LUGAR Y ESPACIO EN LA CIUDAD. UNA DISTINCIÓN CONCEPTUAL NECESARIA EN LA TEORÍA URBANA
Néstor Casanova Berna
Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, UDELAR, Montevideo.
ORCID ID: http://orcid.org/0000-0002-3013-7249
E-mail: nestor.casanova.1958@gmail.com
Resumen
El presente artículo se propone distinguir conceptualmente los conceptos de lugar y espacio, peculiarmente aplicados en el abordaje teórico de los fenómenos urbanos. El marco teórico dentro del cual se realiza tal operación es el de la Teoría del Habitar, esto es, desde el examen de los modos en que los urbanitas pueblan, de modo efectivo, su ciudad. Desde la oposición rigurosa de los conceptos de lugar y espacio emerge la evidencia histórica y conceptual de la espacialización como fenómeno presente en la ciudad moderna, que erosiona el sentido profundo del lugar urbano en beneficio del espacio, ya privado, ya público. Al respecto se repasa el efecto que tiene la espacialización en la ciudad moderna desde el Renacimiento europeo. Finalmente, se defiende la tesis de la necesaria y obligada consumación del lugar habitable como instrumento de reconquista de la ciudad por parte de sus urbanitas.
Palabras clave: lugar, espacio, espacialización, ciudad, habitar
Fecha recepción: 4 de junio de 2021
PLACE AND SPACE IN THE CITY. A NECESSARY CONCEPTUAL DISTINCTION IN URBAN THEORY
Summary
The purpose of this article is to conceptually distinguish the notions of place and space peculiarly applied while theoretically tackling the urban phenomena. The theoretical framework within which such operation is carried out is the Theory of Habitation, this is, from the examination of the ways urbanites effectively inhabit their city. From the rigorous opposition of concepts such as place and space emerge the conceptual and historical evidence of spatialization as a present phenomenon taking place in the modern city, a phenomenon that erodes the deep sense of urban place for the benefit of space, be that private or public. In this respect the article revisits the effect that spatialization has on the modern city since the European Renaissance. Finally, the article supports the thesis of the necessary and forced consummation of the habitable place as instrument to rekindle the city in the hands of urbanites.
Keywords: place, space, spatialization, city, inhabit, habitation
Fecha aceptación: 27 de octubre de 2021
La ciudad es pasado apropiado por el presente y es la utopía como proyecto actual.
Jordi Borja
La discusión en torno a la necesaria distinción conceptual entre lugar y espacio cobra una importancia mayúscula en el escenario urbano. Aunque estos términos, en el lenguaje corriente, suelen aparecer como intercambiables, es necesario un deslinde preciso que conducirá a un conjunto de revisiones críticas en el seno de la Teoría Urbana. En este primer apartado se realizará tal distinción, para luego abordar el tratamiento de la operación conceptual y práctica de la espacialización, esto es, la subsunción de los lugares urbanos bajo la instrumentación espacial de la arquitectura y el urbanismo.
Seguidamente, se examinarán los efectos de la espacialización en la historia de la ciudad moderna, con un enfoque teórico específico propio de la Teoría del Habitar y con una apreciación histórica de larga duración que examina el derrotero de la ciudad capitalista desde el Renacimiento europeo hasta la actual fase de capitalismo tardío. Se analizará la constitución del espacio urbano contemporáneo a la vista de una necesaria consumación del lugar habitable, como operación tanto de cambio social como de efectivo rescate de lo urbano como constituyente.
Comenzaremos por precisar la noción de lugar:
El lugar remite a la habitabilidad, a la apropiación y a la articulación del espacio. El lugar, dice Eloy Méndez (2012:44), es el sitio de encuentro, es el espacio público y en este sentido se encuentra su importancia desde la arquitectura y el urbanismo. (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 161)
Es el lugar concreto, el sitio habitado, el emplazamiento poblado de presencia humana el que nos interesa, de un modo particular, aquí. Hemos entonces de diferenciarlo con método de cualquier invocación al puro espacio, por buenas razones que se irán presentando en lo que sigue. En primer lugar, deberemos recordar que la experiencia de lugar precede, como vivencia concreta, a cualquier concepción de espacio, dado que esta última supone un ejercicio de abstracción cognoscitiva y operatoria que en cada ocasión debe ser consignada de modo explícito. Todos tenemos vivencias de primera mano de los lugares que habitamos, por más que conozcamos y operemos con diversas nociones de espacio: el orden de las respectivas conceptualizaciones es muy diferente y tiene consecuencias prácticas distintas.
Con respecto al lugar y a su conceptualización puede señalarse, en el pasado reciente, un momento de peculiar eclosión en las circunstancias en que comenzaba, aún de modo larvado, la crisis del productivismo arquitectónico moderno y la planificación urbana de los CIAM[1] (1928-1959):
A partir de los años sesenta se despertó una conciencia no sólo crítica con respecto a la planificación y el reconocimiento de la ciudad y su espacio público como medio habitado, sino un interés por el estudio y la incidencia que ejerce la relación del ser humano con su entorno. Lynch (1960) y Lefebvre (1969) estiman que la ciudad se forja a partir de la experiencia cotidiana de los ciudadanos, por medio de la generación de vínculos intangibles que denotan lazos significativos que promueven el sentido de comunidad. (Ayala García, 2017: 208)
La preocupación por el rescate de la noción de lugar en arquitectura y urbanismo se evidenció en los aportes teóricos de Christian Norberg-Schulz, en sus investigaciones sobre la habitación abrevando en el legado heideggariano (Norberg-Schulz, 1975, 1979, 1984). También concurrieron las investigaciones de Josep Muntañola: (Muntañola, 1973, 2000).
Pero también en la geografía humanista, por la misma época, se experimentaba un proceso similar:
La utilización de esta categoría surgió en la década de 1970 en el marco de la escuela humanista que se enfocaba a estudiar las relaciones culturales entre un grupo y un lugar específico, considerando que la cultura es el elemento fundamental en las relaciones sociales de los individuos y la sociedad. De acuerdo con este enfoque, los habitantes de cierto lugar toman conciencia de una cultura común y de sus diferencias con respecto a otros grupos. Se trata de la apropiación simbólica de una porción del espacio geográfico por parte de una agrupación social determinada, que es un elemento constituyente de su identidad. Este punto de vista ha sido asumido tanto por geógrafos franceses como anglosajones, entre los que se cuentan, por ejemplo, Piveteau (1969), Zelinsky (1973), Tuan (1975), Gilbert (1988:210), entre otros. (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 161)
En definitiva, el lugar, como realidad y como conceptualización, aparece en las ocasiones donde se reflexiona sobre la condición situada del ser humano, cuando se repara en las ocurrencias concretas de la vida, allí donde el muy especial modo de ser humano aparezca como condición relevante. “El lugar es algo que acompaña al hombre”, afirma con contundencia Muntañola, (1973). Cuando se constata tal extremo, resulta particularmente significativo el precedente uso político de la noción de lugar:
Un antecedente importante en la conceptualización del lugar ha sido el pensamiento utópico, donde desde los clásicos del renacimiento hasta los socialistas y los anarquistas del siglo XIX, se han imaginado y propuesto la creación de comunidades concretas, que propiciaban la integración de la vida social y económica de un grupo social poco extendido. En este sentido, no se trata de una conceptualización filosófica sobre el término, sino su recuperación en términos prácticos. Lo que los autores utópicos planteaban, desde Tomás Moro, Bacon y Campanella, en los siglos XVI y XVII hasta las utopías del siglo XIX, partía de una crítica a las sociedades de la época, para construir alternativas para las del futuro. Ellas podían variar en sus posturas, pero se incluían desde las de corte socialista que se encuentran las propuestas Saint Simon, Charles Fourier, Robert Owen, Etienne Cabet y Louis Blanc (Fernández, 2007:155) y otras que variaban en posturas y propuestas. La idea era construir comunidades locales que hacían más factible una organización comunitaria, justa y funcional que resolviera la problemática social de la época. (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 160).
En efecto, todo hace sospechar que el tratamiento del lugar adquiere un valor de crítica social, de reivindicación de lo humano y esto arroja una sombra de sospecha sobre la abstracción operatoria de la noción, ahora naturalizada, de espacio. Ya no es posible hacerse el distraído: los términos lugar y espacio no son intercambiables sin desmedro a profundos y decisivos aspectos de índole humana, social, económica y política. Para urdir utopías, para encontrar las improntas de lo humano en el paisaje geográfico, para concebir arquitecturas y ciudades al servicio de la vida humana deberá, por fuerza, tratarse a fondo de lugares y ya no de puros espacios.
Es preciso reparar en la locución tener lugar. Significa ocurrir, desempeñarse de modo efectivo en el seno de precisas circunstancias de espacio y tiempo. Los seres humanos, seres en situación, acontecemos teniendo lugar como cosa propia e inextricable de nuestra condición existente. Porque tenemos lugar es que podemos, también, llegar a estar fuera de lugar, esto es, contorneados por una circunstancia inapropiada. Porque existimos teniendo lugar podemos perderlo todo, menos nuestra presencia y población: cuando esto sucede es que nos quedamos en la más radical de las indigencias, a solas con nuestra nuda supervivencia.
Mientras que tener lugar es padecer una condición ineludible, hacerse uno un lugar es una consigna práctica de vida. La locución alude a la tarea de dar forma propia al conjunto de circunstancias en donde nuestra efectiva condición humana llega a ocurrir. Sólo se vive con las fatigas de investir un papel en cada grupo que uno integra, con el esfuerzo por construir de modo colaborativo una situación confortable y confortadora. Hacer lugar a algo o a alguien es investir el desempeño arquitectónico propio de cada sujeto, allí en el lugar del mundo en que consigue vivir. Hacer lugar, entonces, es una práctica humana primordial, que sirve de fundamento a la configuración efectiva de la vida propia.
Así como se padece y como se practica, el lugar también se produce: hay lugar toda vez que un ámbito se abre, hospitalario, al recién llegado. El lugar siempre está henchido de presencia y población, pero no por ello está clausurado. Por el contrario, el lugar humano está, de modo constitucional, dispuesto a ser compartido y este hecho sirve de fundamento al gregarismo social. Haber lugar es una condición productiva y estética de los lugares. Esta condición resultará luminosa con respecto a la noción de espacio, a partir de la constatación vivencial de que el espacio de una cosa o persona no puede nunca ser ocupado de modo simultáneo por otra cosa o sujeto. También será crucial para proponer una definición programática de lo que se entiende aquí por ciudad como lugar.
¿Qué es una ciudad? Un lugar con mucha gente. Un espacio público, abierto y protegido. Un lugar, es decir un hecho material productor de sentido, Una concentración de puntos de encuentros. En la ciudad lo primero son las calles y plazas, los espacios colectivos, luego vendrán los edificios y las vías (Borja, 2001: 391).
Podemos entonces definir a la ciudad como un lugar, toda vez que consideremos una densa comunidad de asentamiento en donde se cultiva un modo y estilo de vida urbanita, esto es, donde los habitantes tienen, hacen y disponen de terrenos de encuentro tan solidario como conflictivo en donde desarrollar su condición, sus prácticas y sus producciones de vida situada. El hecho material productor de sentido del que habla Jordi Borja, es la caracterización concisa y explícita de la ciudad como obra de arte, a la vez que una producción estética ella misma como proceso performativo e histórico. Así, en la ciudad como lugar, los seres humanos se reúnen y confabulan no sólo para, solidarios, mejorar las condiciones de vida, sino, además, cultivarse autodomesticados como urbanitas[2], esto es, conferir un remanente modal de sentido a la vida. En la ciudad se urden modales, en efecto. Así es como “en las ciudades se hacen las revoluciones y se producen las innovaciones” (Alguacil, 2008: 200). Es en la ciudad como lugar que los diversos y heterogéneos consiguen reconocerse en una igual condición citadina.
Por su parte, el espacio aparece luego de un determinado proceso de abstracción cognoscitiva. El espacio es una representación operatoria de un lugar, esto es, una figura que permite realizar ciertas operaciones teóricas y prácticas, tal como se verá más adelante. Es la reflexión física y geométrica al servicio del poder sobre la naturaleza y las personas la que inspira las diferentes concepciones de espacio. Hay un saber, acicateado por el poder, que sobre simplifica —de modo para nada inocente— la compleja realidad concreta, compleja y existencial del lugar, para considerar, en cambio, un orden de coexistencias en donde aplicar rigurosas operaciones de cálculo.
El espacio implica una serie de relaciones de coexistencia explicadas desde diferentes perspectivas, en donde se dan los vínculos, las relaciones e interacciones, que llevan a la construcción, transformación, percepción y representación de la realidad. En geografía, todo ello se expresa a través de factores tales como la localización, ubicación, distancia, superficies o zonas, dirección, rumbo, áreas de influencia, responsabilidad, dominio, resistencia, forma, tamaño, posición (centro-periferia, interno-externo, cerca-lejos, norte-sur), distribución, vecindad, accesibilidad, procesos de aglomeración y dispersión, patrones, nodos, flujos y rutas (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 18).
Este proceso de abstracción operatoria en pos del espacio escinde, como primera operación, de la conformación compleja del lugar, por un lado, el propio espacio como estructura de extensiones, y por otro, el tiempo. De una realidad henchida y llena de existencia se llega así a un vacío puramente dimensional, mensurable de forma sencilla, metódica e implacable. De una vivencia concreta de la población humana de un aquí, se llega a la concepción de un contenedor universal de cosas y acontecimientos (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 18). Esta operación, lejos de constituir un mero expediente intelectual racionalizador, es un constructo cultural histórico.
Es con estos recursos científicos y culturales que la arquitectura y el urbanismo devinieron primero prácticas expertas y convincentes de la representación gráfica de este espacio y, en consecuencia, una herramienta práctica para la producción intelectual más calificada. De la representación gráfica metódica del espacio se llegó, por medio del proyecto y diseño arquitectónico y urbanístico, a la operación efectiva sobre la configuración material y formal de edificios y ciudades, sobre el orden de lo construido en el escenario urbano. Desde los albores de la modernidad y no por casualidad, la arquitectura y luego el urbanismo devinieron en artes del espacio.
La asunción de la ciudad ya no como lugar sino como espacio supuso, de modo histórico, la posibilidad de volver un lugar comunitario y convocante en un escenario de conflicto social por la posesión privada y privativa de los espacios, de donde el original lugar urbano se reducía a un precario intervalo entre posesiones privadas cerradas y exclusivas, eso que ahora se da en llamar espacio público. La ciudad, reducida ahora a un espacio urbano, es factible de ser objeto de seccionamiento en emplazamientos apropiados en forma privada. Estos fragmentos urbanos, ya privatizados, se vuelven bienes volcados al recientemente estrenado mercado inmobiliario. La ciudad de la modernidad naciente es una ciudad que va abandonando paulatinamente su carácter de lugar en beneficio del puro espacio urbano mercantilizado. Mientras tanto, en las calles y plazas, ahora asumidas como espacio público, es donde tiene lugar el propio mercado, esto es, el omnipotente regulador y distribuidor de bienes en el paisaje urbano moderno.
Para autores como Smith, la diferencia entre espacio y lugar tiene que ver con el desarrollo del capitalismo, es decir, cuando se separa el espacio de la experiencia en las comunidades primitivas y de la naturaleza. Antes de esta separación, nos dice, no había una distinción entre la especificidad del lugar con la abstracción que representa el concepto de espacio en general. Al respecto dice; antes del desarrollo capitalista ... “la abstracción de lugares específicos a espacio en general, no era un hecho todavía” (Smith, 1984:69). (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 159s).
Lugar y espacio no son categorías intercambiables. De un modo específico, en arquitectura y urbanismo significan concepciones incluso opuestas, por lo que se impone una señal de atención teórica sobre el uso riguroso y prudente de los términos. Es necesario ahora repasar de modo reflexivo el modo histórico en que la espacialización ha avanzado sobre la realidad preexistente de la ciudad como lugar.
Aquí llamaremos espacialización al proceso histórico y cultural de transformación de la vivencia concreta y directa del lugar en beneficio de la concepción abstracta de espacio. Se trata de un proceso dilatado en el tiempo, determinado en lo esencial por el desarrollo del modo capitalista de producción y funcional a diversas operaciones prácticas. Cada sujeto vive, en su propia existencia tal transformación, toda vez que el cuerpo del infante completa de manera competente una experiencia concreta del lugar, a la que sigue, por obra de la escolarización, un proceso de sistemática depuración de tales vivencias, las que son sustituidas mediante disciplinamiento formativo por la representación corriente del espacio. En dicho proceso, la vivencia del propio movimiento corporal complejo y multidimensional que realiza y practica el cuerpo cuando tiene lugar es transformado en una representación continente en donde cualquier movimiento puede ser ahora pensado.
Lo que llamamos "espacio" se identificaría con intuición kantiana de espacio abstracto o espacio puro, entendido como aquel en el que, en última instancia, todo movimiento puede ser pensado. Para Kant, en efecto, el espacio abstracto o puro no es un concepto sino un a priori de cualquier forma de sensibilidad o percepción del mundo exterior. Escribe Kant en la Crítica de la razón pura: “El espacio es, pues, considerado como condición de posibilidad de los fenómenos, no como una determinación dependiente de ellos, y es una representación a priori en la que se basan necesariamente los fenómenos externos”. Kant habla por tanto de espacio como virtualidad pura, lo que se traduce en una regla universal y sin restricción: “Todas las cosas, en cuanto fenómenos externos, se hallan yuxtapuestas en el espacio”. (Delgado, 2018)
Mientras que el lugar es vivenciado como algo pleno, propio e inalienable, el espacio es concebido como un vacío autónomo y enajenado. Después de todo, el lugar de un sujeto no es algo del que pueda desembarazarse, en los mismos términos que la nuda vida. Sin embargo, el espacio, porque nos es ajeno, puede ser objeto de apropiación. El tener lugar es ocurrir humano, mientras que puedo contar o no con espacio. Hacerse uno un lugar no priva a ningún otro de la misma ocurrencia: compartimos genéricamente unos ámbitos, unos territorios o unos campos. Pero la apropiación individual del espacio es privativa: el espacio que alguien ocupa se le priva, en principio, a los demás y sólo con una voluntad subjetiva de compartirlo se abre a terceros. Es en virtud que consideramos a los vecindarios, los barrios y las ciudades como lugares es que podemos, legítimamente, asumirlos como propios, cuando en la realidad del espacio urbano apenas si detentamos, en el mejor de los casos, una región muy específicamente señalada como propia en el espacio urbano.
La espacialización conforma una abstracción operativa que reduce la realidad compleja y existencial del lugar en una pura estructura de extensiones. Esta abstracción de lo existencial a lo puramente métrico corre paralela a la concepción del cuerpo propio ahora escindido en los términos alemanes Körper y Leib. El primero supone una entidad mecánica y geométrica, res extensa cartesiana, mientras que el segundo es el organismo tenido por propio y vivido (Flores, 2003: 265). Con la espacialización, el lugar es ahora una estructura tridimensional de extensiones ocupadas de forma discontinua por cosas y cuerpos mecánico-geométricos: cosas extensas medidas por una única propiedad común.
La aproximación científica de la realidad durante la modernidad implicaba la catalogación y clasificación de los descubrimientos de la época. En particular, los hallazgos en América, África y Asia, tanto en el conocimiento de los continentes que requirieron ser representados en mapas, así como de los recursos con los que contaban. Se adopta entonces una visión de espacio contenedor y recipiente de objetos materiales que además necesitan ser representados con el fin de sistematizar los descubrimientos. El espacio empezó a ser el elemento de donde se obtenían los recursos necesarios para que el desarrollo capitalista se pudiera implementar, pero también el objeto mismo de la transformación capitalista. Como el objetivo fundamental era esa transformación, se asumió una concepción en donde el espacio era fijo, parecía no cambiar más que por los contenidos que tenía. Con ello vino la necesidad de rotar en el tiempo. Espacio y tiempo se analizaban como elementos separados, y este último estaba supeditado al primero: el tiempo de la transformación, el movimiento y la velocidad eran lo importante. Supeditar el espacio al tiempo implicó una visión en la cual la geografía se supeditó a la naciente historia. (Ramírez Velázquez & López Levi, 2015: 22)
La mensura simple de las extensiones facilitó las prácticas sociales de avalúo y la transacción de bienes y recursos, principalmente, del suelo, tanto rural como urbano. El saber resultó operativo para la economía de mercado y para la justipreciación de las relaciones de poder. A título de espacio, los lugares efectivamente habitados se transformaban en fuentes de recursos, podían dividirse e intercambiarse, podían apropiarse y enajenarse de un modo más o menos pacíficamente aceptado. El mercado consiguió entonces operar de modo eficaz sobre el territorio, transformándose así la ciudad tradicional en una moderna ciudad-mercado.
La ciudad-mercado devino ella misma un reducto explotable. El suelo de la ciudad se volvió un recurso y una mercancía. El lugar urbano se redujo operativamente en un espacio dividido en fragmentos realizables como extensiones segmentadas con valor económico. Toda vez que esta explotación resultó privativa, la espacialización del lugar urbano supuso, de suyo, un proceso de exclusión de los no poseedores. La ciudad moderna nace entonces con un conflicto originario: ya no hay lugar para todos, porque, a título de espacio, hay quienes lo poseen o se lo han apropiado, negándosele tal posibilidad a otros.
El conflicto originario de la ciudad moderna radica, entonces, en la propiedad privada de cada fragmento de espacio urbano, en donde lo que resta, como residuo histórico de la apropiación comunitaria es el ahora denominado espacio público. Este espacio es concebido como un intervalo en donde las fuerzas sociales del mercado redistribuyen los fragmentos ahora privatizados. Luego de hacerse lugar en la ciudad premoderna de un modo violento, los sectores sociales poseedores se someten de buen grado al juego más o menos pacíficamente aceptado del mercado inmobiliario.
El desempeño urbano de la espacialización en la historia de la ciudad moderna
En vez de afrontar la tarea minuciosa de repasar la historia de la espacialización en la ciudad moderna, parece ahora preferible concentrarse en cómo ha quedado la realidad urbana en la ciudad en que vivimos hoy. Tal como se insinuaba en la recién estrenada modernidad, la espacialización y el efecto de la acción del mercado sobre el suelo urbano produjeron segregación y exclusión, efectos que hoy se viven con peculiar agudeza. El conflicto originario de la ciudad moderna se ha resuelto con la proliferación de enclaves sociales separados por fronteras internas.
La ciudad industrial, primero, y después la ciudad postindustrial, que separa espacios y grupos sociales no lo hace de forma inocente ya que busca, entre otras cosas la ocultación del conflicto y de los “conflictivos”, el aislamiento, la separación, la segregación de los conflictivos es la forma de no reconocer la desigualdad, es la forma de ocultar el conflicto y con ello de acabar con la convivencia. No es ciudad, no es lugar, no hay convivencia, donde se produce la agorafobia (el miedo-rechazo al espacio público) y la xenofobia (el miedo-rechazo a los diferentes). (Alguacil, 2008: 207)
La ciudad se diluye como lugar en beneficio del espacio urbanizado, lo que implica una rarificación socioterritorial, esto es, una pérdida de intensidad habitable, que se manifiesta en una reducción de la experiencia de la consumación social de lo urbano en un mero consumo pasivo y desigual de prestaciones funcionales. Y cuando la ciudad pierde su carácter de lugar, los urbanitas habitan carenciados una condición de ocupantes precarios de espacios. Es comprensible que mengüe la convivencia comunitaria y la reclusión en los ámbitos privados sea la tónica de la vida urbana tardomoderna. Lo urbano contemporáneo, entonces, aparece signado por la pérdida de significación, por un estatuto de indigencia generalizado y por una confinada soledad.
Si la ciudad moderna es la que cobija a unos habitantes signados por la soledad individualista, la indigencia de expectativas y la resignación desesperanzada, es acaso inevitable que también se observen estigmas de una brutalidad violenta distintiva. Pero no debe creerse que se trata ni de constituciones naturales, ni conformaciones subjetivas, sino de efectos de situación, esto es, un peculiar emplazamiento de disposiciones sociales, económicas y locativas que vuelven la vida urbana, desde los albores de la modernidad, una coexistencia brutal y violenta.
La violencia no puede entenderse –como tradicionalmente se ha hecho– sólo a partir de las causalidades naturales (por lo tanto, biológicas) o morales (vinculadas a la religión o a las tradiciones), como tampoco de su consideración exclusiva de la desviación legal (delito como anomia). Tampoco es comprensible desde la existencia de una o varias causas, a manera de atributos (llamados factores de riesgo), que la determinan, sino que debe ser concebida como una relación particular del conflicto social (Carrión, 2008) y, por tanto, como una compleja construcción social y política (Sozzo, 2008) que se cristaliza en un territorio y en un tiempo específico. (Carrión, 2008: 115)
Se trata, en efecto de una compleja construcción social y política que tiene su origen en el conflicto originario de la ciudad moderna y que no es otra cosa que el emergente social y territorial de un conjunto de operaciones sociales y territoriales que han hecho del lugar urbano un puro continente espacial. Con la ciudad moderna se desarrolla, de modo constitucional, un malestar urbanita que tiene, más que estallidos episódicos de furia, un trasfondo persistente de violencia. Tal trasfondo no hace más que intensificarse, de modo histórico, hasta difundir el miedo generalizado como el sentimiento urbano del presente que padecemos.
Hay que recordar, también, que a la ciudad de la naciente modernidad se le opuso, como ejercicio intelectual crítico, la construcción de utopías sociales como las de Tomás Moro y Tomás Campanella. Tales elaboraciones supusieron un pensar de lugares alternativos, de emplazamientos sociales otros, alejados —de modo políticamente correcto— en el espacio y también en el tiempo de la realidad de la ciudad efectivamente vivida. Después de todo, las utopías de la modernidad temprana se elaboraron no lejos de la sombra del Príncipe y de su poder político. Con esto se opacó cualquier esperanza sensata de cambio social: la crítica pasó asordinada y en puntitas de pie por los pasillos de la corte.
Por estos mismos corredores empezaron a circular, también, los ejercicios proyectuales de los arquitectos y urbanistas que soñaron ciudades ideales. Toda vez que los proyectos se elaboraron en círculos cortesanos puestos al servicio instrumental del poder, resultaron, por una parte, elucubraciones de una sociedad en donde imperaría un concierto y una paz convivenciales fruto de un igualitarismo aristocrático: la paz y el orden de los iguales reunidos al amparo de su condición social homogénea. Por otra parte, estos ejercicios especulativos se desentendieron de cualquier atisbo de cuestión social, del carácter conflictivo de la ciudad existente en tanto lugar habitado, para considerar el puro espacio edificado y protegido desde el punto de vista de su defensa militar pasiva.
Las ciudades utópicas del Renacimiento se desarrollaron con los objetivos de defensa militar y corrección de las condiciones de insalubridad que se venían desarrollando en las ciudades de la Edad Media. De esta forma, empezaron a aparecer publicados una serie de tratados arquitectónicos y militares que cambiaron el curso de las ciudades, transformándolas de urbes medievales con calles estrechas, tortuosas y sin instalaciones de salubridad en ciudades con espacios abiertos, de calles rectas y donde se tenían en cuenta las condiciones de soleamiento, ventilación y salubridad de las viviendas. (Hidalgo García, Santiago Zaragoza, y Arco Díaz, 2017: 31)
El proyecto de ciudades ideales puso ante la consideración del Poder político, más que un designio de refundación de la ciudad existente, una elucubración figurativa capaz de ser incorporada como imagen política, como desiderátum de la voluntad del poder. Dichos proyectos emergen como racionalizaciones y especulaciones idealistas, más que como instrumentos prácticos de intervención. De esta manera, la renaciente disciplina urbanística se desarrolló como instrumento figurativo e interpretativo de la voz y la voluntad del poder, antes que como instrumento de cambio social y político. De todos modos, supuso una novedosa irrupción de la profesión arquitectónica en la deliberación política, al menos en los círculos cortesanos.
La inclusión del discurso arquitectónico en los debates cortesanos incorporó, a la vez, a un actor profesional recalificado, así como una idea fuerza para el ejercicio del poder: la ciudad dominada de modo efectivo es defendida y acondicionada según un gesto político proyectual coherente, legible y visible. En términos conceptuales este último extremo es de una importancia crucial para entender tanto la evolución posterior del pensamiento político como del urbanismo profesional. Pero tal operación se llevó a cabo mediante el expediente de una prescindente relación del renaciente urbanismo respecto del pensamiento humanista con contenido social, de donde el ejercicio proyectual no resulta sino un escamoteo. En efecto, el urbanismo de la ciudad ideal se desarrolla en el soslayo más rotundo del cambio o reforma social.
Este cuidado realce de los aspectos defensivos de las ciudades utópicas de Moro y Campanella también está presente en las propuestas de ciudades ideales del momento. El arquitecto urbanista se considera a sí mismo un técnico cualificado, cuya misión es suministrar tipologías diversas que satisfagan las necesidades de los distintos grupos. La ciudad ideal no se piensa en términos sociales, sino técnicos-defensivos. La utopía arquitectónica empezaba así a jugar, de modo paradójico contra la utopía social (De Seta, 2002). (Medina, 2017: 19).
Se delinea así una suerte de pecado original del urbanismo idealista moderno: una práctica figurativa encubridora de oscuras relaciones con el poder. El mejor de los mundos posibles no cuenta, entonces, con arquitectos que lo diseñen, mientras que el poder sueña sus deseos de dominación a través de una figuración racionalizadora que cierra el camino a la crítica social. El mejor de los mundos posibles se vuelve una pura fantasía del gesto de poder demiúrgico sobre el puro espacio, olvidando por completo la humanidad que puebla la ciudad. El mejor de los mundos posibles quedará, entonces, en el horizonte lejano del ensueño, convenientemente alejado de la ciudad concreta: una ilusión que apenas puebla con sombras la cruda realidad vivida.
El urbanismo idealista moderno mantuvo, a lo largo de la historia, ciertas invariantes especialmente significativas. La primera es la plena asunción operativa del lugar urbano en términos de espacio, primero como representación y luego como instrumento de operación de proyecto: tanto la arquitectura como el urbanismo se concibieron y desarrollaron como artes del espacio. La segunda, derivada de la representación convincente, es la sobre simplificación de la complejidad de lo urbano en la impronta cartográfica espacial: se trata de una forma de inteligibilidad puesta al servicio del poder político. La tercera, fruto del desentendimiento cortesano de la crítica social, fue poner la inteligibilidad al servicio práctico de la gestión urbana. No deja de ser significativo que esta forma demiúrgica de gestión urbana reciba el adecuado término de planificación.
Con la consolidación de la sociedad industrial aparecen la planificación y los planificadores, pero también se produce una ruptura de la ciudad y de lo ciudadano. A medida que se produce el crecimiento del espacio urbano y con ello su funcionalidad, el seccionamiento espacial cobrará mayor importancia, pudiéndose caracterizar básicamente tres categorías espaciales segregadas: El espacio de la producción (del trabajo-empleo-asalariado), el espacio de la reproducción (doméstico) y el espacio de la distribución (gestión y consumo). La necesidad consiguiente de procurar la comunicación y la movilidad entre las diversas partes complejas de la metrópoli presupone la existencia de un cuarto tipo de espacio, éste más lineal y en forma de malla, que se refiere a todo lo relacionado con las infraestructuras de conexión entre fragmentos urbanos (infraestructuras del transporte y redes de comunicaciones entre los espacios separados). Las unidades urbanas especializadas, unifuncionales, son unidades parciales y por tanto simples, la vida cotidiana en una función parcializada es una cotidianeidad unidimensional, pero a la vez el sujeto «móvil» que distribuye su tiempo en vidas separadas y desplazamientos entre ellas en un vasto territorio urbanizado se convierte en un «yo» escindido y en una víctima de lo simple-complicado (contrapuesto a sencillo-complejo) que imprime el modo de vida metropolitano. Los vínculos sólidos, flexibles, accesibles, sencillos, son sustituidos por los vínculos líquidos, rígidos, movibles, complicados. (Alguacil, 2008: 208).
Por obra de la planificación urbana y la acción del mercado inmobiliario, las funciones urbanas pierden su rica y compleja coexistencia comunitaria, dando la oportunidad al desarrollo tanto de distritos especializados —residenciales, fabriles, terciarios— como de enclaves sociales diferenciados por precisas territorializaciones de clase. Todo ello hilvanado a una trama viaria de la que se apoderaría el transporte automotor. Las ciudades henchidas de vida urbana tan rica como conflictiva se decantan por un más o menos ordenado proceso de espacialización clasificatoria, con lo que la ciudad misma comienza a ofrecer, ahora un aspecto funcional y social más legible, y también más articulado. Y a través de tales articulaciones, la ciudad deja de ser una comunidad unitaria de vínculos para devenir un naciente mosaico socio-funcional.
Se evidencia, junto al cambio cuantitativo, un cambio cualitativo. Emerge la ciudad del «fragmento» frente a la ciudad como «cúmulo de sedimentos»; siendo la variable tamaña crecientemente incontrolada. Es una ciudad ahistórica que, construida extensamente bajo un rápido y desordenado desarrollismo y a una escala que se escapa al control individual y colectivo, imprime una funcionalidad que viene determinada por el mercantilismo como hecho intrínseco. Se disocia la instancia ciudadana y junto a ella se enajena al ciudadano del hecho urbano, en palabras de René Schoonbrodt «el urbanismo funcionalista basado en la zonificación aísla los medios sociales ente sí y, en consecuencia, tanto la sociedad en su conjunto como los distintos medios sociales se hacen ajenos los unos a los otros» (Schoonbrodt, 1994: 393; Alguacil, 2008: 209).
Una ciudad que se extiende en el puro espacio al tiempo que se disgrega en fragmentos mutuamente incompatibles: tal el diagnóstico de la realidad urbana en la que vivimos. La ciudad es transformada en una urbanización fragmentaria, anómala y hostil. En el crepúsculo de la modernidad, la más considerable obra de arte concebida por el ser humano se va vaciando de contenido humano.
El espacio urbano contemporáneo y la necesaria consumación del lugar habitable
La ciudad contemporánea atraviesa una fase de crisis. A la situación actual se ha llegado, como se ha visto, a través de un prolongado proceso histórico que ha tenido como constantes la rarificación del lugar de la ciudad en el puro espacio urbano, la segregación socioterritorial de habitantes y funciones urbanas, así como una situación de creciente ingobernabilidad de los procesos que transforman a la ciudad en una urbanización extensiva (Borja, 2003: 30). De variados modos, estos tres factores interactúan entre sí para configurar un generalizado malestar citadino. Es llegados a este punto que la situación requiere no sólo un diagnóstico riguroso, sino el señalamiento de horizontes de cambio y esperanza.
La espacialización histórica de la ciudad ha traído consigo, como principal consecuencia, una fragmentación en donde cada día que transcurre vuelve más difícil reconocer a la ciudad como entidad unitaria. Hoy domina en la realidad citadina una urbanización de enclaves, signados por el señalamiento preciso y excluyente de específicos estilos de vida y vocaciones funcionales. Los lugares complejos, variopintos en su población, complementarios en sus usos del suelo se decantan en desvaídos espacios del monocultivo homogéneo de una vida urbana caracterizada distintivamente por su propio estilo de consumo. Los urbanitas, más que consumar la vida urbana en sus paisajes vividos, se conforman con consumir distintivamente aquello que la ciudad brinda como mercado locativo.
Los distritos históricos quedan despojados de presencia autóctona para conformar paisajes contemplables por los turistas visitantes. El patrimonio urbano languidece en la museificación. Los centros financieros proliferan en espejados contenedores mudos, en donde el destino de las economías se resuelve en discretos conciliábulos hurtados a las intromisiones molestas. Las instalaciones fabriles huyen de las ciudades en busca de mano de obra barata y condiciones fiscales complacientes. El espacio público se vuelve, por obra de la inseguridad urbana, un reservorio hostil, un sistema de peligrosos no-lugares en donde lo único sensato es evitarlos. En forma correspondiente, los centros comerciales proliferan en su oferta de espacio público de regulación privada, atmósferas controladas al mejor servicio del consumo omnipresente.
La ciudad fragmentada es una ciudad históricamente segregada, socialmente injusta, económicamente despilfarradora, culturalmente miserable y políticamente ingobernable (Borja, 2001).
El juicio de Jordi Borja no puede ser más contundente. La ciudad que se fragmenta en el puro espacio pierde por completo el sentido de la historia: es que no hay sujeto histórico, sino jirones arqueológicos. No es demasiado dificultoso entender la injusticia social de una vida urbana que, en vez de hacer lugar común para todos, exilia a cada nivel socioeconómico de consumo a su confinamiento particular y excluyente. Tampoco cuesta ver el despilfarro territorial, ambiental y social que insume nuestra actual urbanización dispersa. Lo que sí debe consignarse es la indigencia cultural que implica vaciar de contenido la mayor obra de arte colectiva de la humanidad, que es, precisamente, la ciudad. Finalmente, cabe preguntarse ¿es que una entidad así caracterizada, podría gobernarse de manera efectiva?
La espacialización urbana contemporánea ha puesto a los urbanitas en fuga del lugar urbano. En efecto, los ricos se desplazan a los denominados barrios privados (gated communities), en donde se emplazan a resguardo de la inseguridad y de las desventajas ambientales de una ciudad de la que sólo es sensato alejarse y resguardarse. Para ello se cuenta con una red circulatoria rápida que enlaza los emplazamientos convenientemente alejados con las regiones urbanas donde aún se conserva el corazón estratégico y económico de sus asuntos: los estigmatizados por la fortuna se escabullen raudos por las autopistas hacia sus vecindarios reservados.
La otra cara de este proceso de estigmatización territorial es la disolución del “lugar” (en el sentido de sitio), es decir, la pérdida de un marco humanizado, culturalmente familiar y socialmente tamizado, con el que se identifiquen las poblaciones urbanas marginadas y dentro del cual se sientan “entre sí” y en relativa seguridad. Las teorías del posfordismo sugieren que la reconfiguración en curso del capitalismo implica no sólo una vasta reorganización de las empresas y de los flujos económicos, de los empleos y de las personas en el espacio, sino también una reformulación completa de la organización y la experiencia del propio espacio. [...] Estas teorías son coherentes con las transformaciones radicales del gueto negro norteamericano y de las balnieues obreras francesas luego de la década del 1970, pues de “lugares” (places) comunitarios repletos de emociones compartidas y de significaciones comunes, soportes de prácticas y de instituciones de reciprocidad, se han visto rebajados al rango de simples “espacios” (spaces) indiferentes de competencia y de lucha por la vida. (Wacquant, 2007: 278s).
La estigmatización territorial se propaga por cada fragmento urbano: el espacio del Otro es apreciado con desconfianza y desdén recíprocos. De un modo lento y sordo, cada sección del organismo desmembrado de la ciudad se vuelve, de un modo u otro, un espacio de relegación. Las regiones especialmente oscuras por su reputación —reductos de la última miseria del subproletariado— son, en el fondo, los espacios tan temidos, porque, en el futuro no muy lejano, también puede suceder que nuestros propios enclaves sean objeto de degradación y condena, abandonados de la energía vital de la plena habitación urbana. Una vez que los muy ricos han huido lejos y los muy desesperados por el desempleo se hunden en los sumideros urbanos, las clases medias no las tienen todas consigo: ¿Quién de nosotros seguirá la ruta del exilio?
Y, sin embargo, ... Los urbanitas cuentan aún con secretas astucias de la razón y la emoción. Todavía a la ciudad le restan reservas —quién sabe dónde— de hondas vivencias que mantienen encendido el fuego de la memoria. Las ciudades en que hoy habitamos han sido, pero aún conservan, aquí y allá, recuerdos todavía palpitantes de una condición de lo urbano que consigue, a duras penas, prevalecer. Habrá que buscar, entre las sombras alargadas por el crepúsculo, aquellos recuerdos, aquellas reservas de sentido, aquellos jirones de historias cotidianas, la sustancia todavía viva de la consumada habitación de la ciudad.
Se puede establecer que la ciudad no es sólo un espacio de elementos físicos que albergan a una población, cuya única función radica en satisfacer las necesidades de sus habitantes. Al contrario, la ciudad da cuenta del carácter vivencial y experimental que surge de la cotidianidad, de la puesta en marcha de las actividades desarrolladas en los espacios de uso colectivo y de la autodeterminación de sus pobladores; la ciudad es el eje fundamental, a través del cual se conjugan elementos que otorgan sentido a la vida en comunidad (Borja, 2012) y que se desarrolla como un espacio que responde a un modelo de organización económico, político, social, cultural y morfológico (Llavería, 2006; Ayala García, 2017: 194).
Estamos condenados a vivir en lo que nos resta de ciudad. Esto significa que no podemos rehusarnos a afrontar la cruda realidad de lo urbano contemporáneo, como hemos hecho siempre, soñando con otras maneras de hacer las cosas. Y la ciudad efectivamente vivida —y, por eso, soñada— es la que nos brindará los precarios materiales para volver a erigirla. Es nuestro malestar, nuestra angustia y nuestro espíritu crítico lo que servirá de energía para urdir nuevas utopías. Hay sobre la almohada de cada urbanita un desasosegado deseo de constituir una humanidad que se merezca una nueva ciudad, congruente con una deseada nueva escala urbana.
La ciudad a escala humana significa recrear la máxima complejidad accesible, es decir, lo suficientemente grande para el anonimato y la variedad de relaciones, pero a la vez lo suficientemente pequeña como para mantener una red social densa (en el espacio), intensa (significativa) y continua (perdurable y sostenible en el tiempo), en contraposición al efecto metropolitano donde se produce lo contrario, o se tiene exceso de estímulos relacionales en un territorio extenso que hace que los vínculos sean más débiles y las relaciones más esporádicas y efímeras o, por el contrario, se sufre el aislamiento y la soledad. La libertad individual y la identidad colectiva no deben ser inconciliables, la libertad de elección precisa de variedad de opciones compatibles y sinérgicas. Para que esto sea posible es imprescindible eliminar las barreras y reconstruir fronteras simbólicas y porosas que permitan la continuidad y la diferenciación de espacios sin que nadie pueda sentirse segregado o descolocado en cualquier barrio de la ciudad, y todos puedan percibir cuál es su “lugar”, cuál es su barrio. (Alguacil, 2008: 218)
La ciudad a escala urbana debe volver a constituir un lugar, esto es, debe recobrar a plenitud de capacidad de hacer lugar a una comunidad humana de asentamiento y población. Tal ciudad debe recuperar su carácter habitable mediante su magnitud conforme con la vida social, con una intensidad sostenible del pulso vital. En todo caso, es preferible soñar con un proceso de urbanización de sentido centrípeto, en donde los urbanitas vuelvan a reunirse con su historia local, actuando de modo concertado y pausado, para encontrar, en los restos de patrimonio urbano, las claves de orientación para una reconquista plena del lugar habitado.
La ciudad es —y es un tópico, pero no por ello banal o falso— la realización humana más compleja, la producción cultural más significante que hemos recibido de la historia. Si lo que nos distingue del resto de los seres vivos es la capacidad de tener proyectos, la ciudad es la prueba más evidente de esta facultad humana. La ciudad nace del pensamiento, de la capacidad de imaginar un hábitat, no sólo una construcción para cobijarse, no sólo un tempo o una fortaleza como manifestación del poder. Hacer la ciudad es ordenar un espacio de relación, es construir lugares significantes para la vida en común. La ciudad es pensar el futuro y luego actuar para realizarlo. Las ciudades son las ideas sobre las ciudades (Borja, 2003: 26)
La reconstitución de la ciudad como un lugar, esto es, un sitio especialmente acondicionado para la habitación comunitaria es, en definitiva, un gesto de consumación social y política. Por consumación entenderemos aquí el proceso por el cual los seres humanos consiguen cumplimentar la misión de dar forma a su vida comunitaria. Y, en consecuencia, la consumación de la ciudad no es otra cosa que la orientación necesaria del largo proceso civilizatorio que se originó en el complejo desafío de coexistir en igualdad los diferentes, seguido por la tarea de construirse una arquitectura de lugares que pusiera a resguardo todas y cada una de las lecciones aprendidas. Este largo proceso civilizatorio deberá, de modo necesario, consumarse, sencillamente porque la alternativa a esto es la extinción de lo que conocemos como existencia humana sobre la tierra.
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[1] Congrès International d'Architecture Moderne
[2] El término específico para designar al habitante urbano concreto, es urbanita, por oposición al vocablo ciudadano. La opción terminológica obedece a distinguir, en la vida social, al sujeto de carne y hueso que cultiva un estilo de vida urbano, de carácter concreto, distinguido de la investidura social y política del ciudadano, que implica una figura de aquello que debería ser, de acuerdo con una disposición sociopolítica determinada. Al respecto, vid. Casanova Berna, N (2021) “Urbanitas y ciudadanos. La compleja constitución de los sujetos del derecho a la ciudad”. En Proyección: estudios geográficos y de ordenamiento territorial. Vol. XV, (29). ISSN 1852 -0006, (pp. 253–273). Instituto CIFOT, Universidad Nacional de Cuyo. Mendoza. Disponible en https://revistas.uncu.edu.ar/ojs3/index.php/proyeccion/article/view/4549/3827