María Florencia Donadi *
RESUMEN
El espacio amazónico, atravesado por el relato de viajes, ha sido configurado en modulaciones que, generalmente, repiten un imaginario paradisíaco o infernal –sucesiva o simultáneamente. En la novela Nueve noches (2011) de Bernardo Carvalho reaparecen las imágenes infernales, especialmente, articulándose a la figuración de lo fantasmagórico, por un lado, y operando por contagio, es decir, tiempos y espacios disímiles son puestos nuevamente en contacto (contagium) por los fantasmas y por los tensos vínculos entre los vivos y los muertos. A través de la superposición de viajes y personajes por ese mismo espacio y en torno a la triple articulación propuesta (imágenes infernales-contagio-fantasma) se reflexiona acerca de las aporías y tensiones que sobreviven en el seno de cualquier (intención de) comunidad (Espósito, 2012). La territorialidad amazónica se define, por trasposición y contacto, por su porosidad y sus polaridades en contacto.
Palabras clave : Bernardo Carvalho – comunidad –contagio – fantasmas – territorialidad amazónica
ABSTRACT
Amazonian space has been repeatedly depicted, mostly by travel narratives, with paradisiacal or hellish images. In Bernardo Carvalho’s novel Nueve noches (2011) hellish images specially reemerge, but combined with phantasmagorical figures, on the one hand, and proceeding by contagion, on the other hand, which means different spaces and times are brought together into contact (contagium) by ghosts or phantoms and by the tense relationships between living and dead. The goal of the article is to demonstrate that the novel intends to display the paradoxes that survive in the heart of any community attempt (Esposito, 2012), overlapping travels, characters and spaces in the triad hellish images-contagion-ghosts/phantoms.
Keywords : Amazonian territoriality – Bernardo Carvalho – community –– contagion – ghosts/phantoms
Muertos, vivos, fantasmas
En el capítulo XXIII de Tristes trópicos, Claude Lévi-Strauss se explaya sobre las relaciones entre vivos y muertos en las comunidades indígenas que visita a la vez que las contrasta con las autopercibidas como pertenecientes a la “civilización occidental”. En su estadía entre los bororo, Lévi-Strauss destaca la permeabilidad entre las esferas espiritual y cotidiana (creencias espirituales y hábitos cotidianos), porosidad que señala como “religiosidad ingenua” (2006: 275) y que difiere, en la evidencia, de la estricta frontera entre mundo profano y mundo sagrado propio de Occidente y que es ejemplificada por el autor a través de la referencia (un recuerdo de cuando niño) a la propia experiencia de aventura –no exenta de angustia– por la sinagoga que, fuera de las horas de culto, permanecía vacía, excluida del calor humano y, por lo tanto, disponible a un estado de desolación y sequedad, en todo distante a la vivencia consabida de la espiritualidad entre los bororo.
“La casa de los hombres”, a través de la cual Lévi-Strauss describe esa cotidianeidad y habitualidad de la espiritualidad, significa también el lugar de aseguro de las “relaciones entre el hombre y el universo, entre la sociedad y el mundo sobrenatural, entre los vivos y los muertos” (277), se presenta como el sitio específico de esa intersección o de esa indistinción. En términos abstractos podría decirse que en ese lugar se inscribe la topología de la comunidad bororo, la posición que define las relaciones en esa aldea.
El capítulo que el antropólogo francés dedica a la espiritualidad bororo parte de una polaridad entre dos actitudes ante la muerte, polaridad entre la que se define el abanico de las diversas sociedades humanas. Un polo estaría representado por las “sociedades que dejan reposar a sus muertos: mediante homenajes periódicos, éstos se abstendrán de perturbar a los vivos; si vuelven será a intervalos y en ocasiones previstas” (278). De este lado “Todo ocurre como si se hubiera firmado un contrato” (278). En el polo opuesto, el muerto es “un instrumento del que se goza por medio de una especulación donde intervienen la mentira y la superchería (…) les niegan el reposo, los movilizan –a veces literalmente, como en el caso del canibalismo y de la necrofagia–, cuando se fundan en la ambición de incorporar las virtudes y los poderes del difunto; también simbólicamente en las sociedades que se comprometen en rivalidades de prestigio y donde los participantes exigen constantemente el de los muertos, tratando de justificar sus prerrogativas por medio de evocaciones de los antepasados y de trampas genealógicas (…) Esas sociedades se sienten más perturbadas que otras por los muertos, de quienes abusan” (279). Ambos polos (concepción especulativa y concepción contractual), sin embargo, coinciden en un punto: la relación entre vivos y muertos es una relación de a dos (inevitablemente).
En esas descripciones, Lévi-Strauss realiza una afirmación, como de pasada: la de que la civilización occidental se ha desplazado desde la actitud especulativa hacia la contractual y, finalmente, ha dejado lugar a una “indiferencia anunciada probablemente por la fórmula del Evangelio: ‘Dejad que los muertos entierren a sus muertos’” (279). [1]
Para los bororo, según el etnógrafo expresa en Tristes trópicos, una muerte es una deuda (la noción propia es mori), puesto que no sólo sus deudos (su familia) se ven damnificados sino la sociedad entera, se trata de un daño por el cual la naturaleza se ha hecho culpable frente a la sociedad. Por eso, cuando alguien muere se organiza una caza colectiva cuyo objeto es abatir una gran presa que restituirá el mori del difunto, pues en ella encarna el alma maligna que causó el deceso y con cuya ejecución será vengado (281).
Las mediaciones entre vivos y muertos están en manos de los bari y los aroettowaraare. El primero es el “intermediario entre la sociedad humana y las almas malignas individuales y cosmológicas” (284) y el segundo es el “mediador que preside las relaciones entre la sociedad de los vivos y la de los muertos, ésta bienhechora, colectiva y antropomórfica” (284). Mientras el primero está poseído por los espíritus (puede transformarse en un animal cazador como el jaguar, y su relación con los espíritus es tan estrecha que no logra descubrirse quién es el amo y quién el servidor), el segundo se sacrifica por la salvación de los hombres.
Mientras tanto, las almas de los hombres ordinarios subsisten como una sociedad, aunque “pierden su identidad personal para confundirse con ese ser colectivo, el aroe (…) que puede traducirse como “la sociedad de las almas”” (283). Las almas, luego de los funerales, se reparten en dos aldeas, oriente y occidente en relación al curso del río Vermelho. Se superponen a las representaciones espaciales (río abajo y río arriba), una organización social –las aldeas habitadas– y una organización sobrenatural –las aldeas de almas.
Es curioso que, en la novela de Bernardo Carvalho, el narrador visita la aldea de los indios krahó, donde también había estado el antropólogo Buell Quain, personaje que moviliza por entero el relato, y, en ocasión de su arribo, toma conocimiento de lo que podría denominarse el “caso del río Vermelho”:
El río Vermelho es verde. Los indios acostumbraban beber de aquellas aguas, pescaban y se bañaban en ellas, hasta que un día comenzaron a caer enfermos, uno tras otro, y fueron muriendo sin explicación. Algunos consiguieron llegar a la ciudad y murieron en el hospital, para perplejidad de los médicos, que tampoco entendían nada. Entonces decidieron dejar de usar el agua del río Vermelho y pasaron a bañarse y beber en un riacho que pasaba al otro lado de la aldea, y a pescar en una laguna distante. Con el tiempo, descubrieron la causa del envenenamiento del río Vermelho. Un hospital, construido río arriba, en Recursolandia, echaba los desechos hospitalarios en sus aguas. (2011: 95)
Entre el viaje de Lévi-Strauss, que incluye una estadía entre los bororo, caduveo, nambiquara, tupí-kawaíb y la visita del narrador de Nueve noches a los krahó, pueblos diferentes –aunque conectados por una misma genealogía lingüística macro-jê y por un mismo río–, existe una distancia de cerca de setenta años. Sin embargo, es posible identificar temporalidades conectadas y superpuestas tanto en el relato levistraussiano como en la novela: Lévi-Strauss publica Tristes trópicos en 1955, veinte años después de su experiencia etnográfica en Brasil; Nueve noches explora al menos tres tiempos que a través de las imágenes y enigmas que esta novela compone dan a ver un tiempo heterogéneo, no pautado por lo cronológico-lineal, sino más bien entreverado de supervivencias que hacen contemporáneos pasado, presente y futuro. Encontramos la referencia a los años ’30, durante los cuales el antropólogo estadounidense Buell Quain realiza su breve trabajo de campo en Brasil (entre los trumai y los krahó), la infancia del narrador, en los años ’60, y el presente de la enunciación, de la escritura, que se ubica en el pasaje del siglo XX al XXI. Sin embargo, es la permanencia de una figura y de un tropos –que se volverá topos– la que une ambas textualidades, autores y tiempos: la de la contaminación, aquí explicitada en el “caso del río Vermelho”. En la novela de Carvalho, como en el diario de Lévi-Strauss, el espacio-referente entrelaza la vida y la muerte instituyéndolas e introduce un concepto central: el de enfermedad y envenenamiento como fundamentales en el trazado de esa división.
Las relaciones de poder se espacializan, implican experiencias disímiles del territorio (uno es el uso del hospital, otro el de las comunidades indígenas) y la contaminación forma parte de un tipo de contacto entre esos espacios diferidos que revisten distintos usos: como mero depositario de residuos y como inextricablemente unido a la vida cotidiana de la aldea, respectivamente. El hospital (productor de cura en la cultura occidental) provoca la muerte en la aldea indígena. Este circuito de transporte metaforiza de manera evidente el lazo mortal que une a blancos e indígenas. Éste es un episodio que, junto a otros narrados en la novela, evidencia la direccionalidad en que se despliega el paradigma inmunitario para la conservación de la “comunidad” nacional, de su vida, a costa de la exposición constante a la muerte de lo exterior a ella, mediante la violencia –aunque también a través de la modalidad institucional y la biopolítica. De este modo, lo exterior se traduce en interior (Esposito, 2009: 47), puesto que sólo lo completamente exterior, el afuera de la operatoria inmunitaria (sea al derecho o a los dispositivos biopolíticos), puede resultar una amenaza. El afuera, nos dice Esposito, debe ser ubicado adentro sin dejar de ser un afuera, introyectado en cuanto tal, en una forma que a la vez que lo suprime, lo mantiene.
Esta dinámica se expresa en un caso –referido por el narrador–, un acontecimiento traumático de la historia brasileña, ligado a la conformación de la nación: la aldea en la que Quain había estado años antes fue, posteriormente a su estadía, atacada por un grupo armado comandado por hombres del gobierno municipal para dar una “lección” a los indios que robaban su ganado. El “saldo” fue una tribu diezmada y la huida de muchos indios para salvar sus vidas. La resolución que se tomó para tratar de evitar “escándalos” fue la creación del puesto indígena Manuel da Nobrega. El conflicto aparece cuando dos modos de vida se tocan y la solución es la abyección: separar y unir, en el sentido arriba descrito, un dispositivo claramente inmunitario, aplicado desde lo jurídico –la creación de un territorio– cuyo objetivo es controlar posibles riesgos, producir certezas, es decir, no negando posibles eventualidades –como enfrentamientos– sino previéndolas al máximo.
En cierta medida, la pregunta que guía estas páginas se refiere al modo de funcionamiento del paradigma inmunitario en Nueve noches, puesto que a través de los diferentes apartados de este artículo se presentan como disociadas operatorias que configuran el particular entramado inmunitario de la configuración de la comunidad Estado-nación Brasil en el primer tercio del siglo XX, especialmente, y sus supervivencias durante la dictadura que se extiende, en sentido estrictamente historicista, desde 1964 hasta 1982. El paradigma inmunitario opera de manera compleja articulando el dispositivo jurídico, el institucional (especialmente a través de la presencia de órganos estatales como el Museo Nacional), el biopolítico y el dispositivo disciplinario de la antropología en cuanto tal.
Volvamos por ahora a la idea de contaminación que se esboza en torno al “caso del río Vermelho” y que reaparecerá en momentos decisivos de la narración. Esa contaminación acecha en diversas modalidades: como enfermedad, contagio, como paranoia, como asedio de muertos y fantasmas a los vivos, en suma, como peligro, en Nueve noches. [2]
Abrir estas páginas recurriendo a algunas de las experiencias de campo, aunque en términos de “diario personal” de Lévi-Strauss, pretende aproximarnos a dos tropos: la de la relación entre muertos y vivos y la de la distancia/diferencia. Por un lado, el antropólogo incluye la primera relación como existente en toda comunidad humana, es decir, como una invariante propia de toda organización social, aún en un amplio abanico de diferencias. Como refiere Silviano Santiago (2005), se trataría de la multiplicidad en lo uno. Por otro lado, y en relación con lo anterior, la diferencia es visible tal sólo gracias a la distancia: es decir, sólo como antropólogo que no participa de esas prácticas culturales, es factible analizarlas, descomponerlas como tales. Si las mediaciones entre los bororo son operadas por los bari y los aroettowaraare, ¿cuáles serían –de existir– las de la cultura del antropólogo? ¿Qué tipo de mediación realiza el antropólogo que estudia a esos sujetos como objetos, pero no debe dejarse “tocar” por él, es decir, nunca afectarse como un bari o un aroettowaraare? Es la mediación del conocimiento, del pensamiento que escinde sujeto y objeto, como sostiene Agamben (2006).
La interdicción del no contacto es la que, en cierta manera, mantiene la diferencia entre antropólogo y comunidad nativa. Lo que hacer resonar la pregunta acerca de qué sucedería si un antropólogo y una antropología no se pautasen por ese tipo de mediación, si no respetase esa interdicción –occidental– sino más bien actuase a través de las porosidades nativas. Esta situación es la que Buell Quain protagoniza en esta novela, sin proponérselo (?) tal vez, como sugiere el narrador, aunque le sea imposible salir indemne de ese contacto. De esa transgresión o de esa fuga al imperativo científico (que implicará otros) resultan las categorías –transformacionales, no estancas, porosas– de la novela: ¿Quiénes son los vivos, los muertos y los fantasmas en la novela de Carvalho?
El antropólogo Quain es un antropólogo phasme: ese animal extraño que remite en su nombre al griego phasma (forma, aparición, visión, fantasma, presagio), no tiene cola ni cabeza y se instituye en prodigio o extremo del mimetismo, pues el phasme toma la forma de su ambiente y de lo que come. Sin embargo, reviste una paradoja, puesto que lo semejante (mimetismo) no puede aparecer. En consecuencia, para que el phasme aparezca –se reconozca en el vivarium– no sólo es necesaria una apertura, para que el evento de la aparición suceda, sino que será necesario que evoque la región de la desemejanza: “(…) lo que aparece habrá dado acceso a ese bajo mundo, a algo que podría evocar el envés o, mejor dicho, el infierno del mundo visible –y es la región de la desemejanza” (Didi-Huberman, 2015: 17). El phasme desemeja, se “reconoce” por el hecho de que destruye, al comer, eso mismo que imita, es decir, lo identificamos por vacíos, por negativo. Ésta constituiría su primera paradoja: mimetismo extremo y necesidad de desemejanza –accesible en la destrucción– para el reconocimiento de su aparición. Una segunda paradoja consiste en la perfección imitativa. El phasme quiebra las jerarquías de la imitación pues la copia devora a su modelo y el modelo sólo existe como accidente de la copia, el “menos-ser” se ha comido al “ser”, lo posee, está en su lugar. Justamente de esta paradoja el phasme obtiene su significado. Buell Quain, obsedido por la paranoia, el terror de la propios trumai –un grupo que se comportaba de un modo que podría identificarse con un suicidio colectivo– se abandona, se pierde y se suicida en medio de la selva, y nunca más saldrá de ella sino como el espectro que (re)aparece como obsesión y búsqueda del narrador. De la devoración y de la paradójica semejanza-desemejanza (el phasme difiere, desemeja, porque una vez que se lo reconoce como animal que se mueve y se aparea es el animal en sí al que no logramos reconocer) surge su poder terrorífico como aparición: un animal al que no sabemos mirar de frente pues no reconocemos ni boca, ni cabeza, ni cola, es decir, ni donde comienza ni dónde termina. El phasme conduce a una sensación de pesadilla, en otras palabras, no hace sino mostrar su cualidad amenazante: “Todo lo que se presenta ante ti resulta ser una potencia de lo desemejante, y todo lo que desemeja resulta no ser en el fondo más que una cualidad amenazadora del lugar –lugar en el que, decididamente, no tendrías que haber puesto los pies, ese día” (22). La condición de amenaza se adhiere constantemente a Quain o Camtwyon, como los nativos lo denominaron. [3]
Quain, como encarnación de la locura que un contacto semejante, una cercanía tal –anulación de la distancia mentada y sostenida aun indirectamente por Lévi-Straus– ha producido, amenaza, pone en peligro a la comunidad misma, entendida desde su paradigma inmunitario, es decir, como anulación del cum que se comparte o que nos reúne en el munus. Parece enunciarse subterráneamente una advertencia: toda intención de recobrar o rescatar un munus no propio, sino impropio y común, toda tentativa por entrar en contacto con esa obligación hacia el otro, conlleva a la locura, el desvío y, finalmente, a la muerte. Para conservarse con vida –como nación, como estado, como “comunidad nacional”– se debe negar constantemente ese cum, la posibilidad misma de munus común: éste es el procedimiento inmunitario que en la novela se deja entrever. [4]
La selva como infierno
Los imaginarios en torno a la selva y los espacios selváticos, especialmente concentrados en esa “gran extensión verde” que es el área cultural de la Amazonía, han sido configurados por una larga tradición literaria que comienza con los relatos de los conquistadores portugueses y españoles que se internaron por estos territorios y se despliega en una profusa serie de imágenes y relatos –cuya operatoria es el viaje. Ana Pizarro (2009) realiza un inventario y un recorrido exhaustivamente documentado de esos imaginarios, discursos y voces. [5]
El modo en que Nueve noches presenta este espacio de la selva amazónica remite a ese imaginario infernal construido por la tradición (Pizarro, 2009; Sussekind, 1990), pero agrega su vínculo a una operatoria por contagio o contacto, del que la contaminación y la enfermedad son respectivamente procedimiento y síntoma, así como la manifestación fantasmagórica de los modos de esa operatoria.
El infierno de la Divina Comedia es la clave en la que Silviano Santiago coloca el viaje de Lévi-Strauss como viaje de Ulises. Dante inventó una segunda muerte de Ulises cuando narró su encuentro con este personaje de la literatura universal en el Infierno a causa de su “ardor” por la aventura, por su irrefrenable ímpetu por enfrentar lo desconocido. [6] La caracterización del viaje y de la etnografía que Tristes trópicos presenta también se inscribe en dos movimientos: el rechazo del mundo “propio”, pero la no pertenencia al “nuevo mundo” con cuya destrucción carga como crimen, y su distancia respecto de los “salvajes”, a los que no intenta “subyugar” pero a cuya comunidad no pertenece. Ese entre, esa dualidad (paradójica) y, en cierta medida, esa imposibilidad que lleva al silencio, es el ensayo de escritura de Lévi-Strauss, sobre esa violencia constitutiva del propio viaje etnográfico.
En Nueve noches lo infernal reaparece en el viaje de Buell Quain, también antropólogo en tránsito por Brasil en el mismo período que el francés, aunque cada uno tenía destinos diferentes: el Brasil Central era el de Lévi-Strauss y Mato Grosso hacia el Amazonas el de Quain. Las connotaciones infernales no sólo remiten al espacio selvático sino al grupo indígena con el que Quain entra en contacto, los trumai, y diseña un impacto profundo sobre la singularidad del antropólogo americano que trastoca profundamente las pertenencias que en el caso de Lévi-Strauss aún se conservan. Para Quain no hay retorno ni mirada retrospectiva posible. En esa selva donde todo desaparece o es devorado, donde el Otro amenaza (en una atmósfera siniestra), no hay lugar sino para la metamorfosis, el contagio, la alteración y el trastocamiento de la identidad como totalidad. No es posible mantener la distancia, ni la posición de entre, sino que hay devenir.
En una de las cartas –en juego de realidad-ficción– incluidas en la novela, su remitente nos revela que en sus conversaciones con Quain pudo distinguir lo que el antropólogo identificaba con el paraíso, las islas Fidji, [7] y con el infierno: el ambiente de pesadilla de los trumai. “Cuando me hablaba de los Trumai [sic], yo lo oía hablar del miedo” (Carvalho, 2011: 51). La condición de completa vulnerabilidad respecto de otros grupos y el estado de alerta permanente, conducidos a una situación de “tortura psicológica” que los obligaba al terror constante y a vivir anunciando su presencia, amenazados por el terror nocturno que los otros grupos se esforzaban en exacerbar –la convivencia de “campo” de Quain con un grupo revestido de estas condiciones– son identificadas con lo infernal, en un sentido muy próximo al dantesco.
Lo más llamativo entre las descripciones que se hacen de los trumai está ligado a su característico aislacionismo: no eran los blancos lo que más amenazaba a este grupo indígena, sino la experiencia misma de la otredad: “Quedaban como paralizados e inermes ante el otro” (55). [8] Es interesante notar la oposición que se traza aquí entre isla/sociabilidad y selva/aislamiento que deriva de dos experiencias de campo completamente diferentes y que conducen a una paradoja, puesto que aquello que se aproximaría mucho más de un universo aislado –la isla– es, por el contrario, espacio de socialización y comunicación –como lo acreditan las referencias del antropólogo a su vez referidas por las cartas–, mientras la selva se convierte en un nuevo tipo de isla aún más difícil de recorrer e interpretar.
La atracción que Buell Quain manifestaba por las islas es señalada por “testigos”. Su primer trabajo había sido en una región inexplorada de Canadá, en donde aprovechaba sus días francos para explorar las islas, mientras su primera experiencia de campo como etnólogo había sido en una isla del Pacífico en la que había pasado diez meses entre nativos. Asimismo, se habla en la carta del “escribiente” de otra isla en la que Quain había estado, cerca de la ciudad (se intuye, Manhattan). “Siempre había tenido fascinación por las islas. Son universos aislados” (124). Siguiendo ese razonamiento, es posible entender, casi en un sentido alegórico, que la Amazonía, específicamente el Xingú, es considerado, ciertamente, una isla. En esto coincidirá, también, el narrador, para quien la selva asume características de y se concibe como tal.
Si la noción de territorio es indisociable de las categorías de dominio y poder, situar ese territorio selvático al mismo nivel que una isla no sólo significa aislamiento, sino que, fundamentalmente, implica la imagen de un territorio en los límites de la nación, una frontera cultural y simbólica para el dispositivo nación que, de manera ambigua y tensa, la abyecta para su unidad al mismo tiempo que la reivindica para sí.
Una isla o territorio insular convoca un anexo al territoriocontinental nacional, anexo que connota la situación paradójica. Annectĕre, adnectĕre implican separación y relación al mismo tiempo, pues ad- (junto a, asociación, dirección) implica un movimiento hacia algo distante y distinto que se intenta enlazar, atar o ligar (nectere) al lugar desde donde parte ese desplazamiento, el territorio “central”. La diferencia, entonces, separa y une o une separando. [9] Éste es el modo en que opera el paradigma inmunitario en su faceta jurídica e institucional (expresada esta última en la serie de instituciones vinculadas a la regulación de la vida indígena y a la vida en el territorio amazónico como el IPHAN, el Servicio de Protección a los Indios, las áreas de protección indígena, la SUDAM). El hiato es el agua (que se invoca generalmente junto y alrededor de una ínsula), pero es también ella y su decurso el que efectiviza la relación, [10] esa relación paradójica que une y separa. Y no se trata de cualquier relación, sino de una de contaminación, de envenenamiento, según se evoca a través del río Vermelho. Más que como porosidad, la relación entre blancos e indios es de acercamiento conflictivo o, si pacífico, un no-contacto, para la conservación de la distancia, del límite por parte de la comunidad nacional. [11] Mientras tanto, del lado indígena la relación es de contagio, de absorción no medida (por lo tanto, veneno), total, no inmunitaria sino tendiente a la fusión, a la incorporación. Esa misma conducta se refuerza en la adopción de los blancos por los indios. Tanto Quain como el narrador son “adoptados” por los indios, de manera semejante, aunque ambas situaciones toman rumbos bien diversos. Si en Quain se da un contagio, como veremos en el próximo apartado, que linda con una disolución identitaria o bien una contaminación que altera la identidad, el narrador atraviesa un “riesgo” semejante, se contagia de la obsesión por y de Quain –contagio operado asimismo por el fantasma del antropólogo– pero aun entrando en contacto con los krahó, vuelve a su identidad, reedifica el límite y la separación al rechazarlos cuando estos van a la ciudad, São Paulo. Su obsesión por Quain, sin embargo, continúa más allá de su visita a la aldea en el Xingu, pero se restablece la diferencia, se le pone freno a la obsesión mediante la necesidad “de acallar a los muertos” (Carvalho, 2011: 180), aunque jamás se alcance una verdad “tranquilizadora” y persista un inquietante enigma.
También el narrador anudará la experiencia de Quain entre los trumai a su propia experiencia de la selva, específicamente del Xingu, al que le otorga asimismo caracteres infernales, ligados igualmente a la imagen de la selva-isla:
(…) la representación del infierno, tal como la imagino, también queda, o quedaba, en el Xingu de mi infancia. Es una casa prefabricada, de madera pintada de verde vómito, suspendida sobre pilotes para proteger a sus moradores contra los eventuales animales y ataques nocturnos de que serían presa fácil al ras del suelo. Una casa solitaria en el medio de la nada, erguida en un área desmontada y plana de la selva, cercada de capim-coloniao y de muerte. (63. El destacado es mío) [12]
Y luego prosigue:
El camino de tierra lleva de la casa al campo de aterrizaje y después sigue directo para la selva, donde desaparece, como todo allí, en busca de otro camino -o tal vez en un impulso suicida. (…) La floresta (…) en aquella época se imponía como una amenaza aterrorizadora, al punto que a un niño se le hacía difícil entender qué podían haber ido a buscar los hombres en aquel fin del mundo” (64. El destacado es mío).
Muerte y desaparición parecen ser los sentidos que convoca la selva –o en relación con ambas, la ruina–, una sensación de amenaza y terror a lo que se adiciona la idea de nada o fin del mundo, es decir, vacío y sin tiempo, lo que facilita las condiciones para una política de “ocupación” –pretendidamente ejecutada como “desarrollo de la Amazonia”–, puesto que si hay un espacio vacante, éste puede ser tomado, arrebatado –siguiendo el imperativo del territorio romano. [13] ¿De cuál muerte y de qué desaparición se está hablando aquí? Como el narrador nos permite concluir hacia el final de este apartado en que describe su visita a los krahó, se trata de la desaparición y muerte de los indios a partir de la ocupación –especialmente bajo la forma del grilo– [14] de los territorios de la selva. El antropólogo que había llevado al narrador a tierras de los krahó comparte con él su reflexión: “Piense en el Xingu. ¿Por qué están allí los indios? Porque los empujaron, los acorralaron, llegaron huyendo y se establecieron en el lugar más inhóspito e inaccesible, el más terrible para la supervivencia, y al mismo tiempo su único y último refugio. El Xingu fue lo que les quedó” (Carvalho, 2011: 77).
El vacío no pasa de una ilusión o una construcción, necesaria a la ocupación, operada a partir de la muerte y la desaparición del otro no-blanco, la aniquilación del indio, su extinción por parte del blanco o de su conversión en resto. El Estado-Nación parece edificar su posibilidad de su supervivencia (en el sentido de perpetuarse, de sostenerse sin más que algunas transformaciones menores) a través de la reducción a un mínimo de vida de las comunidades o grupos diferentes, un mínimo en cuanto a cantidad de sujetos, pero también un mínimo de reacción –el terror que paraliza–, un mínimo de territorio –cercado– y un aislamiento, es decir, impedido todo contacto, todo lazo, cualquier contagio, excepto el aniquilador de la contaminación, que proviene desde la dirección del blanco. Ese mínimo es el factor inmunitario, tal como Esposito lo describe, pues para conservar la vida (una vida superviviente o vida desnuda) “es necesario introducir en ella algo que por lo menos en un punto la niegue hasta suprimirla” (2009: 51), entra en juego la muerte, que se vuelve entonces “instrumento de conservación de la vida”. La vida tiende a romper sus propios límites, a salirse de lugar; por eso mismo se vuelve necesario controlar su turbulencia. Esto se logra a través del derecho, que inmuniza a la vida de la comunidad contra el impulso a hacerse más que simple vida, a hacerse “forma de vida”. Se sacrifica esa posibilidad (la de una vida común) a la supervivencia de la vida en su sentido puramente material, es decir, se perpetúa la vida mediante el sacrificio de lo viviente. La muerte actúa así tanto al interior del grupo indígena como sobre la comunidad imaginada del Estado-Nación.
Tacto, contacto, contagio
Los comienzos de una incipiente “antropología” en Brasil están marcados por la figura de un “sertanista” y estrechamente adheridos a las innovaciones técnicas, por un lado, a la comunicación, por otro, y reuniendo ambos factores, a la “necesidad” exploratoria del territorio nacional, del reconocimiento de porosidades y del establecimiento de sus límites. La Expedición Rondon, [15] guiada por el Mariscal Cándido Rondon, es convocada en varias oportunidades en la novela Nueve noches, dada la impronta de su marca como figura y dado que se trata del abuelo del narrador: historia, genealogía y lazos (sanguíneos y electivos) se entremezclan enigmáticamente.
“‘En los tiempos de Rondon, existía toda aquella ideología de no tocar a los indios, de no tener relaciones sexuales con los indios, de morir si era preciso, matar nunca. Ese tipo de contactos había sido causa de muchos errores del Servicio de Protección a los Indios (…)’” (Carvalho: 2011: 41). Estas palabras de Castro Faría, entrevistado por el narrador, introducen el modo de relación entre indios y blancos que durante mucho tiempo rigió –condicionando especialmente los modos de actuación de la antropología disciplinaria–: el no contacto (una variable “conservacionista” del aislamiento). Bajo este “purismo” (40), lo que se subyace es un concepto fuerte de identidad y también un miedo –aunque contenido y encubierto por la idea de preservación y pureza– del otro.
Esa política del no contacto aún regía en la época en que Quain visita Brasil y realiza su trabajo de campo, tal como lo sugiere Castro Faría en las palabras antes referidas, puesto que el Servicio de Protección a los Indios (SPI) funcionaba como tal en la década del ’30. Esa política se aproxima de la definición que nos brinda Esposito del “tacto”, retomando a Plessner. El tacto consiste en el arte de no-acercarse-demasiado, de no-ser-demasiado-abierto; por lo tanto, no niega la relación, pero la establece en términos defensivos o preventivos respecto de un posible contagio. Así concebido, el tacto es más bien higiénico, aparato de diferenciación, pues restablece fronteras contra un exceso de cercanía; es una cercanía con cierta lejanía o un “tocar sin tocar” que requiere la relación con otros, pero que –en definitiva– aumenta la distancia inicial (Esposito: 2009: 145). El tacto es un modo, una máscara, un rito social que domestica –inmuniza, introduciéndolo– un “grumo de violencia” para poder impedir la exteriorización de la violencia que atraviesa naturalmente a las sociedades humanas y así asegurar su supervivencia a la vez que hacer soportables las consecuencias patógenas. De este tacto –aparentemente pacífico, aunque junto a otros procedimientos que no lo son– depende el proceso de configuración del Estado-Nación Brasil como homogéneo, como ilusión totalizadora, como imagen común. Si el Servicio de Protección a los Indios fue creado en 1910, justamente a instancias del Mariscal Rondon, quien lo dirigió, y se sostuvo sobre la base de “proteger” a la poblaciones indígenas, llevaba, sin embargo, en su nombre un segundo sintagma nominal al que iba unido el “servicio”: “Localización de los Trabajadores Nacionales”, por lo que era esperable una única transformación en dirección a la comunidad nacional, es decir, la conversión de los indios en trabajadores para la nación brasileña. El contacto era pacífico, pero el proceso se pretendía “seducción” hacia el interior de la comunidad nacional y en calidad de “mano de obra” o de productores para el desarrollo de la “civilización”. Es decir, esas vidas eran protegidas de la muerte –fundamentalmente de contactos violentos con seringueiros que tomaban sus tierras y sus vidas para la explotación del caucho– pero por ser valiosas como potencial incremento de las relaciones productivas de la incipiente República, eran exoneradas de la muerte para ser ingresadas en la producción capitalista, interesaba ya no la aniquilación sino la conservación de esas vidas. El contacto, en todo caso, implicaba una transformación en dirección al “devenir brasileño” de los indios, única dirección posible.
Cândido Rondon, en sus conferencias, proferidas los días 5, 7 y 9 de octubre de 1915 en el Teatro Phenix, en ocasión de su homenaje en la Sociedad Geográfica de Rio de Janeiro, expresa de manera directa la intención de “(...) abrir e entregar á civilização um extenso território da nossa Patria, até então abandonado e selvático” (Rondon, 1916: 10), lo que incluye a sus “habitantes”, a los que se reconoce como humanos, pero en un estado de desarrollo anterior y, generalmente, asociados a la carencia. Sin embargo, la labor de las diversas expediciones paulatinamente traduce a esos otros completamente diversos –y por lo tanto, peligrosos o amenazadores– en semejantes pero inferiores. Así, en los establecimientos de líneas telegráficas
(...) os indios têm a posse legal das terras em que fazem as suas lavouras, e vivem sob a proteção do Governo, representado pela Commissão das Linhas Telegraphicas. Além dessas vantagens, de ordem geral, os moradores da aldeia de Utiarity, bem como os de Ponte de Pedra, têm, a de possuirem escolas, onde os seus filhos aprendem a lêr, escrever e contar. Essas escolas comprehendem duas aulas, uma para meninos e outra para meninas, respectivamente regidas pelo telegraphista do lugar e sua mulher (Rondon, 1916: 42. El destacado es mío).
La inclusión de las comunidades indígenas se efectúa, como se dijo, por reducción de su alteridad, pero también mediante dispositivos disciplinarios (la escuela, que se menciona) intentando controlar ese afuera que se describe como “territorio extenso”, selvático y abandonado.
Los indios viven “bajo la protección del Gobierno”, lo cual implica una operación paradójica, puesto que no pertenecen a la Nación –son indios, no brasileños–, pero viven bajo su “tutela”: se los excluye incluyéndolos y se los incluye excluyéndolos. La estrategia sería atraerlos a la civilización, educarlos, porque son carentes, son la Alteridad a la Nación, pero –al mismo tiempo– sólo a condición de eliminar o reducir esa alteridad pueden ser incluidos –aunque jamás se produzca identidad. Esta idea aparece, por ejemplo, en la lógica del regalo que suele ser una escena repetida en los filmes de Rondon visitando aldeas indígenas y cubriéndolos literalmente de ropas occidentales, y reemerge en Nueve noches en la carta que Quain envía a Julia: “Sólo estamos esperando pantalones y camisas [que] son para ellos. No me gusta darles ropa, porque quedan mejor sin vestirse –pero ellos insisten–” (Carvalho, 2011: 29) o en los pedidos de regalos que los krahó le hacen al narrador. Parece ser ése el modo de relación que el paternalismo del Estado-Nación instituyó, valiéndose o tomando para sí una práctica indígena, la del don. Respecto de ella, Lévi-Strauss ya examina en Tristes trópicos el hecho de su suplantación por un ritual vaciado de contenido y, por ende, convertido en una reciprocidad casi comercial o vía de obtención de propósitos deseados. Esa conclusión puede leerse en el episodio descrito por Silviano Santiago en que
(...) alguns membros de uma tribo procuram no meio do mato o grupo de visitantes para presenteá-los com um gavião-de-penacho, decididos que estão a abandonar os seus e ‘aderir a civilização’. Desiludidos pela decisão do etnógrafo que os contraria, pois quer ir além do mero encontro na mata, quer visitar a própria tribo, o grupo de índios acaba por jogar o presente embrulhado na beira de um riacho, ‘onde parecia inevitável que devesse rapidamente morrer de fome ou ser uma presa para as formigas’. Fim tragicômico para a instituição do ‘dom’ (Santiago, 2006: 308).
No sólo hay pérdida de elementos ligados a valores tradicionales, sino una “depreciación de todos los otros” (309), que implica la puesta en circulación como mercancía –el precio–, la institución de una jerarquía y, sobre todo, la distancia respecto de esa alteridad.
El don entra así en la lógica del comercio (dar para obtener otra cosa, desde el mundo occidental hacia el indígena u ocluyéndolo, al negarlo como don), del cálculo, de la comparación y, por ende, es extirpado de la dinámica del sentido. “El sentido es algo incomparable” (Byung-Chul Han, 2017: 23) y es destruido cuando se ingresa en la dinámica monetaria (que rige aun cuando no haya dinero real sino cuando se establece una relación mediada por un simbólico que enajena la relación real), del intercambio predatorio (puesto que la relación que se establece es de costo-beneficio y no de dadivosidad).
Así lo expresa Quain, en la novela:
El tratamiento oficial condujo a los indios a la pauperización. Hay una creencia muy difundida (…) de que la manera de ayudarlos es cubrirlos de regalos y ‘elevarlos a la altura de nuestra civilización’. Todo puede atribuirse a Augusto Comte, que tuvo una enorme influencia en la educación superior local y que, a través de su espectacular discípulo brasilero, el ya viejo general Rondon, corrompió el Servicio de Protección a los Indios. Todavía no he conseguido establecer una conexión lógica, pero sé que existe (Carvalho, 2011: 70-71).
De hecho, esa misma lógica pervive en la época en que el narrador visitaba la selva con su padre y que lo lleva a enunciar al entonces niño que “estaba harto de aquella gente, no quería regalar nada a nadie” (73). Sobre ese intercambio y ese pedido contante por parte de los indios como un modo de relación con los blancos reflexiona el narrador, luego de su estancia entre los krahó. Aparentemente instituida como una reciprocidad (el blanco es hospedado en las comunidades indias y aquél entonces le lleva regalos), es en realidad una relación de “adopción mutua”, lo cual “implica una desigualdad enorme” (116), es una relación, en verdad, desequilibrada, asimétrica, en la que el indio se coloca en un lugar de carencia –“no quieren ser olvidados”, “quieren que uno forme parte de la familia”– y el blanco, una vez que deja la aldea se convierte en “eterno deudor”, pues se (auto)colocan como “los huérfanos de la civilización. Se hallan abandonados. Necesitan alianzas con el mundo de los blancos” (116). Esa una “relación paternalista (…) de las más incómodas”, fundante de los modos inmunitarios de establecimiento de la comunidad nacional.
Esposito escribe: “El hombre puede salvaguardar su propia identidad sólo escindiéndose en la bipolaridad entre interior y exterior, privado y público, invisible y visible, y ordenando cada polo a la salvaguarda del otro” (2009: 140. El destacado es mío). El tacto, en la medida en que refuerza esas polaridades, conserva las distancias y diferencias, impide tanto el dejarse afectar como cualquier tipo de metamorfosis, protege la identidad. O bien reduce la otredad a una versión asimilable para la identidad poniendo en acción el mecanismo paradójico antes descrito. El narrador de la novela refiere en dos oportunidades al “tacto” en el sentido en que es abordado por Esposito, y en consonancia con la idea de “corrección” y “dirección” ( Richtung) con la intención de obtener algo de los indios: es consciente de su “falta de tacto” al conversar con Diniz, que lo conduce a fallar en el intento de establecer una conversación, y se refiere a la “diplomacia” para con Leusipo. En ambos casos, se escenifica una distancia que marca la inflexión de exterioridad entre blanco e indios, que, aunque luego será suavizada, se erguirá definitivamente cuando el narrador afirma haberlos abandonado, “como todos los blancos” (Carvalho: 2011: 117).
La antropología, siguiendo este razonamiento y atendiendo a las coyunturas de época que la novela escenifica –una de cuyas reflexiones aparece en las propias palabras del antropólogo Lévi-Strauss–, aplica este paradigma del tacto, antes denominado no contacto, que pervive bajo otras condiciones disciplinarias. El narrador de Nueve noches afirma haber entrevistado a Lévi-Strauss en dos oportunidades y cita algunas de sus palabras: “Cuanto más se comunican las culturas, más tienden a uniformarse, menos tienen que comunicar. El problema para la humanidad es que haya entre las culturas una comunicación suficiente, pero no excesiva” (Carvalho, 2011: 55). Esta posición nos reconduce a las ideas que el antropólogo francés expone en su escrito sobre los trópicos, puesto que en esas páginas se hilvanan conjuntamente pureza y distancia , dos nociones que esa entrevista convoca elidiendo nombrarlas. Siguiendo el análisis que Santiago realiza del texto, se entiende que para el antropólogo la pureza es la ventaja concedida a la metrópolis y que es el valor que los no occidentales deberían haber protegido durante el proceso de colonización. La pureza se perdería por ese exceso de contacto y comunicación. La pluralidad de culturas que todo etnógrafo constata, y el caso de Lévi-Strauss no es una excepción, se reconduce, en definitiva, a una unidad o único principio (es la multiplicidad reencontrada en lo uno). Al mismo tiempo, el antropólogo constata otra noción fundamental: la de la distancia originaria entre civilizaciones distintas, las cuales
deveriam ter-se preservado à distância, mas elas não permaneceram separadas. Elas se aproximaram, se tocaram e se comunicaram de modo íntimo (...) A viagem, traço de união, lugar entre, destruiu e destrói a distância entre os povos, corrompendo-os. Para Lévi-Strauss a viagem é o mais íntegro a priori para a violência. O contato entre culturas diferentes, por mais idealizado que seja, é contágio, transmissão, disseminação de vírus do corpo ocidental no corpo estrangeiro. E vice-versa (Santiago, 2006: 314).
Esa distancia ha sido, en gran medida, anulada mediante la “aculturación” irreversible del otro, que vuelve a todas las culturas comparables. Lévi-Strauss critica, al mismo tiempo, las perspectivas aislacionistas defendidas por no-occidentales (314) tildándolo de “nuevo oscurantismo”, pues la imposibilidad de distancia es cada vez más innegable y el contacto, irremediable. Si, ciertamente, la distancia ha sido transformada en su opuesto, y, por lo tanto, “impõe-se o uno”, en palabras de Byung-Chul Han “lo igual”, el pensador francés toma partido por el intento de cada cultura de defender su identidad –pues ésta se define por oposición y resistencia a lo otro (Carvalho, 2011: 55). Situación que no deja de mostrar sus paradojas, pues ¿habría así otro posible? En todo caso, lo que se nos revela es el sostenimiento por parte de Levi-Strauss de un cuadro distópico del presente, pues el Nuevo Mundo es “triste” por haber perdido su pureza –a causa de un profundo proceso de colonización, dando nacimiento a lo igual. [16] “A apreensão da diversidade cultural está na razão direta da corrupção das culturas envolvidas” (Santiago, 2006: 319). El gran terror de Lévi-Strauss parece emerger como el terror al contacto: el antropólogo puede conocer “la pureza indígena” a condición de un contacto inevitable que llevará a la “corrupción mutua”. El contacto es adjetivado por el antropólogo como corrupción, degradación, maldición, una contaminación que produce “pérdida”.
Es en este punto en que irrumpe el contraste entre el antropólogo francés y Buell Quain. En la conversación ya citada entre narrador y Castro Faría se define a Lévi-Strauss como “un filósofo francés”, con su característico retraimiento (“como si fueran personas diferentes”) y distancia (“no quería la compañía de nadie”, Carvalho, 2001: 41), esbozando su temor al contacto.
El contacto se opone al tacto, entendido éste como cercanía con cierta lejanía que salvaguarda la identidad por su oposición a la alteridad (es dialéctico). El contacto, el tangere, destruiría esa distancia, es contagio y contaminación, su derivas semánticas y etimológicas. En coincidencia con Lévi-Strauss, Quain también revela su terror del contagio, pero, a diferencia de aquél, en éste el terror no es rechazo, sino paranoia, la cual vuelve realidad o convierte en realidad el fantasma del contagio que lo amenaza.
Se menciona sobre Quain, en varias oportunidades, su temor al contagio, a la enfermedad contagiosa y al contacto. [17] Una de esas menciones parece particularmente importante puesto que vincula el contagio con el contacto, el “dar la mano” y la idea de “salvación”. Buell Quain refiere al “escribiente”, autor de las cartas destinadas a un personaje incógnito, el hecho de que algunas personas de los lugares que había visitado le pedían “que los llevase con él, adonde quiera que fuese, como si esperaran de él la salvación. Él me dijo que nadie puede imaginar la tristeza y el horror de ser tomado como salvación por alguien que prefiere, a tener que continuar donde está, entregarse sin defensas al primero que aparece, quién sabe si un predador” (44). Esas personas se encontraban aún más profundamente que él en la “escala de envilecimiento” y decide, entonces, “darles la mano”, aunque no para salvarlos –pues le sería imposible– sino para acompañarlos, para descender con ellos. Descenso que connota la idea de infierno a que ya nos hemos referido. Esta “carta” expone la ambigüedad de Quain: el miedo y el deseo de contagio (por lo otro) simultáneamente.
Siguiendo esa misma huella, unas páginas más adelante se nos revela su horror de “ser confundido con las culturas que estudiaba”, un horror que podríamos acercar a las prescripciones de la antropología disciplinaria –observación y distancia– y, sin embargo, un cansancio de ese papel de “observador”:
Una vez me contó que, entre los nativos con que había convivido en su isla de la Melanesia, no había peor deshonra para un muchacho que ser acusado de espiar a las mujeres. Era una señal de infantilidad: decían que quienes espiaban no eran capaces de alcanzar la satisfacción sexual por las vías del hecho. Él estaba cansado de observar, pero nada le causaba mayor repulsa que la idea de vivir como los indios, comer su comida, participar de la vida cotidiana y de los rituales, fingiendo ser uno de ellos. Trataba de mantenerse apartado y así, en un círculo vicioso, volvía a ser observador. Me habló de los Trumai como una excepción porque sí había tratado de aproximarse a ellos en un intento de comprender sus juegos; y entre ellos (…) de inmediato le había llamado la atención un huérfano de diez o doce años a quien los otros marginaban. Era un desajustado. El único que, como él, no tenía familia . (Carvalho, 2011: 58) [18]
La ambigüedad entre ser y no ser observador, entre no ser y devenir trumai son aquí disyuntivas en tensión. Si en el comienzo de la cita se describe a la observación como un voyeurismo ineficaz e inconsecuente que revela la incapacidad de acción del sujeto, Quain parece verse retado a la hazaña de pasar a la acción y seducido por esa implícita proposición que consistirá en dejarse afectar, dejarse alterar, contagiarse de los indios, confundirse con ellos, contrariando los presupuestos de la antropología disciplinaria (y por eso Quain es “un accidente en la historia de la antropología”, 47), invirtiendo las inquietudes levistraussianas en cercanía (ya no distancia) e impureza (ya no pureza). En Quain se cumple o encarnan los terrores que Lévi-Strauss exterioriza en Tristes trópicos. [19]
Esa cercanía que poco a poco se vuelve contacto y contagio –del sí mismo por el otro y, por ende, invirtiendo la dinámica inmunitaria que se describió como la política del no contacto– se deja trasparecer en diferentes indicios de la “alteración” de Quain: la narración del rito de pasaje hacia la edad adulta de los indios, desollados de cuerpo entero con una pata afilada de tatú, y la consecuente admiración de las cicatrices en la comunidad, es aproximada a la exhibición de la enorme cicatriz que el antropólogo ostentó y sobre la que narró su origen al “escribiente”; la disposición de los trumai a ver en la muerte una salida y liberación de sus temores es asociada por el “escribiente” a la desesperación que el propio Quain vivía como un rasgo de su personalidad –que era entre los indios, una disposición comunitaria; la aparición del ave “lè” que para los trumai es anuncio de muerte, se le aparece a Quain, quien desde entonces sueña reiteradas veces con ella: se instituyen en premoniciones, a las que, además, se suma el concepto trumai de que “los sueños [son] una forma de ver durmiendo” (61).
La paranoia de Quain es, en inflexiones diferentes pero implicadas, la paranoia de la vigilancia del Estado Novo, que se menciona en varias oportunidades, [20] y se ejerce mediante el control institucional del Museo Nacional y a través de la figura de Heloísa Alberto Torres, de manera general, y sobre el propio Quain, que confiesa al “escribiente” el hecho de ser y sentirse perseguido: “ Sospechaba que lo perseguían, y que lo encontrarían adonde fuese (…) Me contó que había vivido bajo vigilancia en Río de Janeiro (…) sabían todo lo que hacía (…) Creía que existía una red de informantes en Brasil (119). Ese control se confirma en la carta que Heloísa envía a Quain reprochándole acciones cometidas –que son elididas, apenas mencionadas como “eso”, pero por ambos sabidas, según se deja entrever.
Paranoia y contagio se entrelazan en la invención que el narrador realiza respecto de los itinerarios y recorridos de Quain. El contagio, siguiendo la pista narrativa que nos propone su voz ficcional, adquiere la connotación de relación sexual y se anuda a la paranoia del antropólogo. La carta del “escribiente” sugiere la homosexualidad de Quain, las notas de Metraux respecto de él [21] así lo enuncian y “testimonian” el momento en que el etnólogo habría confesado su sífilis. [22] Se anudan allí contagio, paranoia, desajuste y locura. Sin embargo, la experiencia de mayor impacto en la subjetividad de Quain, según la hipótesis del narrador, habría sido la del Carnaval en Río y la presentación de personajes travestidos, o la probable visión o conocimiento de Madame Satã. [23] No deja de ser ésta una elucubración que, aunque basándose en fechas, cartas, notas, testimonios, el narrador lanza. Lo interesante de esa hipótesis es justamente lo que persiste no dicho: mediante esa experiencia, Quain habría tomado contacto, experimentado una alteración, o al menos se habría dejado alterar, por alteridades alteradas, no rígidas ni táctiles, sino contagiosas, contaminadas por la misma locura, por un travestismo de las identidades que disuelve o disgrega la lógica de la identidad dialéctica e inmunitaria, desgarra las separaciones al metamorfosearlas.
La importancia concedida al travestismo –no sólo como experiencia sino como concepto que desestabiliza las identidades cerradas y totalizadoras– se refuerza con la evocación que el “escribiente” realiza del relato que Quain le transmitió de una leyenda oída en Vanua Levu (137). Lo que se sugiere como la locura de Quain, locura que lo habría llevado al suicidio es su “contagio” por un deseo disidente, la existencia de una alteridad en sí mismo, que un contacto –y no un tacto– habría hecho aflorar. Quain, el loco, el desajustado, el “enfermo” no tenía otra opción que el suicidio que es, se sugiere, un sacrificio, “para que no quedara ninguna duda sobre su muerte. Y para exculpar a los indios porque su sola existencia –y su presencia en la aldea– los incriminaba” (141).
El sacrificio se incluye como una de las maneras en que opera la immunitas en su vía jurídica e institucional, cuya pertinencia se evoca aquí en la referencia a los órganos oficiales del Estado brasileño. Aunque si bien en formas simbólicas, el sacrificio aquí se ejecuta en la muerte. Para normalizar integralmente la vida, sostiene Esposito, “el derecho debe someterla a un juicio capaz de prevenir toda posible efracción, toda culpa eventual de su parte” (2009: 50), para ello debe anticipar la sentencia de culpabilidad –lo que se esboza sobre la persona de Quain– prescindiendo de la culpa efectiva. No se juzgará a la vida por ser culpable, sino que se la hará culpable para que pueda ser juzgada y condenada. Ese mecanismo es el que Walter Benjamin refirió como “sacrificial”, puesto que la condena “preventiva” es el mecanismo con que se asegura la conservación de la vida, a costa de negarle –sacrificio– toda posibilidad de “forma de vida justa o común” y así reduciéndola a pura materia o vida desnuda. Es justamente sobre el “viviente”, el que busca salir de la objetividad de la vida –y eso es lo que se rastrea en las búsquedas de Quain, por contacto y por contagio, intentando dejarse alterar por la alteridad, en una porosidad que destituya los límites fijos de la distancia–, es sobre él que se aplica la violencia del aparato jurídico. Se lo sacrifica para perpetuar la vida en su faceta inmunitaria, es decir, destituida de toda comunidad posible. La muerte de Quain salva el modo de relación entre blancos e indios tal como ha sido diseñado hasta entonces, como tacto, y mediante su muerte permite la supervivencia del Estado-Nación tal como opera y sigue haciéndolo. [24]
En el caso de Quain, y releyendo los aportes de Girard en Esposito (59), es factible pensar que mediante su sacrificio se protege a la “comunidad nacional” del contacto y el contagio en la dirección opuesta a la esperada: del indio hacia el blanco, y de la posible mutua apertura y afectación. Se separa un punto interior sobre el que converge “el mal” para conservar el “todos menos ese uno”: Quain como accidente de la antropología.
Sin embargo, el caso de Quain no se resuelve en una simbolización o inmanencia jurídica del sacrificio, que sería la del derecho, sino que conserva la huella ritual de un sacrificio. Esto le conferiría un estatuto particular, puesto que si el procedimiento judicial se apropia del sacrificial anulando la venganza posterior y convirtiéndose a sí mismo en una suerte de venganza (racionalización), la muerte de Quain sigue siendo un sacrificio que podría asociarse a una deuda no saldada. Retomando algunas de las ideas al respecto de la muerte que presentó Lévi-Strauss y que se citaron al comienzo es factible postular que la muerte del antropólogo instala una deuda, puesto que habría damnificados con ella. En su lugar, para saldarla, “algo” debe “encarnar” lo que causó el deceso y ser así vengado. Esa venganza podría ser leída como la narración misma, que la novela hace cuerpo, e incluso la “octava carta” que el mismo narrador inventó. Esa venganza opera fantasmáticamente para que la deuda sea saldada a través de otra muerte, pues es la muerte del padre del narrador la que conecta ambas historias.
Fantasmagoría, fantasmas, asedios: lo ominoso, lo silente, la deuda
Toda imagen es impura (Didi-Huberman, 2006: 19), montaje de tiempos heterogéneos, contacto con otras imágenes; oculta y declara, revela y esconde, presenta y ausenta. De la misma manera el narrador de Nueve noches conceptualiza las dos fotografías incluidas en la novela y se deja interpelar por ellas. Una de esas fotografías es la del grupo de antropólogos brasileños y extranjeros en el año 1939 en el Museo Nacional de Rio de Janeiro
(...) en que Doña Heloísa aparece al centro, sentada en un banco de los jardines del Museo Nacional, entre Charles Wagley, Raimundo Lopes y Edson Carneiro, a la derecha, y Claude Lévi-Strauss, Ruth Landes [la tutora de Quain] y Luis de Castro Faría, a la izquierda. Hoy están todos muertos, con excepción de Castro Faría y Lévi-Strauss. Pero ya en aquel tiempo había una ausencia en la foto, que sólo noté después de haber comenzado mi investigación. En aquel tiempo, Buell Quain todavía estaba vivo, entre los Krahô, y la imagen no deja de ser, en cierta forma, un retrato de él, por la ausencia. En toda fotografía hay un elemento fantasmagórico. Pero en esta fotografía ese elemento es todavía más asombroso . Todos los fotografiados conocieron a Buel Quain, y por lo menos tres de ellos se llevaron a su tumba cosas que ya nunca podré saber. En mi obsesión, llegué a sorprenderme varias veces con esa foto en la mano, intrigado, fascinado, tratando en vano de arrancar una respuesta de los ojos de Wagley, de doña Heloísa o de Ruth Landes (Caravlho, 2011: 33. El destacado es mío).
La fotografía transmite una inquietud, suscita una experiencia inquietante; condensa la búsqueda que movilizará la narración: en torno a una explicación sobre el suicido de Quain. La imagen, en este caso, fotográfica, reclama una ausencia fantasmagórica que no refiere sólo a la ausencia física del etnólogo americano sino a un sentido ausente, fugitivo, que se le escabulle al narrador, una suerte de paradoja presencia-ausencia (puesto que la ausencia lleva a imaginar un sentido posible –que se hace presente fantasmagóricamente). Quain no está allí, pero pareciera que su espectro, aquel en que tras su muerte se convertirá, ya estuviese allí –a causa del modo siniestro de su ausencia. La muerte del etnólogo, su suicidio, es descrita en varias oportunidades. Sin embargo, su tumba ha sido devorada por la selva, señalada con el material más efímero ( burití) y jamás constatada: “Nunca la policía ni autoridad alguna fue hasta ese lugar. El cuerpo no fue exhumado. No hay ninguna investigación archivada en ninguno de los registros públicos” (90). Esa tumba es in-asignable, puesto que sería ya imposible identificarla. Su muerte no deja de ser el testimonio de los indios que lo encontraron cortándose a sí mismo y luego lo hallaron ahorcado. La palabra, por tanto, es la que sella su muerte, performáticamente, la que construye su duelo en la narración y es la que autoriza, asimismo, la pervivencia de Quain en cuanto fantasma que asedia, que aún continúa interrogando, cuyo cuerpo se vuelve palabra ausente (sentido de su suicidio, ausencia de porqués) y cuyo cuerpo se asume en la letra misma: la octava carta es invención del narrador, pero es también herencia, la deuda que se asume como tal y como propia simbólicamente. [25]
La imagen convoca indefectiblemente la mirada. Ésta no se instituye en simple acción objetiva (u objetivable de lo visto), sino que, a través de la duda y lo sinuoso que contornan constantemente la historia de Quain, se define como una mirada háptica, en el sentido de que es, también, contacto y contagio. Así nos lo revela el “escribiente”: “ Toda la ciudad había sido convocada a escuchar los discursos de la fiesta de inauguración de la sociedad literaria. Él no podía verme entre la masa que se apiñaba adentro y alrededor del edificio de la escuela (…) Pero fue allí, por segunda vez, que yo enfrenté sus ojos” (26. El destacado es mío). La primera vez que encontró su mirada, la percepción había sido del mismo terror: “(…) desde entonces fui el único en notar en sus ojos la desesperación que trataba de esconder sin conseguirlo siempre, y cuya razón, que llegué a intuir mucho antes de que me fuera revelada, prefería ignorar, o fingir que la ignoraba, para aliviarlo (…)” (10. El destacado es mío).
La inquietud de la mirada del etnólogo es también lo que en y de nosotros mismos nos inquieta, ambas realidades se tocan en un cuerpo a cuerpo instado por los ojos y su paradójico revelar-ocultando. La seducción, pero también el enigma de la mirada y aquello que en el otro nos mira es marcada reflexivamente por el “escribiente”: “¿O usted cree que cuando nos miramos no reconocemos en el prójimo lo que en nosotros mismos tratamos de esconder?” (10). Para el narrador también es más interesante acceder a las impresiones (se pone de relieve el lenguaje táctil) que Quain había dejado que a su imagen objetiva (“imagen real”, si es que existe) (35). Dicho esto, se incluye en la novela una fotografía de perfil y de rostro de Buell Quain, como si se quisiera sugerir al lector ese enigma que los ojos de Quain retienen. Asimismo, esa fotografía convoca otros territorios que ya fueron anteriormente mencionados: los procedimientos de control sobre la vida –el tipo de registro se asienta en una fotografía del fenotipo con intención identificatoria, que la acerca al “expediente”, a la imagen “criminal” y a la de pacientes “psiquiátricos” – que intentan contenerla, doblegarla, establecer límites claros y rígidos. Sin embargo, como el “escribiente” y el narrador lo destacan, la imagen escapa, subvierte y dice –toca al observador– de un modo fantasmagórico o espectral. Es impura, pone en contacto, contagia sensaciones (de Quain al escribiente, a Castro Faría, al narrador) y contagia tiempos distantes al superponerlos o entremezclarlos, contagia vidas y experiencias. En cierta forma de esa tensión entre ser y parecer, que Castro Faría explicita, ser rico aun sin querer parecerlo o “no parecer y, en realidad, ser” (38), resulta la dinámica espectral que genera el enigma en torno a Quain, haciendo imposible aseverar y posible únicamente dudar, estar entre, así como su existencia se constituye en entre: entre la vida y la muerte, entre la identidad y la alteridad. [26]
Otra de las inflexiones que adquiere lo fantasmagórico en Nueve noches es lo ominoso, generado por la presencia espectral de la fotografía. Cuando el narrador arriba al territorio krahó, re-conoce los espacios en relación con la fotografía del periódico que había llamado su atención y había dado comienzo a su búsqueda: se trata de la foto de Quain llegando a la aldea, de un 18 de agosto de 1939. En ese momento se llama a la presencia una ausencia, se tocan dos tiempos, el del narrador y el de Quain, y comienza a operarse el contagio entre ambos, puesto que no sólo la seducción que experimenta el narrador por la historia del etnólogo escenifica ciertamente una aproximación, sino que la porosidad y la confusión entre identidades cristalizará en el episodio del hospital: el narrador regresa a Brasil para visitar a su padre, internado en estado terminal a causa de una enfermedad que literalmente vuelve al cerebro una esponja y durante sus veladas es “reconocido” por otro paciente (un viejo norteamericano) con quien su padre comparte la habitación como “Bill Cohen”, que en una escucha atolondrada suena y no suena a “Buell Quain”, a quien ese hombre parecía esperar –y se lo confirmarán más tarde– cuando le repite antes de morir: “Yo sabía que no estabas muerto” (156-157). [27] Esta muerte reconectará al narrador con la muerte de Quain sobre la que lee en un periódico días después, como si ese espectro lo asediara. El narrador se reconoce “contaminado por la locura de Quain” (122), es decir, por la misma contaminación de Quain agenciada por el fantasma mismo del etnólogo.
La omnipresencia de la muerte en su asedio espectral –como si los muertos no tuvieran descanso– le llega también al narrador a través del encuentro con un poema de Carlos Drummond de Andrade, “Elegía 1938”, del que se cita un fragmento (123). Lo que nos interesa aquí es lo omitido, lo silenciado: “Caminhas entre mortos e com eles conversas/ sobre coisas do tempo futuro e negócios do espírito” (2015: 80). Si, como sostiene el narrador “Cada uno lee los poemas como puede y entiende en ellos lo que quiere, y aplica el sentido de los versos a la experiencia que ha acumulado hasta el momento de la lectura” (Carvalho, 2011: 122), es posible establecer entre esos versos no citados, silenciados, y el propio recorrido del narrador guiado por una presencia-ausencia, por un espectro que lo asedia, lo convoca y por una fotografía que inquieta el sentimiento de lo familiar extraño, que se instala el sentimiento de lo ominoso, una relación de explicación silente. Es decir, lo no dicho –no citado, en este caso–, como lo no visto o lo que se oculta en lo que se ve, es el modo en que se contagian, se contactan esferas hasta entonces claramente discernibles (como entre vivos y muertos), es ese el modo en que se establece esa porosidad. Esa conversación silenciosa es la que va urdiendo el relato, para proponer una herencia y el compromiso de una deuda.
En la misma dirección, en la novela se cita una frase que hace resonar esa misma porosidad: “Los vivos están siempre y cada vez más gobernados por los muertos” (Carvalho, 2011: 136). Buell Quain habría leído esa frase en Río de Janeiro, frase que pone en palabras el asedio de la muerte y los muertos sobre la vida. Una muerte que en el poema de Drummond se liga a la especulación, a la guerra, a la producción capitalista, pero que hace persistir como seres de palabra y de habla, especialmente, a los muertos.
Sobre esa misma palabra y esa conversación hablaban las historias de fantasmas que su padre le contaba a Quain, según lo “testimonia” el “escribiente”: la historia de un barco que nunca llegaba a puerto y entonces, al cruzarse con otros barcos, los tripulantes les daban sus cartas para ser entregadas en tierra firme, pero las cartas “estaban dirigidas a personas que ya nadie conocía o que habían muerto mucho tiempo atrás” (136). De manera semejante, el “escribiente” es instituido por Buell Quain en el encargado de “entregar a los destinatarios esas cartas que escribió a un paso de la muerte, como aquellos marineros que llevaban a tierra firme la correspondencia de los muertos” (140). Manoel Perna, “escribiente” y amigo de Quain, recibe esa herencia –en ese ambiente de los años ’30, enrarecido de desconfianza– como inyunción [28] que reafirma escogiendo (Derrida, 1998), puesto que para que haya herencia ese legado ha de apelar y desafiar la interpretación, el caso aquí, ciertamente.
El asedio del espectro, siguiendo algunas de las postulaciones de Derrida en Espectros de Marx (1998), implica responder al muerto y del muerto. Por lo tanto, el espectro pesa, piensa, dentro de la vida misma. En Nueve noches, a través del contagio, se opera el momento espectral, la presencia posible a partir del desquiciamiento, de la disyunción o de la desproporción, del tiempo out of joint. Sólo gracias a esos tiempos distantes, sólo gracias al carácter impuro de la imagen, sólo gracias a una deuda que persiste sin ser saldada –el suicidio, la muerte de Quain– puede advenir el espectro. Ese espectro postula una operatoria diversa de la inmunitaria para una posible deriva comunitaria.
La octava carta fue inventada por el narrador como la palabra del fantasma que conecta dos historias, dos obsesiones, dos vidas a través de la muerte.
Si volviéramos al inicio de estas páginas y retomáramos –aún salvando distancias culturales– la relación entre vivos y muertos planteada por Lévi-Strauss, podríamos afirmar que Buell Quain se instituyó en la mediación entre dos espacios, dos comunidades diferentes y que no sólo se transformó por el contacto/contagio en aquello de lo que se aproximó (o alimentó, como un phasme) y como un bari, sino que como un araetowaarare asumió una función sacer: el lugar de lo sacrificable para conservar viva a la comunidad trumai/krahó, que así extrajo su vida de la muerte de Quain.
A diferencia del no contacto que implica al cuerpo dejándolo afuera (como zona de amenaza o defensa) o que al menos oscila entre la corporación y la excorporación a menudo bajo el concepto de unidad –generalmente el empleo de la metáfora del cuerpo político o del cuerpo nacional desarrollan esta dinámica–, lo que se pone en juego en la historia y la experiencia de Quain es el contacto, que involucra el carácter plural de la carne e implica “desmembramiento del cuerpo político y de sus metáforas organicistas” (Esposito, 2009: 170) –es decir la alteración de Quain, el ser afectado profundamente por la alteridad en su identidad, desestabilizándola– que permita hacer emerger “no la obsesión neurótica de nuevas incorporaciones, sino el perfil de una ‘carne rebelde al Uno, siempre ya dividida, polarizada en el Dos del quiasma, pero tal que ignore toda jerarquía, toda separación irreversible entra una parte que manda y otra que obedece’” (Esposito: 171). Se trata de la carne como expropiación de lo propio y, por lo tanto, lo que hace a lo común: se expresaría así una “relación originaria de la figura de la carne con la del munus. La carne no es otro cuerpo ni lo otro respecto del cuerpo: es simplemente la modalidad de ser en común de aquello que se quiere inmune” (172).
Podríamos comparar el evento conocido como “la revuelta de la vacuna” (1904) y sus procedimientos inmunitarios con el tipo de peligro y contagio que escenifica Nueve noches. Si en el primer caso, tal como es analizado por Nicolau Sevcenko (2010), se muestra la resistencia de los habitantes de Rio de Janeiro a ser inmunizados y, asimismo, a que sus lazos comunitarios se vean modificados (una imposición de orden “higienizante” y para establecer un “orden político”, la República), en la novela de Carvalho el contagio se opera como exceso de comunidad que toma al sujeto, su cuerpo, en una carnadura común. La paranoia, el temor, el miedo, su obsesión por el contagio y a las enfermedades contagiosas es un temor al con-tacto, a ser afectado por una alteridad que así diluya o ponga en jaque distancias y purezas. El léxico biomédico es utilizado para expresar una revuelta hacia y contra la immunitas, entendida como negación de la comunidad mediante la interiorización de su opuesto, del “mal”, en dosis pequeñas. En efecto, lo que se produce es una apropiación de la operación inmunitaria (el contagio, productor de inmunización natural, como una vacuna) representada o encarnada en Quain (el etnólogo que pertenecería a la racionalidad occidental y a sus parámetros disciplinarios) para, a través de ella, infundirle el exceso de comunidad, es decir, el trastocamiento de su individualidad, de los límites entre sí y fuera de sí, [29] propio e impropio, propiedad y comunidad a través de una porosidad característica del mundo indígena –tal como mencionamos al comienzo, en el que vivos y muertos se comunican.
El mismo contagio experimentado por Quain es ejercido sobre el narrador, aunque en su caso las mediaciones y distancias finalmente se imponen. Sin embargo, el contacto, el contagio entre Quain y el narrador se efectúa bajo una operación espectral, a partir de los fantasmas de los muertos que lo seducen, sugiriendo que aún dentro de la racionalidad se establecen vínculos entre vivos y muertos que actúan movilizando la acción, la búsqueda y la deuda que ha de ser saldada, vengada –en este caso, con la palabra.
Los espectros, podemos concluir, no sólo asedian (re-aparecen, están en presencia-ausencia), sino que contagian. Los muertos no entierran a sus muertos –contrariamente a lo que reza la cita bíblica retomada por Lévi-Strauss al comienzo y como fue reescrita por Marx– [30] , eso es imposible. Lo que se sugiere es que la relación entre vivos debe entenderse como una relación con la muerte y con los muertos. La comunidad no puede prescindir de sus muertos y sus fantasmas, no puede establecer con ellos apenas un vínculo contractual (al que refiere Lévi-Strauss como típico de las sociedades occidentales), sino que éste ha de ser especulativo, es decir que, en cierta medida, los muertos se antropofagicen, se encarnen –por contagio– e incomoden, asedien. [31] Esta es la deriva que propone Nueve noches.
A esa proposición de relación comunitaria le corresponde una concepción territorial de la Amazonía también diferente, ya no como nexo –contrato, recordemos su etimología– sino como compromiso con esos muertos, con los vivos, con los fantasmas y que tome a cargo su deuda: una conjuración, en uno de los sentidos que explicita Derrida, [32] como evocación, hacer venir por voz, convocar a los espectros, llamarlos.
Bibliografía
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Sussekind, Flora (1990) O Brasil não é longe daqui. O narrador, a viagem. Companhia das Letras, Rio de Janeiro.
* Licenciada y Profesora en Letras Modernas. Doctoranda en Letras, Facultad de Filosofía y Humanidades – Universidad Nacional de Córdoba. Becaria de CONICET. [ florenciadonadi@gmail.com ]
Recibido: 25-05-2017 Aceptado: 25-06-2017
[1] Esa frase que Lévi-Strauss encuentra en las escrituras sagradas, habrá sido citada con modificaciones, un siglo antes del texto del antropólogo, por Karl Marx ( Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte) y analizada en un texto de 1993 de Jacques Derrida. Esta acción imposible (que los muertos entierren a los muertos) nos llevará hacia la reflexión comunitaria expresada en Nueve noches.
[2] El peligro (periculum) se enlaza a la experiencia misma ( ex-perire), al viaje (viaticum, con los que se atraviesa un camino) y a la aventura (Agamben, 2015). Para Silviano Santiago en “A viagem de Lévi-Strauss aos trópicos” (2006), el viaje del antropólogo francés no es, a diferencia de otros, un viaje “épico”, como el propio autor lo deja en claro en las páginas iniciales de Tristes trópicos, “El fin del viaje”, donde el fin no es sólo finalidad sino conclusión, corte en la repetición y el desplazamiento. Asimismo, en este texto Santiago analiza las relaciones entre viaje y escritura (expresadas por Lévi-Strauss en el capítulo “Lección de escritura”) y el modo en que se entrelazan e imbrican dos figuras fundamentales para el antropólogo: las de distancia y pureza. Ambos son, justamente, cuestionadas en Nueve noches por el contacto y el contagio.
[3] Camtwyon es el nombre que los nativos krahó habían dado a Buell Quain, según los datos de informantes a los que el narrador accede. “(…) twyon quería decir babosa, el caracol y su rastro”. Sin embargo, a menudo los nombres indios “no siempre quieren decir algo y sobre todo no tienen nada que ver con la personalidad de la persona nombrada. Forman parte de un repertorio y son atribuidos al azar” (2011: 86). Sin embargo, el narrador no acepta esta explicación y construye para sí “una interpretación salvaje y un tanto moral: ‘Camtwyon’ pasó a ser, para mí, el rastro del caracol y su fardo en el mundo, el caparazón con el que carga donde quiera que esté y también le sirve de abrigo, el propio cuerpo, del cual no puede librarse a no ser con la muerte, su aquí y ahora para siempre” (86). El narrador no deja pasar esta referencia sin remitirla a “Caracoles” de Francis Ponge, referencia que conduce hacia la reflexión en torno a dos figuraciones de la imagen del caracol: como hacedor de su ser como obra de arte (“hacen de su vida obra de arte”) y, en ese sentido, santo. No obstante, “Su secreción misma se produce de tal manera que se sujeta a forma”, algo que no está contenido en “twyon”, que es la babosa sin el caparazón, y por lo tanto, remite más bien a lo informe y en su viscosidad al “escupitajo”, ambas figuras del diccionario de Documents (número 7, 1929) de Bataille y Leiris, respectivamente.
[4] En una entrevista de 2012 para La nación, Bernardo Carvalho explicita algunas ideas que se aproximan a las propuestas en este artículo:
En cuanto a lo paradojal, tengo la fantasía de que la literatura es capaz de decir cosas que no pueden ser dichas de otra manera, que le están vedadas a la filosofía o la sociología. Trabaja sobre nudos que no están resueltos, así que uno sólo puede hablar de las paradojas, de las contradicciones. En mi novela, el personaje de Buell Quain representa la razón, el saber occidental, pero luego se ve contaminado por el propio objeto de estudio. Es un objeto desequilibrante para él, a la vez que una gran oportunidad. Al mismo tiempo es un veneno: lo que lo empuja a la propia destrucción, y al suicidio (Carvalho, 2012).
Siguiendo esta dirección, la literatura estaría más que habilitada para llevar adelante una reflexión sobre la paradoja immunitas-communitas, sus aporías.
[5] Existe un amplio abanico de aproximaciones e imaginarios en torno a la selva, desde la selva o el bosque como lugar de ausencia de cultura (de la narraciones populares) pasando por la selva de Dante, selva oscura en la que el yo se extravía, los relatos de los cronistas europeos en América que configuran nuevos mitos espaciales, hasta los escritores del positivismo en el siglo XIX y principios del siglo XX (en narraciones como las de Eustasio Rivera o Alberto Rangel, La vorágine e Inferno verde). La metáfora que utiliza el narrador, la selva como infierno, implica una opción que deja entrever fragmentos de ideología, que la comunican con una cultura, un saber y una historia.
[6] Ulises no moría de viejo en su tierra, Ítaca, sino tras naufragar en una nueva travesía frente al Monte del Purgatorio. Se trata, según John Freccero, de dos muertes: una muerte del cuerpo y una muerte del alma; la primera es la muerte natural de Ulises y la segunda, inventada por Dante, es la muerte por naufragio. Es esa segunda muerte la que se instituye –desde la visión del mundo cristiano– en ritual de expiación, porque es el verdadero espejo, en la muerte, de la vida del navegante (Santiago, 2006: 329-331).
[7] “ Lo que ahora le cuento es combinación de lo que él me contó y yo imaginé a lo largo de nueve noches. Así fue que concebí su sueño y su pesadilla. El paraíso y el infierno. Esa primera noche, él me habló de una isla en el Pacífico, donde los indios son negros. Me habló del tiempo que pasó entre esos indios y de una aldea, que llamó Nakoroka, donde cada uno decide lo que quiere ser, pueden escoger a su hermana, su primo, su familia, y también su casta, su lugar en relación con los otros. Una sociedad muy rígida en sus leyes y reglas, pero donde, al mismo tiempo, cabe a los individuos escoger sus papeles. Una aldea donde a cualquier extraño le es imposible reconocer los trazos genealógicos, las familias de sangre, ya que los parientes son electivos, como así también las identidades. El paraíso, el sueño de aventura del muchachito antropólogo. ” (2011: 49).
[8] Quain “había encontrado un pueblo cuya cultura era la representación colectiva de la desesperación”; los Trumai ven en la muerte una “salida y una liberación de sus temores y sufrimientos” (60), “la vida [para los Trumai] era inseguridad, una inseguridad que siempre aumentaba de noche” (62). La ecuación entre este grupo es la de inseguridad, desesperación y muerte. Los Trumai, por ende, no podrían leer de los otros más que terror, es decir amenaza de la propia identidad.
[9] Quisiera dejar asentadas aquí algunas reminiscencias quenexo (del latín nexus), con el que se forma el anexo, manifiesta. Nexum o nexus en latín, además de lazo o atadura, significaba contrato y, especialmente, un tipo de hipoteca establecido sobre una porción de tierra como garantía por un préstamo. Si el préstamo no era devuelto al menos con trabajo, el acreedor se volvía luego dueño de esa tierra. Dos nociones creo que son centrales aquí en relación al término “nexo”: el de contrato y el de deuda, sobre los que se volverá. Fuente: http://etimologias.dechile.net/?nexo
[10] Esta representación del territorio del Xingú como isla también hace referencia al universo fluvial que lo conforma, ya que es, como afirma Ana Pizarro, un mundo de aguas en sentido figurado: constituye un área cultural formada por ocho países con referencias comunes, su centro puesto en el río y la selva. El agua, lo vemos también en la novela, se intercala e ingresa en la vida y las territorialidades de esas vidas. Así, los discursos que espacializan las relaciones se despliegan en una maraña de furos, igarapés, ríos, en una geografía de aguas que se hace sentir en su permanencia y sus ritmos.
[11] La distancia y el límite es el tipo de relación “ejemplar” que mantiene y escenifica Lévi-Strauss en Tristes trópicos.
[12] Definir ese territorio como una isla –aun simbólicamente– implica una suerte de definición que evoca ideas –ni inofensivas ni inocentes– que delimitan el imaginario sobre éste. La negación o denegación que el narrador opera sobre ese territorio que conoció y, especialmente, sobre sus habitantes es síntoma de las consecuencias de esa representación simbólica. Paradójicamente, la denegación muestra la seducción que ese mismo territorio opera sobre la subjetividad individual, pero también social, colectiva, nacional. Al colocarlo como isla se remarca la relación de exterioridad-interioridad con la nación, pero se oculta su unidad cultural dinámica.
El narrador es seducido no sólo por el caso –la muerte enigmática, el suicidio del antropólogo– sino por ese territorio que condensa los sueños y las pesadillas de tiempos pasados, presentes y por venir. El narrador es, en cierto sentido, un éxota, un extranjero que visita esos territorios desde la ajenidad así por él propuesta, pero también es un buscador –ya no de oro sino de una verdad– y en esa búsqueda también indaga los signos como un etnólogo. Su propia imagen, también, se desfigura emulando los procesos por los que atraviesan territorio, comunidad, sujetos.
[13] Según Simone Weil, quien es retomada por R. Esposito en Immunitas, el derecho tiene sus raíces en la forma originaria de la pertenencia: algo es de alguien porque tuvo la fuerza para arrebatárselo a otro. La propiedad siempre es fruto de una apropiación. En el derecho romano, la propiedad no es derivada sino originaria, es el derecho de botín (que se toma por las armas), lo cual podría llevar a establecer un vínculo directo entre propiedad y saqueo (praeda que daría praedium, es decir, se asocia lo territorial a la dinámica de la praedatio). (Esposito, 2009: 45).
[14] El grilo es la ocupación de tierras o la falsificación de títulos de propiedad, una práctica muy común como modo de apropiación de territorios indígenas por parte de hacendados y terratenientes. Sobre el grilo sugiero la lectura de Alexandre Nodari, que retoma la antropofagia oswaldiana: “A posse contra a propriedade: pedra de toque do Direito Antropofágico” , UFSC, 2007.
[15] El Mariscal Cândido Rondon participó y encabezó varias expediciones. Sin embargo, las de mayor aliento y a la que generalmente se hace referencia al mencionar su expedición es aquella realizada desde Mato Grosso al Río Madeira llevando las líneas telegráficas y que se extendió de 1907 hasta 1910. Entre 1913 y 1914 Rondon encabezó junto al expresidente de Estados Unidos, Theodor Roosevelt, la Expedición al Río da Duvida, también en la Amazonía.
[16] Es llamativo, sin embargo, que Lévi-Strauss caratule a Nueva York, ciudad que visita luego de su estancia en Brasil, como una “excepción superior”, incomparable con cualquier metrópolis europea y, en ese sentido, diferente. Propuesta por el antropólogo como un “paisaje artificial”, un “objeto cultural (re)construido por los principios de la naturaleza” (Santiago: 2006: 316), Nueva York “retoma los valores originarios del Nuevo Mundo”, “lo nuevo no copia a lo ajeno [lo que habría sucedido con el Nuevo Mundo]; reproduce la misma naturaleza originaria que, aparentemente, habría sido corrompida por el proceso de colonización” (Santiago: 317. Las traducciones son mías). La gran ciudad americana se instaurará como marca de la “cronología de occidente” a partir, sobre todo, de la Segunda Guerra y en el establecimiento del “mercado global”, laboratorio de “lo igual”, y de la expulsión de lo diferente en términos de otredad. Justamente en Nueva York se congregan, en la década en que el francés la visita, los surrealistas etnográficos que establecen el contacto entre antropología y arte, la apropiación de lo no occidental y cultural (africano y amerindio) por lo occidental y artístico. (Santiago: 318). Este grupo, sin embargo y a diferencia de Lévi-Strauss, se colocaba mucho más próximo de las “impurezas culturales y los sincretismos perturbadores”.
[17] “Estoy muriéndome de una enfermedad contagiosa”, declara Quain a Heloísa Alberto Torres en la carta incluida en la novela (Carvalho, 2011: 23); “A juzgar por ciertos síntomas en la piel, creía haber contraído sífilis como consecuencia de una aventura casual con una muchacha que habría encontrado durante el Carnaval de Río” (42), nos dice el narrador sin revelar fuentes; “Se dijeron un montón de cosas después del suicidio, inclusive que tenía lepra. No existe ninguna prueba’” (43); “En la carta a Benedict, agrega por fin: ‘Mi enfermedad me deja especialmente angustiado e inseguro en relación al futuro’, sin especificar de qué está hablando” (57).
[18] Cursivas en el texto original
[19] Nueve noches incluye una supuesta carta de Quain, dirigida a Margaret Mead, en la cual el etnólogo le expone su teoría de “contagio” entre los modos de ser del brasileño y los del indio, como si en el primero sobrevivieran “las características más desagradables de las culturas indígenas” (130) y como si ciertos comportamientos de los indios se debieran a su contacto con la “escoria del Brasil” que vive en esa “tierra marginal” (129), que es el Xingu.
[20] Castro Faría le informa al narrador que “usted tenía que rendir cuenta a los órganos oficiales, que ejercían un control estricto sobre el territorio brasilero y sobre la misma investigación. Los órganos de represión estaban muy activos” (34). “La situación de los extranjeros en el Brasil del Estado Novo era delicada. Daba la impresión de que estaban bajo vigilancia permanente”; había un “clima de ignorancia y el horror”, persecuciones a intelectuales que eran acusados de comunistas (45), se relatan casos de espionaje (por ejemplo, de las cartas), todo lo cual contribuía a una atmósfera enrarecida.
[21] Según el narrador las fichas de Alfred Metraux, que habría compartido con Buell Quain una cena en Río de Janeiro, exponen sobre él: “Hijo de padre alcohólico, pero rico, y de madre neurótica y dominante. Se obliga a la homosexualidad con negros, por los cuales siente horror. Muchacho de talento, poeta” (140).
[22] “Cowan [sería el nombre que por error Metraux habría escuchado] nos relata su viaje al Xingu, y después se extiende sobre el tema de su sífilis” (139). Éstas son las palabras que el narrador encontró en las anotaciones de Metraux.
[23] Según el narrador: “Esto fue lo que él vio. Llegó a Río de Janeiro en vísperas del Carnaval de 1938 y se hospedó en una pensión de la Rua do Riachuelo, en el barrio de Lapa. El barrio era conocido por sus ‘pensiones de amor barato’ (…). Por esa misma época, Banana da terra, film en que Carmen Miranda entró a la inmortalidad con bananas en la cabeza y cantando ‘ O qué é que a baiana tem’, se estrenó en el cine Metro-Passeio, en el centro de la ciudad. El filme inspiró a losfolioes, que salieron por las calles de Lapa, en blocos, travestidos de bahianas (…). Todavía en el Carnaval de 1938, uno de los principales personajes de la mitología local, máximo exponente del malandraje, del crimen y la homosexualidad en el barrio, ganó el concurso de baile del teatro República (…) con un disfraz de lentejuelas inspirado en un murciélago del Nordeste, de donde pasó, de ahí en adelante, a ser llamado Madame Satán, por asociación con el film homónimo de Cécil B. Mille” (130-131).
[24] “Sólo cuando los hombres se inmunizan del contagio de una relación sin límites, pueden dar vida a una sociedad política definida por la separación entre los bienes de cada uno de ellos. Pero el establecimiento de lo propio marca el fin de lo común. A partir de entonces, la historia del hombre se desenvuelve en la dialéctica irresuelta entre los dos polos contrapuestos de caos y orden, identidad y diferencia, comunidad e inmunidad” (Esposito, 2009: 65).
[25] El “escribiente” así lo asevera: “Lo que él me contó era para guardarlo con uno, como si no lo hubiese oído. Y fue lo que hice. Era mi herencia” (143). Derrida (1998) sostiene que la herencia no es justamente lo que se transmite por vínculo sanguíneo, sino que implica un compromiso y, fundamentalmente, una elección, escoger entre varios posibles, una conjura que es evocación, convocar la apertura para que lo que se espera aparezca, o al menos siempre perdure como apertura a su aparecimiento –espectral. Por eso la herencia sólo puede darse en un tiempo “out of joint”, desajustado, injusto, en carencia de dike (como juntura o armonía), que se revela también en esta discordancia de tiempos que se convocan en su supervivencia de muertes y asesinatos (como dice el Quain en la novela: “Toda muerte es asesinato”) y que hilvanan una cadena de asedios y a retornos de fantasmas intentando volver a juntar lo separado, sin que sean conjuntos ni reunidos en lo “uno”. De allí la importancia de los espectros, que vuelven a poner en relación vivos y muertos.
[26] Ese entre se mantiene, asimismo, en la propia in-definición que la novela propone, puesto que el juego entre búsqueda, documentación, ficción, archivos, personajes reales y ficticios es el nudo que configura el enigma. Las figuras mismas de testimonio, escritura documental son cuestionadas al mismo tiempo en que se revela el poder explicativo y de descubrimiento que comporta la ficción. Se cuestionan todas las categorías en su rigidez y se pondera la porosidad. “La verdad depende sólo de la confianza de quien oye”, dice el “escribiente” en una “carta”.
[27] El narrador se encuentra en un hospital, cuidando de su padre a punto de morir, quien comparte habitación con un viejo norteamericano. En el momento en que el narrador descorre la cortina que los separa y ve al vecino dentro del mismo cuarto, éste le habla: “¿Quién diría? ¡Bill Cohen! ¡Por fin! Muchacho, no sabes cuánto hace que te espero” (Carvalho, 2011: 156). Luego repite varias veces ese nombre con el que identifica al narrador, evidentemente afectado por su visión y, finalmente, muere: “Fue lo último que consiguió decir antes de poner los ojos en blanco y entrar en convulsión” (157).
[28] “Jacques Derrida denomina inyunción a ese momento-movimiento, ese intervalo en el tiempo que imbrica dos instantes sin llegar a unirlos. La inyunción, claramente, es el momento de la inminencia, donde todo debe ocurrir, donde el espectro debe necesariamente re-aparecer.” (Dipaola, 2008).
[29] El problema de este “fuera de sí” estaba también presente en el horizonte de preocupaciones Quain, que deseaba poder verse fuera de sí, es decir, fuera de su campo de visión objetivador y, la muerte le parece ser el único modo de lograrlo. “Se veía a sí mismo como a otro de quien trataba de librarse” (Carvalho, 2011: 120-121).
[30] La frase de Marx enuncia “La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos para realizar su propio objeto” (Derrida, 1998: 131). Lo muerto, para Marx, son las revoluciones anteriores, más fraseológicas que efectivas en contenido. Para Marx no es necesario el luto por lo antiguo, sino la desmesura del contenido que significará una desidentificación intempestiva. Aquí, sin embargo, no se elimina la herencia de los muertos, que espectrean (Es spunkt), y cuya deuda –sus sacrificios– permanece vengable.
[31] El contagio se conceptualiza en estas páginas como la potencia política del espectro o de la espectralidad. El contagio produciría, por contacto, el roce, el linde o el confín entre lo separado, dilacerado y escindido: sujeto y objeto, poseer y conocer el objeto, de allí que sea una experiencia que convulsiona y trastoca completamente. Si las ciencias humanas, según Agamben (2006), han de, justamente, colocarse en esa inseparabilidad entre sujeto y objeto, la contaminación que sufre Quain ejercita, actúa, ese confín que se convierte en locura, en delirio, y da cuerpo a ese fantasma. Aquí el peligro, la amenaza, lo pasible de contagiar (un cuerpo extraño) no es inmunizado (rechazado) (Esposito, 2009), sino que infecciona y devasta, desorganiza (aniquila los órganos) las categorías de la propia antropología a la vez que infecta de su potencia maligna los órganos institucionales y estatales de ejercicio biopolítico de la nación.
[32] El otro sentido de la conjuración, al que hace referencia el texto derrideano, a partir de Marx, es el de la conjuración como aseguro, como contrato, como pacto o exorcismo para expulsar al espectro. Éste es así un adversario y se pretende que se mantenga como mero muerto, un cadáver que no asedie. Para ello, es efectivo el duelo, pues restablece esas distancias entre vivos y muertos.