AVATARES DE LA INICIACIÓN: IDENTIDAD, IDENTIFICACIONES Y OTREDADES EN CLAVE MÍSTICA EN EL ORIGEN DE LA TRISTEZA DE PABLO RAMOS

Sabrina Rezzonico *

Resumen

A través de una revisión de entrevistas y del análisis de El origen de la tristeza (2004), se aborda la inscripción estética de la obra de Pablo Ramos en el “realismo místico”, atribuido por la escritora y periodista colombiana Laura Restrepo. Para ello, en primer lugar, se señalan determinados rasgos de la poética del autor y la configuración de su escritura a partir de sus declaraciones. En segundo lugar, se analiza la conformación de la identidad de Gabriel Reyes ‒voz narrativa protagonista‒ a partir de su iniciación a aprendizajes vitales, los que modelan identificaciones y otredades vinculadas con el espacio y su experiencia y percepción de lo real en la narración. Asimismo, se presenta una interpretación de dicha iniciación en clave mística a partir de Evelyn Underhill ([1911], [1915]), y que daría cuenta de la estética señalada en los inicios de su escritura. En último lugar, se retoma el sentido de esta obra y de la escritura según el autor para finalizar con reflexiones sobre su poética.

Palabras clave

IDENTIDAD - IDENTIFICACIÓN - NARRATIVA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA - OTREDAD - REALISMO MÍSTICO

Abstract

Through a review of interviews and the analysis of El origen de la tristeza (2004), the aesthetic inscription of the work of Pablo Ramos in the “mystical realism”, attributed by the Colombian writer and journalist Laura Restrepo, is approached. To do this, firstly, certain features of the poetics of the author and the configuration of his writing are approached on the basis of his statements. Secondly, we analyze the conformation of the identity of Gabriel Reyes ‒protagonist narrative voice‒ from his initiation to vital learning, those which model identifications and otherness related to space and his experience and perception of the real in the narration. Also, an interpretation of this initiation in mystical key based on Evelyn Underhill ([1911], [1915]) is presented, which would account for the aesthetics indicated in the beginnings of his writing. Lastly, the meaning of this work and of the writing according to the author is resumed, ending with reflections on his poetics.

Key words

IDENTITY – IDENTIFICATION – CONTEMPORARY ARGENTINE NARRATIVE – OTHERNESS – MYSTICAL REALISM

Ramos por Ramos: experiencia vital en la literatura y supuestos (est)éticos iniciales

Si bien Pablo Ramos publica el libro de poemas Lo pasado pisado en 1997, su obra comienza a ser reconocida y premiada [1] a partir de su narrativa pos2000. Sin embargo, él considera compartir poco con la (ya no tan) “joven guardia” [2] generación 00, según algunos suplementos culturales y producciones críticas en su momento de aparición‒ y otras nuevas generaciones de escritores: no soporta la hipocresía de quienes critican los talleres literarios y terminan dictándolos solo para ganar dinero; arremete contra la tendencia que él describe como “publico, luego escribo” y, en este sentido, critica tanto al mercado y a las editoriales, como a la academia; se enoja por la escasa lectura y las excesivas ansias de publicación y consagración de autores/as contemporáneos/as [3] ; entre otros rasgos que Ramos adjudica a los que, con Drucaroff (2011), pueden reconocerse como la segunda y la tercera generación de escritores de la posdictadura [4] .

Escritor desde niño y con solo la escuela primaria terminada, Ramos se acerca a los talleres de Abelardo Castillo y de Liliana Heker y comienza a transitar un momento nuevo en su escritura: la experiencia literaria al mismo tiempo que vital y viceversa, esto es, una conjunción entre vida y obra aún presente. Para abrir a “la esencia espiritual de lo vivido” que ‒según Jung, referido por Ramos‒ “es lo digno de ser narrado” (Friera, 2010), resulta fundamental su posicionamiento en cuanto al rol del escritor, cuyo interés pasa por acercarse y avanzar sobre la frontera emotiva establecida por el lector para, así, constituir un hecho revelador. Este énfasis en la emoción como efecto de lectura esperado reaparece como eje necesario a restituir en la literatura, dado que esta es concebida como memoria tanto fáctica como emotiva de la humanidad y, por tanto, de un ser humano (Ramos, 2008).

Este compromiso vital con la escritura es, al mismo tiempo, trabajo profundo con el lenguaje en la invención y la corrección de la obra en sus sucesivos borradores, como de la vida del escritor en un sentido moral. También, desde su punto de vista, comprende una responsabilidad de clase, pues como él reconoce: “qué soy yo: ¿un escritor neutral? No. ¿Un escritor de la clase obrera? Sí. ¿Qué debo escribir? Historias de los que no tienen voz” (Ramos, 2012b). Así, estas autoadcripciones identitarias del mismo Ramos ‒también peronista y católico‒ posibilitan una aproximación a rasgos de su poética, presentes en la novela cuyo análisis se propone.

La creación artística hecha obra ‒construida como “arquitectura de la mentira” [5] y trazada como mapa del alma del escritor‒ contiene las coordenadas biográficas del autor, pero reelaboradas ficcionalmente desde el personaje central de algunos relatos y novelas: Gabriel Reyes. La forma literaria tramada desde el personaje hacia afuera constituye un rasgo incuestionable de la poética de Ramos, dado que como él mismo lo señala: “hay un personaje que tiene una tensión narrativa, que va cargando un peso que se acumula, haciendo de cuenta que no pesa. Donde se hunde el personaje, es donde yo sé que está el centro de lo que escribo. Es la búsqueda de una raíz en la fisura” [6] . Entonces, así como la escritura de una aventura moral ‒no moralizante‒ es la que este autor privilegia a los fines de crear o leer “buena” literatura, el procedimiento de construcción de la voz narrativa en primera persona, como perspectiva privilegiada y protagonista de los hechos le permiten inaugurar “una respuesta estética a un problema moral del mundo” (Ramos, 2008).

Después del 2000, se destacan las reflexiones críticas de Amícola (2007) en torno de la autoficción y la autofiguración, y las de Giordano (2013) sobre el relato (auto)biográfico y las “escrituras del yo” (por solo citar dos autores [7] ) a partir de diferentes géneros discursivo-literarios. Sin referir a estas discusiones, sin embargo, Ramos sostiene ‒como escritor‒ que “Gabriel es escritura y Pablo no. (...) Es un lugar sagrado, secreto: mi puerta de entrada a la realidad de la literatura. Mi realidad tiene salida sólo hacia la escritura, hacia adentro. Por eso la busco desesperadamente: busco algo que me salve.” (Enríquez, 2012). Al precisar la distinción entre autobiografía y lo construido como experiencia subjetivada en la literatura ‒la que responde a rasgos de lo que Ramos entiende por “realista”‒, se encuentra una llave para ingresar a su literatura, escrita a partir de la vivencia de hechos reales transformados por una subjetividad y hechos escritura.

Un productivo excurso y contrapunto crítico puede colaborar a repensar la reformulación de la estética realista y dar paso a otro modo de entenderla desde el autor. Siguiendo a Gramuglio, el realismo ‒aquí considerado en literatura‒ postula un problema de orden epistemológico, dado que se fundamenta en la relación entre signo y referente, a través de la que se despliega una “constelación semántica: imitación, mímesis, verosimilitud, representación, referencialidad” (Gramuglio, 2002:16) que establece dicha relación. Para generar ese carácter de real, entonces, la literatura así calificada plantea un testimonio y una crítica al presente y, para ello, recurre a los procedimientos formales de la descripción minuciosa de espacios y la delimitación o notación del tiempo cronológico, la caracterización de personajes ‒en la que ingresa el nombre propio como refuerzo de la “pretensión” referencial‒ y la mirada y la vista como sentido privilegiado de las voces narrativas, cuya característica es representar el habla de un grupo social, entre otros.

En otro sentido, Contreras (2013) comienza por deslindar la operaciones de narrar, describir y construir el efecto “verosímil”, para ‒tomando la narrativa de Saer analizada por Giordano‒ re-conocer el realismo no en su capacidad de mostración y referencia a una realidad, sino a su reverso, lo otro, lo negado o enmascarado por ella. De allí que, como Contreras señala, “hoy pueda ser interesante pensar en “lo realista” como hipótesis: menos un conjunto de positividades que el punto de vista para imprimir una torsión sobre los estados –amplios o restringidos, generales o propios– de la ficción.” (17). Asimismo, esta crítica va más allá y advierte ‒siguiendo a Bajtín‒ que el tiempo de la novela realista no sería el presente, sino que por referir a un presente inacabado e imperfecto se “despliega”, se irradia, hacia el futuro. Así, entre la operación de escritura ‒que establecería una inadecuación al presente y, por tanto, un “desfasaje radical” con este‒ y la de la lectura ‒y la multiplicidad de tiempos heterogéneos en que ella se realiza‒ se podría formular una noción situada de realismo(s) en función de las poéticas de autores/as. Por último, en el marco del “deslizamiento de la concepción de la realidad como efecto de la representación a la experiencia de lo real que, reprimido en la posmodernidad posestructuralista, retorna como traumático” (21), Contreras se pregunta cómo es posible escribir sobre la realidad cuando esta es potencia, y supone que una respuesta puede estar dada por las nuevas formas de la imaginación y la aspiración a lo indeterminado.

Precisamente, el realismo según Ramos parece adscribir más a la reformulación postulada por Contreras, dado que es posibilidad también para pensarlo junto a su calificación de místico. Según Underhill [8] , “el misticismo es el arte de la unión con la Realidad” (Underhill, 1915:5), entendida esta última no como el mundo prejuzgado, clasificado y etiquetado de conceptos, o como “la limpia colección de objetos y experiencias discretas” (7) que implican un contacto fragmentario con ella. La Realidad, en cambio, está plagada por el misterio que es horrendo e incomprensible en su carácter simbólico y solo abordable desde la “sensación absoluta” (10), la comunión de esos fragmentos provistos por los sentidos mediante la contemplación ‒penetración vital más profunda‒ en una totalidad trascendente. Por su parte, en esta línea, el autor de la novela a analizar propone como ejercicio “[m]irar de manera perpleja lo que se pierde” (Quiring, 2013) para recrear literariamente alma de los hechos y no una fijación de la realidad dada a partir de dicha mirada. Para llevar a cabo ese ejercicio, resulta necesario que el escritor sea “lento, observador, quedarse colgado en algo hasta que esa cosa se le revela. Antiguamente la intuición y la revelación eran métodos de acceso al conocimiento, hoy parece ser sólo la razón lo que impera, pero hay una especie de mística también” (Ramos, 2008). Lo antedicho resulta productivo para pensar el modo en que ese realismo místico [9] con que Laura Restrepo bautizó la estética de Ramos se constituye en un rasgo inicial y en fundamento central en su poética.

Claves estéticas de la vía mística de Gabriel Reyes: identidad narrativa, identificaciones grupales y su mundo como otredad

La propuesta de análisis de El origen de la tristeza [2004] se centra en el imaginario [10] construido en torno del espacio y su estrecho vínculo con los sujetos-personajes, como creador de identidades y otredades y generador de identificaciones, al mismo tiempo atravesadas por etapas ‒cuyo devenir temporal no es lineal‒ de la vía mística propuestas por Evelyn Underhill (1875-1941), escritora inglesa, reconocida por sus tempranas obras sobre religión y misticismo cristiano a comienzos del siglo XX.

Dado que la novela finaliza con una referencia a una instancia de enunciación imaginada en complicidad con el lector ‒“(...) y entonces lo supe: era el final, yo estaba viviendo el final de esto que acabo de contarles” (Ramos, 2004:157) ‒, las identidades a abordar en las páginas siguientes no solo están consideradas en su construcción discursiva dinámica y su devenir incierto permanente, sino que además se constituyen en identidades narrativas (Arfuch, 2002:25). Se conjugan y entrecruzan así dos niveles distintivos: uno, la figura de autor y la narración de una (su) vida, referida brevemente en el apartado anterior y el final; otro, la figura del narrador y el relato de una (su) vida en la ficción. En este sentido, se considera que la novela a analizar propone, en esa tensión autobiográfica y autoficcional,

[e]l poder del relato ambiguo [que] consiste en explorar posibilidades anómalas de lo autobiográfico, imaginarlas y desplegarlas narrativamente, manteniendo un vínculo estratégico con las reglas de verosimilitud, para que orienten y no limiten la invención de formas de vida más complejas, o más ricas, que las que sólo nos permiten pensar la pura identificación con lo ficticio o con lo factual, formas que encausan los desplazamientos de la indefinición. (Giordano, 2013:7).

A partir de las intervenciones del autor en el apartado anterior y las aquí brevemente comentadas, importa de esta literatura [11] y de la autoficción, al decir de Giordano, “mucho menos la naturaleza de lo narrado, si el relato es testimonial o ficticio, o si mezcla ambos registros, que las inclinaciones íntimas que movieron al narrador a componer, con esas vivencias reales o inventadas, asociaciones de afectos que expresan indirectamente matices de su subjetividad” (2013:7), matices a abordar en el apartado final.

A su vez, vinculadas con los procesos de construcción de dichas identidades como se las ha caracterizado, las identificaciones [12] situacionales comprenden autoadscripciones de sujetos en grupos que ‒en su heterogeneidad constitutiva‒ se funden en una unidad relativa y operan en función de objetivos e intereses comunes frente a otros, aquí considerados de manera amplia como sujetos-personajes, espacios y tiempos. Asimismo, Grimson restringe su definición a las categorías de grupos sociales, a los sentimientos de pertenencia a un determinado colectivo, y a los intereses comunes que se articulan en torno de una denominación.” (Grimson, 2012:184), que brindan un mapa de cómo la sociedad en su conjunto se piensa, clasifica y reconoce a sí misma. Aquí, dichas identificaciones son lugar de amparo colectivo ante la adversidad del mundo y, por tanto, son grupales o comunitarias. Asimismo, ellas se acoplan o se religan a un imaginario espacial delimitado como propio ‒y otros, como ajenos‒, tal como se anticipa en la serie la esquina/ el barrio –el cementerio/la villa/la quinta y las autoadscripciones ligadas a prácticas y saberes vitales, y a lo emocional cada uno suscita.

De este modo, la identidad narrativa es entendida como la emergencia y el crecimiento dinámico de la percepción de un sujeto (el yo narrador) de y en el mundo y conformada en su comunidad barrial, en una dimensión (inter)subjetiva y contextual (con/contra-los-otros y, mediante procesos de identificación, desde un yo-nosotros) y delimitada por las fronteras geográficas del barrio y sus alrededores. Asimismo, este proceso de formación de Gabriel Reyes es abordado desde sus vivencias de lo sagrado-lo profano, la intuición y la revelación, y la vida contemplativa de matriz mística.

Primera novela de la trilogía centrada en Gabriel Reyes [13] ‒narrador protagonista apodado “Gavilán”‒, en El origen de la tristeza se asiste a los aprendizajes de este niño ‒su educación sentimental‒ en los planos laboral y erótico-amoroso, al dolor y a la tristeza, a los lazos de amistad con su barra y al mundo adolescente. La obra comienza con dos epígrafes [14] , luego de los que se suceden los tres relatos que la componen de manera cronológica.

Siguiendo al mismo Ramos, puede decirse que su literatura es física y establece límites donde el barrio se establece como un escenario donde (se) juega el sentido en las iniciaciones de Gabriel. Por ello, se pone énfasis en las descripciones y las emociones suscitadas por diferentes espacios, como el cementerio de Avellaneda, las calles del barrio ‒contrapuesto a la ciudad de Buenos Aires y luego a Wilde‒, la quinta de los Mellizos y el camino hacia ella, y el taller de su padre.

En el primer relato, las cuatro oportunidades que vinculan a Gabriel con el cementerio de Avellaneda ‒lindante con Villa Corina‒ permiten señalar que este se configura como espacio de formación temprana en el trabajo y de su carácter, pero también del hurto, el engaño y la profanación. Por sus labores, él recibirá un módico salario con el que hará un regalo de cumpleaños a su madre, especial esta vez, porque está embarazada de su hermana Julia.

Así, la primera vez, solo y de día, Gabriel observa con miedo desde la reja las calles y “casitas del pueblo de los muertos” (Ramos, 2004:17) y valora que “vivir entre los vivos” no es pasarla mejor que “vivir entre los muertos”. En la segunda ocasión, si bien observa que “[l]as tumbas de mármoles (…) [p]arecían espejos antiguos abandonados, resplandores cargados de maldad” (27), él supera ese miedo al transitar y salir del monobloque de los nichos ‒lugar que más lo atemoriza‒, caminando hacia una luz, que él asemeja a la mencionada por quienes retornan de la muerte. Ya en el cementerio, identifican tres tipos de tumbas con Rolando, su amigo, cuidador de tumbas y habitante de ese espacio, y sobre todo su maestro, quien parece “vivir en otro tiempo” (17), posee entendimiento de las personas y las “cosas misteriosas” que allí suceden y educa a Gabriel en “ver con V mayúscula” (38).

Al día siguiente, Gabriel se reúne con su maestro en el bar del Uruguayo para la tercera lección, esta vez diurna y de identificación de “tumbatarios” ‒en su jerga profesional‒ o potenciales clientes y luego se dirigen hacia el cementerio. Gracias una artimaña y a su presentación como decorador y encargado de mantenimiento de tumbas, Rolando cierra un negocio con la nieta de un cliente, que intenta incendiar su bóveda familiar. En esa misma ocasión, en el segundo subsuelo de la bóveda de los Cornetti [15] , Rolando le muestra “el nido que acoge su alma” al “ave rapaz heredera de [su] sapiencia” (Ramos, 2004:36), le cuenta la historia de dicha familia y le advierte que si “tiene pasta” va a mostrarle algo que nunca va a olvidar.

Ello sucederá al día siguiente, en la última lección, cuando Rolando le pregunta a Gabriel si está dispuesto a ver quién “ha vencido al tiempo” (Ramos, 2004:55). Su maestro le revela una mujer embalsamada bajo una luz celeste, que resulta ser Andrea C., inmortalizada montando un rulemán en un afiche pegado en el taller de su padre, y de quien Gabriel está enamorado, además de invocarla al masturbarse para tener calma en el cementerio.

Este vínculo con Andrea C., gestado a partir de una persistente observación, cobra materialidad cuando un día el alma de esa joven sale del afiche ‒en el que “había algo mágico, un mensaje del destino” (Ramos, 2004:44)‒, y tiene un encuentro carnal con Gabriel que, junto al vino y al tabaco, le “iban ganando el alma” (22). Ahora, sin embargo, se le revela como “un purgatorio, como un castigo a la no descomposición de su cuerpo” (55-56) y su imagen es la de una muerta.

De esta manera, lo femenino que parece en la superficie estar ligado a lo profano, lo carnal y lo erótico se transforma en algo negado por la muerte, inmortal, casi con estatuto divino. De modo similar como sucede cuando se refiere “lo de mamá” [16] , esto es, las falsas alarmas de parto, que son explicadas por la abuela de Gabriel por el hecho de que la panza no está madura aún. Ello lo lleva a imaginar algo podrido dentro de ella, como un carozo dentro de un durazno, lo que le produce asco y náuseas. Esta idea de “vida muerta” ‒retomada luego en torno de un amigo, de su padre y de sus propias percepciones‒ cobra significación cuando Gabriel, en un gesto de amor e inocencia, regala a su madre en su cumpleaños un adorno con forma de corazón de bronce con una dedicatoria para la eternidad [17] . Ello caotiza a su familia, provoca su reto y desencadena la llegada de su hermana al mundo.

Aquí se advierten y se precisan tres de las “etapas” de desarrollo de la conciencia espiritual en la vía mística reconocidas por Underhill (1911): el despertar del yo, especie de revelación como nacimiento del individuo en el mundo ‒no en un sentido religioso‒ y proceso imposible de ser descripto, pero que consistiría en la lucidez gradual y creciente del dolor y la miseria, en la puerta de entrada a la próxima etapa; la purificación del yo, que comprende el conocimiento de sí mismo, en sus aspectos negativos y positivos; la iluminación del yo, que implica la intervención de voces y visiones que conectan al yo con aventuras espirituales, la introversión (recogimiento y quietud), el éxtasis y el arrebato o rapto. Asimismo, habrá anticipaciones de una etapa posterior, la noche oscura del alma, así llamada a partir de un poema de San Juan de la Cruz (1542-1591), serie de pruebas presentadas al yo que lo desarmonizan, por lo que debe abandonar la luz para regresar a lo pasado, esto es, negando al yo a partir de una “muerte mística”. La última de las etapas, denominada la vida unitiva, constituye finalmente el grado máximo de vínculo con la divinidad.

En el primer relato, entonces, sucede el despertar de Gabriel al mundo en la revelación dispuesta como forma armónica y concreta en las valoraciones de su barrio, de la esquina compartida con Los Pibes, en contraste con los espacios atemorizantes de las villas y el cementerio. En un momento posterior, la etapa de purificación del yo comprende el conocimiento de sí mismo en un vaivén entre el placer y el dolor, y conlleva ‒en este caso‒ la muerte del “cuerpo del deseo”, proyectado sobre Andrea C. El encuentro y disfrute erótico con el cuerpo imaginario y casi virginal de la joven del afiche, que Gabriel interpreta como “señal del destino”, termina siendo un purgatorio, un “castigo”, símbolo sugerido a la imaginación que permite la toma de conciencia de la finitud y se objetiviza en una forma muerta. Al respecto, siguiendo a Underhill, podríamos precisarla como una “visión imaginaria activa”, ya que puede considerársela “expresión automática de la actividad subliminal intensa” (Underhill, 1911:269) y es representada mediante un viaje ‒dado en el cuerpo o la imagen de Andrea C.‒ por el cielo, el purgatorio y el infierno, espacio que reaparece con una figuración diferente en el segundo relato.

Asimismo, no solo desde su experiencia con Andrea C. y su atracción por Marisa, sino además desde la figura materna de Gabriel, lo femenino ‒siguiendo a Jung, como arquetipo y ánima [18] ‒ puede ser pensado como energía simbolizada en la escritura y se encuentra vinculado con la mujer y la vida, pero también ligado a la noche y a la muerte [19] . Así, Andrea C. y la madre de Gabriel ‒embarazada a su vez de Julia‒, formas mitologizadas en las que se proyectan el ánima y las relaciones emocionales del joven, tienen las propiedades de vivir como muertas.

En ese sentido, si bien las visiones y voces corresponden a la etapa de la iluminación del yo, y en este primer relato refieren al despertar del Amor, al crecimiento de la intuición y la capacidad de Ver el alma de los hechos y de las personas ‒como Rolando enseña a Gabriel‒, también pueden suceder intervalos de conflictos que anticipan la noche oscura del alma. La materialización de Andrea C. en visiones o voces [20] puede significar, en este sentido, una presencia divina con forma femenina, o ‒como en el caso de Santa Teresa de Jesús‒ la acción del Mal, figurada también en el relato siguiente, en “El incendio del arroyo”.

En este segundo relato, ya ha transcurrido un año del nacimiento de Julia en pleno verano en el barrio El Viaducto [21] . Gabriel presenta y autoadscribe a un nosotros identificable por su oposición a otros y en torno del espacio ‒, ya que eran “Los Pibes y parábamos en la esquina de Magán y Rivadavia: el centro exacto del barrio” (Ramos, 2004:63), lugar perfecto para escuchar el bandoneón de Armando por las tardes. Asimismo, ubica otros espacios cercanos, más pequeños que la Villa Mariel o la Corina, donde se encuentra la peor de las barras enemigas, llamada Los del Otro Lado. El proceso de identificación grupal, entonces, ocurre desde la voz narradora ligada al espacio y a las prácticas que lo definen; al mismo tiempo, se distingue la otredad amenazante figurada tanto en el espacio como en los sujetos.

Con motivo de conseguir vino para su debut sexual finalmente frustrado con prostitutas de la villa, la barra de Los Pibes ‒conformada por Gabriel, Carlón, Percha, Alejandro, Chino [22] , Rata, Tumbeta, Jaro, Rindone y Marisa‒ decide partir en expedición hacia la quinta de los Mellizos. El jueves anterior al partido, que definirá el orden del debut para los ganadores, llueve y el barrio se inunda, inclusive la esquina valorada por Gabriel como “el lugar más hermoso del mundo” (Ramos, 2004:106), su esquina. Hacia la tarde, lo que parecía ser un “atardecer hermoso” (68) resulta ser el incendio del agua podrida del arroyo, provocado por “los taninos y no sé qué otras mierdas de las curtiembres” (71).

Ello no detiene a Los Pibes: al día siguiente y con Gabriel como jefe, cruzan el baldío de una fábrica abandonada, atraviesan las vías y, en su recorrido, ven la cancha “del Arse” y la villa Atrás del Arco. Por la costa, llegan a la quinta de Los Mellizos –del mellizo que quedaba, porque se decía que el otro había sido asesinado por este–, al frente de la que estaba la cueva de los vinos [23] , donde ingresan y celebran el hallazgo de la bodega repleta. Aunque Gabriel advierte la posibilidad de que su “emoción haya magnificado [su] visión de las cosas” (Ramos, 2004:83), ante tal descubrimiento y el olor de los “vapores celestiales del alcohol” (86), propone un brindis citando las palabras que Rolando le había dicho en la bóveda de los Cornetti: “Al amigo, todo, al enemigo, ¡ésta!” (86) y, finalmente, se emborrachan. Antes de dormirse “como ángeles”, Gabriel relata que cantó “con una leve tristeza que no podía identificar pero que había empezado a ganar cada centímetro de [su] corazón” (87) y se besa con Marisa.

Al despertar, la luna llena ilumina toda la quinta y la barra ‒de los ahora ladrones‒ acuerda regresar con el botín de damajuanas, pese a ser riesgoso. Retoman el sendero sinuoso y llegan a una encrucijada, una bifurcación [24] , donde deben decidir qué dirección seguir: por la orilla del río –en la que había ratas-piraña que podían atacarlos– o por el basural –del que emergían caños que liberaban gases de los desagües y hacían llamaradas–. Optan por el camino que bordea al río, “un sendero sinuoso, desconocido, y lleno de sombras fantasmagóricas”, y callados y ensimismados, atraviesan unidos el silencio del monte sintiendo “la angustia que el paisaje te metía en el pecho” (Ramos, 2004:92). Divisan un puente, cuya significación onírica y cultural puede vincularse con “el simbolismo del pasaje, y el carácter (...) peligroso de ese paso (…) puede indicar la salida de una situación conflictiva (…) donde [el hombre] encuentra ineluctablemente la obligación de escoger. Y su elección lo condena o lo salva.” (Chevalier, 1986: 853-854). Esta elección está marcada por el proceso que Gabriel atraviesa personalmente y como jefe: transitar el basural o enfrentar su miedo (las ratas-piraña), más allá del peligro que ambas opciones representan para el colectivo.

Hasta aquí, la personalidad de Gabriel se ha transformado mediante la introversión, que comprende los momentos de recogimiento y quietud, y el más profundo y significativo, de contemplación [25] . Dicho proceso es narrado desde la voz que monologa consigo misma y aparece figurada en los ejercicios progresivos para entrar en el “corazón de la realidad” superando las pruebas camino a y de regreso de la quinta [26] . Sin embargo, previo al regreso, aún resta otra prueba personal de Gabriel y de resguardo del grupo: meterse al río, pese al miedo producido por el asedio de “la imagen de una rata grande como un Ford Falcon [27] ” (Ramos, 2004:96). Al superar ese “tenebroso obstáculo”, se envalentonan cantando un “himno angelical”, “lleno de emoción y sabiduría”, develado después como un “Dale campeón…”, una canción de cancha con la que el narrador se da cuenta de su pertenencia grupal, de su identificación en un colectivo a través de lo emocional: “en ese instante (...) mis amigos y yo estábamos juntos (...) porque sentíamos las cosas de la misma manera” (97). Finalmente, atraviesan un cangrejal hallado en el lecho pantanoso del río, y se confirma la acertada decisión de Gabriel, dado que llegan al “asfalto salvador” y regresan al barrio.

Ya allí, el protagonista toma conciencia del caos y gravedad del estado del mundo, su mundo: el incendio del arroyo se configura como una visión del Mal, en tanto el fuego era intenso y parecía que se “encontraban a dos cuadras del infierno” (Ramos, 2004:99). Pese a esa visión apocalíptica [28] , al día siguiente la limpieza del barrio sorprende a Gabriel, aunque la situación lo entristece. Alejandro ‒definido jefe mediante un pan y queso y, por tanto, quien podrá elegir a Marisa como arquera‒ ordena convenir el precio con las prostitutas asiladas en la escuela. En este espacio, Gabriel registra cómo se destroza su alma mediante el olfato, al reconocerse ante “el olor de los desgraciados, de las personas desamparadas en el mundo” (116) y reflexiona sobre la vida como una realidad poblada de tristeza y fealdad; sucede simultáneamente que la directora Cueto descubre a Alejandro y el dinero se destina como donación a los refugiados. Al conocer lo sucedido, en silencio, algunos miembros de la barra se reúnen tristes en la esquina y Gabriel reflexiona: “yo sentí que, pese a todo, algo que me era muy difícil de explicar me unía a ellos para siempre” (119). Finalmente, estalla la gran explosión, “partiéndonos el corazón” (119) [el destacado nos pertenece].

Se produce, entonces, un doble movimiento de transformación del protagonista. Por una parte, ocurre el crecimiento espiritual de Gabriel, en tanto jefe de la expedición y la superación personal de las visiones del Mal que lo asedian; por otra parte, el episodio de debut fallido con las prostitutas es central. Derivado de este, Gabriel se transforma nuevamente, porque allí se le destroza el alma al sentir el olor de los desgraciados e inmediatamente después, experimenta una comunión con Los Pibes ‒una identificación asumida como grupal‒ que no solo coincide con su tristeza, sino con el estallido compartido del corazón ‒símbolo sobre el que volvemos en el último apartado‒ por la explosión, tal como se advierte en el final del párrafo anterior.

El tercer y último relato, “El estaño de los peces” [29] , se focaliza en la familia de Gabriel, en el taller de su padre, y en los cambios experimentados por sus amigos. El narrador refiere que todas las discusiones ocurrían en la cena por “el asunto del taller”, que para su madre debía cerrarse definitivamente, mientras que su padre prefería morirse antes de hacerlo.

Una madrugada, Ángel ‒el padre de Gabriel‒ viaja hacia San Nicolás y regresa al día siguiente, de buen humor. Trae consigo una pecera con peces, regalo de los hombres de la casa al taller, bendecida por una gitana en su propio idioma y con “dos chorros de leche directamente de la teta izquierda contra el parabrisas de la camioneta” (Ramos, 2004:126), que debían lavarse con la lluvia. De inmediato, la pecera se inviste como símbolo de una esperanza secreta y compartida de los tres; también, es ubicada en un lugar mágico, frente a donde estaba el afiche de Andrea C. ‒persistente cuerpo del deseo, muerto, pero eterno por estar embalsamado‒ y ahora había un espejo [30] . El padre expresa que es cuestión de “creer o reventar”, porque vendió todas las bobinas antes de lo previsto.

En esa misma época, Gabriel conoce a Fernando en una circunstancia traumática, un primer lunes de marzo “cuando pasó lo de mamá” (Ramos, 2004:127), un intento de suicidio que le da la certeza de que su madre “va a morir”, y se corrige inmediatamente: “En realidad el pensamiento me llegó como una revelación, o como una voz pesimista que me decía que mamá ya estaba muerta” (130). Al borde de la locura, Gabriel será ayudado por Fernando, convertido desde este momento en su “ángel [31] de la guarda” y quien se ocupa de su madre hasta la llegada su abuela.

Los efectos de este incidente se perciben inclusive al día siguiente, cuando Gabriel retorna a su casa del comienzo de séptimo grado, con doce años y tres maestras ‒las “momias” Otilia y Ofelia, y la señorita Florencia, por quien Gabriel siente “algo distinto” (Ramos, 2004:135)‒ y su madre se encuentra en la pieza “enferma de algo que nadie [termina] de nombrar” (136). Asimismo, la tristeza de su padre va creciendo, porque su taller parece ‒contrario a lo que la gitana había augurado‒ estar condenado. Al cabo de cuatro meses, todo empeora, porque “[s]e decía que el dólar podía ir a las nubes” (139) y, otro día, cuando va a alimentar a los peces, Gabriel observa una discusión de su padre con un proveedor, quien le dice “algo acerca del poco trabajo y los nuevos tiempos” (147), y ve los tableros desarmados. Se entera finalmente de que van a venderlo para pagar deudas y que su padre ha conseguido un nuevo trabajo, “por el bien de la familia” (150), dirá su madre ‒de quien Gabriel aún recuerda su imagen en el intento de suicidio‒.

Mientras tanto, sus relaciones de amistad con Los Pibes se sostienen, incluso el Percha lo invita a jugar al fútbol contra el equipo de la villa Atrás del Arco, pero ya se veían menos en el barrio. Aquí, se advierte una transformación en Gabriel, para quien “[t]odo debía de ser igual, pero a mí ya no me parecía lo mismo. Armando se había enfermado y casi nunca tocaba el bandoneón” (Ramos, 2004:147). Tampoco se veía seguido al Tumbeta, miembro de Los Pibes así apodado porque sus padres tenían una funeraria, que había comenzado a estar con Los del Otro Lado, a “darle al pegamento” (78) y robar.

Para olvidar los cambios percibidos en su mundo, un día Gabriel decide no ir a la escuela y deambular por la costa, donde “todo seguía ahí” (Ramos, 2004:151). Cuando Percha, Rata y Carlón lo encuentran, le comunican la noticia de que mataron al Tumbeta. La experiencia del velatorio en Wilde es transcripta en cursiva, desde la mirada de un Gabriel que escribe mientras piensa y siente, que transita el velatorio como un globo en tiempo presente, y que se cuestiona apenas acaba de llegar “por qué habrán elegido un barrio como éste” (153), tan distinto del “nuestro”.

Al ingresar a la sala, Gabriel declara: “Veo cosas que se pudren: carne marrón en la heladera, un caballo muerto flotando en el arroyo” (Ramos, 2004:153), similar a lo que piensa de la panza de su madre. Aquí es posible conjeturar, siguiendo a Jung y Chevalier [32] , que el caballo se trate del mismo Gabriel en su proceso de “muerte mística” ‒que atraviesa el tercer relato‒ y el arroyo constituya “fuente de fecundación del alma” (Chevalier, 1986: 59) próxima a regenerarse, o se vincule con el final provocado por Gabriel. Sin embargo, aún resta al narrador un nuevo encuentro cara a cara con la muerte. Así, en la sala chica, ve “la parte donde deben estar las piernas de mi amigo, las piernas muertas de mi amigo muerto” (Ramos, 2004:154) y mira por primera vez al Tumbeta y lo acaricia, pero Percha le advierte que no lo haga, porque en vez de nuca tiene algodón.

La barra regresa en caravana de bicicletas hacia el barrio, hacia su esquina. En ese momento, lo sucedido con el taller de su padre y la muerte de su amigo suscita una serie de reflexiones en Gabriel y desencadena el final de la obra, que aquí se reproduce y se analiza luego:

Miraba mi barrio, el invierno en el Viaducto. (…) Sentí que el barrio mismo se había entristecido. (…) que las cosas que nos rodean tienen vida porque nosotros tenemos vida, y son capaces de entristecerse cuando nosotros mismos nos entristecemos . (…) Yo me había sentido orgulloso de aquel padre, del que pensaba que mejor era morirse. Porque la muerte no es lo contrario de la vida: vivir como un muerto, eso es lo contrario de la vida. (…) Faltaba una semana para que Coco mudara todo a su casa de Berazategui, (…) yo quería recordar el taller así: (...) Imaginé todos los puestos ocupados (…) traté de sentir el murmullo de aquel mundo en marcha. (...)

Me paré frente al torno revólver y lo encendí. (…) Tomé un puñado de ralladuras de estaño y caminé hacia la pecera. (…) Miré a los peces muertos flotar panza arriba. (…) y entonces lo supe: era el final, yo estaba viviendo el final de esto que acabo de contarles” (156-7). [Los destacados nos pertenecen]

Otra etapa de la vía mística aparece figurada en el espacio y “las cosas”, que adquieren las mismas cualidades que el alma del protagonista, no solo en cuanto a la vida que parecen tener, sino a su capacidad de teñirse de las vivencias de los personajes. El tránsito de la noche oscura del alma ‒la cuarta etapa descripta por Underhill a partir del poema de San Juan de la Cruz‒ se evidencia en la desarmonía entre el yo y el mundo experimentada por Gabriel. Ocurre una inadecuación del yo, ahora “iluminado”, en relación con su estado pasado y, por ello, debe volver sobre lo que dejó: el retorno al taller de su padre con renovada esperanza simbolizada en la pecera, ubicada frente a un espejo donde se encontraba el afiche de Andrea C.; la escuela, espacio donde se asilaron las prostitutas y los desdichados que allí conoció, y ahora en su comienzo de clases; la costa, “donde todo seguía ahí”, y la calle y el barrio, donde le parecía a Gabriel que todo había cambiado; finalmente,volver sobre el Tumbeta, ver a su amigo por primera vez y que es al mismo tiempo volver a experimentar la muerte.

De este modo, existe un constante enfrentar la propia finitud en las figuraciones de la muerte y los matices de la idea de “vida muerta”, tal como la valoración de vivir entre los vivos y los muertos a propósito de la morada de Rolando; el cuerpo inmortalizado de Andrea C., que ha vencido al tiempo; la percepción de Gabriel sobre la panza de su madre; la opinión que tiene sobre su padre y su negativa a abandonar del taller, porque era mejor morirse, y finalmente tiene que hacerlo; la sensación al ingresar al velatorio del Tumbeta; Gabriel y la muerte de la vida que la pecera alberga, ante el derrumbe del taller y el fin de su infancia; su capacidad, en definitiva, de “ver lo que se pudre”.

De este modo, el corazón de Gabriel ‒antes fuente de amor y de voluntad, ligado con lo profundo del alma‒ es el lugar donde comienza a residir la tristeza originada ante la pérdida de la inocencia que lo caracteriza hasta el final. Además de concentrar la frustración, la desesperanza y la pérdida del paraíso que significa ese momento de la vida para Gabriel, el episodio final es inaugural de La ley de la ferocidad, en la que la escritura será el único modo posible de salvación.

La feroz compulsión de escribir como salvación

A través del análisis de El origen de la tristeza, se ha abordado la inscripción estética de esta novela en el realismo místico, adjudicado a Pablo Ramos por Laura Restrepo a propósito de su obra posterior, La ley de la ferocidad (2007). Sin embargo, según lo desarrollado, es posible reconocer esos rasgos desde los inicios de su novelística y, si recurrimos también a sus cuentos, como fundamentos de su poética. La generación de ficciones con una impronta (auto)biográfica del escritor transformada por la escritura en Gabriel Reyes posibilita así vincular literatura y vida, y pensar otras formas de compromiso entre lo (est)ético y lo político.

Por su parte, la categoría de identidad narrativa postulada en estrecho vínculo con el espacio permite reconocer el crecimiento de Gabriel a partir de sus diferentes aprendizajes desplegados en el cementerio, la calle, la quinta y el taller. Tal como se señala en el desarrollo, el barrio ‒en particular, abordado estéticamente desde las vanguardias y recreado en la narrativa actual‒ además de configurarse como un espacio vital y geocultural modelizado en/por la literatura, lo hace como centro mágico y de anclaje emocional para los sujetos-personajes. Al mismo tiempo, se considera que cobra gran significación para la comprensión de poéticas contemporáneas de autores/as, en las que los sentidos profundos ‒simbólicos‒ advertidos están dados por su apropiación del barrio como distintivo de su identidad ‒contrapuesta a otredades‒ y como generador de identificaciones a partir de él.

En relación con las formulaciones sobre el/los realismo/s señaladas con Contreras (2013), puede advertirse que la realidad ‒lo que hemos denominado el mundo de Gabriel‒ aparece en su configuración constantemente matizada desde la sensibilidad de la voz protagonista. Antes que tratar de establecer un vínculo transparente entre la palabra y el referente en las descripciones de espacios y personajes, dota de otra función al carácter privilegiado de lo visto en la escritura. Es, a partir de ese sentido, que se abre la posibilidad de Ver el reverso (el alma, señalan Rolando y Gabriel) de los hechos, su trasfondo, en función de las capacidades místicas que el protagonista desarrolla.

Desde nuestra perspectiva, la estética realista canónica y sus procedimientos formales son reelaborados y reformulados: ya no como modo concluyente de reconocer un contexto dado en un presente, sino ‒siguiendo a Contreras (2013)‒ como hipótesis, esto es, suponiendo esos mismos rasgos como desestabilizadores de lo dado y como apertura a otras posibilidades de percepción y sensación, por momentos incluso colectivas, registradas ‒no mimética, ni etnográficamente [33] ‒ en la escritura. La misma idea de educación sentimental como tópico literario, como proceso pedagógico desarrollado en la narración, puede ser comprendida en sus corrimientos y transformaciones si se atiende a estas rupturas con el realismo decimonónico y, más aún, al ser situada en el marco del sistema literario argentino, y promover una reflexión sobre cuáles son las nuevas formas que dicho proceso adquiere en diversas poéticas.

A diferencia de los espacios y los personajes, el tiempo en el que los tres relatos-capítulos son narrados es sucesivo y cronológico, y susceptible de ser contextualizado en los años de la última dictadura cívico-militar (1976-1983) en Argentina; asimismo, se narran aproximadamente dos años de la infancia de Gabriel y su pasaje a la adolescencia. Sin embargo, los lectores son “desacomodados” de ese efecto de pasado, de lo ya-transcurrido, y traídos al presente de cada lectura,su lectura, en la frase final “esto que acabo de contar les” (Ramos, 2004:157). Más aún, sin importar la distancia temporal con los hechos narrados, ese tópico de la educación sentimental aquí es reelaborado a partir del recuerdo ficcional que cifra lo (im)posible y lo imaginado. De esta manera, la instancia enunciada en la cita actualiza las lecturas en tiempos heterogéneos a los de escritura y moviliza e irradia sentidos e interpretaciones hacia el futuro; reactiva ‒a través de ese recuerdo ficcional‒ memorias. Ello invita a repensar críticamente las fisuras de los (nuevos) realismos vehiculizadas en cada poética, en cada proyecto artístico-literario creador, y también sus efectos en el sistema literario argentino.

Tal como anticipamos, resulta productivo advertir otro modo de relación de las percepciones del narrador respecto de su mundo espacios y personajes otros‒, dado por los sentidos otorgados al corazón, los que pueden ser vinculados con las definiciones presentes en el Diccionario de símbolos de Chevalier (1986). En primer lugar, en tanto órgano central vital del individuo y símbolo ‒cuyo doble movimiento expresa la expansión y reabsorción del universo‒, el corazón de Gabriel experimenta sensibles transformaciones en circunstancias concretas y fundamentales en los relatos. En el primero, por ejemplo, el adorno de corazón ‒con el que ha golpeado a su agresor en el cementerio y que ha sido robado finalmente‒ es regalado por el protagonista a su madre sin advertir en su gesto ingenuo que el arpa, los laureles y la inscripción la dan por muerta. En este sentido, siguiendo a Chevalier, puede interpretarse al corazón como sede de los sentimientos ‒y en tiempos modernos, un símbolo del amor profano‒ desde la cultura occidental, frente a las culturas tradicionales que en él localizan la inteligencia y la intuición, cualidad esta última vinculada con la lectura en clave mística aquí planteada.

Si el corazón es considerado como lugar donde se localiza la intuición con la que Gabriel es capaz de Ver el alma de los hechos y de las personas en el primer relato, en el segundo se profundiza: también es el lugar donde residen las sensaciones provocadas por el mundo ‒como la tristeza‒ y los efectos que este produce en el yo, como en la explosión del arroyo, cuando al protagonista y a los suyos se les “parte el corazón”. Por tanto, se abren otras posibilidades de comprensión de este símbolo, esta vez vinculadas al cristianismo y a la Biblia. Primero, es residencia de la actividad divina y, de modo simultáneo, del principio del mal; segundo, permite nacer y ver ‒tener visiones‒ en un sentido espitirual, imaginar, vigilar y construir la memoria; tercero, simboliza el hombre interior y constituye la sede de la inteligencia y la sabiduría ‒del mismo modo que el cuerpo simboliza el hombre exterior‒. Todos estos sentidos se articulan, como se ha mostrado, en diferentes momentos del análisis desarrollado.

Para concluir, en la “Dedicatoria” de El camino de la luna (2012a), se advierte el modo en que Pablo Ramos encuentra el sentido sagrado, profundo, de toda experiencia vital en la escritura, la verdad en la literatura. En este último libro de cuentos, al referir el significado de dicho título ‒frase en una remera con una flecha en perspectiva que señalaba hacia adentro, compartida por el narrador y dos amigos más, Mariana y David, muerto de sobredosis frente a él‒, Ramos advierte su presencia, la de su amigo muerto, como la “dosis de verdad purificada en la misa de la escritura” (12). En esta misa, la única en la que él reconoce que puede comulgar, accede a ese vínculo desde lo estético con lo sagrado que lo purifica y regenera en un sentido moral, en la corrección de su persona y del texto, lo que en definitiva le provee una salvación.

Así, la literatura es inseparable de lo vital para Ramos, porque

[l]a literatura me salvó, la vaga idea de poder expresar (...) un mínimo de ese malestar descomunal, incontrolable que me produce a veces estar en el mundo, fue lo que me llevó a escribir. Y ahí encontré la salvación. Escribir me salva, del alcohol, de mí mismo, de la muerte. (…) La obra surgió de mis entrañas, del miedo, de la necesidad de escribir sobre mis miserias, sobre mi sexualidad, sobre mi adicción y mi dolor, de la convicción estética de que el camino es exponerse, ‘poner toda la carne al asador’, sería el término argentino (...) (Hernández-Lorenzo, 2004) [la cursiva es nuestra]

Ese ex-ponerse es, entonces, escritura. Es poner a la vista o revelar algo de dentro hacia fuera a través de Gabriel, es conjurar la experiencia subjetiva en una nueva objetividad, en la palabra. Es con-jugar y poner a jugar vida y obra, en la que ética, moral y estética confluyen en una poética potente de la narrativa argentina contemporánea.

Referencias bibliográficas

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* Correctora literaria y licenciada en Letras Modernas. Becaria de doctorado del CONICET, integrante de proyecto y programa de investigación en el CIFFyH (UNC), y adscripta a la cátedra de Literatura Argentina III de la Escuela de Letras de la FFyH. Correo electrónico: rezzonicosabrina@gmail.com . Enviado: 23/11/2016

Aceptado 26/04/17.



[1] El libro de relatos Cuando lo peor haya pasado (2005) obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes (2003) y el primer premio en el concurso Casa de las Américas de Cuba (2004). Asimismo, El sueño de los murciélagos [2009] ‒novela perteneciente a la Serie Roja de la editorial Alfaguara Juvenil y reeditada en 2015 fuera de dicha colección, pero en ese grupo editorial, como todas sus obras‒ recibió el galardón The White Ravens al ser seleccionada por la Jugendbibliotek.

[2] Primera antología de veinte cuentos de “nueva narrativa argentina” en 2005, que contiene un prólogo de Abelardo Castillo. Cf. Tomas, Maximiliano (2005). La joven guardia. Norma, Buenos Aires.

[3] Al mismo tiempo, en diferentes entrevistas, destaca la existencia creciente de proyectos creadores de autoras que son de su agrado, como los de P. Suárez, C. Piñeiro, A. Pradelli, M. Enríquez, F. Trías, S. Schweblin, I. Garland y A. Laurencich; en cuanto a los autores que destaca, menciona a L. Oyola, M. Semán, E. Rojas, F. Casas y W. Cucurto, entre otros.

[4] Si seguimos la cronología propuesta por Drucaroff, Ramos (nacido en 1966) sería parte de la primera generación de la posdictadura, que corresponde a los nacidos aproximadamente entre 1961-1970 (Cf. Cap. 4, en Drucaroff, 2011), mientras que los de la segunda y tercera serían los que el circuito crítico-editorial denominó “NNA”. Sin embargo, consideramos que se debe abordar cada autor/a en función de su propia trayectoria vital para poder reconocer de qué manera las experiencias históricas, políticas y culturales en común que Drucaroff adjudica a las generaciones son vividas por cada uno/a.

[5] “Arquitectura de la mentira” es, además, el nombre del blog (2010- ) del autor y el título de un manual para escritores aún inédito, según sus declaraciones. De este manual, ha anticipado un “Prólogo” en su blog personal, en la entrada “La arquitectura de la mentira, una elección de vida” (12/07/2012).

[6] Sobre todo, esta característica se hace perceptible en La ley de la ferocidad, novela en la que se narra el velorio del padre de Gabriel Reyes y la conversión (intercalada los sucesivos capítulos) del personaje en escritor: la escritura es salvación y Gabriel da cuenta de un antes y un después de este proceso.

[7] Cf. Amícola, José (2007). Autobiografía como autofiguración: estrategias discursivas del yo y cuestiones de género. Beatriz Viterbo, Rosario; Giordano, Alberto (2013). “Autoficción: entre literatura y vida”. Conferencia inaugural del Coloquio Internacional La autoficción en América Latina. 27 y 28 de octubre de 2013. Departamento de Humanidades, Pontificia Universidad del Perú, Lima.

[8] Se consigna que los fragmentos de las traducciones de las dos obras de Underhill (1911, 1915) nos pertenecen.

[9] Al respecto, Ramos declara en una entrevista, a propósito del realismo místico que le adjudica Restrepo: “Toda mi relación con la lectura tiene que ver con el hecho de haber querido ser cura.” (Friera, 2010).

[10] En diferentes artículos de Semióticas urbanas, espacios simbólicos, Silva (2012) y Góngora Villabona (2012) precisan que la noción de imaginario se constituye en una condición epistémica y estética, que crea matrices de percepción (personales, colectivas) en contextos espacio-temporales concretos y que orientan el comportamiento de los sujetos en tanto referente ético. Las declaraciones de Ramos se encaminan en este sentido, tal como se advierte.

[11] Nos encontramos frente a la noción de literaturas posautónomas de Josefina Ludmer (2007), válida para otras producciones artístico-literarias, pero no para la poética de este autor en particular, debido a que identificamos una intención estética en su proyecto creador y escritural.

[12] La noción de identificación, también trabajada por la psicología, posibilita generar una apertura a complejizar el análisis propuesto. De modo general, Laplanche y Pontalis (2004) definen la identificación como un “[p]roceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de éste. La personalidad se constituye y se diferencia mediante una serie de identificaciones” (184). De acuerdo a los autores, es posible distinguir tres identificaciones: la primera, en la que el sujeto identifica su propia persona a otra; la segunda, en que el sujeto identifica al otro consigo mismo; tercera, en la que la coexistencia de ambas formaría el “nosotros”.

[13] A El origen de la tristeza, siguen La ley de la ferocidad (2007), en la que Gabriel Reyes es protagonista, y En cinco minutos levántate María (2010), narrada desde la visión de su madre. Podríamos agregarEl sueño de los murciélagos (2009) y El camino de la luna (2012a) (libro de cuentos), obras que recurren a a Gabriel como protagonista o personaje.

[14] “¿Cómo describir mi llanto…, mi odio…, la desesperación de haber perdido el paraíso?” de Roberto Arlt, y “Y descubriste que crecías como tus padres. Que papá no era Dios, ni siquiera un buen vendedor, sino un hombre tembloroso y aterrado en medio de una pesadilla” de J. P. Donleavy. Leídos retrospectivamente al finalizar la novela, el primero de estos epígrafes puede relacionarse a la sensación del personaje respecto de la llegada del final de su infancia (“paraíso”) y el crecimiento que ese duelo conlleva; el segundo expresa el fin de una idealización y, por consiguiente, una humanización de la figura paterna, inaugurando el que será eje de La ley de la ferocidad: el vínculo con su padre. Ambos fragmentos refieren a los vínculos del yo con otros y el mundo, a las frustraciones y pérdidas, y de toma de conciencia y maduración posterior.

[15] Al salir a la superficie, aparece un “potencial cliente”, a quien Rolando detiene tras intentar incendiar su bóveda familiar, justo cuando llega su nieta, con quien concreta el “negocio” de cuidar y mantener esa bóveda. Puede notarse que la “jerga profesional” empleada por Rolando implica profanar en cierta medida el lugar sagrado que representa el cementerio, interpretándolo en términos económicos, en tanto trabajo y costumbre de ser habitante de ese lugar por 30 años.

[16] Estas sensaciones se traducen en esa incapacidad de nombrar lo que le pasa, también años después, en el último relato, “cuando pasó lo de mamá”.

[17] El adorno con que le había pegado el día anterior al Cornetti sobreviviente, cuando huye de la bóveda, era un corazón de bronce fundido con unos laureles y un arpa grabada de fondo (Gabriel piensa que a su madre le va a gustar porque ama la música), y tenía escrito en bajorrelieve: “Te queremos por siempre, ¡mamá!”. La imagen del corazón será recurrente, como medio para sentir e interpretar el mundo (miedo, tristeza, etc.).

[18] Si bien Jung advierte que los arquetipos “[s]on trozos de la vida misma, imágenes que están íntegramente unidas al individuo vivo por el puente de las emociones. Por eso resulta imposible dar una interpretación arbitraria (o universal) de ningún arquetipo. Hay que aplicarlo en la forma indicada por el conjunto vida-situacion del individuo determinado a quien se refiere” (1964:96), aquí, por el análisis realizado, creemos autorizado el uso del arquetipo de la madre y el concepto de ánima, desarrollados más extensamente en Arquetipos e inconsciente colectivo (1970).

[19] Las características del arquetipo de la madre, según Jung, son: “(…) lo 'materno', la autoridad mágica de lo femenino, la sabiduría y la altura espiritual que está más allá del entendimiento; lo bondadoso, protector, sustentador, dispensador de crecimiento, fertilidad y alimento; los sitios de la transformación mágica, del renacimiento; el impulso o instinto benéficos; lo secreto, lo oculto, lo sombrío, el abismo, el mundo de los muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo que provoca miedo y no permite evasión” (Jung, 1970:75).

[20] Al respecto, Underhill se pregunta si esas voces o visiones son una presentación de una forma concreta, o si son representación simbólica de lo externo, o si la actividad imaginativa o el sueño trasladan lo profundo a la superficie. Asimismo, podríamos agregar que tanto en el genio artístico como en el místico “(...) se produce un constante e involuntario trabajo de traducción, por el que la Realidad es interpretada en términos de aparición” (Underhill, 1911:252) [la traducción es nuestra] o revelación, evidenciado en el análisis propuesto.

[21] Tal como lo expresa Gabriel: “Nuestro barrio se llama El Viaducto porque lo atraviesa un viaducto. Nace en la parte sur de Avellaneda donde el terraplén del ferrocarril Roca se eleva separándolo de las torres del barrio Güemes. Y muere bien abajo: contra el arroyo Sarandí, que tiene de nuestro lado muchísimas curtiembres en su mayoría abandonadas, y del otro lado los primeros ranchos de la enorme villa Mariel. Al este, termina en la avenida Mitre, donde empezaban los baldíos y salía el camino hacia la costa; y al oeste, en la avenida Agüero, donde el largo paredón del cementerio nos separa de la villa miseria más peligrosa de todas: la Corina” (Ramos, 2004:63). Agrega otras precisiones, vinculándola al relato anterior: “El bar del Uruguayo quedaba pasando el cementerio, y el club social y deportivo Brisas del Plata a la vuelta del bar. La cancha del Arse –nuestro cuadro–, estaba en las afueras del barrio, cerca del arroyo pero camino a la costa, donde existían otras villas mucho más chicas que la Mariel y la Corina” (63-64).

[22] Las transformaciones sociales, culturales y geográficas ocurridas en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano bonaerense cobran visibilización en determinadas obras de la narrativa argentina contemporánea, en la que villas, asentamientos y barrios son presentados como contracara de la ciudad y su centro, erigido como núcleo modernizado/r, promesa de bienestar y porvenir, el “otro país”. Esta última expresión se encuentra, precisamente, en el fragmento siguiente: “El Chino no estaba porque vivía lejos: en la Capital. (...) Algunos domingos por la mañana, si la madre lo venía a buscar temprano, me llevaban a la Capital. Tardábamos más de una hora en llegar al edificio. Subíamos por un ascensor y jugábamos en un balcón muy alto desde donde se veía lo que yo siempre supuse debía ser otro país ” (Ramos, 2004:67) [El destacado es nuestro].

[23] El narrador precisa: “un camino sinuoso que se bifurcaba antes de los matorrales. En una dirección iba hacia los desagües entubados del arroyo Sarandí y en la otra, varios kilómetros más al sur, hasta la desembocadura del arroyo Evita. En qué lugar estaban las parras de uva chinche era algo que no se sabía, tal vez en alguna parte del monte, donde se decía que el Mellizo tenía plantas de marihuana y mercadería que le traían unos contrabandistas del Brasil” (Ramos, 2004:79).

[24] A partir de M. Bajtín, sería productivo profundizar sobre los motivos generadores de cronotopos como el “encuentro”, “camino” y “umbral”, por su carga emotivo-valorativa y, en el último, por su significado simbólico, ligados al tiempo de la noche. Cf. Bajtín, Mijail (1989) Teoría y estética de la novela. Taurus, Madrid.

[25] Se ha trabajado la que aquí se denomina contemplación con otras categorías provenientes del pensamiento de Rodolfo Kusch. Desde las lógicas del ser y del estar, pueden derivarse y contraponerse las nociones de saliencia (hacia el pulcro patio de los objetos) y de entrancia (el retorno a una dimensión íntima, que propugna un dominio mágico del mundo, cifrado en el hedor americano). En este mismo sentido, la emergencia de lo monstruoso, figurado o traducido como miedo ante lo otro ‒incomprensible culturalmente‒ y lo no pensado aún, trata de ser conjurado en el camino tenebroso hacia la quinta en la novela analizada. Cf. “Fagocitación y geocultura: una propuesta de lectura de un corpus de narrativa argentina del siglo XXI desde el pensamiento de Rodolfo Kusch”, presentado en las V Jornadas El Pensamiento de Rodolfo Kusch. Programa Pensamiento Americano, Programa Políticas Culturales Patricio Lóizaga, Secretaría Académica UNTREF – Universidad Nacional de Jujuy. 19-22 de octubre de 2016. Maimará, Jujuy.

[26] La etapa del éxtasis es susceptible de ser leída como símbolo de comunión y sabiduría en el vino bebido y la oración compartida, en el brindis de Los Pibes.

[27] Tal como señala Reati (2009), este vehículo pintado de verde y sin patente de identificación, fue empleado en la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983) por grupos militares y paramilitares, con el fin de secuestrar y desaparecer a disidentes. Así, el Ford Falcon (como símbolo vinculado con la represión) y el contexto hiperinflacionario (que lleva a la quiebra y cierre del taller del padre de Gabriel) son marcas textuales que permiten suponer la época en que los hechos narrados se desarrollan, además de significar para Gabriel el enfrentamiento con sus miedos más amenazantes (las ratas y la muerte en vida de su padre).

[28] Decimos “apocalíptica”, porque el Apocalipsis en tanto “símbolo del fin del mundo” (Chevalier, 1986:110) permite anticipar y reconocer este momento en la percepción de Gabriel, para quien ‒más allá de la limpieza del barrio‒ esta situación está representada como infierno y como “descubrimiento” ‒sensorial, emotivo‒ de los desgraciados. En correspondencia con el proceso subjetivo de Gabriel en torno de sus vivencias y del espacio, agregamos con Chevalier que “[e]l apocalipsis es ante todo una revelación, que se refiere a realidades misteriosas; luego una profecía, pues estas realidades son venideras; por último una visión, cuyas escenas y cifras son otros tantos símbolos.” (1986:110). En este sentido, se anticipa al relato siguiente, el fin de su infancia, del taller de su padre, de su amistad con el Tumbeta y la barra de Los Pibes, de la vida tal cual Gabriel la conoce.

[29] Este último relato es la base de la película “El origen de la tristeza” en proceso de filmación y producción, bajo la dirección de Oscar Frenkel y Pablo Ramos, quienes ganaron el Premio Ópera Prima del INCAA en 2011, entre otras menciones nacionales e internacionales.

[30] Al respecto, Gabriel señala: “El espejo duplicaba la pecera y daba un efecto muy hermoso. Sobre todo a la tarde, cuando los rayos atravesaban los vidrios de la puerta y coloreaban el agua con los reflejos de las piedritas del fondo.” (Ramos, 2004:127). El espejo ‒como símbolo‒ entraña numerosas significaciones, que podemos vincular con la vivencia subjetiva de Gabriel: “[e]l espejo no tiene solamente por función reflejar una imagen; el alma, convirtiéndose en un perfecto espejo, participa de la imagen y por esta participación sufre una transformación. Existe pues una configuración entre el sujeto contemplado y el espejo que lo contempla. El alma acaba por participar de la belleza misma a la cual ella se abre” (Chevalier, 1986:477). Podemos suponer que se da un juego de refracciones entre el lugar que ocupa el espejo ‒antes destinado al afiche de Andrea C.‒ frente a la pecera, esperanza secreta compartida por los hombres de la casa, y que será escenario de otra muerte en su sentido más simbólico (el final de una etapa de la vida para Gabriel y del taller, o sea, de un modo de conocer a su padre) y literal, con la muerte de los peces.

[31] Recordemos que “Ángel” es, también, el nombre de su padre.

[32] En la psicología de C.G. Jung, se asocia el caballo a tendencias instintivas y a la figura femenina. Por su parte, Chevalier (1986) advierte el vínculo del símbolo del caballo con la impetuosidad del deseo, en la sexta acepción enunciada: “Símbolo de fuerza, de potencia creadora, de juventud, tomando valor sexual tanto como espiritual, el caballo participa desde entonces simbólicamente de los dos planos ctónico y uránico” (214); en el primer plano, “aparece como un avatar o un amigo de los tres elementos constituyentes, fuego, tierra, agua y de su luminar, la luna” (216), mientras que en el segundo plano se asocia a esos tres elementos con su luminar solar y en su sentido celeste. Consideramos que, en esta visión de Gabriel, esa potencia vital del animal se vincula a la muerte y al elemento agua, en el que podemos reconocer como significaciones simbólicas recurrentes las de ser “fuente de vida, medio de purificación y centro de regeneración” (52).

[33] Aquí hacemos referencia tanto a la ilusión referencial de la literatura realista, como a la idea de registro plano o reproducción de un dialecto social de manera etnográfica, tal como Beatriz Sarlo (2006) critica a propósito de algunas obras de la narrativa argentina contemporánea –fundamentalmente, la de Washington Cucurto–.