LA RECEPCIÓN DEL TEATRO DEL ABSURDO EN ARGENTINA Y LA INCLUSIÓN DE ELEMENTOS ABSURDISTAS EN LA NARRATIVA DE ABELARDO CASTILLO

María Silvina Sánchez *

Resumen:

El siguiente trabajo tiene como objetivo describir y analizar la coyuntura histórica y política que enmarcó el advenimiento del Teatro del Absurdo en Argentina. La hipótesis sostiene, por un lado, que el mapa social argentino de los ’50 y ‘60 posibilitó una recepción particular de la neovanguardia teatral europea y norteamericana, por parte de escritores y dramaturgos locales. En este contexto, entran en escena las primeras piezas teatrales de Abelardo Castillo, apelando a recursos, operaciones y temáticas propias del Teatro del Absurdo europeo. La segunda hipótesis alienta que la relación que Abelardo Castillo establece con el Teatro del Absurdo deviene de la vertiente existencialista en la que el absurdismo opera. A diferencia del resto de los dramaturgos que receptan el Teatro del Absurdo, el de Castillo es de corte netamente existencial, en su perspectiva sartreana. De este modo, el absurdo en la dramaturgia del autor opera como un doble dispositivo: por momentos el absurdo de la existencia se vuelve angustioso y asfixiante, en otros, esta dialéctica se invierte, convirtiéndose en humor hilarante y corrosivo.

Palabras clave: ABELARDO CASTILLO-ABSURDO-EXISTENCIALISMO-TEATRO DEL ABSUDO-NEOVANGUARDIA ARGENTINA

The aim of this work is to describe and analyze the historical and political scenario that surrounded the coming of the Theatre of the Absurd to Argentina. The first hypothesis holds the idea that the Argentinian social context of the 50´s and 60’s paved the way for the particular reception, by local writers and playwrights, of the European and American neo-avantgarde theatre. In this context, the first theatre plays by Abelardo Castillo entered the scene and they all appealed to the resources, operations and themes typical of the Theatre of the Absurd. The second hypothesis intends to prove the relationship among Abelardo Castillo, the Theatre of the Absurd and the existentialist school of thought in which this particular theatre operates. Unlike the rest of the playwrights that respond to the Theatre of the Absurd, Castillo´s plays show a distinctly existential nature in its Sartrean perspective. In this way, the absurd in the author’s dramaturgy operates as a double mechanism: sometimes the absurd of our own existence becomes distressing and suffocating; and some others, this dialectics reverses in itself and it turns into hilarious and caustic humor.

Key words: ABELARDO CASTILLO-ABSURD-EXISTENCIALISM-THEATRE OF THE ABSURD-ARGENTINIAN NEO-AVANTGARDE

El escritor tiene una situación en su época; cada palabra suya repercute. Y cada silencio también.

Jean-Paul Sartre, ¨¿Qué es la literatura?¨

Desandar el camino de la recepción del Teatro del Absurdo en Latinoamérica y, precisamente, en Argentina, es un trabajo que otros autores ya han realizado con precisión. Citar a Howard Quakenbush, en su Teatro del Absurdo en Latinoamérica (1987), es una obligación ineludible. En él, el autor refiere los modos de asimilación por parte de dramaturgos latinoamericanos de una práctica iniciada en Europa y, más precisamente, en Francia, del denominado Teatro del Absurdo.

Así con todo, muchos autores plantean que el teatro latinoamericano y argentino se produce por influencia de determinados autores o estéticas norteamericanas o europeas, es decir, sólo como resultado de una serie de asimilaciones extranjeras o producto de la genialidad personal de un dramaturgo. Sin embargo, Osvaldo Pellettieri, en Historia del teatro argentino en Buenos Aires (2003) señala que la dramática y la puesta en escena argentina forman parte de un sistema teatral profuso en textos, modelos, convenciones, con legalidad propia y en articulación con una comunidad sólida de receptores. La correspondencia con otros sistemas se traduce en una apropiación y adecuación de la cultura extranjera a las necesidades locales. Como resultado, ese “estímulo externo” logra intensificar el propio movimiento del sistema teatral, otorgando así un proceso de resemantización. En este sentido, Pelletteri echa mano al concepto de sistema de Tinianov (1960), al afirmar que un fenómeno extranjero puede ser al mismo tiempo el desarrollo de una literatura nacional ajena a aquel modelo.

Partiendo de este contexto, el interés de este trabajo no es considerar al teatro del absurdo desde su teatralidad, sino más bien como un bagaje teórico y doctrinal construido y pensado en la literatura. Lo que se pretende es comprobar cómo funciona el Teatro del Absurdo, qué tipo de operaciones debe realizar el lector o espectador para alcanzar una percepción más acabada y completa y, en suma, cómo una obra del Teatro del Absurdo puede acomodarse a la expectativa de los receptores para volverse inteligible y artística.

El teatro emergente: La neovanguardia

Quien acuña por primera vez el término “Teatro del Absurdo” es Martin Esslin en su libro Theatre of the Absurd (1961), donde asienta las bases de una nueva teoría del teatro de neovanguardia con sus respectivos iniciadores: Eugene Ionesco, con La cantante calva (1950) y Samuel Beckett, con Esperando a Godot (1952). Esslin define al teatro del absurdo a partir de su peculiaridad a nivel de intriga y efecto:

El teatro del Absurdo, sin embargo, no procede con conceptos intelectuales, sino con imágenes poéticas, no expone un problema intelectual ni da ninguna solución clara que sea reducible a una lección o a una norma ética. Muchas de las obras del Teatro del Absurdo tienen una estructura circular, acabando exactamente igual a como empezaron; otras progresan a través de una intensificación creciente de la situación inicial. Y como que el Teatro del Absurdo rechaza la idea de que sea posible motivar la totalidad del comportamiento humano, o que el carácter esté basado en una esencia inmutable, le es imposible apoyarse en el “suspense”, que en otras convenciones teatrales nace de esperar la solución de la ecuación dramática basada en la resolución del problema que implica las cantidades claramente definidas e introducidas en las escenas iniciales. En la mayoría de las convenciones dramáticas, el auditorio se está continuamente preguntando “¿Qué es lo que va a ocurrir a continuación?”

En el Teatro del Absurdo el público se enfrenta con acciones carentes de motivación aparente, los personajes se hallan en constante flujo y los sucesos están evidentemente fuera del reino de la experiencia racional. Aquí también, el auditorio puede preguntarse: “¿Qué es lo que va a ocurrir a continuación?” Pero puede ocurrir cualquier cosa, de modo que la contestación a esta pregunta no puede resolverse de acuerdo con las leyes ordinarias de probabilidades basadas en motivos y caracterizaciones que permanezcan constantes a lo largo de la obra. La cuestión primordial no es tanto qué es lo que va a ocurrir luego, sino qué está sucediendo. “¿Qué representa la acción de la obra?” (Esslin; 1966: 315)

Por su lado, Rafael Nuñez Ramos divide la infraestructura dramática del Teatro del absurdo en tres: acción, personaje y espectáculo (Nuñez Ramos; 1981: 632). La particularidad por dividir la infraestructura deviene de su peculiaridad. Tan es así que al Teatro del Absurdo se la ha llegado a denominar un antiteatro, por ser un género anti-convencional y anti-tradicional, que se plantea de entrada la subversión de las categorías dramáticas aristotélicas. Al rechazar los principios en los que se basa, la unidad de acción (entendida ésta como la relación causa-efecto mediante acciones concatenadas solidariamente), ahora queda a merced de un impulso ilógico, carente de sentido y tendiente al movimiento, apoyado más en el factor teatral que verbal. La luz, las acotaciones, los gestos, los ruidos, la repetición, la recurrencia, se consolidan como factores preponderantes por encima de los parlamentos. En síntesis, nos encontramos ante un teatro de situaciones más que de acontecimientos sucesivos, del sinsentido parcial al sinsentido total, invirtiendo así los principios de causalidad.

Con respecto al personaje, en la dramaturgia tradicional éste se encuentra revestido de carácter, voz y función. Aquí la riqueza psicológica permite diferenciar al personaje del resto del elenco e individualizarlo en sus matices, con el fin de reconocer su identidad. Pero el Teatro del Absurdo tiene reservado otra función para el personaje. Lo que importa es denunciar la falta de vida interior, el sinsentido, la falta de lógica, la disgregación de la propia individualidad. Bajo un procedimiento absurdista, antipsicológico, carente de estabilidad, el personaje se pierde en una pluralidad indeterminada, sus comportamientos cambian constantemente y muchas veces todos los personajes parecen el mismo. Solo el cuerpo físico del actor sostiene el equilibrio entre semejante caos, remitiendo siempre a la situación repetitiva de acciones más que a sí mismo.

Por último, son los elementos escénicos los que componen el espectáculo: el sonido, la luz, la utilería y las acotaciones. El actor lleva así todo el peso de la acción para articular todos los elementos circundantes del espacio escénico y transformarlo en un teatro inteligible. Así, la suma de las tres categorías (acción, personaje y espectáculo) solo pueden ser contempladas en su conjunto para tener presente simultáneamente todo el trayecto. Tal como lo confirma Esslin, “la acción en una obra del Teatro del Absurdo no tiene por intención la narración de una historia, sino que comunica un conjunto de imágenes poéticas”. (Esslin, 1961:382)

Estas aseveraciones, detalladas por Esslin, componen un cuadro de situaciones que se replican y toman forma propia en el Río de la Plata. Dentro del modelo de periodización del teatro argentino en Buenos Aires, la década del ´60 se presenta como una segunda modernización del sistema teatral, concretándose en tres fases: 1- De ruptura y polémica con respecto a la tradición realista (1960-1976); 2- Fase denominada “canónica”, con la aparición del movimiento de Teatro Abierto y la producción de textos novedosos y emergencia de autores importantes (1976-1985); 3- Tercera fase del sistema teatral abierto en los sesenta, en donde se producen intentos de renovación del realismo reflexivo, con nuevos cuestionamientos hacia la modernidad (1983/5-1998).

La primera fase del microsistema teatral de la segunda modernidad teatral argentina (aludida anteriormente) constituye dos subfases: una primera, denominada “de ruptura y polémica” (1960-1967), y una segunda de “intercambios y procedimientos” (1967-1976). La primera subfase es la que nos interesa desarrollar aquí. Los cuestionamientos y los intentos de ruptura con el teatro anterior dan lugar a un grupo de jóvenes del teatro emergente, en su mayoría neovanguardistas y realistas reflexivos. Roberto Cossa, Griselda Gambaro, Eduardo Pavlovsky, Ricardo Halac, Jorge Petraglia formaron un nuevo paradigma cultural logrando adhesión de sectores cercanos al campo intelectual.

Osvaldo Pellettieri cita a Bürger (1987) para definir el concepto de neovanguardia. En él, el autor se remonta a la denominación de vanguardia para marcar límites. La vanguardia aparece en escena como forma de autocrítica de la institución arte en su totalidad, pretendiendo separar el arte del mercado y sus redes de distribución y sometiendo a una nueva lógica de relación entre productor y receptor. Sin embargo, Bürger afirma que la vanguardia de los cincuenta y sesenta no puede seguir denominándose de esa forma ya que son corrientes condenadas al mercado que tanto repudiaban. Como consecuencia, surgen y conviven distintas tendencias dramáticas y espectaculares: Ionesco, Beckett, Pinter, Adamov con el drama del absurdo, Julian Beck y Judith Malina con el Living Theatre, Allan Kaprow con el Happening, Jerzy Grotowski y su “Teatr Laboratorium”, Tadeusz Kantor y el “Teatro Cricot2”, Ann Halprin con los “workshop” de danza. Todos ellos de origen norteamericano y europeo de los años cincuenta, tienen como propuesta programática el quiebre de las convenciones teatrales de posguerra.

Además de los dramaturgos argentinos nombrados anteriormente, aparecieron otros vinculados con el absurdismo incipiente: María Cristina Verrier (Los olvidados, 1960; Los viajeros del tren a la luna yCero, 1961); María Luisa Rubertino (El sobretodo y La piel, 1964); Ernesto Frers (En el andén, 1964); Alfonso Ferrari Amores (La toma de la bohardilla, 1962) y Juan Carlos Herme (Color de ciruela, 1963). Esta tendencia dio su primera expresión estéticamente madura con El desatino, de Griselda Gambaro, en 1965.

Con todo, este periodo marcó una etapa de ruptura dentro del movimiento moderno en el teatro argentino en el que la tradición absurdista se cristaliza, en términos de Pellettieri, con la creación de “otro mundo teatral” (2003: 310), preocupado por expresar la angustia existencial dentro del universo absurdo. Así, las obras absurdistas de Ionesco, Beckett, Adamov, entre otros, fueron tomadas con apego y reivindicadas dentro de la escena local. Sin embargo, la crítica tomó a las producciones absurdistas latinoamericanas y argentinas como meros reflejos del movimiento europeo, desde un posicionamiento acrítico y sin impronta peculiar.

Un ejemplo de la equivocación por parte de la crítica fue la recepción del reestreno de El campo de Griselda Gambaro, en octubre de 1968. La puesta en escena en Buenos Aires fue recibida con cierta pasividad y muchos le otorgaron sentido refiriéndose a los campos de concentración nazis, eludiendo el tema de la violencia y el autoritarismo en Argentina. El tiempo demostró luego que este punto de vista por parte de la crítica y la audiencia era errado y que la obra de Gambaro transgredía preceptos sociales y colocaba en situación prejuicios y comportamientos sociales anquilosados de la clase media porteña.

El absurdo argentino, a diferencia de otras reinterpretaciones en Latinoamérica, presentó dos vertientes:

-El absurdo gambariano (1965-1968). Fusiona reglas obligatorias del teatro con el modelo irracionalista preexistente.

-El absurdo referencial, variante del absurdo satírico europeo, que mezcla procedimientos con el realismo reflexivo. Esta tendencia sostuvo más adhesión dentro del sistema teatral argentino, en el que se incluyen algunos textos de Pavlovsky y Gambaro.

Entre las tantas piezas teatrales que estas dos tendencias modelizaron la escena local, surge la necesidad de definir al absurdo argentino. Pellettieri sostiene cuatro características al absurdo argentino del periodo de ruptura y polémica:

1) Los textos (obra dramática y puesta en escena) poseen un orden diverso a la realidad del espectador, traducida en una mayor o menor tendencia a la autoreferencialidad.

2) Formales en su concepción, circulación y recepción.

3) Una ideología basada en la búsqueda de una mayor o menor autonomía estética.

4) Uso de la ironía, la ambigüedad y subjetivismo como horizonte semántico.

Así, el absurdo toma distancia de otras prácticas alternativas teatrales para presentar al espectador una puesta destructora de la ilusión, haciéndolo consciente de las condiciones previas de la ficción. Esta fase -y única- del absurdo neovanguardista fijó la evolución de la tendencia dentro del periodo de ruptura y polémica.

Dentro de este proceso de emergencia y consolidación del Teatro del Absurdo en Argentina, el Instituto Torcuato di Tella desempeñó un papel catalizador de ciertos programas estéticos. A través de financiación a la investigación y experimentación en distintas áreas de conocimiento, el Di Tella se convierte en los ’60 en el centro de mayor difusión cultural de Buenos Aires, como así también en el apoyo a las vanguardias, en particular.

La clase media, como nuevo público del teatro argentino, jugó un rol fundamental para el desarrollo del Teatro del Absurdo, ya que la modernización de las prácticas teatrales se vio modulada por los cambios sociales que impulsaron la aparición de este nuevo actor social en las gradas de los teatros alternativos. Su reclamo ideológico fue concomitante con lo que se mostraba arriba de escena: un teatro como promotor de una reforma social, al servicio de la comunicación.

En este sentido resulta necesario destacar algunas novedades en materia de Estado. Desde la década del ’40 en adelante se produjo la incorporación de sectores populares a ámbitos visibles, anteriormente vedados, y la consolidación de la clase media. La novedad del gobierno peronista (primer periodo de 1946 a 1952) radicó en el reconocimiento de la existencia del pueblo trabajador y el ejercicio de nuevos derechos, asociados con la acción del Estado. Un ejemplo de ello en materia de cultura fue la fundación de la Subsecretaría de Educación en 1948, que proyectaba orientar sus iniciativas a dos públicos diversos: productores y consumidores de cultura, intentando corregir asimetrías regionales entre el interior y Buenos Aires, ya sea en relación a la creación como al consumo cultural. Sus objetivos eran claros: la democratización y el acento en la federalización del consumo cultural. Según Luis Alberto Romero, “esa construcción discursiva, y la forma elegida de difundirla, no necesitó tanto de verdaderos intelectuales como de mediadores un poco militantes y obsecuentes. Ciertamente, pese al apoyo disponible, la creación intelectual y artística fue escasa en el medio oficial (…) Los mejores intelectuales y creadores críticos e innovadores convivieron en instituciones surgidas al margen del Estado”. (2001:120)

En consonancia con el debate planteado por Luis Alberto Romero, Andrés Avellaneda afirma que “los escritores más jóvenes que comienzan a publicar sus primeros libros hacia 1960 recogen con perplejidad la confusa herencia de pasajes recíprocos entre el sistema literario y el político-ideológico elaborados a partir de la experiencia del peronismo”. (1983:25) Esta nueva generación recoge la discusión ideológica desarrollada hasta ese momento, para replantear objetivos político-culturales diferentes y para elaborar lenguajes, significaciones, prácticas literarias diversas que, de alguna manera, incluyen ese replanteo. Ahora bien, este panorama nacional -conjuntamente a ciertos procesos históricos internacionales que modelan el espíritu de los escritores del ´60- proporciona a los escritores y dramaturgos del Teatro del Absurdo neovanguardista argentino una riqueza expresiva, no antes vista.

Abelardo Castillo en clave absurdista

Dentro del sistema teatral argentino, se consolida en los ’60 el microsistema del teatro profesional culto, que participó del proceso de modernización que impregnó todos los órdenes del campo teatral local. Se constituyó como circuito dominante en relación a la legitimación de los textos y puestas por parte de las instituciones y publicaciones de la época. Sus particularidades son varias, pero es necesario afirmar, al menos, dos: la diversidad y movilidad de sus agentes implicados en los sucesivos espectáculos, como la participación de dichos agentes en la búsqueda de nuevas líneas estéticas. Se pone de manifiesto así el desplazamiento de éstos entre los distintos microcircuitos, como también la actitud crítica de muchos de los agentes involucrados que se interesaron por proponer nuevas innovaciones textuales, interpretativas y directoriales.

Esta nueva emergencia evoca innovaciones ya incorporadas del Teatro del Absurdo, al poner en escena autores inéditos o de escasa circulación, como es el caso de los absurdistas Eugene Ionesco y Harlod Pinter. Con respecto a las obras de autores nacionales, se observa una aceptación restringida respecto de las textualidades emergentes (el realismo reflexivo y la neovanguardia), verificándose en ese campo el estreno deEl reñidero (1964), de Sergio De Cecco,La pata de la sota (1967), de Roberto Cossa y El grito pelado (1967), de Oscar Viale.

En la circulación de nuevos intérpretes y directores dentro del teatro profesional culto, se estrena en 1966 Israfel, de Abelardo Castillo, bajo la dirección de Inda Ledesma y con la actuación de Alfredo Alcón como protagonista. La obra reconstruye la figura de Edgar Poe como figura de poeta maldito, para convertirlo en una alegoría feroz del hombre moderno. El drama está estructurado en cuatro actos, pero, como reza el subtítulo de la obra, debería decir que es una obra desarrollada en dos actos y dos tabernas. La acción comienza en una taberna en Richmond en 1835 y termina simétricamente en una taberna en Baltimore en 1849.

El trayecto del personaje de Castillo es vertiginoso. Edgar es un genio que necesita expresarse, que necesita reconocimiento, que necesita todo el dinero que pueda conseguir con su genialidad. Pero no tiene nada de eso, lo único que consigue es colaborar en una revista regularmente a cambio de un dólar y medio. Con eso no puede subsistir ni pensar en vivir junto a Virginia Clemm, su prima, la mujer que ama. No tiene un trabajo como el resto de los vulgares hombres de la multitud pueden conseguir; su tarea es más compleja, su tarea es la poesía, la literatura. La pobreza parece ser el destino de la genialidad. La frustración incrementa la debilidad de Edgard por el alcohol y luego por el opio. La autodestrucción parece ser una alternativa válida.

Israfel fue bien acogida por parte del público y premiada por la Unesco por un jurado compuesto, a la cabeza, por Eugene Ionesco. En su estreno, el elenco era integrado por el ya nombrado Alfredo Alcón y Elsa Berenguer, formada en técnicas emergentes de Stanislavski y Strasberg. La puesta en escena fue denominada “como un conjunto integrado, que puso tanto la técnica actoral como los diversos signos escénicos al servicio de los contenidos implícitos de la obra y de la evidencia de sentido”. (López; 2003: 410)

Como se explica, Israfel, tanto en su texto dramático como su puesta en escena, no conforma parte de la neovanguardia, sino del teatro profesional culto, tanto por sus procedimientos como por la conformación de sus actores. Pero la relación que Abelardo Castillo establece con el Teatro del Absurdo deviene de la vertiente existencialista en la que el absurdismo opera. Es decir, a diferencia del resto de los dramaturgos que receptan el Teatro del Absurdo, el de Castillo es de corte psicoanalítico, el absurdo en su variante de compromiso político (ligado con el resto de Latinoamérica), como así también aludiendo al cristianismo, ya que la ausencia de Dios marca sus obras. “Si tengo que explicar a Dios estoy fuera de la fe, estoy en el ámbito de la ciencia. En ese sentido, un personaje mío, en El Evangelio según Van Hutten, dice que santo Tomás era una especie de hereje, porque a Dios no hay que explicarlo, es una vivencia para el creyente. Aún hoy me considero cristiano, aunque sé que es bastante difícil de explicar, porque creo justamente que el cristianismo es una ética. Para mí entre cristianismo y socialismo, o anarquismo incluso, hay diferencias sólo de matices. Creo que uno de los grandes problemas que tuvieron las doctrinas en el mundo fue haber excluido al cristianismo de ellas, porque se quedaron sólo con la parte económica y práctica; y el cristianismo supone una ética. Se puede ser cristiano sin creer en Dios, porque la fe no es optativa.” (Castillo: 2013)

En La Argentina pensada: diálogos para un país posible (1998), Castillo afirma: “El cristianismo ¿es posible? ¿Qué cristianismo?, ¿el de Cristo? Tengo la impresión de que no. ¿Es cierto el ‘amaos los unos a los otros’? ¿Es cierto que no es posible resistir a la violencia? Ni la filosofía ni la religión ni la política le están dando soluciones al hombre. Por eso se habla de una crisis universal del sentido. Pero no digo que sea para siempre. Nos tocó vivir en esta época y, naturalmente, nos toca testimoniarla.” (1998: 24)

Un ejemplo claro de ello es su primera obra teatral, El otro judas (1959), publicada en 1961 y ganadora de varios premios, entre ellos los Festivales mundiales de Cracovia y Varsovia. La obra plantea la entrega y muerte de Jesús como parte de un acuerdo entre éste y Judas. Así, Iscariote no es presentado como traidor sino como pieza imprescindible para el cumplimiento de la misión de Cristo. Aquí, Cristo es presentado como un hombre más, como un líder revolucionario en la que su misión queda inconclusa.

Como se señala, Castillo se sumerge en la tradición cristiana subrayando las consecuencias de su decadencia. En su devenir narrativo, la angustia de los protagonistas cunde en su crisis existencial. María Claudia Gonzáles (2010) se refiere a los personajes de Castillo como “antihéroes” que sufren el flagelo de la culpa, la soledad, el vicio, la ambición y su consecuente fracaso, encarnando así el prototipo de héroe del siglo XX.

Concebir la existencia humana como absurda trae aparejado el sentimiento de angustia. El término, acuñado por Sören Kierkegaard, precursor del existencialismo, se define como el temor del espíritu finito frente a su propia finitud. La lucidez produce la conciencia de libertad, y ésta a su vez conduce a la angustia. La libertad es la posibilidad que se abre entre los polos de la dialéctica del hombre. Esta posibilidad engendra angustia porque implica que se encare la eternidad, o la infinitud de la posibilidad. Por lo tanto, a mayor libertad, mayor angustia.

Jean Paul Sartre, uno de los mayores exponentes del existencialismo en el Siglo XX, toma conceptos de Freud, Nietzsche, Heidegger y Kierkegaard, entre otros, para postular su propio sistema filosófico, donde objetiviza y diferencia el Ser, la Existencia y la Nada. Uno de los puntos fundamentales de su obra es el concepto de Mala Fe, la negación que uno mismo se realiza para negar la conciencia de libertad: “En la actitud de la mala fe, la conciencia dirige su negación hacia sí misma, en lugar de dirigirla hacia afuera. Uno se enmascara la verdad a sí mismo, en lugar de enmascararla a los otros, como se hace al mentir. En la mala fe, uno sabe que se está engañando a sí mismo” (Sartre; 1970: 91-92). El hombre se encuentra inmerso en el absurdo, en la muerte, y tras la angustia volverá a caer en la repetición de los actos. La condición humana, privada de toda posibilidad de modificación, se revelará falsa. Pero el héroe moderno, aunque inútilmente, buscará resolver aquellas dudas que nunca podrá dilucidar, por su carácter cíclico.

Sin embargo, de eso se trata la búsqueda, de un proceso de descubrimiento: “Si no hay un fundamento exterior para el hombre (un orden racional, un dogma, etc.), lo tiene que descubrir él mismo. No hay nada exterior que le dé su valor. Él es su propio valor y sólo haciendo cosas lo mostrará. Por su propio esfuerzo, partiendo de la angustia primera, dará, pues, un significado a su vida”. (Lamana; 1967: 23) La angustia, la náusea, no es algo que paraliza. La situación de angustia es más bien el resultado del encuentro con la realidad. A partir de la angustia el hombre construye, se inicia, experimenta.

Castillo asume que el concepto del personaje como una representación de un ser coherente, orgánico, con una identidad única, es problemático. Por lo tanto, se asiste a la disolución de los personajes, hacia el interior, hacia sus pensamientos y sus “yoes”. En términos beckettianos, se sumerge en una especie de autoespeleología que tiene como consecuencia el reflejo de una alteridad. De aquí que en Castillo se interprete la noción de absurdo como un doble dispositivo: por momentos el absurdo de la existencia se vuelve angustioso y asfixiante, en otros, esta dialéctica se invierte, el absurdo de la existencia en vez de trasmitirse a modo de dolor se convierte en un humor hilarante y corrosivo. Así, mucho más jocoso que el estar lamentándose por la muerte, es preferible reírse de ello. Y esta hilaridad empleada en algunas de sus piezas teatrales –Israfel es el caso- funciona como herramienta reveladora de lo absurdo de la existencia humana.

Por otro lado, el absurdo es sellado por una angustia y un compromiso social y político innegable. En las obras mencionadas se advierte la resistencia, directa o encubierta, a la actitud totalitaria del gobierno militar. Castillo -como muchos escritores de su tiempo- se enfrenta la dictadura desde la cultura y da cuenta de las continuas intromisiones perpetradas por los militares en el ámbito intelectual. El autor argentino se inscribe entre los dramaturgos cuya consolidación en la década del sesenta posibilitó -en palabras de Jorge Dubatti- “el fortalecimiento del “teatro como crítica de la sociedad”. (2003: 15)

Como se nombró anteriormente, el absurdo que opera en la puesta teatral castillense remite a una suerte de espejo que devuelve un “Otro”, ya que se articula de manera constitutiva con las diferentes representaciones de la Otredad que tienen lugar en las dos piezas de teatro anteriormente nombradas. En ellas, se observa el programa estético-creativo basado en dicotomías y figuraciones en torno al modo en que se configura la Otredad a niveles antropológico, cultural y político-social. Entonces, es la mirada que el espejo devuelve, o la mirada del otro que se dirige al yo, que permite marcar una asociación con el sustrato realista, de raigambre sartreana y heideggereana, que opera de anclaje metafísico en casi la totalidad de las obras de Abelardo Castillo.

En Israfel el personaje de Edgar Allan Poe denuncia la ambición de aquellos que privilegian el dinero como motor de vida, en detrimento de la imagen del artista que vive de su arte y crea a partir de una libertad expresiva. Poe se convierte en paradigma de héroe trágico de aislamiento y miseria: “En el simbolismo de Castillo, el poeta maldito se yergue con la conciencia de su genio en ruptura con la incomprensión. Tal la lucha, a vencer más allá de la muerte. De ahí el título, Israfel, que sugiere un anuncio de Apocalipsis y hace pensar en las terribles trompetas que proclaman la hora del Juicio Final”. (Guibourg; 2001:21)

La otredad en Israfel es problematizada desde el principio. William Wilson es un personaje misterioso cuya figura acosa al poeta. Este hombre vestido de negro provoca pánico al personaje de Poe y con cada aparición va adquiriendo autonomía hasta descubrirse idéntico a él. El otro deviene en sombra atormentada que abruma al protagonista, que lo desnuda en su angustia y que le revela la existencia desolada del escritor maldito. El personaje de Castillo es un ser “arrojado” en un mundo que se revela como nada, es un ser-ya-caído-en-el-mundo, es un tener-que-ser pero como ya-embarcado; el hombre tiene que emprender la ejecución de su ser, pero sin haberlo elegido, sin haberlo pedido. Así es como el hombre puede ser entendido como “proyecto”, y como tal constituye una unidad de oposición entre la determinación y la posibilidad. El temor descubre, entonces, la posibilidad suprema del hombre como proyecto: la muerte. Sólo teniendo en cuenta la muerte en tanto posibilidad última, en tanto final, es posible adquirir una visión del hombre en su totalidad. De esta manera, el temor experimentado ante el reconocimiento del mundo como nada y del ser-en-el-mundo como nulidad es, según Heidegger, temor a la muerte.

Sin embargo, avanzada la obra, sumido en el alcohol y el opio, el artista evidencia un estado de “hiperlucidez” hasta el desenlace, al intentar comprar el mundo con una moneda de un dólar: “Mira, Virginia, mira. Ratas, cientos de ratas, miles de ratas. ¡Mira cómo la persiguen! Todas las ratas del mundo, detrás de una moneda. Se muerden, mira, se despedazan. ¡Eso! ¡Así! Hínquense el diente. ¡Bravo!” Y finalmente señala: “Sólo ha quedado el dólar, intacto, sin dueño. (Se acerca a la mesa del CABALLERO DE NEGRO) ¿Entiendes? Es mi última historia de horror. La última fábula de Edgar Poe” (Castillo; 1976: 154).

Como consecuencia, el tratamiento del absurdo en la poética de Abelardo Castillo, supone la voluntad de presentar al hombre escindido. En la literatura argentina, como se ha visto, en la etapa de 1960, se permite el análisis de corpus de textos y problemáticas que manifiestan las sucesivas y contradictorias modernizaciones de las últimas décadas, en las cuales se distinguen estas nuevas articulaciones provenientes del teatro del absurdo europeo: de lo trágico heroico a lo trágico absurdo; de un proceder heroico a un errar absurdo (Argullol: 1982). En este plano, lo señalado evidencia, por una parte, la dinámica compleja de la escritura de Abelardo Castillo, y por otra, en cómo las manifestaciones del dominio histórico-político inciden en esas configuraciones.

En síntesis, el doble dispositivo que presenta el tratamiento del absurdo en el entramado estético de la dramaturgia de Abelardo Castillo se afirma en sus personajes: angustia por su condición perecedera, asumiendo un compromiso social y político; hilaridad rebelde hallando placer en una actividad inútil. Esta actitud dicotómica, identificatoria de los dramaturgos del absurdo, procura en Castillo un rasgo conflictivo pero a la vez posibilitadora de una estética particular.

Bibliografía

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Romero, Luis Alberto. (2001). Breve historia contemporánea de la Argentina. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.



* Licenciada y Profesora en Letras Modernas. Doctoranda en Letras por la FFyH-UNC. Investigadora en Equipo de investigación: Escritura, género, identidad, otredad en el Sistema Literario Argentino Contemporáneo. Mail: silvisanchez1@gmail.com .

Recibido 20/04/17. Aprobado 20/06/17.