Bailar comunidad para imaginar otros mundos: las danzas populares en intervenciones artísticas en la ciudad de Córdoba

Guadalupe Díaz-Sardoy

Universidad Nacional de Córdoba

Facultad de Filosofía y Humanidades

Departamento de Antropología

Córdoba, Argentina

diazsardoyguadalupe@gmail.com

https://orcid.org/0009-0003-0839-3144 

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/ti4k0yqhy 

Resumen

El presente artículo gira en torno a la intervención llamada “Somos el monte que marcha” realizada en la ciudad de Córdoba entre los años 2016 y 2021 y el modo en que se generaba un estado corporal y de conciencia a través del movimiento en dicha intervención. En una primera instancia se analiza el proceso histórico de surgimiento de la danza folklórica en nuestro país, así como de nuevos modos de bailar que dan lugar a lo que en el contexto indagado se nombraba como “danza popular”. Luego se describe el modo en que se enseñaba a bailar esas danzas, caracterizado por la relación entre las ideas de “bailar propio” y “bailar comunitario”, para finalmente llegar a describir las características principales de la intervención que generaban un estado “de conexión” que las personas describen como “profundo y real” y que se entiende a través del concepto de communitas espontánea de Víctor Turner (1988). Se mostrará como la intervención permitía a las personas experimentar la danza comunitaria que defendían reforzando así las convicciones del grupo.

Palabras clave: estudios de danza, estudios de performance, intervenciones, danza popular, antropología del cuerpo

Dancing community to imagine other worlds: popular dances in artistic interventions in the City of Córdoba

Abstract

This article revolves around the intervention called “Somos el monte que marcha” carried out in the city of Córdoba between 2016 and 2021 and the way in which a state of body and consciousness was generated through movement in that intervention. In the first instance, the historical process of the emergence of folk dance in our country is analyzed, as well as new ways of dancing that give rise to what in the investigated context was named “popular dance.” Then the way in which these dances were taught to dance is described, characterized by the relationship between the ideas of “own dancing” and “community dancing” to finally describe the main characteristics of the intervention that generated a state of “connection” that people described as “deep and real” and that is understood through Victor Turner's concept of spontaneous communitas. It will be shown how the intervention allowed people to experience the community dance that they defended, thus reinforcing the group's convictions.

Keywords: dance studies, performance studies, interventions, popular dance, anthropology of the body


AVANCES

Recibido: 18/10/23 - Aceptado: 18/12/23

Número 33, 2024 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional



Palabras preliminares

El presente artículo surge de la investigación sobre intervenciones artísticas de danza popular[1] realizada como parte de mi trabajo final de Licenciatura en Antropología. En este me centré en la intervención “Somos el monte que marcha” que se realizó entre los años 2016 y 2021 en la ciudad de Córdoba en marchas vinculadas a la temática ambiental. Se trató de un grupo de personas más pequeño que tocaban instrumentos de percusión y uno más numeroso que, dispuesto en filas horizontales de bailarinas y bailarines, realizaba pasos de danza simples y al unísono. Las personas estaban vestidas de colores marrones y verdes y el clima era festivo. Mis primeras conversaciones con quienes coordinaban esta performance me llevaron a comprender que el modo en que se bailaba en las intervenciones estaba vinculado a una manera de bailar que se gestaba en talleres de danza popular. Fue por ello que mi trabajo de campo implicó observación participante tanto en una intervención como en los talleres de danza, así como entrevistas no direccionadas. Con ello, además, pude observar que existía una escena (Bennett, 2004) de la danza popular constituida por una serie de talleres en los que se enseñaba a bailar, un circuito de peñas y de encuentros culturales en los que se gestaban ciertas nociones en torno a la danza popular que fueron fundamentales para comprender la intervención

La observación participante estuvo basada en la idea de conocer la danza bailando por lo que participé de estos espacios bailando como lo hacían las demás personas, como una forma de acercarme a la experiencia que allí se generaba entendiendo que a través de las prácticas corporales y artísticas también se producen significaciones, conocimientos y modos de identificación. Estas instancias de observación participante fueron complementadas con entrevistas en profundidad realizadas a las personas que organizaban la intervención y dictaban los talleres. 

En cuanto a los marcos teóricos de referencia me basé en las nociones de performance y performatividad, así como en aportes de los estudios de la antropología del cuerpo. Las primeras me permitieron pensar que tanto las intervenciones como los talleres eran prácticas repetitivas que modelaban modos de actuar, sentir y pensar. El segundo grupo de estudios me permitió pensar la relación entre prácticas del cuerpo, experiencias e ideas, así como pensar la experiencia corporizada como punto de partida para analizar la participación humana en los mundos culturales.

El punto central que desarrollaré en esta oportunidad es el modo en que la manera de moverse y bailar en la intervención generaba un estado corporal y de conciencia particular, que entendí a partir del concepto de communitas espontánea de Víctor Turner (1988). Las personas manifestaban este estado como “profundo y real”, como un momento de conexión en la medida en que generaba un efecto identificatorio en el grupo y reforzaba algunas de las concepciones centrales en relación con la danza popular.

El mundo del folklore y la escena de la danza popular

Para comenzar será necesario comprender las características que adquirió el proceso de institucionalización y organización analítica de las danzas folklóricas argentinas. En el siglo XIX, algunos elementos, como músicas, cuentos, danzas, artesanías, empezaron a considerarse portadores de virtudes nacionales. Entre las décadas de 1940 y 1950 las danzas folklóricas argentinas se institucionalizaron y surgieron, en este proceso, los estudios sobre danzas del folklore como ciencia, los Profesorados de Danzas Nativas y Folklóricas y los diversos ballets que las difundieron (Benza Solari, Mennelli y Podhajcer, 2012). Se trató de un proceso centralizado y centralizante, centrípeto y luego centrífugo, en el que las danzas eran “recopiladas” en las distintas provincias para “nacionalizarse” en Buenos Aires (Hirose, 2010). En este proceso, a medida que se fijaban las formas, las coreografías, los estilos y los roles de género, se invisibilizaban los aportes africano e indígena y las identidades migrantes internas y externas se subordinaban bajo la figura del gaucho (Benza Solari, Mennelli y Podhajcer, 2012). El modo en que estos bailes se codificaron también respondió a la necesidad de difundirlos en el sistema educativo.

Los modos de bailar indagados en mi investigación se planteaban como “disidentes” con respecto a los tradicionales. Fue también en respuesta a esta manera de bailar que en la década de 1980, en la ciudad de Córdoba —y en otros lugares del país—, una corriente de artistas de la música y la danza comenzó a cuestionar el proceso de academización de las danzas folklóricas y a crear una nueva pedagogía para estas. Se buscaba un modo de bailar y de enseñar que fuera “accesible para todes”.[2] Comenzó a hacerse énfasis en la conciencia corporal, la conexión y la danza como ejercicio político. Fue en este contexto que empezó a usarse la expresión “danza popular” para diferenciar el modo de enseñanza y práctica con respecto a las “danzas folklóricas”.

Karina Rodríguez (2018) y su equipo realizaron una investigación en la que relevaron distintos modos de enseñar a bailar folklore en la ciudad de Córdoba definiendo dos maneras de hacerlo que denominaron corriente académico-tradicional y corriente expresivo-vivencial. Mientras que en la primera se haría énfasis en la técnica, la coreografía, la forma, la tradición desde una mirada esencialista, la segunda se centraría en aspectos emocionales, en la vivencia, en el trabajo rítmico y tendría una mirada de la tradición como un proceso dinámico. Natalia Díaz (2018), en su tesis de Doctorado en Antropología, retoma esta distinción considerando que en la primera corriente bailar “bien” estaría dado por bailar de acuerdo a la tradición mientras que en la segunda estaría dado por “bailar con personalidad”. Si bien estas dos corrientes no se dividen de manera tan tajante, sino que pueden pensarse como polos de un continuum, me resultó útil tomar esta división para comprender los distintos posicionamientos al interior del mundo (Becker, 2008) del folklore.

Los talleres de danza popular

A continuación, describiré brevemente el particular modo de enseñar a bailar danzas populares en talleres de la ciudad de Córdoba que pude observar a partir de mi propia experiencia de trabajo de campo. Se trata de una manera de bailar basada en las ideas de “bailar propio” y “bailar comunitario”.

Nombrar estas danzas como “populares” hace referencia tanto a un modelo pedagógico como a sus características. Por un lado, una danza pedagógicamente “accesible para todes” por su simplicidad y por la habilitación de distintos modos de bailar. En este sentido, lo popular se relaciona con el modelo de educación popular propuesto por Paulo Freire (1994). Por otro lado, la caracterización de estas danzas como comunitarias, “de todes”, de los patios, del pueblo. En cuanto al primer punto, el modelo pedagógico, me resulta necesario desarrollar brevemente el modo en que se enseña a bailar danzas populares en estos espacios

Los talleres de los que participé estaban divididos en tres etapas. Un primer momento de calentamiento, en el que se hacían movimientos para “preparar el cuerpo” y se introducía los ritmos del día; un segundo momento, que podríamos nombrar como desarrollo; y un último de cierre, que podía incluir estiramientos, lecturas, conversaciones. El momento del desarrollo, a su vez, podía dividirse en una primera etapa en la que se usaban distintas técnicas de exploración del movimiento que procedían a veces del mundo de la danza contemporánea/conciencia corporal/improvisación y otras veces de danzas consideradas de origen afro o indígena. En el segundo momento del desarrollo se aprendían en general los pasos y las coreografías. Voy a centrarme aquí en el primer momento del desarrollo ya que es allí donde más se pone en evidencia la particular forma de bailar danzas folklóricas de estos espacios.

Como mencioné, en pos de ampliar las posibles formas de bailar folklore, las talleristas proponían dinámicas que podríamos considerar propias de la danza contemporánea, la improvisación y la expresión corporal, por un lado, y danzas cuyo origen se consideraba afro o indígena, por el otro. En cuanto al primer grupo de recursos, lo que se buscaba era un modo propio o auténtico de movimiento. Se trataba de una manera de llegar a lo que se consideraba “la esencia” de estas danzas, que nunca era solo la forma o coreografía. Una buena zamba bailada, por ejemplo, no era aquella en la que se siguiera la coreografía, sino que estaba dada por una “calidad” vinculada a la conexión con la pareja de baile. Pero, al mismo tiempo, la búsqueda de esta esencia era un límite a la propia exploración. El modo propio de bailar no debería traicionar la esencia de las danzas populares. Y es para construir ese límite que se apelaba al segundo grupo de recursos, vinculados a lo comunitario, lo ritual.

En cada taller se hacía un esfuerzo para vincular nuestras danzas con otras con un origen afro o indígena más reconocido. Esto se realizaba a través de los movimientos, incorporando, por ejemplo, movimientos de caderas que no estaban presentes en los modos tradicionales de bailar folklore y que se vinculaban con lo “afro”, a través de modos de imaginar la historia, insinuando que las coreografías fijadas en el proceso de academización poco tenían que ver con el modo en que realmente se bailaban, y a través de la recuperación de historias o de rituales como el carnaval. Tratábamos entonces de vincularnos con una historia distinta y, con ello, con un modo de bailar otro y con un modo de vivir también diferente. Con este segundo grupo de recursos encontrábamos otro camino hacia el corazón de las danzas. Debíamos aprender a bailar como nosotres mismes, pero también a hacerlo en comunidad. Lo comunitario debía volverse propio. La danza popular se definía constantemente en esa relación.

“Somos el monte que marcha”

La intervención “Somos el monte que marcha” consistía en un grupo de personas dispuestas en filas horizontales consecutivas que avanzaba haciendo pasos de danza simples, al unísono e invitando a otras personas a participar. Se trataba de un ciclo de cuatro ritmos con sus pasos asociados que se repetía una y otra vez. Quisiera detenerme ahora brevemente en la forma en que se concebían las ideas centrales de comunidad, ancestralidad y monte, en este contexto, así como la idea de una “nostalgia de un pasado no vivido” centrada en la noción de lo comunitario.

En una entrevista, uno de mis interlocutores me decía que “es como que hay un pulso ya en uno, une, una, que te está dictando... no sé cómo decirlo, pero parece que es un pulso... muchos sabrán mucho más, pero es como un pulso de la tierra”. Además del énfasis en lo comunitario que he desarrollado, las danzas populares se imaginaban como ligadas a la tierra y a la ancestralidad. Otra interlocutora dijo en una oportunidad que “la ancestralidad no tiene nacionalidad” por lo que bailar danzas populares de distintos contextos siempre nos conectaba con “lo ancestral”. Podemos vincular esto a la idea de Schechner (2000) que considera que en las últimas décadas se ha despertado:

un deseo de “conocimiento espiritual” fuera de las instituciones religiosas (...) Todas las culturas, excepto las extintas, son exotizadas y se piensa que tienen gente con conocimiento sagrado “antiguo” u “original” que puede enseñarse, transferirse y experimentarse. Esa exotización (…) sólo indica un cierto estado mental, una receptividad, un deseo de cambiar de vida, mentalidad y sentimientos (p. 218).

La ancestralidad o la conexión con la tierra, consideradas en este contexto como realidades universales ligadas al pasado que pueden recuperarse en el marco de cualquier actividad ritual, se relacionan con esa exotización que responde a la necesidad de “espiritualidad” y que resta importancia a las especificidades culturales. Es en este sentido también que la danza popular aparecía como un modo de gestionar la propia espiritualidad a través de esta conexión imaginada con la tierra y la ancestralidad.

Una de mis interlocutoras, en una entrevista, me dijo que para ella había en este grupo una “nostalgia de un pasado no vivido”. Esta idea fue clave para el desarrollo de mi investigación. Ella me dijo que

se crea tanto la fantasía de monte, de tierra, de ese contexto distinto a la ciudad, que el lugar del monte está en la marcha. Es como la defensa de eso que generamos, si se quiere, como relato o fantasía para motorizar los cuerpos.

Y la fantasía del monte, lo que se generaba en esos espacios como relato, era justamente la idea de esas danzas populares comunitarias, ancestrales, ligadas a la tierra.

 Para Schechner (2000),

la conducta restaurada ofrece a los individuos y a los grupos la oportunidad de volver a ser lo que alguna vez fueron —o incluso, y más frecuentemente, de volver a ser lo que nunca fueron, pero desean haber sido o llegar a ser (p. 111).

Es inevitable que, al querer recuperar una performance histórica, estemos reproduciendo una performance inventada. Y esto no tiene que ver solo con el cambio en el contexto histórico, sino con que no podemos recuperar la versión original de una performance. Y esto vale también para las danzas folklóricas. La recreación es siempre vista desde los ensayos de hoy. Las disputas y visiones del mundo actuales determinarán el modo en que recuperemos cualquier danza del pasado.

En el contexto indagado había una concepción del mundo, una idea de lo correcto y un proyecto de futuro basados en la noción de comunidad que determinaban la manera en que se practicaban las danzas y en la que se imaginaba que estas habían sido. La forma en que se bailaba afectaba también este punto de vista en un constante proceso de retroalimentación.

La producción de un estado corporal en la intervención

Como mencioné al inicio de este escrito, el eje central aquí es analizar cómo en la intervención danzada se producía un particular estado corporal y de conciencia a través del movimiento. Comenzaré entonces describiendo algunas de las características claves de la performance que generaban dicho estado y que le daban a la propuesta su potencial político particular.

Por un lado, la sencillez, la falta de complejidad que hacía que cualquiera pudiera sumarse espontáneamente a la propuesta. La performance era sincrónica, regular, homogénea, replicable, con movimientos como levantar los brazos, caminar hacia un lado y hacia el otro, agacharse, cantar algún verso breve. Y esta sencillez hacía que se pudiera dar lugar a la espontaneidad. Se valoraba que las personas se apropiaran de la performance proponiendo movimientos espontáneamente.

En este sentido, una interlocutora me decía:

era una propuesta que quien quisiera se sumaba y era algo que se aprendía. Si vos te ponías a hacerlo ya te lo aprendías, tenía marcas bien específicas y ya podías marchar bailando. (…) Me parece que tiene esa espontaneidad que lo hace grande digamos.

Y esa idea de lo sencillo que hacía que cualquiera pudiera participar, que fuera accesible, estaba vinculada también con el modo en que se trabajaba en los talleres para que las danzas populares pudieran ser aprendidas por cualquier persona

Como vimos, la poca complejidad de la performance hacía que no fuera necesario guiar constantemente y que pudieran surgir movimientos espontáneos. Sin embargo, quienes organizaban intentaban ponerle límites a esto para “cuidarnos entre todes”. Aquí también se observaba la relación entre bailar propio y comunitario. Otra interlocutora me decía en una entrevista, en un tono cómico, como riéndose de sí misma: “Y bueno, como que nosotros tenemos esa personalidad de querer tenerlo todo controlado, que no se vaya nada de las manos, que sea respetuoso, que nos cuidemos”. Esa necesidad de control se basaba en la necesidad de sostener la noción de la danza popular como sencilla, accesible, inclusiva y, fundamentalmente, comunitaria. Que alguien se lastimara o que alguien no pudiera participar podría poner en jaque esa noción de la danza popular como generadora de una comunidad.

Por otro lado, la propuesta era recursiva, cíclica, mántrica y la repetición de pasos sencillos hacía posible que la gente se sumara “por contagio”. En este sentido una de las organizadoras me decía “simplemente contagiamos eso, para que las personas se sumen y se hagan responsables de ir contagiando al que se va sumando. Y que eso se produzca como... eso, un contagio que se comparte”. La repetición generaba un “estado de conexión” que se contagiaba. La participación del público hacía además que la intervención viera reforzados sus aspectos sociales y rituales. Las personas se sentían en ese contexto conectadas al moverse juntas, deseaban lo mismo y actuaban en conjunto sin necesidad de mediar palabras.

La intervención estaba pensada de tal modo que no era necesario detenerse en ningún momento ya que a cada ciclo le seguía otro igual. Con la repetición, los pasos se aprendían por lo que ya no era necesario pensarlos, generándose así un estado de mayor disponibilidad. Después de un tiempo bailando en la performance, la respiración se aceleraba, la temperatura subía, los cuerpos se cansaban y se generaba un estado de atención. Con cada ciclo estas sensaciones aumentaban y el estado de alerta se convertía en una suerte de euforia. Lo cíclico generaba la sensación de un tiempo ritual, que se detenía, subjetivo, colectivo. Estas sensaciones iban en aumento: euforia, excitación, alerta. La experiencia, cada vez más intensa, era descripta como “profunda y real”. El estado de “conexión” tenía que ver con poder decidir en conjunto sin necesidad de que medie la palabra. Sentir y actuar en sintonía, percibir una unión profunda.

En este sentido, una de las organizadoras me decía en una entrevista que: “el monte que marcha no tiene un comienzo y un fin. Empieza cuando empieza la marcha y termina cuando termina la marcha. No hay hilo, un desarrollo, de alguna manera. Siempre está en lo mismo. Y eso da otra posibilidad”. Y es que esa repetición y esa sencillez no solo permitían que la gente pudiera sumarse espontáneamente y se contagiara, sino que generaban un estado corporal y de conciencia particular que intensificaba la experiencia, producía un efecto identificatorio en el grupo y reforzaba una serie de ideas en relación con la danza popular, el monte y la comunidad. La respiración agitada, el calor, el cansancio, la excitación hacían que la representación del monte se viviera con mayor intensidad

Para explicar este “estado” particular y momentáneo en el que las personas se percibían iguales y conectadas, en profunda comunión, al que aludían quienes participaban al hablar de la intervención, utilicé el concepto de communitas espontánea de Victor Turner (1988). El autor considera que hay otras modalidades de las relaciones sociales más allá de lo socio estructural y busca analizar esas otras posibilidades. Es en este sentido que plantea que existen tanto la estructura, sistema diferenciado de relaciones jerárquicas, como la antiestructura y a esta última pertenecen las experiencias de communitas. Es así que define a la communitas espontánea como “una relación entre individuos concretos, históricos y con una idiosincrasia determinada, que no están segmentados en roles y status (…), una especie de communitas homogénea y sin estructurar, cuyas fronteras coinciden idealmente con las de la especie humana” (p. 138). Se trata de una experiencia de espontaneidad e inmediatez en la que se produce el reconocimiento de un lazo social primario, de persona a persona, horizontal, que se opone a las jerarquías y divisiones de la estructura, pero que solo puede sostenerse breves períodos de tiempo. Communitas espontánea está rodeada por algo mágico, por la proliferación de sentimientos. Pero estas experiencias solo podrían sostenerse a partir de la institucionalización.

Es importante mencionar, sin embargo, que el surgimiento de communitas suele darse cuando hay oportunidades fuera de ese momento para realizarla. En nuestro caso había muchas instancias al margen de la intervención propiamente dicha en las que estas personas se juntaban y en las que se gestaba un modo particular de ver la danza folklórica y el mundo. Me refiero a espacios como los talleres de danza populares o a encuentros como el Encuentro Cultural de San Antonio de Arredondo.[3]

Es importante mencionar también cómo este modo de experimentar la performance genera como efecto en el grupo un sentimiento de unión, fuerza y pertenencia. Al moverse todes iguales se sentían conectades y esa conexión entre personas generaba una sensación de fuerza, de no estar soles, de empoderamiento, de potencia. Una sensación de ser muches, de ser todes iguales y de poder enfrentarse a cualquier cosa. Las personas sentían entonces que eran parte de algo más grande, a lo que pertenecían, y que estando juntas eran más fuertes. La performance transcurría en un clima de celebración, generaba una sensación de empoderamiento, de unirse más allá de las diferencias. Muchas personas moviéndose al unísono, sumadas a la intensidad con la que se vivía, generaban una sensación de fuerza, de poder. La performance se convertía de a poco en un lugar de pertenencia, donde ser parte de algo más grande. Algunas ideas del grupo, como la importancia atribuida a la noción de comunidad, se reforzaban en esa experiencia de puesta en escena por lo que quienes participaban del ámbito de la danza popular reforzaban allí su pertenencia.

Una de las organizadoras en una oportunidad me dijo que en cada marcha algo se renovaba y la incentivaba a seguir luchando y que luego de cada evento sentía un “regocijo en las convicciones”. Es en este sentido que podemos pensar que las convicciones del grupo, su idea de las danzas populares comunitarias y ligadas a la tierra, se veían reforzadas en la intervención. Pero es importante volver a mencionar que había un contexto más amplio que le daba sentido a la experiencia y que estaba constituido justamente por esta mirada sobre las danzas populares y su vínculo con la comunidad que se gestaba en otros espacios como los talleres. En toda performance hay un elemento afectivo, pero también uno cognitivo. El estado que se producía dependía también de una cierta disposición mental que se generaba en estos otros espacios como los talleres o encuentros mencionados.

En la intervención de la que participé en enero del año 2020, varios elementos se habían modificado. El cambio fundamental fue la diversificación de los roles. Había un grupo que representaba el agua, un grupo que representaba la tierra y un grupo denominado “los fumigadores” —personas que representaban a los empresarios del agronegocio responsables de la utilización a gran escala de pesticidas y cultivos transgénicos resistentes a estos y a quienes se consideraba responsables de la tala o quema de monte nativo—. El primer grupo —vestido con colores azules, celestes, blancos— realizaba movimientos suaves, ligados, sin cortes bruscos, ondulados, imitando “la calidad del agua”. El segundo —vestido con colores marrones y verdes— se movía pisando fuerte el piso, con movimientos de chacarera y con “la calidad de la tierra”. El grupo de los fumigadores interrumpía la danza tirando agua que simulaba el uso de pesticidas a los dos primeros grupos que caían al piso. Pero además de estos tres grupos, esa intervención se había organizado junto a un colectivo de copleras que cantaba distintas coplas según los distintos momentos, mientras un último grupo acompañaba con bombos. Esa diversificación de roles hacía que algo de esa intensidad, de ese estado de conexión y de esa comunidad que se creaba se perdiera, cambiando la experiencia de quienes participaban.

El elemento cíclico, la repetición continua de movimientos generaba la sensación de un tiempo ritual, un tiempo que se detenía, subjetivo y de festejo, un tiempo que pertenecía al colectivo y no a una persona en particular. No se trataba de un tiempo cronológico, progresivo, sino de uno repetitivo, circular que no avanzaba hacia delante, sino que se intensificaba en la repetición corporal. Y en este marco lo más importante parecía ser la vivencia de cada persona que se sumaba a participar de la performance y que se transformaba en experiencia grupal. Esa experiencia se contagiaba y producía un “estado” particular. Y ese estado corporal y de conciencia era el que generaba comunidad —communitas espontánea— e identificación con el grupo, la sensación de unión, fuerza y pertenencia. Por eso se percibió que la intervención no funcionó cuando se diversificaron tanto los grupos y los roles, porque variaron también las vivencias individuales y la experiencia grupal.

Bailar danzas populares en una movilización política

 La intervención se realizaba en el contexto de una movilización a modo de marcha por las calles del centro de la ciudad. Para Manuel Delgado (2007), en ciertas ocasiones, las calles dejan de lado su función habitual para convertirse en espacios peatonales donde las personas realizan distintos recorridos con fines simbólicos, expresivos, rituales.

En las movilizaciones les peatones alcanzan un mayor protagonismo, formando un cuerpo colectivo que se apropia de los distintos espacios urbanos transformándolos y convirtiéndolos en espacios rituales. Para este autor, la expresión más emblemática de la movilización son las fiestas. “Este tiempo y este espacio que el grupo festivo que marcha genera están sometidos a un conjunto de normas que no deberíamos dudar en calificar como rituales”. Estos recorridos construyen “(…) una cartografía en que está inscrita cierta representación de la ciudad” (Delgado, 2007, p. 160), que a la vez propone un nuevo discurso y un nuevo orden de valores.

Para este autor, las manifestaciones políticas no se apartan mucho del caso de las fiestas.

Las manifestaciones funcionan, en efecto, técnicamente como fiestas implícitas o parafiestas, en el sentido de que no aparecen homologadas como actividades festivas, pero responden a lógicas que son en esencia las mismas que organizan las fiestas de aspecto tradicional en la calle (p. 165).

La intervención tenía además la particularidad de la danza. Este tipo de irrupciones en la ciudad convierte a ese espacio-tiempo en una representación de lo que quienes marchan quisieran que fuese el espacio urbano. “Las manifestaciones políticas acaban haciendo, entonces, lo mismo que los rituales suelen hacer, que es convertir en realidad eficaz las ilusiones sociales (…)” (p. 173); es decir, de alguna forma se convierten en aquello que representan.

La intervención “Somos el monte que marcha” se organizó de tal modo que pudiera ser compatible con el contexto de una marcha y los modos de circulación que allí se utilizan. Pero el hecho de situarse en una marcha, además de definir sus características, generaba un contexto que producía un sentido particular en la intervención. No hubiera sido lo mismo hacerla en otro contexto. De hecho, según les entrevistades, hacerla en otros lugares a veces la transformaba y adquiría otras características. La marcha genera, siguiendo a Delgado, un marco festivo, colectivo, ritual que, al ser extracotidiano, implica también una cierta liminaridad.

La atmósfera de la intervención estaba contenida por una atmósfera mayor, que era la de la marcha, con la cual dialogaba. Esta atmósfera más amplia, constituida por una multitud de personas, incluía los típicos sonidos —gritos, cantos, voces, bombos, explosiones—, imágenes —multitud, banderas, colores, carteles— y olores —pólvora, choripanes, sudor— de una manifestación. A esto se le sumaba, en un sector de la marcha, la intensificación que se producía en la intervención “Somos el monte que marcha”. La idea de multitud se hacía más evidente al moverse todes juntes, la percusión y los cantos de la intervención tomaban protagonismo, los olores del cuerpo se intensificaban y la repetición generaba una imagen pretendidamente ritual.

Como vemos, si bien la experiencia corporal suscitada podía ser intensa y ser percibida como lo más importante, había un contexto más amplio y una narrativa en la intervención que le daban sentido, que permitían fácilmente captar un significado al ver y participar de la propuesta. Para Schechner (2000), siempre existe un elemento cognitivo y otro afectivo en las performances, aunque en el momento de la ejecución predomine, para quienes participan, el elemento afectivo.

Había entonces, como vimos, un contexto constituido por el marco de la marcha y uno aún más amplio dado por toda una concepción sobre las danzas populares y su vínculo con la tierra que se desarrollaba también en los talleres que de alguna manera sostenía la intervención. Podemos identificar estas narrativas o estos significados con el componente estructural o protoestructural de Turner (1988), mientras que el “estado corporal” y los afectos que se ponían en juego mediante la repetición estarían del lado de communitas espontánea, de la antiestructura. Los significados asociados a las danzas populares se enraizaban en el pasado y se proyectaban al futuro, mientras que los estados suscitados en la intervención pertenecían a ese momento. Ambas instancias son necesarias en cualquier grupo social.

Del mismo modo, para Turner (en Geist, 2002),

el performance ritual y teatral se caracteriza por una dialéctica entre el fluir y la reflexividad. Al parecer, Turner encuentra el punto más crítico de la noción del fluir en el hecho de que pertenece exclusivamente al presente y elimina la memoria y la autoconciencia y, por lo tanto, la reflexividad y la articulación de significado (…) En cambio, la reflexividad interrumpe el fluir, articula los valores y los constituye en significados que se producen en un retorno al pasado (p. 153).

Y en el mismo sentido es posible tomar su distinción entre vivencia y experiencia: “Vivencia se refiere a un acontecimiento vivido singular, mientras que experiencia apunta, además, a un proceso acumulativo de significados que permite hablar no solo de la experiencia individual sino también de la social” (p. 153). La vivencia se convierte en experiencia cuando puede comunicarse y compartirse con otres. Las puestas en escena o performances muchas veces expresan el significado de las experiencias vividas por un grupo social. Palabras como contagio y conexión eran utilizadas en nuestro caso de estudio para explicar, para significar, para expresar en palabras la experiencia grupal. La vivencia particular de cada persona solo puede explicarse y comunicarse de este modo —convirtiéndose en experiencia colectiva—.

Podemos en esta línea —antiestructura/estructura, fluir/reflexividad, vivencia/experiencia— pensar algunas tensiones del grupo: espontaneidad, pero no desmadre; participación personal y libre, pero colectiva; búsqueda del compromiso, pero no protagonismo. De este modo, hay características relacionadas al estado corporal y de conciencia que se producían en la intervención y que pueden interpretarse desde la communitas espontánea —antiestructura—, el fluir y la vivencia, como la espontaneidad y la apropiación personal y libre de la propuesta. Pero estas características estaban siempre limitadas por las ideas del grupo, que pertenecían ya al ámbito de la estructura, de la reflexividad y de la experiencia, como la búsqueda de lo comunitario, el no protagonismo o el “no desmadre”. La antiestructura, el fluir y la vivencia —lo que se vivía en la intervención— siempre estaban en diálogo continuo con la estructura, la reflexividad y la experiencia —es decir, el modo en que se explicaba lo que se vivía en la intervención—. De esta manera, el estado físico, afectivo que se generaba en la performance estaba siempre acompañado de cierta disposición mental que se construía y se reforzaba también en otros contextos.

En mi trabajo de pesquisa mostré además cómo la intervención era un drama estético, en el sentido de Turner (1988), que constituía una forma de significar el drama social de los desmontes. La cuestión ambiental puede pensarse como un conflicto social que permanece abierto, de modo que recurrentemente estallan nuevas crisis y se alcanzan nuevos modos de reintegración. Los dramas estéticos, como rituales u obras de danzas, son para Turner formas de regulación de estos conflictos. En los rituales se crea un espacio-tiempo liminar en el que la estructura momentáneamente se suspende y se abren opciones nuevas. La idea de liminaridad puede ampliarse a condiciones periféricas o fuera de la vida cotidiana. La intervención fue un evento por fuera de la cotidianidad con cierto nivel de liminaridad.

Para Turner, cualquier tipo de performance cultural, desde el ritual a la danza, supone una explicación de la vida misma. Una performance es la conclusión de una experiencia en la medida en que le asigna un sentido. El teatro es una experiencia reconstruida, en la cual emerge un significado al revivir una experiencia. Ayuda a otras personas a comprender la vivencia y a comprenderse a sí mismas. En el teatro puede darse ese breve estado de éxtasis, de armonía con el universo en el que todo el mundo es experimentado como communitas.

Un performance cultural es la conclusión de una experiencia, de un drama social (…) Por otra parte, los distintos géneros del performance cultural ofrecen el marco de referencia para el inicio de un drama social, el repertorio para su desarrollo y los motivos finales para la canalización de los debates; ofrecen las figuras del lenguaje para el debate y los modelos para la acción (Geist, 2002, p. 160).

De este modo, dramas sociales y estéticos se influyen mutuamente. Los dramas estéticos de hoy afectarán la forma en que enfrentaremos los dramas sociales de mañana.

Sin embargo, este momento liminar en los ritos “provee los medios culturales para generar variabilidad, a la vez que es el medio para asegurar la continuidad de los valores y las normas” (p. 161). Los valores y la visión de las danzas populares del grupo se generaban y reforzaban mediante la puesta en escena.

A modo de cierre

Podemos decir para cerrar estas páginas que cualquier performance es un modo en que las personas buscan comprenderse a sí mismas. Y cada performance constituye a la vez una explicación de la vida misma. En la intervención analizada se mostraba el monte como debía ser: armónico, diverso y resistiendo la intervención humana. El drama social de los desmontes era así interpretado. Pero además la propuesta se construía desde el lenguaje de las danzas populares, danzas imaginadas en este contexto, como vimos, como comunitarias, ancestrales, ligadas a la tierra. La imagen del monte como debería ser era también la imagen de la danza popular como debería ser y de la humanidad misma como debería ser. Además, como la propuesta se experimentaba como communitas espontánea, generaba una identificación en el grupo que explicaba aquel “regocijo en las convicciones” del que me hablaban mis interlocutores. Las intervenciones se convertían entonces en una oportunidad de experimentar momentáneamente la danza popular comunitaria que imaginaban y defendían y, con ella, la humanidad que querían ser.

Mi trabajo final de grado también abordó la fuerza del análisis de performances como una manera de acceder a comprender prácticas, sueños, creencias, personas, mundos. Quisiera indicar, para finalizar, que sería interesante investigar si esta mirada puede ayudar a pensar otros ámbitos en los que las personas gestionan su “espiritualidad” no necesariamente desde religiones institucionalizadas, sino desde otro tipo de experiencias que proponen formas particulares de construir subjetividades.

Bibliografía

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Biografía

Guadalupe Díaz Sardoy

Profesora de Danzas egresada de la Universidad Provincial de Córdoba y Licenciada en Antropología por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente se encuentra cursando la Maestría en Tendencias Contemporáneas de la Danza en la Universidad Nacional de Artes. Integrante del equipo de investigación “Lógicas y Desvaríos Corporales” (SeCyT, UNC), investiga temas relacionados a danza, performance y antropología del cuerpo.


Cómo citar este artículo:

Díaz-Sardoy, G. (2024). Bailar comunidad para imaginar otros mundos: las danzas populares en intervenciones artísticas en la ciudad de Córdoba. AVANCES, 33. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/45504 


[1] En el contexto indagado, danza popular hace referencia a un modo de bailar danzas folklóricas entendido como disidente, como daré cuenta en las próximas páginas.

[2] Usaré comillas dobles para resaltar frases textuales del contexto indagado, así como para citas textuales.

[3] Se trata de un encuentro de músicas y danzas de raíz folklórica cuyes organizadores se presentaban proponiendo una mirada crítica a ciertas formas de hacer folklore entendidas como más académicas, comerciales o tradicionales. Se realiza todos los años en el mes de diciembre en San Antonio de Arredondo, Córdoba, desde 1991.