Carlos Giambiagi, crítico de arte: afinidades, posicionamientos antagónicos y relación con el campo artístico argentino en las primeras décadas del siglo XX
Nicolás Miranda
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales
Universidad Nacional de San Martín
Buenos Aires, Argentina
andresnicolasmiranda@gmail.com
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/yk1vfkn9g
Resumen
El pintor, grabador y escritor Carlos Giambiagi (Salto [Uruguay], 1887-Buenos Aires, 1965) transcurrió la totalidad de su carrera artística y editorial en Buenos Aires, a excepción de un período de 27 años (entre 1915 y 1942) en el que alternó residencia entre esa ciudad y San Ignacio, provincia de Misiones. El corpus de sus escritos, compuesto de notas, apuntes, diario y correspondencia así como de numerosos artículos y ensayos en diarios y revistas publicados durante el período señalado, despliega sus ideas estéticas en muchos casos a través del ejercicio de la crítica de arte. Si bien el objetivo de este trabajo será exponer brevemente algunas de estas ideas, se intentará además justificar que por la particularidad del lugar enunciativo asumido en su doble rol de artista y crítico, los posicionamientos de Giambiagi merecen una consideración historiográfica aún no completamente reconocida entre las producciones de su tiempo. Para ello la labor ensayística y periodística del autor será puesta en relación con la de un conjunto de críticos, escritores y artistas que configuran un canon posible y un marco de referencia de la intelectualidad abocada al arte durante las primeras décadas del siglo XX en Argentina.
Palabras clave: Crítica de arte, anarquismo, instituciones, canon, historiografía
Carlos Giambiagi, art critic: affinities, antagonistic stances and relationship with the Argentine art field in the first decades of the 20th century
Abstract
The painter, engraver and writer Carlos Giambiagi (Salto [Uruguay], 1887-Buenos Aires, 1965) spent his entire artistic and publishing career in Buenos Aires, except for a period of 27 years (from 1915 to 1942) in which he alternated residence between that city and San Ignacio, in the province of Misiones. The corpus of his writings, composed of notes, diary and correspondence as well as numerous articles and essays in newspapers and magazines during the aforementioned period, display his aesthetic ideas in many cases through the exercise of art criticism. The goal of this article will be to briefly present some of these ideas, as well as to make the case that due to the particularity of the author’s enunciative stance assumed in his double role as artist and critic, Giambiagi's positions deserve a historiographical consideration not yet fully recognized among the productions of his time. To this end, Giambiagi's essayistic and journalistic work will be placed in relation to that of a group of critics, writers and artists who configure a possible canon and a frame of reference for the intellectuality devoted to art during the first decades of the twentieth century in Argentina.
Keywords: Art criticism, anarchism, institutions, canon, historiography
AVANCES
Recibido: 18/10/23 - Aceptado: 17/11/23
Número 33, 2024 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555
https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances
Centro de Producción e Investigación en Artes,
Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.
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La faceta más conocida de Carlos Giambiagi (Salto [Uruguay], 1887-Buenos Aires, 1965) es aquella que desarrolló como artista plástico: tanto como pintor y grabador, tareas en las que se inició como parte del magisterio de Martín A. Malharro y del Taller de Canning, además de experimentar con la alfarería y trabajar en un taller de vitraux durante su juventud. Giambiagi transcurrió la totalidad de su carrera artística y editorial en Buenos Aires, a excepción de un período de 27 años (entre 1915 y 1942) en el que alternó residencia entre esa ciudad y San Ignacio, provincia de Misiones. Este artículo, sin embargo, procurará hacer eje sobre otra labor de la que Giambiagi se ocupó a lo largo de décadas: su trabajo como escritor de textos en diversos formatos y géneros, y particularmente su desarrollo de la crítica de arte en medios impresos hasta el año 1927, cuando el último de sus proyectos editoriales fue discontinuado.
La investigación se centra en el análisis de un corpus de textos con autoría de Giambiagi, ya sea firmados y/o publicados con su nombre o bajo alguno de los múltiples seudónimos que utilizó a lo largo de su carrera (Z, Zeta, Zero, Yamb, Yamba, “El hombre de la selva”, entre otros). El conjunto de fuentes primarias que nutre el trabajo se compone principalmente de sus artículos escritos para el suplemento semanal de la publicación anarquista La Protesta (con la que colaboró entre 1922 y 1926) y para la revista La campana de palo (que editó y dirigió junto a Atalaya entre 1925 y 1927), además del que publicó en la revista Athinae (Giambiagi, 1910) dedicado a las costumbres nacionales en el arte. Por otro lado, sin considerarla como parte de su producción sobre crítica de arte, pero dado su valor para ilustrar algunas facetas de su pensamiento, referiremos a la compilación de sus cartas, diarios y cuadernos recogidos por su familia y amigos y editado póstumamente en 1972 con el nombre Reflexiones de un pintor. Debemos consignar aquí como una salvedad de gran importancia que los artículos de su autoría para el primer proyecto editorial, cuya edición y dirección compartía con Atalaya, la revista Acción de arte (1920-1922), no se incluyen en el corpus analizado. Estos no han podido ser consultados dado que los únicos originales de los que se tiene registro se encuentran en el Círculo de Bellas Artes de Montevideo (Uruguay), mientras que las únicas copias en nuestro país permanecen en el archivo de la Fundación Espigas, cerrado temporariamente al momento de elaborar este artículo.[1]
El objetivo principal de este trabajo consiste en poner el foco en el ejercicio de la crítica de arte por parte de Giambiagi en relación con distintas expresiones intelectuales del campo artístico argentino. Se considerará cómo en esa labor se revelan posicionamientos explicitados en los textos y refrendados desde la praxis, tales como la importancia de una noción particular de la obra de arte como producto de trabajo y del artista como trabajador y el lugar específico de enunciación del artista como crítico.
Divergencias y afinidades con la crítica de arte canónica de la década del ‘20
El período comprendido entre 1920 y 1930 se encuentra entre los más estudiados con relación a la práctica de la crítica de arte en Argentina. En parte, esto se debe a su importancia para el desarrollo de este fragmento del campo artístico, que al finalizar esta década se encontrará consolidado en términos institucionales y de profesionalización. En este período se cristalizó una segmentación entre las figuras y los canales a través de los cuales se consolidó un discurso dominante —con el objetivo explícito de contribuir a la formación del gusto artístico y de un concepto de la figura de artista y de obra de arte— y otros emergentes, contestatarios respecto de los más establecidos. Además, debemos considerar que inclusive entre estos polos aparentes de la práctica crítica, existió un entramado de filtraciones, afinidades más o menos subterráneas y puntos de contacto que sugieren evitar el maniqueísmo a la hora de analizar los distintos posicionamientos (Wechsler, 2003, pp. 15-16).
Consideramos el escenario de la crítica de arte en este período dado que es durante este que la mayor parte del corpus que conforma nuestro objeto de estudio fue publicado, a saber: los veinticuatro artículos que Giambiagi escribió para el suplemento semanal La Protesta entre mayo de 1922 y septiembre de 1924, y las tres notas de su autoría para La Campana de Palo, escritas entre julio de 1925 y noviembre de 1926, además de su ya mencionada participación previa en Acción de Arte. Adicionalmente, pueden señalarse dos antecedentes que conforman el inicio de esta práctica para el autor. El primero es la publicación de un ensayo sobre las costumbres nacionales en el arte argentino en la revista Athinae (Giambiagi, 1910) que da cuenta de su participación temprana en los debates sobre la cuestión nacional en el año del centenario, de los que su maestro Malharro fuera uno de sus principales animadores; el segundo le es atribuido por Patricia Artundo (2004a, pp. 25-26) como una contribución a la revista rosarina Bohemia en enero de 1914[2] que, desde su contenido e incluso su título —“Una velada futurista”—, fue, de acuerdo con la autora, la primera noticia conocida en Rosario sobre el futurismo italiano.
Iniciado su establecimiento en Misiones durante 1915, es durante los años siguientes que tanto su producción pictórica como la escrita comenzó a desarrollar los rasgos por los que se las identificará más claramente. Respecto de los veintisiete artículos mencionados previamente, pueden señalarse algunas recurrencias temáticas y estilísticas. Los asuntos sobre los que versan sus notas pueden distinguirse en cuatro áreas de interés: escribió perfiles de artistas contemporáneos tanto argentinos como extranjeros, usualmente con una reseña de “vida y obra” (dedicó sendos textos a Ramón Silva y Nicolás Lamanna, entre los primeros, y a Antonio Mancini e Ignacio Zuloaga, entre los segundos); en segundo lugar, abordó similarmente perfiles de artistas europeos que construyen una especie de “panteón de héroes” del arte plástico occidental, en especial del arte moderno (Rembrandt, Paul Gauguin, Félix Vallotton, Francisco Goya); asimismo, se ocupó de numerosas reseñas críticas de exposiciones que tuvieran lugar en ese momento (Salones Nacionales, de Primavera y de Independientes, Salones Anuales de acuarelistas y muestras en galerías y espacios públicos, entre otras); finalmente escribió también algunos ensayos y columnas de opinión menos ligados a eventos puntuales de la coyuntura, que abordan de manera directa la temática que aparece subrepticiamente en todas las anteriores: un posicionamiento crítico a ultranza de la naturaleza y el funcionamiento de las instituciones artísticas en nuestro país.
Este último punto resulta determinante ya que la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, la Comisión Nacional, los distintos salones oficiales y, especialmente, la Academia fueron apuntados en estos textos como “frigoríficos de fórmulas transitorias” (Zero [Carlos Giambiagi], 1923, 30 de abril, p. 12). En las mencionadas columnas de opinión que abordan la cuestión se plantea que una reforma de la Academia es inútil: su rol social como un todo, su misma existencia y los fines sociales a los que responde son lo que debe desaparecer, ante la ausencia de fervor, el desinterés por parte de quienes enseñan y la rebaja moral de subordinar la actividad artística a la obtención de una protección económica, sea beca, premio o cátedra (Yamb [Carlos Giambiagi], 1923, 2 de abril, p. 5). La idea subyacente, cara a la tradición anarquista en la que el autor se reconoce, es que el Estado solo consagra (y por ello desvirtúa) el esfuerzo individual y no el colectivo, llegando siempre tarde a encauzar lo que debe ir por un carril sin interferencias. Por otra parte, la misma naturaleza de esa interferencia, basada en “la entrega de dinero”, es equiparada a un acto venal. Se concibe que mientras se busque producir bienes vendibles a través de un arte formulaico y carente de exaltación subjetiva, el campo artístico estará viciado de mercantilismo, convertido en una carrera “lucrativa y vistosa” y una “política de entretelones” (Zero [Carlos Giambiagi], 1923, 4 de junio, p. 4). Por ende, en estos textos es perceptible tanto un juicio moral como uno estético vinculado a la superficialidad y vacuidad del “arte oficial”, cuya producción es señalada como repetitiva y carente de originalidad y sentimiento. Por contraste, se destaca en los artistas encomiados (Lamanna, Silva, Gauguin) su carácter de incomprendidos y relegados por las instituciones de su tiempo, como consecuencia de no haber claudicado sus criterios artísticos en búsqueda del éxito comercial.
En términos estilísticos, resalta en la producción giambiagiana el rasgo que comparte con Atalaya, que Wechsler (2003) califica como “una crítica de barricadas” y Artundo (2004a) asocia a “una agilidad y cierto carácter, si no festivo, por lo menos alentado por ese castigat ridendo mores que es la consigna que explícitamente marcará a fuego sus emprendimientos editoriales posteriores” (p. 25). Giambiagi, al igual que Atalaya, hizo suya esta consigna en latín, de uso frecuente por su amigo, que puede traducirse como “corregir las costumbres riendo”. La mordacidad y el sarcasmo —pero también la ausencia de solemnidad y la capacidad autocrítica— configuraron así la marca identitaria de sus críticas: lo leemos como un francotirador de la palabra en su reseña de una muestra del escultor Pedro Zonza Briano, al referirse al artista como “Zonza Genio” y tildarlo de “mistificador” y “sinvergüenza descarado” (Zero [Carlos Giambiagi], 1922, 23 de octubre, pp. 5-6); con relación a la exposición del IX Salón Anual de Acuarelistas en los Salones del Retiro afirmó que “es un tanto difícil emitir un juicio detallado (...) por el carácter mediocre [de la mayoría de las obras]”, a la vez que calificó a Centurión como “agradablemente insulso como Petrone; malísimo un pastel que nos pareció firmado por De La Cárcova”; sobre Malinverno apuntó que sus obras son “tan feas y malas” que si fueran señoritas “Dios las aparte de mi camino”; Carnacini es señalado como “collivadinesco, o sea de lo malo lo peor”. Alcanzó sin embargo a justificarse con una frase que señala una concepción de qué debe ser (o de forma más precisa, qué no debe ser) la crítica de arte: “perdonen, que las críticas estas de LA PROTESTA no consagran a nadie” (Zero [Carlos Giambiagi], 1923, 4 de junio, p. 4).
Además del recurso de castigat ridendo mores, la investigadora María del Carmen Grillo (2006) identifica en su estudio sobre La Campana de Palo una actitud de negatividad como característica de los proyectos gráficos anarquistas de la época: el pensamiento ácrata parte de la negación de la ley, las jerarquías, la autoridad, el Estado, la patria y la explotación. En las producciones basadas en un programa de este estilo “no se aceptarían conciliaciones; el gesto elegido es la permanente beligerancia (...) contra la Academia, las escuelas, las becas, los concursos, los salones, los premios, la crítica, la prensa comercial” (pp. 352 y 541). Tal es así que en una crítica de la crítica de arte, Giambiagi definió su propia práctica en términos de oposición radical: “No deja de causar placer en saberse capaz de arrojar de vez en cuando una pedrada a los ídolos de barro que erige la adulonería lacayuna del ambiente (...) un buen grito destemplado rompiendo la compacta unidad del cacareo elogioso” (Zero [Carlos Giambiagi], 1924, 1 de mayo, p. 22).
En este posicionamiento combativo e intransigente frente a las instituciones oficiales, así como en la configuración de una crítica sustentada en el rechazo y la ironía discursiva, es fácilmente reconocible una postura antagónica con los discursos dominantes de la crítica del período. Identificamos, para contrastar y poner en diálogo con los planteos de Carlos Giambiagi, a dos autores de la época considerados canónicos para la construcción de un gusto medio: José León Pagano y Julio Payró (Wechsler, 2003, pp. 83-118). Ambos fueron escritores, se formaron inicialmente como artistas en academias europeas e integraron posteriormente la Academia Nacional de Bellas Artes. En la década de 1920, se encontraron publicando sus reseñas y ensayos principalmente en el diario La Nación, medio de gran tirada y recepción entre los sectores dominantes y medios de la sociedad argentina.
Entre estas dos formas de ejercer la crítica de arte —una “de barricadas” desarrollada por Giambiagi y otra canónica y oficial entre cuyas filas identificamos a Pagano y Payró— existen afinidades que podrían resultar insospechadas, dada la divergencia de sus estilos y posiciones en el campo artístico. Estas afinidades se revelan al poner el foco en dos factores puntuales: las fuentes filosóficas y estéticas que informan ideas plasmadas en los artículos y la concepción de la propia crítica como proyecto pedagógico. Sobre el primero de estos puntos, de forma repetida, encontramos que para Giambiagi los conceptos de sentimiento, temperamento, emoción, alma, exaltación y espíritu fueron fundamentales para su consideración de una práctica auténtica de la labor artística, entendida como despojada del convencionalismo académico y su señalada frialdad e incapacidad expresiva. El cariz de interpretación subjetiva que daría a una obra artística su autenticidad, especialmente en la pintura de paisaje, se ancla particularmente en la noción de espíritu. Distintas entradas en su diario entre 1926 y 1929 muestran que para Giambiagi (1972) es aquella la que define la aspiración de toda obra: “El arte debe llegar a ser la expresión serena de nuestro espíritu” (p. 40). En octubre de 1921 le comenta por carta a su amigo, el crítico Atalaya, que hasta la belleza es “un elemento secundario en las obras de arte (…) un medio subordinado a una expresión espiritual” (p. 217). La emoción informada por la sensibilidad y las resonancias sentimentales-filosóficas del artista son los elementos expresivos a los que deben supeditarse todos los demás a la hora de tratar cualquier asunto, aun con distintas técnicas o aproximaciones estilísticas.
Esta idea se encuentra también en varios de sus artículos sobre crítica, en los que afirmó que hay una condición fundamental “puramente espiritual (...) que existe en toda obra de arte verdadero, en cualquiera de las infinitas variaciones que admite el sentimiento humano” (Zero [Carlos Giambiagi], 1922, 18 de septiembre, p. 5); de la misma forma, toda obra resuelve un problema básico: “el contenido espiritual está siempre de acuerdo y en proporción justa con la cantidad de maestría técnica necesaria para su expresión” (Zero [Carlos Giambiagi], 1922, 13 de noviembre, p. 8).
Puede argumentarse que, a tono con la circulación dominante de discursos y saberes estéticos de su tiempo, las ideas de Benedetto Croce son las que resuenan aquí con mayor fuerza. Probaría este punto el papel central que el filósofo italiano otorgó a la intuición-expresión sustantivada por el sentimiento para una valoración positiva de la creación artística, marco al que las nociones de Giambiagi suscriben plenamente. Este marco teórico se muestra en concordancia con las nociones que desplegó Pagano en sus artículos y ensayos de la época, que conformaron “la estructuración de un discurso espiritualista” (Wechsler, 2003, pp. 115-118) al introducir “un sesgo marcadamente espiritualista en la visión histórica de las artes plásticas” con “uno de los ejemplos más cabales de la irrupción de la estética y de la historiografía elaboradas por Benedetto Croce en el panorama cultural argentino” (Burucúa, 1999, pp. 23-24). En una convergencia adicional, ambos autores abordaron las ideas de Croce de forma crítica, eligiendo a su espiritualismo como un interlocutor con el que disputar sentidos: en el caso de Giambiagi, desde una valorización de distintas dimensiones de la materialidad asociadas a la obra de arte como producto del trabajo y al artista como trabajador; en el caso de Pagano, estableciendo “una polémica ético-religiosa [en la asimilación de las teorías croceanas] con el nihilismo nietzscheano y una temprana recepción de Bergson” (Ibarlucía y Zingoni, 2020, p. 140).
Respecto del propósito didáctico de la crítica artística, encontramos que tanto en el suplemento semanal de La Protesta como en La Campana de Palo, Giambiagi puso en juego una estrategia discursiva, pero también de ampliación de la cultura visual del lector, otorgándole herramientas conceptuales a la vez que imágenes de referencia para fomentar sus capacidades visuales de interpretación. Este fin último se contrapone al objetivo usual de la crítica de dispensar consagraciones y fracasos, y establecer jerarquizaciones, erigiendo al crítico en autoridad —algo incompatible con el ideario anarquista—. Giambiagi fue explícito al respecto en una reseña a una exposición de Romero de Torres: “Estos ensayos de crítica de arte, los escribimos para nuestros camaradas con un fin educativo (...) queremos enseñar a ver, a analizar, una obra de arte”[3] (Zero [Carlos Giambiagi], 1922, 18 de septiembre, p. 5).
Esta estrategia es equiparable con aquella que Andrada y Fara (2013) identifican como de “gestión de lo visual” al referirse al rol fundamental asignado a las imágenes en los proyectos críticos y editoriales de Julio Payró. En sus clases, conferencias, libros y asesorías editoriales, la construcción de un relato visual del arte fue facilitada por la mayor circulación de reproducciones fotográficas de las obras referidas, lo cual explicita “la misma importancia discursiva tanto a la imagen como a la palabra” (p. 4) y “una indisoluble relación con la imagen [que] obligó al interlocutor a compartir un mínimo de información visual para lograr comprender el relato. La consecuencia lógica de esto fue la necesidad de hacer ver la obra de arte” (p. 8).
Aun con sus diferencias, este propósito pedagógico compartido entre Payró y Giambiagi conlleva similaridades de método en cuanto a la ingeniería visual necesaria. De esta forma, no solo la mayoría de los artículos de Giambiagi que tomamos como referencia está acompañada de reproducciones de las obras, sino que el rol de estas no es meramente ilustrativo sino de soporte respecto del análisis, los detalles y las descripciones de procedimientos. Esto es más notorio en los artículos sobre perfiles de figuras del arte moderno occidental, aquellos cuyo objeto fueron Gauguin, Goya y, especialmente, el referido a Vallotton y sus grabados en madera (Z [Carlos Giambiagi], 1922, 30 de octubre, pp. 4-5), en los que el propósito educativo en temas de historia del arte es más evidente; pero también se encuentran reproducciones de las obras de artistas locales expuestas en salones y exposiciones contemporáneas que fueron reseñadas. Este último hecho da cuenta de la importancia clave de las imágenes en los proyectos editoriales anarquistas como Acción de Arte, La Protesta y La Campaña de Palo, aun y especialmente considerando las usuales dificultades asociadas a la escasez de recursos de estos (Anapios, 2011, 2016; Maroziuk, 1991; Villanueva, 2017). Sin embargo, también permite entender el rol que Giambiagi (y Atalaya) tuvieron como responsables de las páginas sobre arte en el suplemento semanal de La Protesta y como editores de La Campana de Palo: no solo se trató de escribir los textos, sino también de seleccionar imágenes que los acompañaran y, en el caso de la última revista, también de intervenir en la toma de decisiones relativas a la diagramación, el diseño y la ilustración. Además de aportar sus escritos, Giambiagi colaboró durante este período con al menos dos grabados en madera en los números 4 y 9 de La Campana de Palo (imagen 1) y otras dos xilografías y un linograbado en los números 23, 201 y 207 de La Protesta (imágenes 2, 3 y 4).[4]
Imagen 1: Giambiagi, C. (1926). Sin título. La Campana de Palo, 9.
Imagen 2: Giambiagi, C. (1922). El ombú. La Protesta, 23.
Imagen 3: Giambiagi, C. (1925). Sin título. La Protesta, 201.
Imagen 4: Giambiagi, C. (1926). Interior de bosque. La Protesta, 207.
El artista entre críticos y un sentido de pertenencia enunciativo como herramienta
Establecidas las anteriores consideraciones sobre el posicionamiento discursivo de la crítica giambiagiana respecto del de otras figuras relevantes del período, resta aún mencionar que es en la instancia enunciativa asumida por nuestro autor donde se encuentra el diferencial de su producción crítica. Como casi ningún otro actor del campo artístico de los años ‘20 en Argentina, Giambiagi explicitó en sus textos el lugar mismo, dentro de este campo, desde el cual escribe. Este lugar no solo es el del artista como crítico, que reivindica desde lo conceptual aquello que pone en juego en su praxis cotidiana; es, además, el de un artista que eligió enunciar en la primera persona del plural: por momentos un nosotros inclusivo que asume complicidad con el lector, como cuando exhortó a valorar tradiciones estéticas evitando caer en el reaccionarismo —“Seamos un eslabón en la cadena, pero nuevo, el último” (Zero [Carlos Giambiagi], 1922, 13 de noviembre, p. 9)—. Esta postura departe radicalmente de aquellas asumidas por los críticos canónicos referenciados previamente, pero también de otras más cercanas en cuanto a fines o posicionamientos ideológicos, como la del propio Atalaya.
Puede argumentarse que este recurso fue un intento por legitimar y dotar de autoridad a una forma de ejercer la crítica de arte desde los márgenes del campo, contrapuesta a otra percibida no solo como dominante, sino también como literaria, asumida por escritores o estudiosos y excesivamente basada en conceptos académicos antes que en el sentimiento y la exaltación subjetiva. En el ya referido artículo sobre Goya, Giambiagi pareció alumbrar esta idea cuando afirmó: “En vano hemos pretendido independizarnos del arte que llena de subjetivas intenciones a la naturaleza. En vano quisimos concebir plásticamente a la naturaleza sin concomitancias espirituales” (Zero [Carlos Giambiagi], 1923, 30 de abril, p. 12). Pero aún más la reforzó tres años después, en un breve comentario acerca del Salón de Primavera de 1926 que ofrece lecturas adicionales:
En resumen, creo: A) que se debe concurrir al Salón y si se concurre no esperar siquiera una buena colocación; y B) Que no debemos en nuestros juicios citar a los grandes críticos de los grandes pasquines (...) En la propia obra debe estar la satisfacción, el premio ([Carlos Giambiagi], 1926, octubre, p. 5).[5]
Estas palabras resultan especialmente reveladoras al mostrar que hasta las instancias más combativas contra el efecto pernicioso de las instituciones y los sistemas jerarquizantes podían matizarse con posturas pragmáticas, que abogaran por aprovechar aquellas en beneficio propio.[6] El “salvaje hombre de la selva” que remite sus “opiniones descabelladas” afirmó en este breve comentario que no hay provecho para los artistas (como él) en asumir una posición de perseguidos o rechazados por los jurados, dado que “vencerlos es hacerles entregar la bolsa. Más tarde entregarán los elogios y se quedarán con el dinero” (p. 5). Se encuentra de este modo un sentido adicional a este pragmatismo, similar al que ha sido señalado por Wechsler (1998) como estrategia clave de las vanguardias argentinas de esta década en relación con las instituciones: complementar “momentos de alto impacto (...) con otros de sutiles filtraciones” (p. 121), aunque rara vez fueron explicitadas de modo tan descarnado y en un tono de llamamiento a la acción colectiva. Por último, también es explícito el rechazo a los “grandes críticos de los grandes pasquines”, asumiendo como logro verdadero el éxito artístico en sí mismo, la realización de la obra de acuerdo a los valores propios, y la instancia creativa que está fuera del alcance del crítico convencional que oficia de mero juez o exégeta.
Finalmente, una especificidad adicional en el perfil de este artista-crítico es su identificación como artista-obrero, que antes que obras produce trabajos —idealmente, de forma colectiva—, que asume el seudónimo o el anonimato y se cuestiona la inserción misma de las obras en el andamiaje institucional, comercial y social. Numerosas páginas de las notas personales de Giambiagi evidencian una preocupación por los aspectos relativos al trabajo, usualmente a través de una dualidad muy marcada. Por un lado, trabajar (artísticamente) como medio de vida es una meta perseguida; pero también, especialmente durante el período misionero, es la necesidad ineludible y embrutecedora que obreros manuales, operarios y artesanos se ven obligados a soportar en pos de su supervivencia. Una vez más, conjugando en plural, al reseñar la Exposición de Arte Aplicado de 1923, el autor menciona:
El arte ese que hacen los talleres artísticos (...) nada tiene que ver con el arte aplicado y sí es una manifestación de toda esa porquería que los decoradores estamos obligados a fabricar —8 horas diarias— en los talleres que nos explotan (Z [Carlos Giambiagi], 1923, 16 de abril, p. 6).
En varios textos críticos y personales de Giambiagi se hace mención a estas tareas de supervivencia con el mote de panis lucrandi, imperiosas para ganarse el pan cotidiano. Por el mismo año en que publicó la reflexión anterior en La Protesta, Giambiagi escribió por carta a Atalaya en términos similares: “trabajo panis lucrandi, casi todos los días mis ocho horas en el taller de vitraux y sueño las 24 hs en irme definitivamente al bosque misionero. La civilización me revienta, no lo puedo remediar” (Giambiagi, 1972, p. 220). Este énfasis en las condiciones materiales de existencia del artista en la sociedad burguesa encuentra eco también en algunas de sus críticas de la época, dedicadas a relatar recorridos biográficos de otros pintores y escultores. Estos relatos coinciden en narrar las penurias económicas y vitales que necesariamente ha de sobrellevar el artista que no transige sus valores, se trate de Ramón Silva, Nicolás Lamanna (a quienes frecuentó y cuya cotidianidad pudo observar directamente) o de Paul Gauguin que resulta, para Giambiagi, el artista moderno por antonomasia dada su “lucha agotadora por el ideal, contra la miseria aplastante que impide el trabajo, o la terrible alternativa de trabajar de cualquier cosa para vivir sin tampoco poder trabajar en el arte propio, en la propia razón de ser” (Zero [Carlos Giambiagi], 1923, 2 de julio, p. 4).
Subsiste, sin embargo, el anhelo de “salvarse a través del trabajo”, una búsqueda por otro tipo de praxis vital. La creación de una obra que exprese una emoción sentida mediante una materia que debe ser buscada, seleccionada y preparada configuró para Giambiagi un trabajo complejo y de naturaleza distinta a la del panis lucrandi. Esa labor creativa proporcionó al autor satisfacción personal aún en condiciones materiales de vida arduas, como las que enfrentó en Misiones, y fue apuntada copiosamente en su diario, donde reseñó esfuerzos y faltantes de toda índole. Aquel trabajo/razón de ser no puede subsumirse a las necesidades productivas que el circuito institucional y el mercado artístico demandan, ni en términos cuantitativos, ni en las especulaciones necesarias para hacerse de un nombre y vender holgadamente. Su propuesta para una vida artística auténtica, como detalló en otra misiva a Atalaya en septiembre de 1921, consiste en
Decorar libros y ensayar una decoración escultórica honrada (…), el grabado —módico y difusible—, las viñetas, los affiches… Todo es posible si a pesar de todo trabajáramos arte, como jornaleros (…) Un movimiento así de artistas artesanos sería trascendental (…) No más exposiciones de cuadros, sino de trabajos. Una fuente, un pilar, una reja, un almohadón, una tapa de libro, etc., anónimo (Giambiagi, 1972, p. 213).
La única manera será, en definitiva, transformar la vida cotidiana mediante el arte colocando la capacidad creativa al servicio de un ánimo fervoroso y la subjetividad exaltada al servicio del trabajo digno.
El “fajador”: crítico entre artistas
Hemos señalado que lo que distingue a la crítica giambiagiana es su compromiso en la medida en que es enunciada por un artista, más específicamente un artista-proletario, que produce trabajos y no obras. Giambiagi se asumió como tal y priorizó en sus abordajes los aspectos que resultaban caros a su práctica y ajenos a los meros comentaristas. Sin embargo, no fue el único artista plástico de este período que publicó regularmente artículos críticos en medios gráficos: entre ellos se cuentan nombres de mayor consideración en la historiografía de arte argentina, como Emilio Pettoruti y Xul Solar. Podría asumirse una mayor cercanía entre los postulados analizados en los textos de Giambiagi y los de estos autores ya que, como artistas plásticos, compartieron espacios y formas de acción análogas en el campo.
Sin embargo, sus aspiraciones se muestran también aquí discordantes: tanto Xul como Pettoruti asumieron un tono y recursos discursivos semejantes a los de la crítica establecida, aun para discutir con las aristas más reaccionarias a las flamantes manifestaciones modernas en el medio argentino. El primero, notablemente, a través de un conocido artículo en la revista Martín Fierro (Solar, 1924) en el que se comprometió a una defensa cerrada de la seriedad artística y el lenguaje plástico de Pettoruti tras el escándalo que provocó la muestra de este último en Witcomb en septiembre de 1924. El propio Pettoruti, a su vez, también ofició por esta vía para la introducción y mejor recepción del arte de vanguardia —y por lo tanto de su propia producción— en sus notas para el diario Crítica (Baur y Lorenzo Alcalá, 2010) y en la revista Nosotros. Allí se ocupó en un formato biográfico y autobiográfico de inventariar figuras incluyendo a ex-futuristas y miembros del Novecento italiano como Fortunato Depero, Gino Severini y Achille Funi, junto a artistas contemporáneos argentinos como Antonio Pedone y Ramón Gómez Cornet. De esta forma, usualmente refiriéndose en primera persona como testigo de sus desarrollos y conocido personal de los reseñados, se “coloca también él entre ellos y organiza a su modo, para el público argentino, el catálogo de la pintura moderna” (Wechsler, 2003, p. 206). Objetivos y estilos, entonces, distintos a los de Giambiagi en ambos casos.
El único parangón identificable en este sentido, dado su rol de artista-crítico con militancia anarquista y preocupaciones sociales, su espacio en la prensa alternativa de la época, su rechazo instintivo a las instituciones oficiales y su estilo repleto de ironías despiadadas, es el del también uruguayo Guillermo Facio Hebequer. Estas semejanzas ideológicas y estéticas podrían indicar una estrecha compatibilidad entre ambos. Pero son justamente palabras del propio Hebequer las únicas entre las rastreadas que consideran —y no de manera precisamente favorable— una valoración de Giambiagi en su doble rol como artista y como crítico, en una nota sobre la exhibición que inauguró el Boliche de Arte en 1927:
De golpe, nos tropezamos con la “afirmación” del “joven” Carlos Giambiagi. Media docena de acuarelitas de esas que hacen los chicos en las escuelas primarias (...) Luego viene un atentado al óleo, que dice ser un paisaje de Misiones (...) Giambiagi se equivoca una vez más sin haber acertado nunca. Y en su caso, es doblemente condenable, porque se ha pasado la vida despotricando contra todos los que trabajan y producen y hablando como un maestro cuando no ha pasado todavía de ser un aprendiz. Giambiagi pertenece a un grupo que ataca despiadadamente a los pocos artistas serios que tenemos. Un grupo al que podríamos denominar en términos vulgares “el grupo de los fajadores”. Giambiagi escribe y pega ¿Y ahora salimos con que él pinta “eso” que ha expuesto? (...) Vamos… no hay derecho (Facio Hebequer, 1936, pp. 100-101).
Conclusiones
A través de las páginas previas, se ha intentado reconstruir un contexto y un posicionamiento específico para el ejercicio de la crítica de arte de Carlos Giambiagi, en relación con otras posturas del campo artístico. Respecto de una crítica preeminente en la circulación discursiva, que se encontró legitimada para establecer los criterios de gusto para el público y para consagrar figuras y obras, son nítidos los antagonismos con relación a sus propósitos y procedimientos (jerarquizaciones, estímulos oficiales económicos o formativos que desvían la atención de los artistas de los fines “auténticos” de su práctica). Igualmente, los respectivos estilos discursivos de estas formas distintas de escribir sobre arte se presentan en consonancia con sus espacios de circulación. Al cuidado lenguaje oficial de quienes actuarán de jurados, profesores, conferenciantes y escritores en medios prestigiosos, Giambiagi contrapuso su sarcasmo irreverente y combativo, informado por el castigat ridendo mores y la negatividad, características de la prensa ácrata. Resultan menos evidentes para la historiografía, pero igualmente relevantes, las afinidades en otros aspectos: la recurrencia a conceptos provenientes de las mismas fuentes estéticas y filosóficas, o el énfasis en el desarrollo de una cultura visual como parte de una crítica pedagógica que anhela enseñar a ver, antes que a conceptualizar.
Si entre estas estrategias con oposiciones y similaridades rastreamos un distintivo, podemos señalar que la voz de Giambiagi resulta diferenciada y única aún entre la de otros artistas que asumieron el rol de críticos, ya sea como táctica de inserción en el medio o como discurso complementario de una praxis estética con orientación social. Así, por su pluma corrosiva tanto como por su intransigencia ética y artística, los escritos críticos de Carlos Giambiagi reclaman su pertenencia entre los más significativos en las primeras décadas del siglo pasado en nuestro país.
Bibliografía
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Fuentes
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Biografía
Nicolás Miranda
Maestrando en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano por la Escuela IDAES-UNSAM (Argentina). Licenciado en Comunicación Social (UBA, Argentina). Coordinador del proyecto de arte y patrimonio #MemoriasSituadas en el Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos (UNESCO). Profesor adjunto de Arte y Comunicación en la Universidad de San Isidro.
Cómo citar este artículo:
Miranda, N. (2024). Carlos Giambiagi, crítico de arte: afinidades, posicionamientos antagónicos y relación con el campo artístico argentino en las primeras décadas del siglo XX. AVANCES, 33. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/45516
[1] Existen además otros dos escritos que no se incluyen entre los estudiados en el presente artículo, ya que su distancia temporal no permite efectuar lecturas con relación al contexto de la crítica de arte del período abordado. Cfr. Giambiagi, C. (1949). Evocación de Walter de Navazio y Valentín Thibón de Libian. Davar, 24, pp 87-94. Buenos Aires: Editorial Sociedad Hebraica Argentina; y Giambiagi, C. (1942). Luis Falcini. Buenos Aires: Losada.
[2] La referencia de este artículo es: Yambo [Carlos Giambiagi?]. “Una velada futurista”. Bohemia. Buenos Aires, a. 2, n. 14, 10 de enero de 1914, pp. 12- 14. La autora refiere haberlo consultado en el ejemplar perteneciente a la, hoy inaccesible, colección de la Fundación Bartolomé Hidalgo.
[3] El destacado en itálica es nuestro.
[4] Las imágenes que acompañan este artículo pertenecen al repositorio digitalizado del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CeDInCI), que gentilmente ha autorizado su reproducción.
[5] Si bien este artículo es anónimo, tanto Grillo (2006, pp. 306 y 415) como Artundo (2004b, p. 7) lo atribuyen a Giambiagi, entonces radicado en Misiones, quien firmaría otras “Opiniones de un hombre de la selva” para La Campana de Palo con otro de sus seudónimos, “Yamba”.
[6] El propio Giambiagi presentó sus obras en numerosos salones a lo largo de distintas décadas, incluyendo el Salón Nacional, en el que sus envíos fueron seleccionados para su exposición en las ediciones de los años 1918, 1931 y 1944.