1 Dra. en Biología. Department of Head and Neck Surgery, David Geffen School of Medicine - University of California, Los Angeles (DGSOM-UCLA), California, EEUU
2 Dr. en Física. Professor Emeritus. Department of Head and Neck Surgery, David Geffen School of Medicine - University of California, Los Angeles (DGSOM-UCLA), California, EEUU
Correo de contacto: fkalinec@mednet.ucla.edu
La Enfermedad por Coronavirus 2019 (COVID-19) fue reconocida como pandemia el 11 de marzo de 2020 por la Organización Mundial de la Salud. Debido a su reciente aparición, todavía no conocemos todas las posibles secuelas de la pandemia sobre los sistemas auditivo y vestibular, pero un claro escenario ha comenzado a emerger en el caso de pacientes adultos. En esta breve revisión se describen los efectos más relevantes de COVID-19 sobre los sistemas auditivo y vestibular, su asociación con estrés, ansiedad y depresión, y su impacto sobre el sistema nervioso y la salud mental en estos pacientes. El análisis de los datos reportados hasta este momento sugiere que 8-10% de los individuos infectados con el virus de COVID-19 sufrirán pérdida de audición, mareos y/o vértigo en algún momento durante el curso de su enfermedad, y un adicional 15-20% desarrollarán (o verán una agravación en síntomas previos de) tinnitus y sus asociados trastornos de salud mental como estrés, ansiedad, depresión, insomnio, e irritabilidad. No se descarta, sin embargo, que más y nuevos problemas asociados con COVID-19 sean descriptos en el futuro cercano.
Palabras Claves: COVID-19; estrés, ototoxicidad.
A Doença Coronavirus 2019 (COVID-19) foi reconhecida como pandemia em 11 de março de 2020 pela Organização Mundial da Saúde. Devido à sua recente aparição, ainda não sabemos todas as possíveis sequelas da pandemia no sistema auditivo e vestibular, mas um cenário claro começou a surgir no caso de pacientes adultos. Esta breve revisão descreverá os efeitos mais relevantes do COVID-19 nos sistemas auditivo e vestibular, sua associação com o estresse, ansiedade e depressão, e seu impacto no sistema nervoso e na saúde mental desses pacientes. A análise dos dados relatados até agora sugere que 8-10% dos individuos infectados com o vírus COVID-19 sofrerá perda auditiva, tontura e/ou vertigem em algum momento durante o curso de sua doença, e um adicional de 15-20% se desenvolverá (ou verá um agravamento em sintomas anteriores de) zumbido e seus transtornos de saúde mental associados, como estresse, ansiedade, depressão, insônia e irritabilidade. Não está descartado, no entanto, que mais e novos problemas associados ao COVID-19 serão descritos em um futuro próximo.
Palavras chaves: COVID-19; estresse, otoxicidade.
The Coronavirus Disease 2019 (COVID-19) was recognized as a pandemic on March 11, 2020, by the World Health Organization. Due to its recent appearance, we still do not know all the possible sequelae of the pandemic on the auditory and vestibular systems, but a clear scenario has begun to emerge in the case of adult patients. This brief review will describe the most relevant effects of COVID-19 on the auditory and vestibular systems, their association with stress, anxiety and depression, and their impact on the nervous system and mental health of these patients. Analysis of the data reported so far suggests that about 8-10% of individuals infected with the COVID-19 virus will develop hearing loss, dizziness and/or vertigo at some point during the course of their illness, and an additional 15-20% will develop (or see an aggravation in previous symptoms of) tinnitus and its associated mental health disorders such as stress, anxiety, depression, insomnia, and irritability. It is not ruled out, however, that more and new problems associated with COVID-19 will be described in the near future.
Keywords: COVID-19; stress, ototoxicity.
El coronavirus 2 causante del síndrome respiratorio agudo severo (SARS-CoV-2) fue identificado en China en diciembre de 2019, e inmediatamente atrajo una atención sin precedentes de investigadores de todo el mundo. La enfermedad causada por este virus, bautizada como Enfermedad por Coronavirus 2019 (COVID-19) y reconocida como pandemia el 11 de marzo del 2020 por la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha provocado una emergencia de salud pública de importancia internacional (Monteiro et. al., 2020). Al tiempo de escribir esta revisión, la pandemia de COVID-19 lleva 2 años asolando al mundo, con más de 360 millones de personas contagiadas, cerca de 6 millones de muertos, y un incalculable costo económico a nivel planetario.
El SARS-CoV-2 es un beta-coronavirus con composición y acciones bien definidas. Tiene la capacidad de entrar en los eritrocitos y así, con los eritrocitos actuando como transportadores, infectar a todos los tejidos. En un segundo paso, la glicoproteína Spike (glicoproteina S) presente en la superficie del virus es capaz de unirse a los receptores de la enzima convertidora de angiotensina 2 (ACE2) presentes en la superficie de las células blanco, lo que facilita la endocitosis del virión. Las células infectadas con SARS-CoV-2 liberan abundantes citoquinas pro-inflamatorias (Saniasiaya, 2021), y es esta “tormenta de citoquinas” la que resulta en la inflamación endotelial, trombosis microvascular y múltiples fallas orgánicas que caracterizan la patología COVID-19 (Silva Andrade et. al., 2021). Los receptores a la ACE2 (ACE2-R), quienes actúan como receptores funcionales del virus, se encuentran comúnmente en células de los alvéolos pulmonares, pero también son expresados por muchas otras poblaciones celulares, incluidas las neuronas y las células gliales. Es por ésta razón que COVID-19 frecuentemente induce daños neurológicos a través de mecanismos directos o indirectos (Jafari et. al., 2021).
Los pacientes que sobreviven a sus estadías en unidades de terapia intensiva (UTI) frecuentemente muestran un profundo debilitamiento muscular, pérdida de memoria, ansiedad, depresión y estrés postraumático, lo que puede requerir un período muy largo de rehabilitación. Lesiones en el aparato laringo-traqueal pueden afectar la voz, la deglución, y la respiración. Un año después del alta en la UTI, el 34% de los pacientes mayores de 50 años muestran daños cognitivos similares a los provocados por una lesión cerebral traumática moderada, y una cuarta parte sufre un deterioro cognitivo similar al asociado con una enfermedad de Alzheimer leve. Así, a menudo la alegría que experimentan las familias cuando sus seres queridos sobreviven es pronto reemplazada por la sombría comprensión de que el camino hacia la recuperación es largo y arduo (Pandian et. al., 2021).
Existen numerosas definiciones científicas y coloquiales de estrés. Tradicionalmente, la literatura distingue entre 1) "factores estresantes" externos o internos, es decir, estímulos que perturban la ‘homeostasis’ celular o, a nivel sistémico, generan "una amenaza real o interpretada para la integridad fisiológica y psicológica", y 2) una "respuesta al estrés", es decir, la reacción biopsicosocial de un individuo a tales desencadenantes (a menudo involucrando excitación fisiológica aguda) que puede tener efectos negativos si perdura en el tiempo (Bartels et. al., 2010; Mazurek et. al., 2019). Así, es importante distinguir entre estrés agudo y crónico y sus efectos, en especial en el Sistema Nervioso (Eynard, 2021). Mientras que las respuestas al estrés a corto plazo pueden ser adaptativas y desencadenar la excitación y el aumento de la motivación, el estrés crónico puede conducir a numerosos cambios en el sistema nervioso central y contribuir al desarrollo de enfermedades como la depresión, la hipertensión o la enfermedad coronaria (Bartels et. al., 2010; Mazurek et. al., 2019).
En el escenario hormonal, el eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA) conforma el principal sistema neuroendocrino involucrado en la respuesta al estrés de un individuo. Es un sistema autorregulador que implica la liberación de hormonas en el hipotálamo, la glándula pituitaria y las glándulas suprarrenales. Los componentes clave de la respuesta al estrés comprenden la liberación de las hormonas cortisol (un glucocorticoide) y aldosterona (un mineralocorticoide) por las glándulas suprarrenales, las que afectan a diversas redes psicofisiológicas. Por ejemplo, cuando se está estresado, la presión arterial, el pulso, el metabolismo de la glucosa, la lipólisis, la proteólisis y la resistencia a la insulina aumentan como parte de la respuesta al estrés. Por el contrario, la actividad gastrointestinal, el apetito y la necesidad de dormir se reducen (Holsboer, 1999).
Tanto los receptores de mineralocorticoides (MR) como los receptores de glucocorticoides (GR) se expresan en las membranas celulares, pero los GR también se encuentran en el citoplasma. Investigaciones centradas en los efectos del estrés en el sistema auditivo han identificado MR y GR en los oídos internos de animales (Kil y Kalinec, 2013) y humanos (Rarey y Curtis, 1996). En roedores, se ha encontrado que la respuesta al estrés está asociada con la estimulación de los GR en la cóclea, así como con las respuestas hormonales junto con el eje HPA. También en roedores, el estrés prenatal ha sido asociado con la pérdida auditiva postnatal de baja frecuencia, la desregulación del eje HPA, y el aumento de los niveles basales de corticosterona (el equivalente en roedores al cortisol en los seres humanos) (Bartels et. al., 2010; Mazurek et. al., 2019).
Curiosamente, se ha demostrado que el estrés agudo (inducido por calor, aislamiento o sonido) protege la cóclea en modelos animales. Por el contrario, la exposición al estrés crónico parece ser perjudicial para la audición (Horner, 2003). Aunque este cuerpo de investigación aún está en su infancia, pareciera que: 1) la función auditiva de los animales, particularmente roedores, podría estar influenciada por factores estresantes agudos como la inmovilización, el calor y la hipoxia; 2) el aumento pretraumático de glucocorticoides a través de la activación del eje HPA podría proporcionar cierta protección del oído interno contra la pérdida de audición después de un trauma acústico; 3) la administración postraumática de glucocorticoides (e.g., dexametasona) proporcionaría protección contra una mayor pérdida de audición y, a la inversa; 4) la interrupción farmacológica del eje HPA se asociaría con un aumento de la pérdida auditiva postraumática (Bartels et. al., 2010; Mazurek et. al., 2019).
Entre los síntomas tempranos más reportados de COVID-19 se encuentran pérdida del gusto, olfato y audición, dolores de cabeza, espasmos, convulsiones, confusión, discapacidad visual, dolor nervioso, mareos, alteración de la conciencia, náuseas y vómitos, hemiplejia, ataxia, accidentes cerebrovasculares y hemorragia cerebral (Silva Andrade et. al., 2021). Todos ellos indican un impacto directo e inmediato del virus sobre el sistema nervioso. Aunque un posible efecto a largo plazo de COVID-19 en el sistema nervioso no es aún evidente, es muy probable que exista y que sea significativo.
La neurovirulencia del SARS-CoV-2 estaría asociada a su nivel de acceso al sistema nervioso y al grado de expresión de ACE2-R en las poblaciones celulares que lo componen (De Luca et. al., 2021). Se ha propuesto que el virus puede ingresar al sistema nervioso desde las terminales del nervio olfativo y el epitelio olfativo nasal, dado que los ACE2-R se expresan en las células sustentaculares del epitelio olfativo (Bilinska et. al., 2020). Desde allí, el virus se propagaría hasta el bulbo olfatorio y el cerebro, causando pérdida del olfato, tos persistente, déficit de memoria y diversos problemas neurocognitivos. Una segunda vía alternativa podría involucrar endocitosis, exocitosis, y un mecanismo de transporte axonal rápido de vesículas que movería el virus a lo largo de los microtúbulos hacia el cuerpo (soma) de las neuronas (Zubair et. al., 2020). Otra posible ruta transináptica, discurriendo desde el epitelio respiratorio nasal hasta el cerebro a través de la rama del nervio trigémino, debe aún ser verificada (Ferreira et. al., 2020). Sea cual fuese el mecanismo utilizado, la presencia de ARN viral en el Sistema Nervioso Central (SNC) ha sido confirmada en autopsias de pacientes con COVID-19 (Matschke et. al., 2020; Schurink et. al., 2020).
Además de las manifestaciones físicas y orgánicas asociadas a sus patologías, la pandemia de COVID-19 representa un severo desafío para la salud mental de la población mundial. Las principales medidas adoptadas para prevenir la propagación de la enfermedad, la cuarentena y el autoaislamiento, resultan en un cambio abrupto en los estilos de vida de las personas, trayendo estrés, ansiedad y depresión a un número significativo de individuos. En general, los profesionales de la salud que trabajan para combatir el COVID-19 son afectados más severamente que otros grupos ocupacionales por trastornos psiquiátricos asociados con el estrés, la depresión, la ansiedad, el insomnio, y el trauma tanto directo (por la enfermedad) como indirecto (por su tarea asistencial) (Silva Andrade et. al., 2021).
En un meta-análisis que involucró a 62.382 participantes en diecinueve estudios diferentes, se identificó al estrés como la consecuencia de salud mental más prevalente de la pandemia de COVID-19 (48.1%), seguido por la depresión (26.9%) y la ansiedad (21,8%). Este estudio también concluyó que se han subestimado los efectos psicosociales negativos del COVID-19 así como de las medidas adoptadas para limitar su propagación, y que se necesitan más datos sobre el impacto de esta enfermedad en la salud mental de los pacientes y de la población general (Silva Andrade et. al., 2021).
Aunque la literatura todavía es muy limitada, y algunos de los estudios no son de la mejor calidad (Almufarrij y Munro, 2021), varios efectos neurootológicos del SARS-CoV-2 han sido reportados, incluyendo ataxia, mareos, desequilibrio, pérdida auditiva neurosensorial y, fundamentalmente, tinnitus (ver más abajo) (Mady et. al., 2021; Satar, 2020; Sriwijitalai y Wiwanitkit, 2020; Vijayasundaram et. al., 2020).
Daños auditivos de leve a severos, ya sean unilaterales o bilaterales y de tipo conductor o neurosensorial, están frecuentemente asociados con infecciones virales. Por ejemplo, se sabe que el cytomegalovirus, los virus de la rubéola, herpes simple, sarampión, varicela-zóster, paperas, diversos enterovirus, virus de Epstein-Barr, chikungunya y el de la inmunodeficiencia humana (VIH) pueden inducir pérdida de audición (Bhatta et. al., 2021; Bhavana et. al., 2008; Chen et. al., 2017; Gross et. al., 2007; Pitaro et. al., 2016). Curiosamente, la pérdida de audición que induce la infección viral difiere mucho según el tipo de virus, y algunos pueden ser revertidos con medicamentos antivirales apropiados.
Se han postulado muchas teorías sobre el mecanismo de la pérdida de audición después de la infección por SARS-CoV-2. La vía auditiva puede verse afectada por una infección ascendente desde la nasofaringe, lo que podría resultar en exudados y derrames en el oído medio (Saniasiaya, 2021). La pérdida de audición podría también ocurrir a raíz del daño directo o indirecto de células y estructuras del oído interno, ya sea por la inducción de respuestas inflamatorias e inmunomediadas o bien por un aumento en la susceptibilidad a infecciones bacterianas y fúngicas. Hemorragias intralaberintinas, similares a las microhemorragias pulmonares y cerebrales atribuidas a la coagulopatía asociada a COVID-19, también podrían ser responsables de las persistentes alteraciones de la audición y el equilibrio (Chern et. al., 2021). Por otro lado, los ACE2-R están abundantemente expresados en la médula oblonga y el lóbulo temporal del cerebro, por lo que el centro auditivo podría ser directamente afectado por los mediadores inflamatorios liberados al unirse el virus a los receptores de superficie en las neuronas y células gliales. Además, como el SARS-CoV-2 desoxigena los eritrocitos, la posible hipoxia del centro auditivo podría provocar pérdida auditiva permanente. Otra hipótesis plausible es la consiguiente reducción de la perfusión a los órganos auditivos debido a isquemia. Como los ACE2-R se expresan en las células del músculo liso vascular, éste se puede infectar, induciendo la formación de coágulos que disminuirían el suministro de sangre causando daño isquémico. La inflamación de las vías auditivas, incluyendo el nervio coclear, la cóclea y el tejido perilinfático, así como la reacción cruzada entre los antígenos en el oído interno y el virus o la transmisión indirecta del virus del líquido cefalorraquídeo a las estructuras del oído interno, podrían también resultar en sordera repentina (Saniasiaya, 2021). Un reciente meta-análisis de 56 estudios publicados sobre el efecto de SARS-CoV-2 sobre el sistema audio-vestibular (Almufarrij y Munro, 2021) sugirió como potenciales mecanismos a: 1- Cocleitis o neuritis causada por daño viral del oído interno o del nervio vestibulococlear; 2- Reacciones cruzadas (los anticuerpos o las células T podrían confundir antígenos cocleares con el virus, lo que llevaría a respuestas autoinmunes en el oído interno); 3- Trastornos vasculares (la cóclea y los canales semicirculares son muy susceptibles a la isquemia porque carecen de suministro de sangre colateral); 4- Anomalías de la coagulación que podrían dar lugar a trombosis del oído interno o hipoxia; y 5- Secuelas de trastornos inmunológicos (por ejemplo, producción excesiva de citoquinas proinflamatorias) que podrían afectar negativamente el sistema audio-vestibular.
Afecciones relacionadas con el sistema auditivo/vestibular, como mareos, sordera repentina, y tinnitus, han sido identificadas como síntomas comunes de COVID-19. La presencia de mareos y/o vértigo en pacientes con COVID-19 podría tener la misma etiopatogenia de algunos problemas auditivos: una trombosis en la arteria audio-vestibular podría alterar el flujo sanguíneo tanto en la cóclea como en el vestíbulo explicando la presencia de estos síntomas. Sin embargo, debido al mecanismo compensativo vestibular, los pacientes pueden percibir menos los trastornos del equilibrio que las alteraciones auditivas. Desde que trastornos vestibulares asociados a virus han sido ya observados en otras enfermedades, es razonable pensar que la propagación del SARS-CoV-2 en las vías vestibulares pueda ser responsable de los trastornos de equilibrio observados en pacientes con COVID-19 (De Luca et. al., 2021).
La sordera repentina se define como una disminución auditiva de, al menos, 30 dB en 3 o más frecuencias consecutivas, y que se desarrolla en menos de 3 días. Es una patología relativamente común, con una incidencia mundial de 5–160 casos anuales per 100.000 habitantes (Chen et. al., 2019). En pacientes infectados con SARS-CoV-2 se han reportado varios casos de ‘sordera repentina’ (Koumpa et. al., 2020). Estudios histopatológicos en algunos de estos pacientes han mostrado muerte de células sensoriales y de soporte en el órgano of Corti en ausencia de infiltrado inflamatorio, sugiriendo que la pérdida de audición podría estar relacionada a estrés celular (Koumpa et. al., 2020), un mecanismo común en la sordera inducida por drogas (Kalinec et. al., 2014).
Por lejos, el tinnitus es el problema auditivo más frecuentemente asociado a COVID-19. Tinnitus se define como la sensación de sonido sin ninguna fuente acústica externa (percepción fantasmal del sonido). Es un trastorno auditivo crónico muy común, con una prevalencia del 10% al 15% en la población adulta, y se reconoce cada vez más como un problema de salud global. El tinnitus se asocia usualmente con la exposición prolongada al ruido, el envejecimiento, y el estrés, y contribuye a la sintomatología de varias afecciones otológicas, neurológicas, infecciosas, y relacionadas con medicamentos. Si las personas experimentan el sonido como angustiante, el tinnitus puede definirse como una "experiencia auditiva negativa y emocional asociada con daño físico o psicológico real o potencial" (Cima, 2017). Inicialmente, el tinnitus existe por debajo del umbral de percepción y, por lo tanto, está "enmascarado" y no se percibe. Después de un evento estresante, el aumento transitorio de la ansiedad desencadena una disminución del umbral de percepción. En consecuencia, el tinnitus se "desenmascara" y comienza realmente a percibirse. Finalmente se inicia un proceso de retroalimentación positiva, donde la percepción del tinnitus desencadena más ansiedad, lo que a su vez refuerza el tinnitus (Guitton, 2012).
Previsiblemente, el tinnitus se manifiesta con frecuencia junto con alteraciones de la salud mental como depresión y ansiedad (Bassett y Gazzaniga, 2011; Elgoyhen et. al., 2012; Gazzaniga, 2010). Si bien la correlación del tinnitus con estrés y angustia emocional está bien establecida, los mecanismos subyacentes de este efecto son mucho más confusos. Los estudios observacionales informan que hasta el 60% de los pacientes con tinnitus padecen angustia emocional de larga data, y alrededor del 25% de los enfermos de tinnitus en una muestra alemana consideraron al estrés crónico como la razón principal de su condición (Bartels et. al., 2010; Mazurek et. al., 2019).
En general, los estudios realizados encontraron que la gravedad del tinnitus aumentó debido al COVID-19, pero no para todas las personas. Beukes y colaboradores reportaron que el tinnitus fue significativamente más molesto durante la pandemia para las mujeres y los adultos menores de 50 años (Beukes et. al., 2021). Los factores mediadores adicionales que lo exacerbaron significativamente incluyeron el autoaislamiento, experimentar soledad, dormir mal y reducir los niveles de ejercicio. El aumento de la depresión, la ansiedad, la irritabilidad y las preocupaciones financieras contribuyeron significativamente a que este acúfeno fuera más molesto durante el período de pandemia. A pesar de ser cada vez más común, y tener un alto impacto en la calidad de vida de los enfermos, el tinnitus aún no tiene cura.
Un factor que no debe ser ignorado es que pacientes afectados por COVID-19 a menudo reciben medicamentos con posibles efectos ototóxicos. Por ejemplo, dado que las complejas respuestas inflamatorias son un sello distintivo de COVID-19, se están empleando cada vez más muchas conocidas drogas anti-inflamatorias como parte del tratamiento. Lamentablemente, varias de ellas son claramente ototóxicas mientras que otras pueden actuar como potenciadores de la ototoxicidad[1]. Algunos ejemplos son azitromicina, la combinación lopinavir-ritonavir, ribavirina, remdesivir, ivermectina, la cloroquina y la hidroxicloroquina (Coffin et. al., 2021). No debe olvidarse, tampoco, que la ototoxicidad de algunos medicamentos puede verse exacerbada por factores tales como comorbilidades y las interacciones sinérgicas entre diferentes drogas. Las condiciones más citadas como factores que incrementan los efectos negativos de drogas ototóxicas son inflamación, hipoxia, anoxia, e isquemia.
El potencial ototóxico de los medicamentos rara vez se evalúa en el desarrollo preclínico de medicamentos o durante los ensayos clínicos, por lo que este efecto secundario debilitante a menudo se descubre a medida que los pacientes comienzan a informar pérdida de audición (Coffin et. al., 2021). Durante la pandemia actual, hay un intenso esfuerzo para identificar nuevos medicamentos, o medicamentos usados con un propósito diferente, que puedan mostrar alguna efectividad contra COVID-19. Actualmente, dos modelos experimentales están siendo frecuentemente usados para detectar rápidamente la ototoxicidad potencial de drogas y medicamentos tanto nuevos como conocidos: líneas celulares de la cóclea de mamíferos y la línea lateral de larvas del pez cebra (zebrafish) (Coffin et. al., 2021). Estos modelos son extremadamente valiosos para el desarrollo de fármacos en la etapa preclínica, incluido el desarrollo de terapias novedosas contra COVID-19. En la actualidad, la mayoría de los estudios de ototoxicidad in vitro emplean la línea celular HEI-OC1 (House Ear Institute-Organ of Corti 1), llamada así por su "lugar de nacimiento", el House Ear Institute, en Los Angeles, California, EE.UU. (Kalinec et. al., 2016; Kalinec et. al., 2003).
La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró a la COVID-19 ‘Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional’ el 30 de enero del 2020 y la reconoció como pandemia el 11 de marzo del 2020, menos de dos años al tiempo de escribir estas líneas. Por lo tanto, debemos enfatizar que todavía no conocemos todas las posibles secuelas de la pandemia sobre los sistemas auditivo y vestibular. Dado que muchos efectos mediados por ruido y drogas ototóxicas son de carácter progresivo, no sería extraño que más y nuevos problemas asociados con COVID-19 sean descriptos en el futuro cercano. De todas maneras, el análisis de los datos reportados hasta este momento sugiere que 8-10% de los pacientes infectados con SARS-CoV-2 sufrirán pérdida de audición en algún momento durante el curso de su enfermedad, y un adicional 15-20% desarrollarán (o verán agravados los síntomas previos de) tinnitus y sus asociados trastornos de salud mental como estrés, ansiedad, depresión, insomnio, e irritabilidad.
[1]Cuando decimos ‘ototoxicidad’ nos referimos tanto a la cocleotoxicidad como a la vestibulotoxicidad. La cocleotoxicidad se define como el daño inducido por medicamentos al sistema auditivo periférico, incluidas las células sensoriales cocleares, las neuronas y las células de soporte, lo que resulta en pérdida de audición. La vestibulotoxicidad ocurre cuando los medicamentos afectan a las células sensoriales vestibulares periféricas, las neuronas y las células de soporte, lo que provoca mareos, vértigo y pérdida del equilibrio (Coffin et. al., 2021).
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Se agradece a la Sra. Vanessa Fagundes (vanessabage@yahoo.com.br) por la revisión técnica del idioma portugués.
La responsabilidad de este trabajo es exclusivamente de los autores.
Ninguno
La presente investigación no contó con fuentes de financiación.
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Los participantes de este trabajo ceden el derecho de autor a la revista Pinelatinoamericana.
Todos los autores han participado en la elaboración del manuscrito, haciéndose públicamente responsables de su contenido y aprobando su versión final.
Fecha de Recepción: 2022-02-01 Aceptado: 2022-02-11
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