en primerísima persona: la trama de intereses, bajezas, traiciones con que se encuentra al regresar a Elsinor no se parece en nada a las lecturas que frecuentó en la Biblioteca de la Universidad de Witemberg (a no ser, claro, que en algún inadvertido anaquel, hubiese podido encontrarse con algún volumen de El príncipe, de Maquiavelo).

El libro que Hamlet muestra estar leyendo en la escena referida anteriormente representa una barrera precariamente interpuesta entre ambos mundos: el organizado alrededor de una perspectiva humanista de la vida, por una parte, y, por otra, un orden en el que prima la lógica de la venganza. El universo de sentidos implicado en la lectura (no la de uno u otro texto puntual, sino la lectura como emblema de una ética alterna) propondrá una alternativa a la realpolitik danesa; pero, como vimos, esa alternativa no resultará eficaz. En ese sentido, la actitud vacilante de Hamlet emblematizaría, como agudamente lo sugiere Piglia (2005), la proverbial duda del intelectual; nuevamente, parecería que la “vacilación de los signos” (p. 38) en que el intelectual se pierde dejará a Hamlet, en tanto prefiguración del intelectual moderno, expuesto al avance de aquellos que, en la Corte, no se permiten dudar. Solo en el acto V responderá con los modos de la política –que en este marco son también los de la guerra–; la desmesurada masacre final también evidenciará el fracaso de las matrices conceptuales con que se intentó responder al contexto conflictivo ya que tal resolución dejará al gobierno danés acéfalo y expuesto al avance del invasor noruego.

En este punto, sería oportuno detenernos un momento en las circunstancias que llevaron a la consolidación de la forma del texto que actualmente leemos. Los especialistas acuerdan en que la versión a la que Shakespeare arribó en 1601 –y que fuera representada en julio de 1602 por la Compañía de Chamberlain– sería la que mayormente nutrió el texto de las ediciones contemporáneas. Es interesante hacer una breve consideración en relación con los formatos de edición bibliográfica usuales en la Inglaterra del período isabelino, época en la que vivió y produjo su obra William Shakespeare. El tamaño corriente de los libros resultaba del eficaz aprovechamiento que las imprentas hacían de la hoja de papel estándar, de 20 pulgadas de largo por 15 de ancho (es decir, 50 x 37.5 cm); cuando la hoja era doblada por la mitad, el libro se publicaba en un formato llamado folio y cuando era doblada en cuatro partes era conocida como cuarto[3]. Existía también un tercer formato, de circulación más popular, acaso asimilable a las ediciones en rústica actuales, denominado octavo y que, como es de suponer, implicaba que la hoja matriz fuese doblada en ocho partes. Rolando Costa Picazo (2007), desde un perspectiva crítica genética, señala que las tragedias de Shakespeare eran comúnmente impresas en cuartos y que, puntualmente en el caso de Hamlet, se han conservado dos cuartos: el de 1603 (Ql) y el de 1604 (Q2).

El Ql, descubierto en 1823, es defectuoso (foul o bad quarto); no contiene los soliloquios de Hamlet, por ejemplo. El Q2 es la versión más larga, con 218 líneas más que el Fl, suprimidas en éste posiblemente por requerimiento de la reina Ana de Dinamarca, esposa del rey Jaime I e hija de Federico II de Dinamarca. Se dice que objetó referencias a la alta consumición de alcohol de los daneses, e inclusive que se dijera que Dinamarca era una prisión. Muchas de sus objeciones fueron incorporadas luego, en las sucesivas ediciones. El Fl, por su parte, contiene 85 líneas que no aparecen en el Q2. El texto de Hamlet, tal cual lo conocemos hoy, es un texto ecléctico que combina material del Q2 y el Fl (pp. IX-X).

Es ampliamente conocido el hecho de que Shakespeare no colocaba entre sus prioridades la finalidad de la producción de un texto pulido o “publicable” –ese texto era el libreto de la puesta teatral o, como se diría desde el metalenguaje propiamente teatral, el llamado “texto literario”[4]–, hecho por el cual los distintos manuscritos que circularon, tanto en vida de Shakespeare como luego de su fallecimiento en 1616, eran documentos de trabajo utilizados en el contexto de la puesta por el propio director, los apuntadores y los mismos actores. Tales manuscritos presentaban corrientemente una variedad de problemas para los editores ya que en la mayor parte de los casos se trataba de versiones precarias, con un alto grado de provisoriedad y transcritas apresuradamente sin mayor apego a los detalles; es por ello que podía suceder que se encontrasen omisiones de signos de puntuación y errores tipográficos de toda índole, más allá del hecho de que en la mayor parte de ellas faltasen las acotaciones escénicas. Por otra parte, tampoco en esos manuscritos de base se encuentra la distribución en actos y escenas, estructura que se iría estableciendo y consolidando con el paciente trabajo de quienes estuvieron a cargo de las numerosas ediciones que de allí en adelante se sucederían incesantemente[5].

Harold Bloom (2008) establece una relación entre Hamlet y el Fausto de Goethe debido al hecho de que el proceso de composición de ambas obras demandó a sus autores largos años de trabajo, con incesantes reescrituras y sendas reconfiguraciones de los planes generales de ambas obras. De ello podría deducirse que, refiriéndonos puntualmente a Hamlet, nos encontraríamos frente al proyecto quizás más ambicioso de William Shakespeare, además de tratarse de su composición más extensa, de aproximadamente 4000 versos, tal como lo mencionamos con anterioridad. Bloom avala tal observación acerca del extendido proceso de escritura de la obra apoyándose en el precedente de una versión primitiva de Hamlet, de 1589, conocida como Ur-Hamlet, respecto de la cual subsisten controversias acerca de su autoría (y de la que tampoco se ha conservado manuscrito alguno). Bloom no duda en atribuir su autoría a Shakespeare quien, a lo largo de esos doce años que separan esa primera versión del texto de 1601, se habría convertido en “precursor de sí mismo” constituyéndose a su vez en “el inventor y el gran revisionista de la tragedia de venganza” (p. 509).

Los orígenes de la obra más famosa de Shakespeare son tan nebulosos como confusa es la condición textual de Hamlet. Hay un Hamlet anterior que el drama de Shakespeare revisa y supera, pero no tenemos esta obra de prueba ni sabemos quién la compuso. La mayoría de los estudiosos cree que su autor es Thomas Kid, que escribió The Spanish Tragedy (La tragedia española), arquetipo del drama de venganza. Creo sin embargo que Peter Alexander tenía razón en su suposición de qué Shakespeare mismo escribió el Ur-Hamlet, no más tarde que en 1589, cuando se estaba iniciando como dramaturgo. Aunque la opinión erudita está mayoritariamente contra Alexander en este punto, esta especulación sugiere que Hamlet, que en su forma final dio un nuevo Shakespeare a su público, pudo haber estado gestándose en el espíritu de Shakespeare durante más de una década (p. 479).

Desde la perspectiva de Bloom, la existencia o no de esa versión primitiva de Hamlet aportaría una variable decisiva en la tarea de establecer el estatuto de lectura crítica de la tragedia, con obvias repercusiones en la consideración crítica de la obra integral de Shakespeare. Habiéndose establecido un consenso amplio entre los estudiosos acerca de la probable existencia de la obra, se instaló en el campo de la crítica a la disputa acerca de la autoría del Ur-Hamlet. En caso de haber sido Shakespeare el autor de esa obra, inscrita sin controversias en la forma tópica de la tragedia de venganza, ello habría ejercido una influencia significativa en su campo de producción, impactando tal vez en, por ejemplo, la escritura de The Spanish Tragedy, de Kyd, posiblemente el drama más significativo de un género en boga en dicho contexto y que (al modo, quizás, de los thrillers actuales) se organizaba a partir de pautas constructivas tópicas y previsibles, no obstante efectivas, todo lo cual la hacía una forma notoriamente requerida por el consumo popular. Luego habría llegado el Hamlet de 1601 para deconstruir radicalmente ese género ya consolidado por Kyd de quien, a su vez, Shakespeare habría sido su precursor (tanto como precursor de sí mismo) con ese Hamlet tentativo de 1589[6]. Por el contrario, si Kyd hubiera sido el autor del Ur-Hamlet, la disputa por el centro del campo de la producción dramática de la época, habría transcurrido por carriles más previsibles, siendo indefectiblemente Shakespeare quien se habría colocado, con el drama de 1601, en una posición disruptiva, refundando un género ya instalado en el horizonte de expectativas del público teatral de la Inglaterra isabelina, y rompiendo amarras con la tradición de la que Kyd era su portavoz para iniciar lo que Bloom señala como la “tradición de uno” (es decir, la demarcada por una obra no seriada ni serializable en pos de la singularidad formal que plenamente la definirá, en especial en lo que atañe a la producción localizada en el periodo posterior a la escritura de Hamlet).

Sea como fuere, el correlato de ambos hipotéticos cursos de esa historia –la historia del texto marchando hacia el encuentro con su forma–, no diferirá en lo esencial de cara al hecho significativo de que Hamlet puso en tensión definitoria el género de la tragedia de venganza, promoviendo una resolución que contribuyó a colocar a la obra –y a la propia figura autoral– en un sitial de autonomía estética y centralidad en el canon occidental –apelando nuevamente a términos de Harold Bloom– que no admitiría mayores controversias.

En ese orden, el crítico francés René Girard (1995a) se detendrá en el problema de la venganza en Hamlet en tanto especificación del “papel de las violencias colectivas «ciegas» en los asuntos humanos” (p. 347). La teoría de Girard destaca por su notable reflexión acerca de lo que describe como violencia mimética, tanto en el contexto de las sociedades primitivas, en las que la violencia se constituye en íntima imbricación con la dimensión de lo sagrado, así como en el ámbito de sociedades contemporáneas como la isabelina, en el caso que nos ocupa. En relación con la tan manida vacilación de Hamlet, Girard propondrá una sorprendente modulación del estatuto de esa ambigüedad moral que durante los cuatro primeros actos de la tragedia mantendrá en suspenso la ejecución del accionar que le es requerido. Frente a la inderogabilidad de la venganza como imperativo político en el contexto de la Corte, Hamlet opondrá, según Girard, una respuesta inusual: la del tedio y el cansancio moral ante un orden dominado por la praxis de la venganza. Tal como también lo plantea Bloom, Shakespeare se haría tributario del escepticismo de Michelle de Montaigne, un contemporáneo suyo, quien pocos años atrás, en 1588, en razón de la publicación del último de la serie de tres volúmenes, había culminado con el plan de escritura de los Ensayos.

El tedio, en ese sentido, en virtud de su instrumentación como denuncia de la irracionalidad de un orden social y político (también estético) que hace de la venganza un modo de actuación validado, verá resignificadas sus polaridades valorativas, asumiendo, para Shakespeare, una funcionalidad humanista; no ejecutar la acción requerida de la venganza implicará poner en zozobra un orden que le ha atribuido el estatuto de mecanismo institucional en la resolución de los conflictos que frecuentemente ponen en jaque el espacio de la Corona. Así como más arriba señalábamos que la duda, frecuentemente escenificada en los soliloquios de Hamlet, evidenciaba la manera suspensiva consustancial al posicionamiento del intelectual moderno quien, en recurrente oscilación entre el impulso de accionar y el examen de las múltiples aristas problemáticas de las razones que impulsan la praxis, el tedio, del mismo modo (y su máscara de locura fingida) se plantearía como respuesta civilizatoria ante el frenesí de la violencia institucionalizada. El pensador rumano (aunque de lengua y cultura francesa) E. M. Cioran (1972) propone una reflexión que convergería, acaso, con las sugerencias de Girard aquí sumariamente relevadas:

Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma (s. d.).

“Harto de lo sublime y de carnicerías” –continúa Cioran en una reflexión que parecería a la medida del conflicto que abruma al príncipe danés–, profundamente asqueado, Hamlet quizás anhele “un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento” (s. d.), dicho esto con las palabras tan lúcidas como desoladoras de Cioran. Por otra parte, tal como lo plantea Girard (1995a), para que el acto de la venganza pueda ser viabilizado, debe mediar la convicción acerca de “la justicia de la propia causa”; colocándose en la situación puntual de Hamlet, debería apoyarse en la creencia sin fisuras acerca de “la inocencia de la víctima a la que se pretende vengar”, es decir, del rey Hamlet, ya que “si la primera víctima es un primer asesino, quien intente vengarlo corre el riesgo de descubrir la circularidad de la venganza” (p. 348). En otro ensayo, en este caso dedicado a la figura mítica de Edipo, Girard (1995b) propondrá lo que sigue:

El mecanismo de la violencia recíproca puede describirse como círculo vicioso; una vez que la comunidad ha penetrado en él, ya le resulta imposible la salida. Cabe definir este círculo en términos de venganza y de represalias; cabe dar de él diferentes descripciones psicológicas. Mientras exista en el seno de la comunidad un capital acumulado de odio y desconfianza, los hombres no dejan de vivir de él y de hacerlo fructificar. Cada uno se prepara contra la probable agresión del vecino e interpreta sus preparativos como la confirmación de sus tendencias agresivas. De manera más general, hay que reconocer a la violencia un carácter mimético de tal intensidad que la violencia no puede morir por sí misma una vez que se ha instalado en la comunidad (pp. 89-90).

Hamlet intentará sustraerse denodadamente al “frenesí mimético que conduce el asesinato” (p. 356) pero, finalmente, el baño de sangre del acto V evidenciará el triunfo de la barbarie. Por ello, para Girard, Hamlet no solo no es una tragedia de venganza,[7] sino que, por el contrario, la escenificación textual de la trama organizada por los dilemas del protagonista conduciría a una lectura de Hamlet como “una obra contra la venganza” en la que, más allá de respetar en un estrato de superficie las convenciones del género, en un nivel profundo sabotea sistemáticamente los tópicos dramáticos convencionales (p. 367).

La vacilación singulariza a Hamlet; la venganza finalmente concretada, no. Es más, el Hamlet de los primeros cuatro actos asumiría, según Girard (1995a), una caracterización de índole crística, por el hecho de sustraerse a la reciprocidad violenta condenada por los Evangelios a través del mandato de renunciar “a las represalias y a la venganza bajo todas sus formas” (p. 361); asimismo, tal renuncia asume en Hamlet un sesgo estratégico, entendiendo a la noción de estrategia en el sentido de un posicionamiento que permita a los seres humanos “postergar indefinidamente su venganza sin renunciar jamás a ella” (p. 364)[8].

Así como Shakespeare, bajo la fachada de una tragedia de venganza, estaría, en realidad, impugnando esa forma estética y el imperativo ético vehiculizado en ella, del mismo modo, sugiere Alessandro Baricco (2005), “los griegos, en la Ilíada, nos habían legado, entre las líneas de un monumento a la guerra, la memoria de un obstinado amor a la paz” (p. 181). Los héroes de la Ilíada también, en una estrategia afín a la de Hamlet, buscarán dilatar esos momentos en que, entre una y otra batalla, simplemente hablan, olvidándose de que pronto será preciso regresar a la lid sangrienta:

Son asambleas que nunca se terminan, debates infinitos, y uno deja de odiarlos sólo cuando empieza a comprender en el fondo de qué se trata: son su manera de posponer lo más posible la batalla. Son Sheherezade, salvándose mediante el relato. La palabra es el arma con que congelan la guerra. Incluso cuando están discutiendo cómo hay que hacer la guerra, mientras tanto no la están haciendo; y ésta es, también, una manera de salvarse. Todos ellos son condenados a muerte, y están haciendo que su último cigarrillo dure una eternidad. Y se lo fuman con las palabras (p. 182).

No obstante, fatalmente, llegará la hora de volver al combate y allí se transformarán en “héroes ciegos, olvidados de cualquier escapatoria, fanáticamente entregados a su deber” (p. 182). Y para Hamlet llegará el acto V. Y ya no habrá vuelta atrás. Solo quedará la palabra de su amigo Horacio, testigo del desenlace luctuoso de los hechos, para transmitir a las venideras generaciones humanas las nobles razones de Hamlet naufragando en una batalla atrozmente perdida.

Bibliografía

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Bloom, H. (2008). Hamlet. En Shakespeare: La invención de lo humano (pp. 479-538) (T. Segovia, trad.). Bogotá: Norma.

Brecht, B. (2020). Pequeño órganon para el teatro. México: UNAM, Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial.

Cioran, E. M. (1972). Breviario de podredumbre (F. Savater, trad.). Madrid: Taurus.

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Girard, R. (1995a). La venganza bastarda de Hamlet. En Shakespeare: Los fuegos de la envidia (pp. 346-370). Barcelona: Anagrama.

Girard, R. (1995b). Edipo y la víctima propiciatoria. En La violencia y lo sagrado (pp. 76-96). Barcelona: Anagrama.

Piglia, R. (2005). El caso Hamlet. En El último lector (pp. 36-38). Barcelona: Anagrama.

Shakespeare, W. (2006). Hamlet (M. Conejero Dionís-Bayer y J. Talens, trads.). Madrid: Cátedra (Ed. bilingüe).

Cómo citar este artículo:

Zampini, F. H. (2022). Hamlet o la racionalidad del tedio. AVANCES, (31), Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/37698.



[1] Para Harold Bloom (2008), no obstante, el número total de las obras compuestas por Shakespeare alcanza la cifra de treinta y nueve.

[2] Se ha hablado mucho de la escena teatral incluida en Hamlet en razón de la representación urdida por el mismo príncipe en ocasión de la presencia de los cómicos ambulantes en Elsinor; quizás esta situación de la lectura del libro también podría ser decodificada como el germen de una escena dramática en segundo grado.

[3] La abreviatura que frecuentemente encontraremos en las ediciones de la obra de Shakespeare son Q, para los cuartos y F, para los folios.

[4] Es sabido que en el hecho teatral convergen dos hebras semióticas que le son estructurales: la del texto dramático o literario (compuesto generalmente en la forma de diálogos que se articulan y que consta de acotaciones, dispositivo instruccional tendiente al hecho de la representación) y la del texto espectacular, es decir, el que se produce en el momento puntual de la realización escénica, o puesta teatral, del texto escrito o literario.

[5] Costa Picazo (2007) puntualiza que en el caso de Hamlet “hubo textos preparados para su representación, con revisiones y correcciones, en 1661, 1772, 1881, 1900, 1925, 1930, 1961 y 1963. A esto debemos agregar las ediciones completas de Shakespeare de los siglos XVII, XVIII y XIX, y finalmente las ediciones eruditas, con anotaciones, del siglo XX, entre las que se destacan las de Arden, Folger Library, New Arden, New Cambridge, Penguin, Swan, Warwick, Yale, etc.” (p. X).

[6] La tragedia española, cuyo título completo en inglés es The Spanish Tragedie, Containing the lamentable end of Don Horatio, and Bel-imperia: with the pittifull death of olde Hieronimo, habría sido compuesta sobre finales de la década de 1580, coincidentemente con la escritura del Ur-Hamlet en 1589, por lo cual no es posible establecer cuál de ambas obras habría antecedido en su escritura a la otra.

[7] Girard (1995a) establece un sutil correlato entre las motivaciones del protagonista de la tragedia y su autor en relación con el tópico de la venganza, ya que “lo que el héroe siente en relación con su acto de venganza, el creador lo siente en relación con la venganza como motor dramático” (p. 349).

[8] Añade Girard (1995a) lo siguiente: “igualmente aterrorizados por las dos soluciones extremas que se les ofrecen, la venganza total y la ausencia total de venganza, siguen viviendo el mayor tiempo posible en la tierra de nadie de la disuasión recíproca” (p. 364).