Las tres eras de la iconoclasia: gestos, procedimientos y pantallas contra las imágenes

Manuel Molina

Universidad Nacional de Córdoba

Instituto de Humanidades

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Córdoba, Argentina

mm88.molina@hotmail.com 

https://orcid.org/0000-0002-2948-9220 

Eugenia Roldán

Universidad Nacional de Córdoba

Instituto de Humanidades

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Facultad de Ciencias de la Comunicación

Córdoba, Argentina

eugenia.roldan@unc.edu.ar 

https://orcid.org/0000-0002-7226-4705

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/iop0rcgwf 

Resumen

Ante el diagnóstico estructural que definimos como pantallacéntrico, esto es, un régimen escópico caracterizado por la ubicuidad de las pantallas en nuestra vida cotidiana, surge la iconoclasia como acción crítica posible. Pero en diálogo con una variedad de aportes provenientes de distintas disciplinas, este trabajo busca dar cuenta de la contradicción a la que nos enfrentamos al pensar la iconoclasia frente a las imágenes digitales. Por un lado, en la actualidad, las imágenes, por excesivas y superabundantes, se vuelven sobre sí mismas autocancelándose: el sistema visual contemporáneo funciona de modo iconoclasta en la medida en que genera una hipervisualidad que se vuelve inconsumible para cualquier ser humano. Por otro lado, trazamos dentro de este mismo régimen saturado de pantallas las coordenadas para recuperar los potenciales críticos alojados en los movimientos históricos de la iconoclasia. Para ello, periodizamos la iconoclasia extrapolando lo que José Luis Brea (2010) denominó tres eras de la imagen. Conceptualizamos entonces las tres eras de la iconoclasia: como gestos de destrucción de las imágenes-materia; como procedimientos de montaje en las imágenes film; y como sistema tecnológico en las e-image.

Palabras clave: imágenes, crítica, ataque, montaje, pantallas

 Three Ages of Iconoclasm: Actions, Procedures and Screens Against Images

Abstract

Given the structural diagnosis that we define as screen-centric, that is, a scopic system characterized by the ubiquity of screens in our daily lives, iconoclasm emerges as a possible critical action. In dialogue with a variety of contributions from different disciplines, this paper seeks to account for the contradiction we face when thinking about iconoclasm against digital images. On the one hand, today, images, due to their excess and overabundance, become self-canceling: the contemporary visual system works in an iconoclastic way insofar as it generates a hypervisuality that becomes unconsumable for any human being. On the other hand, we trace within this same saturated regime of screens the coordinates to recover the critical potentials stored in the historical movements of iconoclasm. To this end, we periodize iconoclasm by transposing what José Luis Brea called three eras of the image. We then conceptualize the three eras of iconoclasm: as gestures of destruction of the images-matter; as montage procedures in film images; and as a technological system in e-image.

Keywords Image, Critique, Attack, Montage, Screen

AVANCES

Recibido: 09/02/24 - Aceptado: 29/02/24

Número 33, 2024 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

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Introducción

Partimos de la constatación experiencial de que vivimos atravesades por pantallas. Siguiendo a la famosa tesis de Martin Jay (2003) hablamos de un «régimen escópico», no solo ya «ocularcentrista» sino también ahora lo que proponemos llamar pantallacéntrico (Cf. infra: Era 3). En este marco, comenzamos a analizar en trabajos anteriores (Molina y Roldán, 2023) dos rasgos de la imagen contemporánea que diagnosticamos como los más evidentes y urgentes de pensar. El primer rasgo comprende el fenómeno de la digitalización, como un proceso de conversión de todo lo que hay a imagen digital. El segundo rasgo hace foco en la superabundancia de las imágenes, tanto en el sentido de su ubicuidad, expansión, universalidad, propagación cuanto en su papel específico en el capitalismo financiero.

Conforme este diagnóstico estructural fue cada vez más claro, comenzó a emerger la idea de la iconoclasia como posibilidad teórico crítica. El concepto de iconoclasia constituye un campo de trabajo en sí mismo dentro de los estudios visuales, en la medida en que su delimitación histórica, como fenómeno de destrucción de imágenes e íconos religiosos en Bizancio (Hauser, 1978), se ha ampliado junto con la expansión de lo visual en la modernidad. Según la minuciosa reconstrucción que ofrece Freedberg (2017), la iconoclasia como objeto de estudio de la historia del arte era marginal hasta la década del setenta, pero entró en expansión durante la década del ochenta y se volvió central alrededor de la caída del muro en 1989, señalando aquí especialmente los trabajos de Gamboni (2014), Mitchell (2016) y Latour (2002). Teniendo en el horizonte reflexivo los aportes de los estudios visuales, este trabajo pretende más bien actualizar la arista crítica de la iconoclasia mediante un trabajo de negación inmanente de la superabundancia de imágenes. Hoy la iconoclasia describe el proceso de autocancelación de la imagen digital que, por su cantidad excesiva, resulta inconsumible para el ciber-usuario e inabarcable para la mirada humana; pero a la vez, también recuerda la fuerza crítica para ensayar otros modos sensibles de experiencia con las imágenes.

En otras palabras, nuestra hipótesis es que la iconoclasia puede constituir un límite productivo a los fenómenos contemporáneos de digitalización de lo existente y de superabundancia de imágenes. Para ello, resulta necesario introducir una diferenciación histórica en los modos de la iconoclasia. El trabajo se divide pues en tres partes, cada una de las cuales reconstruye la iconoclasia en términos históricos siguiendo la periodización de la historia visual en tres eras que hace José Luis Brea (2010), a saber, imagen-materia, film y e-image. Para la historia iconoclasista, la primera era se aboca a su sentido medieval, esto es, iconoclasia como gestos físicos de destrucción de íconos materiales de obras escultóricas, pictóricas y arquitectónicas. La segunda era, comprende la iconoclasia como procedimientos de montaje en el cine: la yuxtaposición que tensiona la imagen mediante materiales fotográficos, audiovisuales, sonoros y literarios divergentes. Ahora bien, atada a su momento actual, la iconoclasia frente a la imagen digital se ha vuelto un efecto del sistema tecnológico: por innumerable exceso, la imagen vuelve sobre sí misma como autocancelación. Dentro de este último modo, la iconoclasia ya no es un proyecto histórico-político, sino un proceso automático, producto artificial, no-humano de autocensura, la inconsumible digitalización superabundante del mundo contemporáneo. Por ello, en la tercera parte, junto a este diagnóstico y a modo de consideración final y reflexión abierta, nos abocamos a la pregunta, ¿cómo recuperar la potencia crítica de la iconoclasia cuando esta ya se integró al sistema visual-tecnológico?

Era 1: Iconoclasia como gestos de destrucción

Un primer tipo de iconoclasia se relaciona a su sentido original, a saber, el gesto físico de destrucción de íconos materiales (Hauser, 1978) de obras plásticas, esto es, escultóricas, arquitectónicas (Duran Medraño, 2009; Romano, 2018) y pictóricas (Romano, 2009; Brea, 2010). Sin embargo, aquello que se engloba bajo la idea de destrucción del cuerpo de las imágenes involucra en realidad un abanico de diversas estrategias iconoclastas. Repondremos dos estrategias que conforman los extremos de ese abanico: a. la prohibición y la censura de las condiciones de producción, circulación y recepción iconofílicas; b. las intervenciones y los ataques directos a la materialidad de los íconos.

a. Prohibición del culto a los íconos.

En una acepción circunscripta a la historia del arte, Arnold Hauser (1978) define la iconoclasia como el ataque o la prohibición al tipo de ícono religioso, particularmente las pequeñas figuras de santos y vírgenes cristianas (p. 177). A pesar de hacer un rastreo de la iconoclasia cristiana desde el inicio mismo de la Iglesia antigua y sus diversos momentos, Hauser sitúa la iconoclasia propiamente dicha entre los siglos VIII y IX del período bizantino. Los motivos iconoclastas del entonces emperador de Bizancio (o Imperio romano de Oriente), León III, se relacionan con la irrepresentabilidad de la perfección de Dios en los límites materiales de las imágenes; la sensualidad de la cultura estética antigua; y el proyecto civilizatorio de dominar el fetichismo irracional por los íconos. Pero, según Hauser, la cruzada contra los íconos religiosos se inscribe dentro de una medida económica, que buscaba interrumpir los beneficios tributarios del régimen de propaganda visual de una iglesia y un monacato cada vez más fuerte;[1] y también dentro de una táctica política, asociada a la conservación del poder del emperador sobre los ejércitos para las guerras contra persas y árabes. Por ello, aunque haya influido en los estilos artísticos posteriores, el movimiento iconoclasta no es antiartístico, sino que tiene un fondo económico-político. Lo significativo de la iconoclasia bizantina es que fue llevada adelante mediante un edicto, es decir, mediante una reforma del marco normativo de Constantinopla orientada a torcer radicalmente una costumbre comunitaria en torno a lo visual y la institución monacal de producción, circulación y recepción de los íconos religiosos. El programa de prohibición material de los íconos y la persecución a sus portadores deriva de la expansión de una idea iconoclasta de cristianismo impulsada mediante una reforma legislativa:

Hasta que el cristianismo no fue reconocido por el Estado, la Iglesia había combatido el uso de las imágenes en el culto, y en los primeros cementerios sólo las había tolerado con limitaciones esenciales. Los retratos estaban prohibidos, las esculturas se evitaban y las pinturas quedaban reducidas a representaciones simbólicas. En las iglesias estaba prohibido en absoluto el empleo de artes figurativas (Hauser, 1978, p. 177).

Así, desde su origen, la prohibición al culto de la imagen involucra una política de Estado en su vínculo con el poder de la Iglesia y la negociación con la fuerza económica. Conviene pues retener el sentido de la iconoclasia como una tensión entre la estética, la política y la economía. Esto permite rastrear en otros episodios históricos (pensemos en la Reforma protestante, la Revolución francesa, la Revolución rusa de la historia europea, pero también en la Reforma universitaria de Córdoba) de qué modo aparece allí la iconoclasia. Esos modos pueden llevar el signo tanto revolucionario y progresista como reaccionario y conservador. Si la iconoclasia es negativa o compensatoria del orden social existente, se decide en el análisis de la materialidad de cada caso y en el modo de interpretar su signo en el marco de cada régimen escópico.

b. Ataques a monumentos públicos.

Entonces, el “gesto de destrucción” iconoclasta, tras su estrategia legislativa en Bizancio, retorna en la modernidad como un impulso colectivo que, en el marco de diversas revueltas, revoluciones y reformas sociales, encontró en las imágenes símbolos del poder instituido. La iconoclasia moderna, a diferencia de su estadio medieval, se constituye como una disputa por la visibilidad expandida en el espacio público: murales, estatuaria, esculturas ecuestres, monumentos conmemorativos e incluso edificios devenidos icónicos. La disputa iconofilia/iconoclasia se desplaza en un largo proceso histórico desde los íconos plásticos en los claustros de los monasterios, hacia la vida en la ciudad burguesa, en tensión con las instituciones del Estado moderno en sus alianzas con la Iglesia y con el capital. Un caso célebre en este sentido lo constituye el ataque iconoclasta contra la Colonne Vendôme durante los meses de 1871 que duró la Comuna de París, considerado el primer gobierno proletario de la historia. José María Durán Medraño (2009) analiza con detenimiento la historia de la columna, construida por Napoléon III en homenaje a Napoleón I. Este monumento ya tiene un fondo iconoclasta, porque sustituyó una efigie de la República y esta, a su vez, a una estatua ecuestre de Luis XIV. Con esta secuencia de íconos que sustituyen a otros íconos se expone la dialéctica abierta que mantiene entrelazadas producción y destrucción de imágenes: “Se pretende entender la iconoclasia en el interior de los procesos de creación de la cultura” (Durán Medraño, 2009, p. 51). En el marco del movimiento insurreccional que condujo a la Comuna, el artista del realismo francés Gustave Courbet inició la propuesta de “desmontar” la columna, por constituir un símbolo de la barbarie militarista. Pero la propuesta se realizó mediante un ataque vandálico, destructivo y agresivo de la pieza, que no solo la derribó de su pedestal, sino que implicó la detención de Courbet, acusado como responsable del hecho una vez finalizada la Comuna.[2] El aporte de Durán Medraño es la clave posmarxista de su lectura de la iconoclasia, que le permite exponer las fuerzas sociales en tensión y sus condiciones históricas en los íconos: “principalmente los obreros, los artesanos y las mujeres fueron quienes se situaron conscientemente en el centro de esta apropiación poniendo en práctica un punto de vista de clase determinado políticamente” (p. 66). La politicidad de la iconoclasia ya no es la perpetuación del poder del emperador, sino la insurrección contra el poder desde abajo. El gesto de ataque contra los falos del espacio público, como monumentos verticales, obeliscos y columnas involucra numerosas inervaciones creativas en la destrucción. Otro estudioso de la iconoclasia, David Freedberg (2017), aporta precisiones sobre las estrategias iconoclastas contra monumentos públicos conmemorativos de dioses, héroes o dictadores, que van desde la enucleación ocular (arrancar los ojos de sus órbitas), la desrrostrificación (la alteración aberrante del rostro), la decapitación (hacer rodar la cabeza) y el derribo de la figuras de sus pedestales. Estas maneras de la “mutilación” del cuerpo escultórico constituyen operaciones materiales de fragmentación de las obras. Los pedestales son también parte de la disputa iconoclasta porque constituyen la base que eleva, verticaliza y a la vez sostiene a las esculturas monumentales que, en analogía con los marcos para la pintura, son la condición de posibilidad de percibir una forma cualquiera como un ícono significativo y de autoridad. Llevan además las leyendas que direccionan la recepción. “En Córdoba sobran ídolos y faltan pedestales”, fue el lema iconoclasta que los estudiantes en el marco de la Reforma universitaria de 1918 de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) dejaron en el pedestal del monumento a Dr. Rafael García derribado. La historiadora del arte Carolina Romano (2018) investigó cómo la movida iconoclasta contra la escultura de un docente jurista católico es reconstruida como una posición contra la hegemonía en Córdoba de la coalición de la Iglesia, la clase propietaria y la Universidad (p. 7). El Dr. García había sido un docente emérito de la UNC, y su monumento le rendía homenaje como representante de la cultura ilustrada cordobesa y de los valores católicos conservadores. La Reforma universitaria, como momento histórico clave de Córdoba, constituyó una batalla a la vez política y cultural, que avanzó en laicizar y democratizar el acceso a la educación superior. Romano se esfuerza por mostrar que la iconoclasia en este episodio histórico cordobés no puede ser inscrita de manera estanca en un esquema político dicotómico de reformistas/conservadores, sino que se abre como un campo de disputa del que ambos frentes (tanto el católico conservador como el estudiantil reformista) intentan sacar un beneficio.

La destrucción de las imágenes, obtenida mediante intervenciones en el marco legislativo-institucional, y las alteraciones de las condiciones materiales de su circulación, como en Bizancio, o mediante operaciones de derribo, ruptura, fragmentación o desmontaje, como son los actos iconoclastas modernos contra monumentos en el espacio público, complejizan el concepto de iconoclasia. En la era de la imagen-materia (Brea, 2010), la iconoclasia relocaliza la compleja disputa por la materialidad de lo visual en la intersección entre los soportes materiales de las artes pictóricas, escultóricas, arquitectónicas y las condiciones materiales de la producción, circulación y recepción de las imágenes.

Era 2: Iconoclasia como procedimientos de montaje

El segundo momento de la iconoclasia al que queremos referirnos se ha vuelto un procedimiento expansivo en el medio de la circulación de imágenes técnicas por antonomasia en el siglo XX. Nos referimos al montaje en el cine y su capacidad de destruir la unidad visual cinematográfica.

En términos operativos, el montaje en el cine es la selección, el ordenamiento y la decisión de duración de los planos sobre un material que llega crudo. Podría entenderse como una convención narrativa por medio de la cual se logra el ordenamiento de las unidades, que permite la construcción del sentido. En el cine clásico y en el cine comercial de él derivado, el montaje ha quedado reducido a producir el efecto unitario de continuidad y verosimilitud. Sin embargo, cuando hablamos de montaje aquí, no nos referimos simplemente a esa operación técnica mediante la cual se organizan los materiales que en el cine inherentemente se encuentran escindidos, sino de aquel procedimiento experimental que busca “provocar acercamientos, de suscitar correspondencias cuyo carácter imprevisible es primordial” (Amiel, 2005, p. 23).

Fuera de la lógica del cine narrativo americano clásico, el cine soviético ya desde los años veinte dirigió sus investigaciones y producciones hacia una utilización diferente del montaje. Aquí la referencia obligada es Sergei Eisenstein. Piénsese en su famosa escena de la escalinata de Odessa de El Acorazado Potemkin (1925), en la que lo que prevalece no es el relato de la acción. Mediante el montaje de planos generales, primeros planos y repeticiones, lo que se muestra al espectador no es una representación fenoménica exacta de los lugares y tiempos en los que se desarrolla la acción: Eisenstein busca conseguir el efecto de retratar, no tanto la masacre de Odessa, sino la propia brutalidad del acontecimiento.

Los planos individuales tienen un sentido en sí mismos, una unidad análoga a la de la palabra, pero, a través de su yuxtaposición, modificados entre sí por su proximidad, adquieren un sentido nuevo. En términos generales, en el montaje de Eisenstein cada una de las tomas se podría entender como una afirmación que se combina con otras con el objetivo de alcanzar un efecto preciso en el espectador. Lo que se puede lograr con el montaje discursivo, abandonando la representación, son figuras retóricas. Una figura esencial del cine soviético es la metáfora, la sustitución de un elemento significante por otro (por ejemplo, plano A: lluvia, plano B: rostro de un hombre). Así, con la yuxtaposición de planos, lo que varía es el valor mismo de la imagen. El cine soviético le llamó a esto “efecto Kuleshov”. De este modo, el montaje habilita la asociación de sentidos y la interpretación. El montaje de Eisenstein lleva ínsito la posibilidad de controlar, en un sentido políticamente progresivo, la dirección de la fantasía del espectador. Para lograr la formación de conceptos, Eisenstein requiere de cierta armonía de las unidades, funciona la adición más que la distinción.

Las posibilidades ínsitas en el montaje eisensteniano lo vuelven el centro de atención para el cine de vanguardia de mediados de siglo. Pero, al mismo tiempo, es la cristalización de sus peligros, tal como lo plantea Alexander Kluge, cineasta y escritor alemán, impulsor del Nuevo cine alemán desde el Manifiesto de Oberhausen. Para alguien formado bajo el ala intelectual de Adorno en Frankfurt, como Kluge, la operación de Eisenstein tendría poca diferencia con la idea subyacente a cualquier producto de la industria cultural en la medida en que busque dirigir la afectividad o el pensamiento en algún sentido determinado. En el montaje dialéctico de Eisenstein, la contradicción se resuelve, los planos montados juntos conforman una unidad de sentido, no se mantienen en tensión (Kluge y Liebman, 1988, p. 49). El problema es cómo de este tipo de montaje sacará provecho la industria cultural en general y el discurso publicitario en particular. Frente a ello, Kluge opta por un montaje de elementos que al chocar, no como ejercicio de adición, de unidad, sino de contradicción, formen una tercera imagen invisible. Desde este lugar, el montaje apela a asociaciones nuevas enterradas en capas de fantasía en “la cabeza del espectador”.

Otro modo del montaje cinematográfico lo encontramos en el cineasta armenio Artavazd Peleshyan (2011), quien en directa respuesta al montaje eisensteniano llamó a su procedimiento montaje a distancia en un texto de 1972. Como su nombre lo indica, la modificación de las imágenes no se daría por su proximidad, apelando a una idea de fragmento y totalidad. Los fragmentos de material fílmico no tienen sentido en sí mismos, pero sí apelan a una totalidad, en cuyo montaje se configura el efecto de sentido, el sentimiento. El recurso de la repetición, de la circularidad del montaje, hace que retornen algunos fragmentos, tanto tomas como bloques de tomas, construyendo algo así como un relato de forma elíptica. Si en Eisenstein es más importante el qué (la historia de un levantamiento que apela al sentimiento de lo insurrecto en Rusia), en ciertas películas de Peleshyan como Nosotros (1967) parecería que prevalece el cómo (aunque se reconoce la nacionalidad y la historia de Armenia como tema, parecería más importante desarrollar la técnica del montaje en sí misma). A diferencia de Kluge, esta exhibición del procedimiento en la fórmula peleshyana ya no se forma en la cabeza del espectador, sino que “las películas existen en las pantallas y hay que verlas” (Peleshyan, 2011, p. 22). Encontramos en el último, entonces, el impulso iconoclasta de atacar la narración lineal, mucho más claramente que en Eisenstein. Pero, además, frente al montaje de atracciones de Eisenstein, el montaje a distancia de Peleshyan parecería producir distanciamiento, enrarecimiento, desconfiguración de lo sensible, reflexividad. Si había una búsqueda conductista de afectividad en el montaje de atracciones eisensteniano (atraer la atención y la sensibilidad del espectador), el montaje a distancia deja abiertas más posibilidades de interpretación, desde la inestabilidad de la experiencia de distanciamiento. En Nosotros se repiten a distancia, al inicio y al final, los bloques en los que vemos una multitud ondulante, una masa de cuerpos que se mueven entre besos y abrazos: el primero muestra un gran funeral público; el último, el regreso de los armenios repatriados.

Ahora bien, volviendo a la definición de montaje como procedimiento de edición, a partir del momento de la irrupción del cine moderno, el corte ya no estará regido por el raccord, sino que primará el recurso estético de tornar visible la costura que permite ensamblar trozos visuales diferentes: aparece la idea de jump cut. Podríamos aseverar que “montaje” no es ni más ni menos que el nombre del lenguaje cinematográfico del cine moderno y de allí explicar también el tipo de intervención que esperaba Peleshyan con su montaje a distancia. La nouvelle vague, el neorrealismo italiano y el Nuevo cine alemán son parte de los movimientos que encarnaron ese cine moderno. La imagen allí experimenta un límite iconoclasta profundo: es rebajada a un material más que queda desjerarquizado entre otros, que entra en relación con elementos divergentes que la tensionan. En palabras de Kluge et al. (1999):

El modelo falso de la prioridad de la imagen sobre la palabra se basa en un pensamiento visual purista, que se interesa sólo secundariamente por la expresión o el contenido de la película y que en el producto final conduce al formalismo (p. 28).

Quien inaugura la lectura de la vanguardia cinematográfica en términos de iconoclasia es Susan Sontag (2005) y lo hace cuando reflexiona acerca del personaje central quizás de esa parte de la historia del cine. Jean-Luc Godard es visto por Sontag como un destructor del cine, de las reglas del cine narrativo, secuencial, ficcional y de los géneros literarios modernos (novela y el cuento). La destrucción iconoclasta es aquí una negación inmanente del cine en el cine. Pero también se juega aquí el sentido de la relación intermedial de la imagen con el lenguaje y el sonido, sobre todo con el lenguaje, la literatura, la poesía y la filosofía. La expansión y radicalización del montaje es una construcción autoconsciente de la técnica cinematográfica, especialmente a partir de la idea del jump cut, surgida con el primer Godard y el quiebre que produce su film Sin aliento (1958). Esa autorreflexividad adquiere, además, conciencia histórica. El cine moderno es histórico en la medida en que asume que el espectador ya está habituado a las reglas del cine clásico y puede romperlas. En este punto aparecería una intervención iconoclasta diferente al montaje de atracciones de Eisenstein y al montaje a distancia de Peleshyan: la iconoclasia ya se piensa en el juego con las imágenes producidas y de circulación masiva.

¿Cómo interviene una operación de montaje en la coyuntura del cine contemporáneo?, ¿alcanza con que la iconoclasia desjerarquice la visión y reafirme la escucha?, ¿puede haber un montaje afectivo pero no pedagógico?

Una pista aquí podemos encontrarla, tal como lo hizo la filósofa porteña Silvia Schwarzböck (2016) en su libro Los espantos. Estética y postdictadura, analizando una producción de la realizadora argentina Lucrecia Martel: La mujer sin cabeza (2008). En esta película la iconoclasia parece mudarse del montaje al enfoque y al encuadre. Se trata de una película compleja visualmente, en la que hay un juego permanente entre lo que es visible y lo que no. La iconoclasia no está tanto en la desjerarquización de la imagen (aunque Martel suele afirmar que fundamenta su estética cinematográfica en el sonido), sino con la imagen o en la imagen: lo que está en foco y fuera de foco. La repartición del enfoque cuela la sociedad de clases de la vida de derecha (Schwarzböck, 2016). Los cuerpos que están enfocados se corresponden con las protagonistas blancas y aburguesadas, aspiracionales o, en la jerga noventosa, “new rich” de la sociedad salteña, y los cuerpos que están fuera de foco, en un segundo o tercer plano borroso, irreconocibles, son justo los niños sirvientes, criadas y peones marrones e indígenas. Hay momentos de total oscuridad, cosas de las que se habla, pero que no aparecen en la película. Hay un montaje a distancia, pero alterado respecto de Peleshyan: el supuesto niño atropellado al comienzo de la historia no aparece en la calle, nunca se lo muestra, pero sí aparece luego un cuerpo que cae desplomado ¿muerto? en una cancha de fútbol; y hacia el final, un cuerpo sin vida en el canal que “aparece” en un operativo policial pero nunca se lo exhibe. El personaje principal (Vero) también está recortado no solo en términos visuales, sino de su posibilidad de articular ideas y sentimientos en el discurso hablado. Resulta fundamental para el argumento de la película, la imagen técnica mostrada mediante un VHS, en la que aparece desdibujada la imagen en la imagen.

El montaje, la decisión del corte, sería una ética-política iconoclasta frente al régimen de explicitud, afirma Schwarzböck (2016), que tiende a poner en pantalla todo obscenamente, es decir, sin cortes, el máximo placer y el máximo dolor. Ese corte es típico del cine, es una decisión de producción, pero en el régimen explícito contemporáneo de las redes estamos en presencia de algo diferente que puede pensarse como una forma de censura.

Era 3: la iconoclasia como sistema de pantallas

Hasta aquí hemos reconstruido la historia de la iconoclasia en su indisociable relación con la historia de las propias imágenes. La destrucción de las imágenes entra en una dialéctica determinada con la producción de las imágenes, y este juego de fuerzas se reconfigura a lo largo del tiempo y de las geografías. En tanto la iconoclasia busca limitar, despotenciar, denigrar, destruir, cancelar, implosionar la potencia de las imágenes, depende profundamente de ellas y de su circunstancia histórica. Siguiendo este argumento, hemos ampliado hacia el terreno iconoclasta la periodización en eras de la imagen propuesta por José Luis Brea (2010). En consecuencia, el estadio de la imagen-materia encuentra su contracara iconoclasta en el gesto físico destructivo, cancelatorio y/o violento contra la imágenes plásticas, escultóricas, arquitectónicas (Cf. supra. Era 1). El estadio de la imagen film tiene como contrapeso iconoclasta el procedimiento montajístico de fragmentos audiovisuales contra la narrativa lineal de las producciones cinematográficas mainstream (Cf. supra. Era 2).

Ahora bien, si iconoclasta parece entonces haber sido toda la vanguardia, incluso aquella más atada a la imagen como en el caso del cine: ¿Cómo redefinimos la iconoclasia en la era de la imagen contemporánea, la e-image tal como la denomina Brea (2010)? La dificultad de esta actualización de la iconoclasia reside en que tanto la acción de destrucción material —ya sea de un archivo o de un dispositivo— es impotente frente a la superabundancia de imágenes en circulación, como el montaje de elementos inconexos es parte integral del modo en el que se nos presenta el flujo de información visual en las pantallas. Es decir, el potencial histórico de la iconoclasia parece haber sido arrebatado por el complejo digital antes de comenzar la jugada. El carácter flotante, inasible le otorga a la infinitud de la imagen digital la dinámica de un devenir imparable, apariencias en fuga: “En buena medida, las electrónicas poseen la cualidad de las imágenes mentales, puro fantasma. (...) Ellas son del orden de lo que no vuelve…” (Brea, 2010, p. 67).

Pero para más, el estadio de la electronic-image desencadena la inversión de la iconoclasia. Esto es, si pudimos delimitar en las eras anteriores un gesto o un procedimiento con y contra la imagen, hoy la iconoclasia es el modo de funcionamiento del régimen escópico pantallacéntrico. El ataque contra las imágenes no se produce mediante su prohibición, embate o ausencia; sino que al revés, es la maximización de la imagen lo que atenta contra ella, mediante su saturación, exceso, ubicuidad, desborde, desregulación, infinitud. La economía superabundante de imágenes en su doble condición de pantalla y de virtualidad asciende a volúmenes inéditos. El término que usa Brea para describir este fenómeno es innumerabilia: “[la economía de] las imágenes deriva a una lógica de inagotabilidad, de inconsumible abundancia (…) la productibilidad de las imágenes puede tender al infinito —paladear lo innumerable—” (p. 92). Las imágenes se vuelven así imposibles de procesar por cualquier ser humano, devienen inconsumibles, generando en consecuencia su propia autocancelación: ¿Qué sensorio subjetivo, qué mirada humana es capaz de ver, mirar, procesar, sentir, interpretar o recordar la infinita cascada global diaria de imágenes digitales? Si, como afirma Joan Fontcuberta (2016), estamos “instalados en un capitalismo de las imágenes” (p. 7) cuya superabundancia es descripta como un “estado inflacionario”, la consecuencia lógica nos lleva pensar en imágenes devaluadas, que pierden valor permanentemente mientras circulan. La fórmula universal de este capitalismo del todo visible sería que la cantidad es inversamente proporcional a la potencia de la imagen: mientras más imágenes disputan la visibilidad tanto menos imágenes llegan a ser vistas. El tipo de valor de cambio que pierden las imágenes devaluadas es su porcentaje de visibilidad. Hito Steyerl (2014), partiendo también de la ubicuidad de las imágenes digitales, se refiere a su devaluación en términos de empobrecimiento, poniendo en el centro de una sociedad de castas de lo visual a la inmensa clase de “imágenes pobres”, un “ejército de reserva” de imágenes de baja calidad y altísima circulación (memes, jpeg, avi, etc.) vueltas invisibles en tanto no encuentran ojos humanos que las miren. La infinitud escópica, por otra parte, no tiene que pensarse solo en una dimensión cuantitativa. Silvia Schwarzböck (2017) afirma que lo infinito tiene más que ver con una cualidad inherente a cada una de las imágenes en su estadio digital: su “indecibilidad” e “inclasificabilidad” (pp. 293-294). La infinitud sería aquí iconoclasta en términos epistemológicos, debido a la falta de límites necesarios para que las imágenes sean determinadas -sean aquí y ahora-, reconocidas como ficcionales o reales, es decir, debido a la incapacidad de elaborarlas y de percibirlas como unidades de significación. Hasta aquí planteamos que la iconoclasia amenaza como una sombra al régimen escópico pantallacéntrico, en la medida en que la infinitud de imágenes digitales se invierte en invisibilidad, devaluación e indecibilidad.

Sin embargo, este régimen escópico pantallacéntrico que organiza el mundo contemporáneo no se contrapone al ocularcentrismo hegemónico de la modernidad, sino que se constituye como continuación y expansión de las técnicas representativas de las artes visuales y los desarrollos tecnológicos de la reproductibilidad fotográfica, la proyección cinematográfica y la transmisión televisiva. Además de la opacidad de los soportes, la transparencia de lo que se muestra, la “hipervisión administrada” (Brea, 2010, p. 121), tiene una de sus características principales en el detrás de la pantalla: por primera vez la imagen nos mira. Pero la mirada que nos devuelven las e-images no se puede comprender con las teorías psicoanalíticas del omnivoyeurismo de lo simbólico o las filosofías de la historia de la ruina. Más bien, en una suerte de integración del panoptismo y de las tecnologías de la vigilancia, literalmente las imágenes-pantalla están hoy dotadas de un ojo protésico que mira en dos direcciones. Algo insospechado hasta la irrupción del smartphone.

¿Por qué este fenómeno de la “hipervisión administrada” (Brea, 2010, p. 121) sería iconoclasta? La cibervigilancia, la venta de datos de usuario, los mapas de calor del scrolltracking (seguimiento del dedo pulgar) y eyetracking (seguimiento del ojo) son formas de control y manipulación de la mirada mediante las pantallas táctiles. Se vuelve iconoclasta porque la imagen se reduce a mero artilugio de sujeción del sujeto a través del angostamiento de la mirada. Las imágenes en sí mismas, sus cualidades, sus potencias materiales, sus contenidos específicos, la sensibilidad que pueden habilitar no le importan al sistema digital más que como mero eslabón de una cadena escópica global.

Más aún, la digitalización, la conversión a imagen-pantalla de todo lo que hay, se ha radicalizado en todas las esferas sociales como alternativa al aislamiento y la parálisis producida por la cuarentena global durante la pandemia por COVID-19. Con ello se aceleró la mediatización y plataformización de todos los modos de experiencia contemporánea. Una teoría crítica del presente tiene que volverse a reflexionar sobre la mediación ubicua de la imagen digital. Lo que sugerimos como materialismo sensible constituye un intento de insertar en el horizonte de una teoría crítica de la sociedad contemporánea la centralidad que comporta la imagen digital en su tendencia a totalizarse. Esto habilita la posibilidad de advertir los frentes de peligro que conlleva con relación a (1) lo subjetivo en tanto la manipulación de la experiencia (aplanamiento ocularcentrista de la sensibilidad, angustia-ansiedad escópica, aislamiento y paranoia); (2) lo político en tanto profundización de la crisis de la democracia (cibervigilancia, venta de datos de usuario, manipulación de los procesos electorales, privatización de la esfera pública); y (3) lo económico en tanto neoliberalismo digital (desregulación global de la internet, geopolítica extractivista neocolonial, impacto medioambiental de la infraestructura electro-metalúrgica). El materialismo sensible pretende intervenir en el presente con una recuperación de la iconoclasia y su capacidad latente de limitar el despliegue del régimen escópico pantallacéntrico y sus frentes de peligros. Para avanzar en dirección a este horizonte crítico amplio resulta clave primero recuperar la potencia crítica que tuvieron los proyectos iconoclasta históricos para disputar el régimen escópico ocularcentrista de la modernidad. En este sentido insurrecto, negativo, la iconoclasia es capaz de intervenir en nuestro presente regido por una economía superabundante de la imagen digital.

Reflexiones finales: la iconoclasia como crítica del pantallacentrismo

El centro de nuestra hipótesis es que en el marco del pantallacentrismo iconoclasta, es posible componer una variante crítica alternativa a la iconoclasia que, por un lado, limite la superabundancia de imágenes digitales, discuta el imperio tecnocrático de las pantallas y habilite espacios de resensibilización visual y repotenciación de las imágenes artísticas; y que, por otro lado, reconozca la potencia teórica, es decir, la capacidad explicativa del concepto de iconoclasia. Bajo nuestra argumentación, la iconoclasia, no la sistémica, sino la deseable, la insurrecta, la limitante del régimen escópico digital, no conduce a la prohibición radical y abstracta de las imágenes, sino a una relación productiva, dialéctica, reflexiva y serena con ellas.

El régimen visual de sobreexposición o lo que Schwarzböck (2016) denomina “estética de la explicitud” que la imagen digital hereda de las imágenes cinematográficas y televisivas, abre la posibilidad también para recuperar su límite: el corte, ante el máximo placer (el sexo) o el máximo dolor (la tortura) que la cámara puede mostrar, es una decisión política (pp. 124-125). Actualizar una política del corte, del montaje y de la edición del material visual, cuando se la traslada a las plataformas online del régimen escópico pantallacéntrico implica entrar en tensión ya no con los marcos legales del broadcasting, sino con las administraciones de lo visible que infiltran las transnacionales de la web. La iconoclasia stricto sensu la prohibición de íconos religiosos—, como Hauser (1978) mostró, significaba en realidad una trama de edictos y reformas de los marcos legislativos que afectaban al sector social monacal, beneficiado por los íconos (p. 180). Esta primera concepción iconoclasta, la lucha contra —pero también por obtener— el poder de la imagen, trae a primer plano una pregunta que hoy urge extrapolar al mundo digital: ¿cuál es el sector social de “fabricantes, propietarios y custodios de las imágenes”? Analizar qué rol juegan en la actualidad los gigantes web dueños de las imágenes digitales —es decir, propietarios y custodios de los servidores— conduce a componer la potencia de la iconoclasia como insurrección al poder. Instagram, por ejemplo, corta —es decir, censura— imágenes consideradas eróticas y sexuales por infringir sus “normas comunitarias”, las que promueven el máximo placer; pero solo blurea y advierte como “contenido delicado” las imágenes de violencia explícita, las que exhiben el máximo dolor, tomando de nuevo los polos que plantea Schwarzböck (2016). En este contexto digital de superabundancia de imágenes y extrema explicitud, la política del corte, la disputa por lo que se exhibe, debería ser capaz de limitar no solo la administración privada de lo visible en las pantallas, sino también de interrumpir la visión que transcurre a la inversa, esto es, la cibervigilancia.

Desde el punto de vista de la cibervigilancia, la pulseada usuario/pantalla es muy desigual, porque detrás de la cámara de los dispositivos se alinean los poderes del Estado y de las corporaciones tecnológicas. Pero además es desigual porque la condición de usuario convierte a las subjetividades en agentes policiales: “Por si la vigilancia institucional fuera poco, las personas se vigilan ahora rutinariamente las unas a las otras tomando incontables fotografías y publicándolas casi en tiempo real” (Steyerl, 2014, p. 173). Contra esto, gana fuerza un sentido de la iconoclasia cuyo horizonte es un corte ya no dentro del flujo de imágenes digitales, sino como una distancia física del dispositivo, una retirada del rol de usuario o una ausencia en la red. Lo que Steyerl diagnostica como un “éxodo de las pantallas” o una “huelga colectiva de la aparición digital” va desde personas que buscan “evitar ser representadas en fotografías o imágenes en movimiento, distanciándose subrepticiamente de las lentes de las cámaras (...) [hasta] anarquistas destrozando cámaras o saqueadores destruyendo televisores con pantalla de plasma” (p. 171). Esta variante iconoclasta que propone una fuga de las pantallas, la capacidad serena de decirle a veces que sí y a veces que no a la técnica, dejar reposar al dispositivo en sí, tiene la potencia de desacoplar al sujeto de la sujeción al rol de usuario y desacoplar la imagen de su reducción tecnocrática al formato de pantalla. La iconoclasia muestra que la imagen per se no es ni ocular ni pantallacentrista, sino que su materialidad artística puede despertar la interconexión del sentido de la vista con el resto de los sentidos. Un desarrollo extenso de esta desjerarquización del sentido de la vista en las obras contemporáneas instalativas lo introduce Juliane Rebentisch (2018) en su Estética de la instalación (2018). Rebentisch reflexiona sobre la potencia de obras intermediales que entrelazan lo visual con lo sonoro, lo teatral, lo cinematográfico y lo arquitectónico para involucrar al cuerpo del espectador en experiencias estéticas inmersivas, ambiguas y críticas. Es justamente en las instalaciones y otras prácticas del arte contemporáneo donde aparecen las pantallas, siempre en una relación de desjerarquía y yuxtaposición, pero habilitando también acciones específicas de destrucción material. Un caso de destrucción material paradigmático tiene lugar en la obra Strike I de Hito Steyerl (2010), un video de 28 segundos de duración en el que se ve a la artista destruyendo una pantalla de plasma de un solo golpe con un martillo y un cincel. Desde esta pregunta abierta por Rebentisch, podemos reformular la potencia de la imagen en una triple dirección, siguiendo las tres acepciones de la idea de sensibilidad contenidas en el término alemán Sinnlichkeit: (1) En su vínculo con la palabra Sinne (los cincos sentidos de la percepción), la potencia de las imágenes estaría en su mediación sensorial, cada vez que una imagen se compone en modos intermediales y sinestésicos, activando los vasos comunicantes con lo táctil, lo auditivo, lo gustativo y lo olfativo; (2) vinculada al vocablo Sinn (sentido, significado, significación), la potencia de la imagen —y de la fuerza explicativa y reflexiva de la iconoclasia— está necesariamente atravesada por la mediación del sentido; (3) y la mediación sensual, sentimental o afectiva, contenida en la voz alemana Sinnlich (lo sensual, el sentimiento de lo placentero), crucial para pensar el poder de las imágenes desde siempre.

Vivimos atravesades por pantallas. Articuladas entre sí e integradas a una red global, todo lo que transcurre en ellas es una infinidad de imágenes digitales, capaces por primera vez en la historia de mirarnos. La experiencia contemporánea de estar ante un todo visible incapaz de ser visto nos llevó a pensar en la iconoclasia, sus momentos y sus sentidos. Hemos reconstruido aquí la historia de la iconoclasia, es decir, las diferentes eras y sus respectivos procedimientos de ataque contra las imágenes. Así, la era 1 se detiene en los movimientos iconoclastas que tuvieron como objeto de sus golpes a las imágenes-materia provenientes de las disciplinas artísticas modernas, como la pintura, la escultura y la arquitectura. La era 2, en cambio, se centra en el recurso del montaje cinematográfico, cada vez que se lo emplea para destruir la falsa unidad de la imagen fílmica. Por último, la era 3 actualiza la iconoclasia como llave para analizar, describir y discutir el régimen superabundante de la e-image. El despliegue de la iconoclasia en sus eras se movió bajo la hipótesis de que se trata de una historización de nuestro presente: hoy, por infinita y cibervigilante, la imagen digital golpea contra sí misma. Pero la crítica de la iconoclasia no se detuvo en explorar el pesimismo impotente que fácilmente se puede derivar del pantallacentrismo actual, sino que hacia el final intenta sintonizar el concepto de iconoclasia con ese resto crítico que todavía late en él, de imaginar para nosotres otras relaciones con las imágenes. Y de darle también a ellas una posibilidad de existir de otro modo.

Bibliografía

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Biografías

Manuel Molina

Artista visual, docente e investigador. Dr. en Artes Visuales por la Universidad Nacional de Córdoba y becario postdoctoral de CONICET, sus líneas de investigación incluyen la estética, la teoría crítica y los estudios visuales. Escribió su tesis doctoral con el asesoramiento del Dr. Esteban Juárez y la Prof. Dra. Juliane Rebentisch, en Alemania, con una beca del DAAD. Dirige junto a Eugenia Roldán el proyecto de investigación Imagen total (CePIA - SeCyT).

María Eugenia Roldán

Doctora en Filosofía, docente en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba y becaria Postdoctoral en el Instituto de Humanidades–CONICET. Formada en estética y teoría crítica, su línea de investigación se centra en la cuestión del cine, las imágenes y el espacio público, especialmente a través del trabajo de Alexander Kluge. Junto a Manuel Molina dirige el equipo Imagen Total y su proyecto FORMAR (Secyt) “La iconoclasia como procedimiento intermedial. Una crítica materialista sensible a la superabundancia de imágenes”.

Cómo citar este artículo:

Molina, M. y Roldan, E. (2024). Las tres eras de la iconoclasia: gestos, procedimientos y pantallas contra las imágenes. AVANCES, 33. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/45518 


[1] Detalla Hauser (1978): “La medida les afectaba como fabricantes, propietarios y custodios de las imágenes, pero sobre todo como guardianes del círculo mágico que los sagrados íconos forjaban a su alrededor” (p. 180).

[2] Que destruir no es lo mismo que desmontar lo demuestra el otro caso trabajado por Durán Medraño (2009): el del Palast der Republik (o Palacio del Pueblo en Berlín, comienzos del siglo XXI), el proyecto de desmontar el edificio símbolo de la Alemania del Este con el objetivo de construir en su lugar el Humboldt Forum. En este segundo caso contemporáneo se concretó el procedimiento del desmontaje, justo el procedimiento que había propuesto Gustav Courbet en el siglo XIX para la Columna de Vendôme.