La teoría del juicio arendtiana y la política de las emociones
Arendt's theory of judgement and the politics of the emotions
Mayte Muñoz Sánchez
Universidad Nacional Autónoma de México
Cómo citar este artículo:
Mayte Muñoz Sánchez (2024). La teoría del juicio arendtiana y la política de las emociones. Pescadora de Perlas. Revista de estudios arendtianos, vol. 3, n° 3, 99-116. Disponible en: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/pescadoradeperlas/index
El objetivo de este artículo es mostrar que, si analizamos con cuidado la teoría del juicio implícita en la propuesta arendtiana y repensamos las emociones como relaciones sociales más que como afecciones internas, es inevitable colocar a los afectos en estrecha vinculación con los conceptos. Para llevar a cabo este replanteamiento de la propuesta arendtiana del juicio se recupera la propuesta de Sara Ahmed en La política cultural de las emociones (2015).
PALABRAS CLAVE: emociones, conceptos, Teoría del juicio, Arendt.
ABSTRACT
The objective of this article is to show that, if we carefully analyze the theory of judgment implicit in the Arendtian proposal and rethink emotions as social relations rather than as internal affections, it is inevitable to place the affections in close connection with the concepts. To carry out this rethinking of the Arendtian proposal of the trial, the approach of Sara Ahmed in The cultural politic of emotions is recovered (Ahmed, 2015).
KEYWORDS: emotions, concepts, Judgment Theory, Arendt.
1. Introducción
Las reflexiones que presento seguidamente pueden ser leídas como una provocación, a saber: Hannah Arendt saca los afectos de la vida política y yo pretendo ponerla a dialogar con una feminista contemporánea, Sara Ahmed, que en su ensayo La cultura política de las emociones (2015) exploró el papel de los afectos en nuestro mundo social y político.
Efectivamente, en el texto que Arendt dedica a Lessing, un ensayo incluido en la compilación Men in Dark Times, titulado “On Humanity in Dark Times: Thoughts about Lessing” ([1983] 2001, pp. 3-31), así como en Sobre de la Revolución ([1963] 1988), la filósofa se encarga de distinguir muy bien entre amistad e intimidad. Para ella, es importante diferenciar con claridad entre la amistad moderna dominada por el eros y la amistad antigua caracterizada por la philía. Así, nos dice:
En la antigüedad se pensaba que los amigos eran indispensables para la vida humana, en realidad, que una vida humana sin amigos no valía la pena de vivirse... [Actualmente] Estamos acostumbrados a ver la amistad tan sólo como un fenómeno de intimidad, en que los amigos se abren los corazones unos a otros, sin que les moleste el mundo ni sus demandas. [...] Así nos resulta difícil ver la pertinencia política de la amistad (Arendt, 2001: 31-32).
Entendida como eros, la amistad destruye la posibilidad de construir un espacio público de identidades plurales, diversas. Precisamente en este trabajo sobre Lessing, Arendt critica esta búsqueda de intimidad, porque significa tratar solo con personas con las que una se identifica y, en algún sentido, anula su singularidad, su diferencia. La excesiva cercanía, según Arendt, suprime las distinciones, elimina el mundo compartido, el cual es, por definición, un espacio para la pluralidad. En La condición humana ya había dicho que “el amor, por razón de su pasión, destruye lo intermedio que nos relaciona y nos separa de los otros” ([1858] 1998, p. 261). Su preocupación, según podemos inferir, es que las emociones y las pasiones impiden «lo intermedio que nos relaciona y nos separa de los otros». Y es precisamente la constitución de ese intermedio, el inter-est, lo que articula la posibilidad de la vida en el mundo común.
Pues bien, lo que voy a sostener en seguida es que la concepción arendtiana de las emociones ―deudora, sin duda, del dualismo cartesiano― es lo que no le permitió ver el potencial político de los afectos. Y en este punto es posible ir más allá de Arendt, incluso contra Arendt, recuperando los planteamientos de Sara Ahmed. Para esta feminista británica, las emociones no deberían considerarse únicamente estados psicológicos, sino además prácticas culturales y sociales. Es más, estas relaciones no pueden pensarse al margen de la corporalidad (Ahmed, 2015).
Desde mi interpretación, estas relaciones que se dan entre los cuerpos son las que en-lazan y posibilitan, el inter-est del que nos habla Arendt en La Condición humana. Recordemos que para ella lo que está “en medio” constituye “la trama de las relaciones humanas” ([1958]1998, p. 207).
Estas afirmaciones suponen un giro drástico en la manera en que los y las intérpretes de la obra arendtiana hemos leído sus reflexiones acerca del juicio. Se trata de recuperar su mirada al juicio desde la condición ontológica de la pluralidad humana, como ella propone, pero no podemos seguir pensado esa condición ontológica en ausencia de su condición fenoménica, esto es, al margen de la corporalidad. En efecto, tal como Arendt propone, todos y todas somos sujetos con capacidad de juicio, y, además –y esto pareció olvidarlo– somos cuerpos que interactúan con otros cuerpos, con el mundo natural, social y político. Esta ausencia de reflexión acerca de lo corporal y su concepción moderna de las emociones es lo que impidió a Arendt ver el potencial político de los afectos. Los afectos y las emociones no deberían considerarse únicamente estados psicológicos, tenemos que recuperar su condición de prácticas culturales y sociales. Las emociones son constitutivamente sociales. “Las emociones son relaciones” (Ahmed, 2015, p. 30).
Así, apoyándome en las ideas de Sara Ahmed voy a dar la vuelta a los planteamientos arendtianos. Recuperaré su concepción de los juicios políticos y mostraré cómo, apelando a la teoría de las emociones de esta teórica feminista, no solo es posible defender la pertinencia de las emociones para pensar la acción política, sino también para pensar los juicios que hacen posible dicha acción. En un primer momento, recordaré el papel que la propia Arendt concede a la amistad cívica o sentimiento de respeto como lazo que une la vida en comunidad, y enfatizaré cómo ese vínculo es la condición de posibilidad de los juicios políticos. En un segundo momento, mostraré que las emociones, tal como Ahmed las caracterizó, son parte constitutiva de los juicios políticos. La amistad cívica, entendida como sentimiento de respeto, ilustra el papel de las emociones definidas por Ahmed como prácticas culturales. Será esta categoría arendtiana el elemento que me permita establecer el vínculo entre ambas filósofas.
Con esta vinculación busco mostrar que una teoría del juicio de raigambre arendtiana puede verse muy enriquecida por su imbricación con las emociones y los afectos entendidos desde una política cultural de las emociones.
2. Amistad cívica
Pese a que, como señalé, Arendt saca los afectos y las emociones de la vida política, es pertinente notar que su interés inicial fue titular Amor Mundi a una de sus grandes obras. En efecto, en una carta enviada el 6 de agosto de 1955 a Karl Jaspers, Hannah Arendt escribió:
Sí, quisiera hacerle llegar esta vez el mundo en toda su amplitud. Empecé muy tarde, en verdad recién en los últimos años, a querer realmente al mundo, por eso creo que debería poder lograrlo. En agradecimiento quiero intitular Amor Mundi a mi libro sobre teoría política (cit. Hilb, 1994, p. 5).
Finalmente, el ensayo se tituló La condición humana. En él, Arendt revisa cómo en la primera filosofía cristiana, en particular en San Agustín, se apeló como principio de unión de la comunidad política a la caridad, esto es, al amor que debemos prodigar al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Sin embargo, la fraternidad que unía a los cristianos los convertía en una comunidad no política, incluso antipolítica dado que en la comunidad cristiana la estructura de la vida comunitaria se modela a partir de relaciones familiares de dependencia. Además, la esperanza cristiana se orienta hacia un fin del mundo, hacia otro mundo más allá. La no-mundanidad de las comunidades cristianas radica en la seguridad de que este mundo es finito y en el anhelo de un mundo transcendente.
La lección que extrae Arendt de estas reflexiones es que la ética cristiana de la fraternidad, ligada a la idea de un más allá, es profundamente antipolítica. En cambio, para ella el mundo común es el ámbito de encuentro de una comunidad. El nexo entre los miembros de una comunidad no es ni la caridad ni la fraternidad cristiana, sino la amistad cívica o el sentimiento de respeto que los sujetos desarrollan al tomar conciencia de que comparten un mundo común. La relación de amistad cívica entendida como sentimiento de respeto será ―en tanto condición de posibilidad de la vida pública― ese principio de cohesión. El concepto de philía politiké aparece meramente apuntado en La condición humana, donde la filósofa señala:
El respeto no difiere de la aristotélica philía politiké, es una especie de “amistad” sin intimidad ni proximidad; es una consideración hacia la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta consideración es independiente de las cualidades que admiramos o de los logros que estimemos grandemente. Así, la moderna pérdida de respeto, o la convicción de que sólo cabe el respeto en lo que admiramos o estimamos, constituye un claro síntoma de la creciente despersonalización de la vida pública y social (1998, p. 262).
Arendt hace un matiz importante a esta cita al enfatizar que la amistad cívica es una consideración que tenemos hacia los otros y otras “desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo” (ídem).
En efecto, el sentimiento de respeto nada tiene que ver con un estado mental interior, ni mucho menos con una experiencia íntima. Se trata más bien de una forma de relación con los otros y otras que viene dada por esa distancia que el mundo pone entre nosotros. Pese a esa distancia, los amigos cívicos sí tienen algo en común, a saber: comparten mundo. Podríamos decir que lo que tienen en común es una visión tosca, básica y compartida de lo que es justo y, en esa medida, la amistad cívica supone una forma de comunidad en el juicio. Esta comunidad implica un cierto sensus communis. Para Kant:
[…] por sensus communis ha de entenderse la idea de un sentido que es común a todos, es decir, de un Juicio que, en su reflexión, tiene en cuenta por el pensamiento (a priori) el modo de representación de los demás para atener su juicio, por decirlo así, a la razón total humana, y, así, evitar la ilusión que, nacida de condiciones privadas subjetivas, fácilmente tomadas por objetivas, tendría una influencia perjudicial en el juicio. Ahora bien: esto se realiza comparando su juicio con otros juicios no tanto reales como más bien meramente posibles, y poniéndose en el lugar de cualquier otro, haciendo sólo abstracción de las limitaciones que dependen casualmente de nuestro juicio propio, lo cual, a su vez, se hace apartando lo más posible lo que en el estado de representación es materia, es decir, sensación, y atendiendo tan solo a las características formales de la propia representación o del propio estado de representación. Ahora bien: quizá parezca esa operación de la reflexión demasiado artificial para atribuirla a la facultad que llamamos sentido común, pero es que lo parece así sólo cuando se la expresa en fórmulas abstractas; nada más naturales en sí que hacer abstracción de encanto y de emoción cuando se busca un juicio que deba servir de regla universal (Kant, [KU § 40], 2003, p. 158). (Las cursivas son mías)
Desde mi punto de vista, esta manera de concebir el sensus communis –que en buena parte fue recuperada por Arendt [1982]– dificulta la comprensión de la capacidad de juzgar como aquella que nos permite hacer universalmente comunicable nuestro sentimiento a propósito de una representación dada y sin mediación de concepto (Kant, [KU § 40], 2003, p. 158). Si reducimos el sensus comunnis a una capacidad intelectual de los sujetos individuales se torna complejo explicar la comunicabilidad del sentimiento. No basta con la posibilidad de comparar el propio juicio con otros juicios actuales o posibles; si nos limitamos a atender tan solo a las características formales de la representación puestas en juego en el juicio, dicha comparación se vuelve políticamente irrelevante. Por el contrario, el sensus communis debería entenderse en estrecho vínculo con la trama de las relaciones humanas (Arendt, [1958] 1998, p. 207). Y esto no impide que podamos trascender nuestras condiciones subjetivas; todo lo contrario, se trata de entender dichas condiciones atravesadas por afectos que son relaciones culturales, sociales y políticas. De manera que, es precisamente esta imbricación del sujeto con la trama de las relaciones humanas lo que posibilita tanto la comunicación como la comprensión. No existiría comprensión sin asumir que los sujetos se encuentran, en su singularidad, insertos en una trama de relaciones que les constituye.
Como bien señala Arendt en su ensayo, “Karl Jaspers ¿Ciudadano del mundo?”: “[…] El lazo entre los hombres es, subjetivamente, la «voluntad de una comunicación sin límite» y, objetivamente, el hecho de la comprensión universal” (Arendt, 1990, p. 75). Y la noción de comprensión universal aludida en la expresión arendtiana no requiere, según mi interpretación, de la imparcialidad y objetividad sugerida en la cita de Kant antes mencionada y que, desde mi perspectiva, nos compromete con un uso de la razón excluyente de la pluralidad. Por el contrario, la universalidad que puede recuperarse a través de las nociones de comprensión universal y de asentimiento general apunta a un tipo validez de los juicios con los que constituimos nuestra comunidad de asentimiento, que se articula en un incierto equilibrio entre el sensus communis entreverado con la trama de relaciones humanas –y que permite la comunicabilidad de los juicios compartidos– y la pluralidad, condición ontológica propia de nuestra humanidad (Muñoz, 2023). El sensus communis entendido en vínculo con la noción de “la trama de las relaciones humanas” nos permite pensar cómo la comunidad de asentimiento, la comunidad de juicio se articula a través de un conjunto de relaciones y prácticas culturales y sociales –entre ellas, debemos considerar a las emociones y afectos–, de las que hemos de enfatizar por constituir el lazo fundamental de la vida política, el sentimiento de respeto.
El nexo que estoy estableciendo entre el sentimiento de respeto o amistad cívica y la capacidad de discernimiento me permite ofrecer una lectura de Arendt alejada del neoaristótelismo. Es cierto que el libro La condición humana [1958] (Vita activa en la versión alemana de 1960) supuso un debate en Alemania caracterizado por el redescubrimiento de la actualidad del pensamiento ético y político de Aristóteles y, con ello, la aparición de posturas neoaristotélicas. Efectivamente, Arendt compartiría con este planteamiento la intención de rescatar la acción del hombre de la cosificación padecida en la época moderna y el rechazo a las concepciones positivistas de la filosofía política para comprender la acción humana. Sin embargo, ella rechaza claramente la recuperación de una dimensión normativa tanto en las actuaciones éticas como políticas. “Nunca en Arendt se encuentran afirmaciones sobre el contenido de la «vida buena» y sobre la especificación del «bien común» que se debe perseguir” (Forti, 2001, pp. 34-36). Arendt está pensando efectivamente en el lazo que vincula a los ciudadanos en la comunidad y, desde mi lectura, lo establece apelando a un sentimiento relacional y no apelando a una noción sustantiva de bien común.
A este lazo es el que se encuentra en el trasfondo de las afirmaciones de Arendt en su carta a Karl Jaspers. El amor por el mundo, el amor mundi, es una expresión del sentimiento de respeto experimentado hacia aquellos con los que compartimos mundo, hacia aquellos que nos precedieron y también hacia los que habrán de sucedernos en la constitución de este mundo común. Y este sentimiento de amor por el mundo tiene a la base el sentimiento de respeto que, como he mostrado, posibilita la capacidad compartida por todos y todas de discernir lo justo de lo injusto. La noción de philia politike, amistad cívica o sentimiento de respeto constituye, pues, la condición de posibilidad de nuestros juicios políticos. Y son estos, junto con nuestras acciones y discursos, los que nos permiten constituir nuestro mundo en común.
De modo que, pese al rechazo arendtiano del papel que las emociones han de jugar en política, nos encontramos con que hay un sentimiento a la base de aquello que más le importaba a Arendt: la acción en concierto para la constitución de un mundo en común.
Y este sentimiento no es, en efecto, un afección interna, privada o íntima que el agente goza o padece. Arendt piensa el sentimiento de respeto como una forma de relación política.
3. Las emociones y los afectos en el juicio político
La propuesta de Sara Ahmed, que recuperaré enseguida, puede entenderse como una teoría encarnada de los afectos. Dicha concepción de las emociones incorpora y se entiende en el interior de las diferencias producidas por las relaciones de poder. De manera que se trata de una mirada política a los afectos que, además, renuncia a toda posición universalista en favor de una perspectiva atenta a la complejidad y la materialidad afectiva del lugar de la experiencia.
Desde esta posición, tanto los sentimientos y afectos como las emociones y pasiones son relaciones que establecemos con el mundo corporal y social. Nos afectan colectiva e individualmente, esto es claro, pero son de orden corporal, en un sentido, y social, en otro. No deberían considerarse únicamente estados psicológicos, sino prácticas culturales y sociales.[1] Las emociones surgen de las relaciones sociales y son ellas mismas relaciones. Al respecto nos dice Ahmed: “Las emociones son relaciones: involucran reacciones o relaciones de «acercamiento» o «alejamiento» con respecto a objetos"(2015, p.30). De manera que no son estados internos inmediatamente accesibles para el sujeto y opacos e inaccesible para los otros. Por el contrario, podemos afirmar siguiendo la propuesta de la feminista argentina Val Flores, que “los afectos no son nuestros, tampoco están en los otrxs, no nacemos con ellos, sino que llegamos a sentirlos como propios. Se encuentran entre los cuerpos, entre los marcos de inteligibilidad que hacen vivibles (o no) ciertos sentimientos” (Flores, 2019, p. 22. Las cursivas son mías). Las emociones no son la expresión individual de uno mismo.
A esta perspectiva –que comparto–, me interesa añadir la idea de que la expresión de los afectos requiere de la forma que les dan los conceptos y, como sabemos, los conceptos no son privados.[2]
Para Ahmed es importante enfatizar que la distinción entre sensación, emoción y sentimiento es solo de carácter analítico. Las emociones involucran la materialización de los cuerpos y, por consiguiente, muestran la inestabilidad de la distinción entre “lo biológico” y “lo cultural”. Así, señala: “Las emociones son sobre los objetos, a los que por tanto dan forma, y también se ven moldeadas por el contacto con ellos”.[3] En este punto me parece especialmente interesante la precisión de esta feminista británica, quien nos recuerda cómo "la «presión» de una impresión, [que] nos permite asociar la experiencia de tener una emoción con el efecto mismo de una superficie sobre otra, un efecto que deja su marca o rastro. La impresión de una superficie es un efecto de intensificaciones del sentimiento" (Ahmed, 2015, p. 30). Así, desde la perspectiva de Ahmed, lo percibido, lo sentido no se da al margen de las emociones, sino que está inscrito en una “estructura de sentido”, en una “trama de relaciones” –podemos decir arendtianamente–, que incluye lo emocional, lo afectivo y lo percibido. Esta estructura de sentido, esta trama de relaciones tiene un eminente sustrato social. De modo que las emociones son prácticas culturales estructuradas socialmente a través de circuitos afectivos. Se construyen en las relaciones entre los seres o, dicho en terminología de Ahmed, en las interacciones entre los cuerpos. Si bien pareciera que las emociones son privadas, pues generalmente se las toma como una manifestación de la psique de cada persona, no podemos negar que también se construyen y hacen significativas a través de un imaginario colectivo y de una determinada interacción social (Mancini, 2016, pp. 88-91). Es más, los afectos están incrustados en el afianzamiento de la jerarquía social, en tanto, “las emociones se convierten en atributos de los cuerpos” (Ahmed, 2015, p. 23). Así, por ejemplo, se dice de las mujeres que somos emotivas, y con ello se nos está dotando de un valor ―o, mejor dicho, se nos está infravalorando―, frente a aquellos, los hombres, que son contenidos en sus emociones, lo que equivale a decir que son racionales. Esta manera de atribuir a los cuerpos una emoción implica una clara dependencia de las relaciones de poder que dotan a “otros” de significado y valor. Hay toda una línea de trabajo de la feminista y poscolonial que se extiende hasta finales de los setenta que se ha ocupado de la creación de la otredad (Hooks, 1989; Lorde 1984; Said,1978; Fanon, 1986; Bhabha 1994).
Teniendo esto en cuenta, no podemos ignorar que las emociones pueden ser instrumentalizadas por parte del poder con la finalidad de guiar las acciones de los ciudadanos. Eva Illouz (2007) ha dado buena cuenta de la supeditación de las emociones a la “acción instrumental” en el capitalismo tardío. Sin embargo, lo que me interesa mostrar, más allá de este uso instrumental, es su potencia como vínculo de la vida social y política. Una potencia a la que Arendt fue ciega.
Desde mi lectura, Arendt no alcanzó a ver este carácter público y compartido de las emociones, y por ello no visualizó su eminente condición política. Pero vayamos más despacio: separémonos un poco de Ahmed y retornemos a los planteamientos de Arendt, y en particular a su mirada al juicio reflexionante recuperado de la Crítica del Juicio kantiana. Como es sabido, Kant establece una distinción entre juicios determinantes y juicios reflexionantes. En estos últimos se adopta una opinión que, si bien mediada por el lugar que la persona que juzga ocupa en el mundo compartido, deriva su validez de la realidad del mundo. Dicha realidad está anclada en el hecho de que mundo es lo común a todos. Así, puede establecerse una distinción clara entre una forma de discernimiento capaz de juzgar desde la particularidad, y el pensamiento especulativo que busca la universalidad en abstracto. El pensamiento especulativo trasciende por completo el sentido común mientras que el discernimiento que llevamos a cabo en los juicios reflexionantes se arraiga en el sentido común que compartimos con los otros al tiempo que compartimos el mundo: el sensus communis. A pesar de las diferencias de juicio, nos reconocemos como miembros de una comunidad. Es en este punto donde algunas ideas de la propuesta de Sara Ahmed acerca de una política cultural de las emociones se vuelven muy fructíferas para pensar no solo la acción política, sino también el juicio.
En efecto, nuestra vida social y política se desarrolla en un mundo común que se sostiene en una trama de relaciones humanas. Dicha trama es caracterizada por Arendt acudiendo a la idea de inter-est: “algo que se encuentra entre las personas y por lo tanto puede relacionarlas y unirlas” ([1958] 1998, p. 206). Este inter-est puede ser entendido en su sentido objetivo referido a la realidad mundana, y también en su sentido subjetivo, “formado por hechos y palabras y cuyo origen lo debe de manera exclusiva a que los hombres actúan y hablan para otros” (1998, p. 207). A este sentido subjetivo del inter-est se debe nuestra capacidad de insertarnos en el mundo, de aparecer en el mundo en común constituyendo, así, nuestra identidad. Identidad que, dicho sea de paso, está condicionada por estas relaciones.
Pues bien, quiero defender que estos hechos y palabras que forman el inter-est del que no habla Arendt están intrínsecamente enlazados con los afectos. Las emociones y los afectos tienen que ser entendidos no como un asunto del sujeto privado, sino como relaciones articuladas y gestadas en el mundo común. Las emociones son, en el sentido ya señalado, sociales. Nuestras emociones tienen que ver con el modo en que recibimos aquello que nos afecta. Y, por tanto, lo que nos emociona (o no) tiene que ver con una cuestión cultural, social y política. Tiene que ver con la trama de relaciones humanas. Desde mi lectura es en el ejercicio de la facultad de juzgar donde buscamos hacer explícita esta trama que, tal como Arendt señala, tiene una “cualidad de algún modo intangible”, pero no por ello menos real ([1958]1998, p. 207). La capacidad de juzgar se encuentra asentada en el sustrato prediscursivo, aquello que es en algún sentido intangible. En ocasiones, esto puede consistir, de hecho, consiste en numerosas ocasiones en el caso del juicio reflexionante, en emociones, afectos, sentimientos y pasiones. Este sustrato prediscursivo puede caracterizarse como un sentido común entendido a la manera de Chantal Mouffe (2003, p. 84): no como una facultad subjetiva, sino como efecto de prácticas sociales y políticas, prácticas que son contingentes; por ello, no universal ni necesario ni trascendental, sino histórico, contingente y particular. El sentido común es el efecto del encuentro y no la causa o la condición de posibilidad del acuerdo. Es colectivo e histórico y articula la acción en el espacio público y la trama de las relaciones humanas. En ocasiones, esto puede consistir, de hecho, consiste en numerosas ocasiones en el caso del juicio reflexionante, en emociones, afectos, sentimientos y pasiones. Como ya señalé, la articulación de la comunidad, de nuestra comunidad de asentimiento tiene que ser pensada como un incierto equilibrio entre el sensus communis y la pluralidad. De manera que, podemos reinterpretar el sensus communis de la mano de Ferrara quien afirma que puede ser entendido como “esta sabiduría acerca de la evolución de la vida humana, una sabiduría que también puede expresarse en términos de una serie de dimensiones de la realización o la evolución de una identidad y que se basa en un vocabulario situado de alguna manera «antes» o «debajo» de la diferencia de las culturas”, (Ferrara, 2008, p. 55), y vincular esta idea de una sabiduría con la propuesta de Ahmed, quien nos habla del saber corporal de las historias culturales (2015).
Como he defendido en otro lugar (Muñoz, 2023 en edición), la pertenencia a comunidad humana se hace explícita a través de la noción, recuperada de Kant, de sensus communis. Éste, entendido como sentido comunitario, nos abre a la posibilidad de juzgar con los otros sin perder lo que nos hace únicos, lo que nos distingue de aquellos con los que compartimos juicio. Los juicios reflexionantes no pueden ejercerse en solitario, dependen y generan comunicabilidad. Es aquí donde se pone de manifiesto la profunda inquietud humana por acercarse a los demás y reconocerse en ellos como parte de un mundo en común. Más aún, para Arendt es precisamente esta inquietud de formar lazos en común lo que define al mundo [Welt], pues no hay mundo en solitario, no hay mundo en singular, sólo plural y común. Las interacciones propias de nuestro cohabitar el mundo en común deben articularse no sólo con la comunicación orientada a la comprensión y al entendimiento, sino también a las relaciones que establecemos afectivamente con los y las otras. En dichas interacciones no se trata de alcanzar un acuerdo tendente a establecer verdades reconocidas universalmente, sino de extender un modo de habitar el mundo fincado en el ejercicio de la palabra y la acción compartidas ambas posibilitadas por los afectos que circulan entre cuerpos.[4]
Por ello, la capacidad de juicio, esa que se encuentra atravesada por los afectos y las emociones, se torna una herramienta indispensable para la extensión de la amistad cívica, del sentimiento de respeto mutuo necesario como lazo de nuestra cohabitación en la Tierra. De manera que se produce así un movimiento que podríamos considerar dialéctico: por un lado, como vimos en el primer apartado, el sentimiento de respeto es la condición de posibilidad de nuestros juicios políticos; y, al mismo tiempo, el cultivo del sentimiento de respeto o amistad cívica es el vínculo necesario para discernir críticamente y, con ello, constituir nuestro mundo en común.
El reflexionante es un juicio singular y en él los conceptos involucrados no determinan el objeto del juicio. Un ejemplo de este tipo de juicios del que ya me serví en otra ocasión (Muñoz, 2022, p. 57) sería el siguiente: “Eichmann es un ejemplo de la banalidad del mal”. Como es sabido, Hannah Arendt acuñó el concepto “banalidad del mal” tras observar al sujeto Adolf Eichmann en el juicio que el Estado de Israel ejerció en su contra en 1961. Arendt creó un concepto que hoy podemos aplicar a otros particulares. Ella ejerció su capacidad de juzgar para formular un juicio reflexionante. Y este concepto expresa una emoción: el sentimiento de indignación ante los hechos cometidos por un sujeto banal. Arendt no está juzgando el mal como banal sino el hecho de que un sujeto sin motivaciones sea capaz de cometer las mayores atrocidades. La fuerza de este concepto radica precisamente en que expresa una emoción. Tal sentimiento, tal des-afecto sentido por Arendt al observar el juicio se constituye en una relación compartida por todos y todas aquellas que rememoramos dicho juicio y observamos al sujeto juzgado, sus actos y la falta de ejercicio de su capacidad de juicio que le condujo a cometer acciones depravadas e incomprensibles sin motivo. De manera que el concepto banalidad del mal da forma a una emoción que al mismo tiempo dota al concepto de fuerza y se constituye en una relación compartida en la trama de las relaciones humanas.
Nótese que, como he desarrollado a partir de los planteamientos de Ahmed, las emociones y los afectos son generados por las relaciones que establecemos con el mundo, los objetos y los cuerpos. Dichas relaciones se articulan en prácticas culturales y sociales y están en estrecho vínculo con inclinaciones o disposiciones que se van solidificando, las cuales nos predisponen a próximas emociones, esto es, a ser afectados (o no) de un cierto modo. Al recibir una impresión le “damos forma”, esto es, conceptualizamos el afecto o la emoción y nos vemos movidas o no a actuar. A su vez, podemos decir que el concepto, al menos en el contexto de la vida social y política, recibe su fuerza de los afectos o, dicho de otro modo, que la emoción es la fuerza del concepto. De manera que las emociones y los afectos no se pueden separar de los conceptos y los juicios en el proceso de discernimiento. El juicio reflexionante no es únicamente el resultado de vincular un particular con una categoría o concepto generado a partir de un ejemplo. Los conceptos generados por un particular son “la forma de los afectos” (Zerilli, 2015), de nuestros afectos compartidos. De modo que, a través del juicio, comunicamos la emoción a la que el concepto da forma. Y ello es posible debido a que el concepto es la forma del afecto.
4. Para terminar
Concluimos en nuestro primer apartado que la noción de philia politike o sentimiento de respeto constituye la condición de posibilidad de nuestros juicios políticos. Y decíamos además que los juicios, junto con nuestras acciones y discursos, nos permiten constituir nuestro mundo en común. Un mundo de cosas que se hallan “entre” nosotras y también un mundo de relaciones que constituyen lo que Arendt denominó la “trama de las relaciones humanas”. Esta trama es, en algún sentido, intangible y sin embargo “no es menos real que el mundo de cosas que visiblemente tenemos en común” ([1958] 1998, p. 207).
Decíamos también que el sentimiento de respeto o amistad cívica es el lazo que permite articular ese mundo en común y, siguiendo la propuesta arendtiana, no debe confundirse con una experiencia íntima. Se trata más bien de una forma de relación con los otros y otras que viene dada en esa distancia que el mundo pone entre nosotros. Y el mundo común está constituido por una trama de relaciones y significados compartidos en los que tienen un papel articulador las emociones. Los afectos entendidos como prácticas culturales, sociales e incluso políticas son parte fundamental de esa trama de relaciones que sostiene al mundo común. La amistad cívica es un sentimiento, el sentimiento de respeto que se genera y se debe cultivar en nuestra inserción en un mundo común compartido. Este sentimiento de respeto, desde luego entendido en términos de una relación y una práctica cultural, tal como propone Ahmed, es la condición de posibilidad del juicio político en tanto nos abre a la contingencia de pensar sin perder lo que nos hace ser únicos, lo que nos distingue de aquellos con los que compartimos juicio.
Arendt critica el papel de las emociones en política porque supone que son estados internos o relaciones de intimidad. Y, la intimidad destruye lo intermedio que nos relaciona y nos separa de los otros. De modo que las emociones así entendidas impiden que se desarrolle la trama de relaciones, dificultan la articulación del mundo en común. La propuesta de Sara Ahmed nos ofrece una caracterización de las emociones que enfatiza, precisamente, su carácter cultural, social y político. De este modo, nos permite devolver a las emociones su lugar en la vida política. En el ejercicio de la facultad de discernimiento, el juicio recoge el sentir, los afectos y las emociones, y los hace explícitos a través de los conceptos. No hay una fractura entre el juicio político y los afectos: los conceptos con que generamos juicios son la forma de los afectos; las emociones y los afectos son la fuerza de los conceptos.
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[1] Hay muchos sociólogos y antropólogos que han argumentado que las emociones no deben ser consideradas como estados psicológicos, sino como prácticas sociales y culturales (Hochschild, 1983; Lutz y Abu Lughod, 1990; Katz, 1999).
[2] En efecto, como sabemos desde la perspectiva del llamado segundo Wittgenstein no hay algo así como un lenguaje privado compuesto por conceptos de acceso inmediato para mí e inaccesibles para otros. No es momento de ocuparse de este punto. Remito a un libro y varios artículos donde he desarrollado este tema (Muñoz, 2009, 2010, 2004a y 2004b).
[3] Y añade: “Ninguno de estos acercamientos a un objeto supone que el objeto tiene una existencia material; los objetos en los que estoy «involucrada» también pueden ser imaginados” (Ahmed, 2015, p. 28)
[4] Sería interesante desarrollar con más cuidado la noción de sensus communis buscando vincular la idea de Mouffe (2003, p. 84) de construcción de una identidad democrática hegemónica, con esta noción de Alessandro Ferrara (2008, p. 59), según la cual el sensus communis es una sabiduría, es un sentido compartido que lleva implícitos sentimientos y emociones, y la mirada de Ahmed, quien nos habla del saber corporal de las historias culturales (2015). Este será tema de un trabajo posterior.