https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35731
Un parque temático de la enfermedad
o cómo conectar la Cuba finisecular con la modernidad
Rocío Fernández
Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina. rociofernandezunmdp@gmail.com.
ORCID:
Resumen
En el siguiente trabajo, me propongo analizar una serie de crónicas que publica Julián del Casal en el periódico El País en 1890 con el propósito de revisar las distintas maneras en que este conecta la isla con la modernidad deseada al otro lado del Atlántico. En este sentido, no solo buscaré reflexionar en torno a qué sucede cuando ya no está el dinero que sostenía esas redes en el pasado, sino que además intentaré pensar en la productividad literaria de dicha ruina económica. Así, la recuperación de la noción de subjetividad cosmopolita que propone Mariano Siskind para pensar el vínculo entre el deseo de estar a la altura del mundo, la falta constitutiva y la compensación mediante los signos de la modernidad servirá de punto de partida para preguntarnos qué sucede cuando la vía para alcanzar ese deseo es justamente la profundización de la ruina y de la falta a través del diseño de la enfermedad.
Palabras clave: Julián del Casal, modernismo, enfermedad, redes, falta
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A theme park of disease
or how to connect
Abstract
In the following paper, I propose to analyze a series of chronicles published by Julián del Casal in the newspaper El País in 1890 with the purpose of reviewing the different ways in which he connects the island with the desired modernity on the other side of the Atlantic. In this sense, I will not only seek to reflect on what happens when the money that sustained those networks in the past is no longer there, but I will also try to think about the literary productivity of such economic ruin. Thus, the recovery of the notion of cosmopolitan subjectivity proposed by Mariano Siskind to think about the link between the desire to be at the height of the world, the constitutive lack and the compensation through the signs of modernity, will serve as a starting point to ask ourselves what happens when the way to achieve this desire is precisely the deepening of the ruin and lack through the design of the disease.
Keywords: Julián del Casal, latinamerican modernism, disease, networks, lack
“Tabaco y sífilis se descubrieron conjuntamente en estas Indias Occidentales, y juntas fueron a España, acaso el mal antes que su alivio, y juntas se corrieron por toda Europa y los demás continentes” (Ortiz, 1987).
1.
Todo empieza con una valija llena de libros que llega a Cuba proveniente de Europa y un lector que, por algunas razones que exceden a este trabajo, es lo suficientemente receptivo como para dejarse atrapar por esas novedades parnasianas y simbolistas. La anécdota la cuenta Ramón Meza: la fecha es 1886, quien trae la valija es Aniceto Valdivia y el lector cautivo es el joven Julián del Casal. Tiene 23 años, es huérfano y ha heredado un ingenio venido a menos, trabaja de escribiente en la Intendencia General de Hacienda, todavía no ha publicado ningún libro, pero algunos de sus primeros poemas se han dado a conocer en la prensa y en las veladas literarias del Nuevo Liceo, y, además, forma parte, hace menos de un año, del cuerpo de redacción de La Habana Elegante. Es, para decirlo de alguna manera, una especie de promesa literaria o, mejor dicho, un joven que recién empieza a adentrarse en el círculo de escritores de la época y que, por ende, deberá construir para sí mismo el valor simbólico que le permita destacarse.
Por fuera de que esta última cuestión pueda explicar la permeabilidad de su poética a las nuevas tendencias, ya sea por afinidad estética o porque vio en ellas una oportunidad para forjar distinción, lo que se sabe fehacientemente es que el encuentro con esa literatura que cruza el mar de la mano de Valdivia fue fundamental para el desarrollo de su obra. No
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obstante, y dado que su primer libro va a llegar recién cuatro años después, la mejor manera de medir el impacto inmediato de esa valija es a partir de las traducciones e imitaciones que publica en la prensa: a las publicaciones que ya hacía de poemas de Víctor Hugo, Theóphile Gautier y François Coppée, le sumará rápidamente las de Charles Baudelaire. Casal publicó entre 1886 y 1890, 14 traducciones de algunos de los poemas que integraron Pequeños poemas en prosa (1869): “El extranjero”, “Los beneficios de la luna”, “El puerto”, “El loco y la Venus”, “La invitación al viaje”, “La cámara doble”, “A una hora de la madrugada”, “La torta”, “La desesperación de la vieja”, “El confiteor del artista”, “El perro y el frasco”, “Un hemisferio en una cabellera”, “Las quimeras” y “¿Cuál es la verdadera?”. De todos ellos quisiera detenerme en “El puerto”, que ve la luz en marzo de 1887, es decir, muy tempranamente, en la revista La Habana Elegante.
Un puerto es un asilo encantador para un alma fatigada de las luchas de la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, las coloraciones cambiantes de la mar y el relampagueo de los faros, son un prisma maravillosamente propio para divertir los ojos sin cansarlos jamás. Las formas salientes de los navíos, de aparejos complicados, a los cuales la marea imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma el gusto del ritmo y la belleza. Y después, sobre todo, hay una especie de placer misterioso y aristocrático para el que no siente ya ni curiosidad ni ambición, en contemplar, acostado en una azotea o de codos en el muelle, todos esos movimientos de los que parten y de los que vuelven, de los que tienen todavía la fuerza de querer, el deseo de viajar o enriquecerse. (del Casal, 1963a, p 94).
La traducción es significativa por varias cuestiones. En primer lugar, porque si Casal está en sentido figurado proyectando su mirada hacia el horizonte en el acto mismo de leer y traducir a Baudelaire, el poema le permite no solo poner en escena un sujeto en espejo del otro lado del Atlántico sino también representar metapoéticamente el reverso del acto de traducción. La imagen de esa alma fatigada de las luchas de la vida que mira los movimientos del puerto, los que parten y los que vuelven, ajena a toda esa circulación, se pliega así sobre el propio cubano que mira desde la inmovilidad de la isla el más allá del mar. En Deseos cosmopolitas (2016), Mariano Siskind destaca que hacia fines del siglo XIX se configura una nueva subjetividad cultural, la del escritor cosmopolita latinoamericano, que diseña el mundo como un horizonte pleno de significación del cual ha sido excluido y al que, por ende, aspira a alcanzar para estar en sincronía con la modernidad. El discurso cosmopolita se constituye así en una escena imaginaria en términos lacanianos, un relato que se cuentan estos sujetos a sí mismos para darle sentido a la experiencia traumática de desear el mundo desde la falta. El ejemplo más claro que da Siskind es el de Rubén Darío, quien vacía Francia de su contenido particular para convertirlo en el significante de lo universalmente moderno, con el propósito de hacer del signo de lo francés un medio que permita alcanzar la modernidad; dicho de otro modo, como Francia es construido históricamente como sinónimo de plenitud, los sujetos latinoamericanos, signados por la falta constitutiva de la marginalidad, deben volverse franceses apropiándose, entre otras
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cosas, de la estética
La operación de Casal está, sin lugar a dudas, atravesada por ese deseo cosmopolita. No obstante, si bien la traducción es una forma de apropiarse de los signos de la modernidad para acercarse a ese deseo de mundo, hay un elemento fundamental que vuelve a traer la falta a la superficie y que tiene que ver, por un lado, con que el alma fatigada del poema está efectivamente en la orilla deseada por Casal, pero también, y sobre todo, por la manera en la que dicho sujeto mira el más allá. En efecto, en el poema nos encontramos con un hombre hastiado que mira el horizonte sin curiosidad ni ambición, pero que acude al puerto para disfrutar de la amplitud del cielo, la arquitectura inmóvil de las nubes, las coloraciones cambiantes y los movimientos que le imprime el mar a los navíos. La belleza para ese hombre aristocrático y misterioso radica en la forma y el ritmo que encuentra en el puerto, pero que, si lo extendemos a toda la poética de Baudelaire, podemos pensar también en relación con la ciudad moderna. Es decir, el sujeto del poema de Baudelaire no acude al puerto para mirar el horizonte y desear un mundo otro que no tiene, sino para deleitarse con la experiencia estética de la modernización. La distancia con Casal se vuelve así evidente: siguiendo una vez más a Siskind, Casal no solo mira el mar para proyectar sus deseos y darles justamente la espalda a las faltas del presente habanero, sino que efectivamente al traducir a Baudelaire está encarnando ese deseo de modernidad.
Todo esto revela muy tempranamente
La imposibilidad de mirar el mar de esa manera despunta, así, como el principal problema del sujeto latinoamericano cosmopolita. De hecho, si volvemos al poema de Baudelaire es evidente que el sujeto ya está arruinado o hastiado antes de mirar el mar: no solo es un alma fatigada, sino que, en algún punto, lo que va a ver al puerto es justamente aquello que ya no tiene, es decir, la fuerza del querer. Si puede disfrutar de las formas y el ritmo es porque el deseo se ha retirado, dejando una mirada limpia que puede apreciar la experiencia estética de aquellos que parten y vuelven. Por el contrario, tal como explica Lezama Lima con las nociones de sentimiento de lontananza y resaca, pero también Siskind con su noción de cosmopolitismo, en Casal la falta despunta como efecto de ese horizonte imposible de alcanzar: se mira inicialmente el mar y cuando se vuelve la mirada hacia el presente de la isla es que aparece la distancia con lo deseado. El arruinamiento del sujeto producto de la falta surge, entonces, como una consecuencia, mientras que en el poema de Baudelaire parece consolidarse como una condición preexistente que permite mirar sin ambición. O, dicho de otra manera, en vez de un sujeto que se arruina porque no logar
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cumplir su deseo, la verdadera modernidad parecería estar en aquel sujeto que, como ya está arruinado, no desea nada.
Y con esto nos acercamos a nuestro punto de partida, porque si inicialmente uno podría pensar los poemas de Baudelaire que llegan en la valija de Valdivia como una mercancía que repone el mundo deseado dentro de la isla, llenando así la falta que produce el deseo cosmopolita, lo que descubre la traducción de Casal es que no basta con esa compensación, sino que, en definitiva, para alcanzar la modernidad, hay que arruinar y corroer a ese sujeto que proyecta su mirada en el horizonte. El camino, entonces, no sería el de la reparación de la falta, sino, por el contrario, el de la profundización. Esta hipótesis no solo permite darle una nueva interpretación al trabajo que realiza Casal con las distintas formas de la decadencia, sino que, además, revela la productividad de dicho desgaste para tender redes simbólicas y materiales con el mundo. En esta línea, lo que me propongo hacer en las páginas que siguen, a partir del análisis de las crónicas de Casal, es ver de qué manera esa profundización de la falta a través del diseño de la enfermedad revela una nueva forma de conectar la isla con la modernidad.
2.
Entre octubre de 1890 y febrero de 1891, Casal trabaja escribiendo crónicas para el periódico El País. Si bien en carta a su amiga Magdalena Peñarredonda1, explica que su rápida renuncia se debió a las quejas y las demandas de los suscriptores, la lectura de una de sus primeras crónicas evidencia que la dificultad ya existía y tenía que ver con la ardua tarea de cubrir la esterilidad que azotaba la sociabilidad habanera:
Ninguna semana ha sido, como la presente, tan estéril en acontecimientos mundanos o artísticos, únicos que pueden tratarse en esta sección, casi inútil hoy, porque como han desaparecido las causas que obligaron a fundarla, viene a ser una especie de traje extravagante, tejido con hilos burdos y cortado a la antigua usanza, con el que este periódico afea dominicalmente su belleza tradicional. Las grandes fiestas del tiempo viejo, de las que escuchábamos hablar en la niñez pero que hoy, al oírlas narrar, se nos antojan legendarias, no porque les encontremos nada sorprendente, sino por el dinero que costaban, o nos hacen subir una sonrisa al borde de los labios, no porque tuvieran nada de graciosas, sino, por el contrario, mucho de ridículas, nuestras familias cubanas de buen gusto que tan pronto como tenían dinero se marchaban a gastarlo a las capitales europeas; proporcionaban a los cronistas domingueros de aquella época asuntos adecuados a la índole de sus tareas permitiéndoles fácilmente ennegrecer un número fijo de cuartillas. (del Casal, 1963b, p. 30).
La frustración del trabajo periodístico produce una definición sumamente productiva: la crónica es para Casal una especie de traje extravagante, tejido con hilos burdos, y cortado a la antigua usanza, que ha quedado no solo sin función social, sino también fuera de tiempo. Además de la vulgaridad de la confección
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En este sentido, el cronista señala que esa falta de función se comprende si uno repara en los orígenes del género: dado que fue creado en un pasado de esplendor para dar cuenta de la exuberante vida social y artística de ese entonces, ahora que esa grandiosidad se ha perdido, su existencia resulta inútil en el sentido de que se constituye como una escritura sin motivo. Y acá hay un punto interesante, porque si bien Casal marca dos tiempos, el del presente de esterilidad y el del pasado de las grandes fiestas, no explica cómo se pasó de un momento a otro. ¿Qué ocurre entre la época de la niñez, ese tiempo legendario de esplendor, y el 1890 en el que escribe el cronista? Arriesguemos una respuesta: la Guerra de los Diez Años, el primer intento independentista que se da entre 1868 y 1878
En efecto, tal como señala Louis A. Pérez (1988) en Cuba: Between Reform and Revolution, la principal secuela de la derrota de 1878 fue la quiebra casi total de la economía nacional. Frente a la aceleración de la ruina de los hacendados, se conformó una nueva alianza entre la burguesía criolla y el capital norteamericano que, si bien produjo un breve período de prosperidad entre 1891 y 1894, terminó por someter la autonomía económica a los altibajos del mercado y la política económica internacional. En esta línea, es factible afirmar que el tiempo de la crónica al que hace alusión Casal es el del esplendor de los hacendados criollos, entre quienes podríamos contar, a pesar de las objeciones de Lorenzo García Vega2, al propio padre de Casal, quien administraba un ingenio azucarero que se va a fundir justamente durante la década del 80, es decir, después de la guerra. Lo que sostenía, entonces, la escritura no era simplemente la existencia de eventos sociales y artísticos, sino también el dinero; o, dicho de otra manera, ahora que el tiempo de la riqueza de la hacienda se ha arruinado, la crónica es un traje extravagante y antiguo que diseña el escritor a partir del lujo y el ornamento de los signos modernistas para intentar cubrir el vacío que ha dejado la crisis económica.
A su vez, cabe destacar que el dinero no solo funda la escritura sino también el viaje. Como comenta Casal, con un claro tono de burla, en las épocas de esplendor las familias cubanas de buen gusto se marchaban a gastar su riqueza a las capitales europeas. En ese sentido, cabría afirmar no solo que con la crisis económica posterior a la guerra se arruina la experiencia del viaje, sino que la pérdida de esta práctica también afecta la escritura. Los cronistas de aquellas épocas podían ennegrecer fácilmente un número fijo de cuartillas porque el dinero proveía todo tipo de asuntos y materiales para los cuales el contacto con las metrópolis modernas era fundamental: por más que los eventos sociales o artísticos que se cubren son, en su gran mayoría, locales, sería imposible concebirlos sin las modas y las dinámicas de sociabilidad que se importan de Europa. Es por esto que, si anteriormente decíamos que para 1890, época en la escribe Casal, la escritura se constituye en un adorno que compensa las faltas de la realidad habanera, también habría que agregar que, con la imposibilidad del viaje, producto de la crisis económica, la literatura va a venir a soportar esas redes arruinadas.
Esta cuestión se puede ver con claridad si vamos a la crónica semanal anterior que publica Casal en el mismo periódico. El texto comienza lamentándose porque la última semana “cada casa se ha convertido en un hospital” donde los cuerpos padecen todo “género de torturas” producto de la grippe: la fiebre “amarillea la inteligencia”, el catarro “pone un velo húmedo ante todos los objetos” y el pensamiento se aletarga. La enfermedad es comparada con una mujer despechada que, como no ha sido correspondida, se cobra venganza cruelmente, evidenciando que el tratamiento que se hace del fenómeno no es científico, sino que está fuertemente atravesado por la literatura: la humanización o, mejor
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dicho, la feminización de la grippe no solo repone toda una serie de sentidos vinculados con la estetización del sufrimiento de corte romántico, sino que, además, la dota de cierta perversión y erotismo que, en la misma línea del tópico de la femme fatale, permite reponer el interés que surge hacia finales del siglo XIX en el arte por el goce que produce el dolor.
Si las epidemias viajan… la grippe tiene buen gusto, porque solo visita los países civilizados. El último año estuvo en Europa y ahora se encuentra en América. También parece que se le han enfriado sus ardores o se encuentra atormentada de remordimientos. Sabiendo que produce la muerte a sus amantes de las regiones frías, ha venido a enamorar a los que viven en las zonas cálidas, donde sus caricias si no gratas, son hasta cierto punto inofensivas. Pero no hay que ser benigno con ella. Aquí no mata, pero prolonga más tiempo sus torturas. Su venida a este país sólo obedece a un refinamiento de crueldad. (del Casal, 1963b, p. 16).
El viaje ahora se da de manera inversa a la crónica anterior: ya no es el dinero de las grandes familias habaneras el que va hacia las capitales europeas, sino las epidemias que se desplazan desde los climas fríos hacia los cálidos llevando consigo el beneplácito de la civilización. No obstante, a pesar de esta inversión, hay algo en común entre ambos desplazamientos, que tiene que ver con que lo que se mueve, lo que va y lo que viene, en definitiva, es la literatura. En el primer caso, veíamos que la crónica como género depende de las experiencias que provee la riqueza de los hacendados criollos: desde los eventos artísticos y sociales hasta las modas materiales y simbólicas que se importan de Europa. En este otro ejemplo, en cambio, si bien es verdad que en términos biológicos lo que viaja es un virus, la manera en la que Casal escribe sobre dicho fenómeno evidencia que, con la llegada de la grippe, no solo llega una enfermedad, sino también todos los signos con los que la literatura ha estetizado el padecimiento. Al respecto, en La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag (2003) sostiene que:
Con la nueva movilidad (social y geográfica) del siglo XVIII, ni la valía ni la posición se daban por descontadas; habían de ser afirmadas. Y se afirmaban mediante nuevas ideas en el vestir (la “moda”) y nuevas actitudes ante la enfermedad. Tanto el vestido (la prenda externa del cuerpo) como la enfermedad (una especie de decorado interior del cuerpo) se volvieron tropos por nuevas actitudes ante el propio ser.
La consunción se entendía como un modo de parecer, y ese parecer se volvió moneda corriente en las costumbres del siglo XIX. Se hizo grosero el comer a gusto. Era encantador tener aspecto de enfermo. “Chopin era tuberculoso en un momento en que la salud no era chic” escribió Camille
La idea tuberculoide del cuerpo era un modelo nuevo para la moda aristocrática, en un momento en que la aristocracia dejaba de ser cuestión de poder para volverse asunto de imagen. Por cierto, la romantización de la tuberculosis constituye el primer ejemplo ampliamente difundido de esa
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actividad particularmente moderna que es la promoción del propio yo como imagen. (pp.
Si como explica la autora, los sujetos se diseñan a sí mismos con los signos de la enfermedad para investirse o reafirmar su posición social, Casal hace lo mismo pero esta vez para adornar la isla. La llegada de la grippe no solo distingue y acerca la sociedad habanera a la modernidad deseada que ostentan los países civilizados, sino que se constituye en uno de esos hilos burdos que le permiten tejer el traje extravagante de la crónica. Frente a la crisis económica, frente a la ruina de ese pasado de esplendor en el que las mercancías iban y venían, frente a la esterilidad del presente, lo único que queda es compensar esa realidad y construir la distinción simbólicamente a partir de los signos de la enfermedad. El escritor suplanta así al hacendado y se constituye en una especie de importador que traduce y administra los signos de la aristocracia para sostener la crónica y, por ende, la distinción de la nobleza en decadencia. Casal lo expresa claramente: sin la vida de los ricos, la crónica se queda sin fundamento y él, por lo tanto, sin trabajo3. Y actúa en consecuencia: no importa si la economía de esas grandes familias se cae, lo que importa es que quieran seguir vistiendo los signos del esplendor o que, para volver una vez más a la lúcida metáfora del cubano, quieran seguir vistiendo y consumiendo ese traje extravagante tejido con hilos burdos y de corte antiguo.
En esta línea, habría que pensar, entonces, que no es una mera coincidencia que la llegada de los signos aristocráticos de la grippe suceda al mismo tiempo que se diagnostica la ruina económica, sino que es frente a esa imposibilidad de alcanzar la modernidad a través del viaje lo que obliga al cubano a diseñar otras maneras de volverse moderno. Si en la anécdota inicial lo que sostenía la literatura parecía ser la valija de Valdivia y el dinero que hace posible el consabido desplazamiento y la compra de esos libros, lo que nos muestran las crónicas de Casal es que cuando ese capital se arruina la máquina continúa funcionando a través de la literatura: las familias de hacendados dejan de tener plata para viajar, pero ahí está el cronista importando los signos que necesitan esos sujetos venidos a menos para no terminar de caer. Así, tal como revela Siskind, a fines del siglo XIX la literatura permite responder al deseo de modernidad y pasa a ocupar el lugar del dinero: no porque lo reemplace, sino porque en cierta manera logra suplantar su presencia en las redes que conectan la isla y la modernidad. Ya no es la literatura la que depende del tráfico material y simbólico, sino la circulación misma de los bienes la que depende de la literatura, dado que son los escritores los que mantienen en movimiento eso que antes movía el dinero.
Para reforzar esta cuestión vayamos a una anécdota de la vida de Casal: en 1888, y luego de verse envuelto en una serie de escándalos tras escribir unas crónicas en La Habana Elegante contra el gobernador de la isla y la nobleza integrista, Casal se embarca rumbo a España en el vapor Chateau Margaux. Dado que, a raíz de la polémica, ha sido echado de su trabajo en el Ministerio de Hacienda, para viajar se verá obligado a vender el solar que heredó de su padre. Esta será la única salida de la isla del cubano y es muy probable que eso se deba en gran medida a la falta de dinero: una vez que gasta lo que había dejado el pasado de esplendor de su padre, Casal será tan solo un escritor. De ahí en más, cuando desee entrar en contacto con la modernidad que reside del otro lado del horizonte, será la literatura la que haga posible lo que antes permitía el dinero: sirva de ejemplo el pedido reiterado e infructuoso de un retrato que le hiciera Casal por correspondencia al simbolista
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francés Gustave Moreau entre 1891 y 1892, y su decisión de suplir dicha ausencia con la publicación de un
En este punto, quizás, sea conveniente detenerse para marcar, a su vez, una distinción entre el caso cubano con el que estamos trabajando y el modernismo latinoamericano, en general, porque, si bien es verdad que otras metrópolis latinoamericanas se conectaron con el mundo de manera similar a la que acabamos de describir, no en todos los casos la literatura tomó de este modo el lugar del dinero. Aunque es por supuesto un fenómeno complejo, quisiera arriesgar que esto se debe a dos elementos propios de la situación política y económica de la isla: por un lado, como ya comenté, porque luego de la Guerra de los Diez Años hay casi una década de crisis, producto del impacto que el conflicto bélico tuvo en las economías de los hacendados criollos. Y, en segundo lugar, y esto es en realidad el quid de la cuestión, porque al seguir teniendo un régimen colonial, todavía no existe un Estado que, como en la gran mayoría de las capitales latinoamericanas en las que se desarrolló el modernismo, financie con cargos diplomáticos a los escritores
3.
Ahora bien, si volvemos a nuestro punto de partida, es posible afirmar, entonces, que hacia finales del siglo XIX cuando las redes que conectan Cuba con las capitales europeas se arruinan por la crisis económica, es la literatura la que sostiene simbólicamente la conexión con la modernidad, pero para hacerlo debe, paradójicamente, recurrir a la enfermedad, es decir, un fenómeno que viene a arruinar los cuerpos insulares. En esta línea, en la crónica semanal sobre la grippe, encontramos otros tres fragmentos divididos por asteriscos que permiten visualizar los efectos del virus: al texto inicial le sigue el lamento por un joven escritor mexicano que se ha suicidado pegándose un tiro frente al mar, un pedido de una lectora para que el cronista se explaye sobre la tristeza de fin de siglo, y finalmente un poema. Así, si la llegada de la valija de Valdivia despunta la traducción de los poemas de Baudelaire para democratizar en cierto punto el acceso a los signos que faltan en la realidad habanera, la llegada de la enfermedad a la isla, ya sea en forma de virus o de afección psicológica, también demanda los servicios de traducción del poeta: no solo porque Casal repone los signos aristocráticos con los que la literatura ha adornado los padecimientos del cuerpo enfermo, sino porque, como se ve a partir de la solicitud de la lectora, es el poeta, y no el médico, el que es capaz de explicar los sufrimientos de época5.
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En ningún final de siglo más que en el nuestro se han visto tantas cosas contradictorias e inesperadas. De ahí ha nacido en los espíritus una incertidumbre que cada día reviste caracteres más alarmantes. El análisis nos ha hecho comprender que, después de tantos siglos, no es posible determinar a punto fijo el progreso de la humanidad. Más bien se puede afirmar que ha retrocedido, porque ha amado muchas cosas que hoy solo puede odiar. Tanto desespera ese estado de ánimo que muchos de los seres que lo experimentan se despeñan por los riscos de la extravagancia, no por el afán de llamar la atención, sino por olvidarse de que no pueden creer en nada, pues la verdad de hoy es la mentira de mañana, y porque sienten al mismo tiempo la necesidad imperiosa de albergar en su alma alguna creencia.
Sabiendo que ese estado no se puede prolongar, porque nos hace la vida insoportable, se cree vagamente que el remedio será descubierto en la década que resta de siglo; pero como se teme también que las muchedumbres hambrientas promuevan también un gran cataclismo social, la incertidumbre de que he hablado, o sea la tristeza de fin de siglo, se va introduciendo, como los microbios de una epidemia, en todos los espíritus, no sólo de Europa, sino de todos los países civilizados. (del Casal, 1963b, p. 18).
Tal como se ve, es la respuesta que le da Casal a la dama lo que permite comprender la relación entre los cuatro fragmentos que componen la crónica: así como el avance del virus de la grippe ha convertido cada casa en un hospital, el contagio de esa nueva epidemia que es la tristeza de fin de siglo explica también el suicidio del caballero español. Es esa otra forma de la enfermedad vinculada no ya con lo biológico, sino con lo psicológico lo que refuerza en definitiva el carácter literario de estos males: si la grippe imita o traduce los síntomas de la tuberculosis, la tristeza de fin de siglo, con esa incertidumbre generadora de descreimiento que lleva a aquellos seres que lo experimentan a despeñarse “por los riscos de la extravagancia”, exporta la distinción y la individualidad de la neurastenia. En efecto, esta última opción es la que le permite a Casal vestirse con la aristocracia que portan las enfermedades, ya que, como él mismo aclara en la crónica, su cuerpo no fue alcanzado por los microbios de la grippe. Y ahí entra en escena el poema que cierra el escrito, ya que, si como afirmaba Sontag, en el siglo XIX, la enfermedad despunta como una de las estrategias predilectas para diseñar y promocionar la propia imagen, el cubano utilizará la escritura poética como una vidriera en la cual exhibir los signos de su tristeza de fin de siglo.
Vespertino
I
Agoniza la luz. Sobre los verdes montes alzados entre brumas grises, parpadea el lucero de la tarde
cual la pupila de doliente virgen en la hora final. El firmamento que se despoja de brillantes tintes aseméjase a un ópalo grandioso engastado en los negros arrecifes
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de la playa desierta. Hasta la arena se va poniendo negra. La onda gime por la muerte del Sol y se adormece lanzando al viento sus clamores tristes.
II
En un jardín, las áureas mariposas embriagadas están por los sutiles aromas de los cálices abiertos que el Sol espolvoreaba de rubíes, esmeraldas, topacios, amatistas
y zafiros. Encajes invisibles extienden en silencio las arañas por las ramas nudosas de las vides cuajadas de racimos. Aletean
los flamencos rosados que se irguen después de picotear las fresas rojas nacidas entre pálidos jazmines. Graznan los pavos reales.
Y en un banco
de mármoles bruñidos, que recibe la sombra de los árboles coposos, un joven soñador está muy triste, viendo que el aura arroja en un estanque, jaspeado de metálicos matices,
los pétalos fragantes de los lirios
y las plumas sedosas de los cisnes. (2007, pp.
Por un lado, Casal recurre a un tópico propio de las tendencias finiseculares europeas que trabajan en torno a la decadencia del sujeto, como lo es la configuración del ocaso como el momento de la agonía o la muerte del día. Sin embargo, a pesar de lo simbólico de dicha elección, lo que destaca es, sin lugar a dudas, el uso de la estética parnasiana para trabajar las imágenes: es eso, es decir, el procedimiento y el proceso de composición, más que la presencia de ese “joven soñador que está muy triste”, lo que, en efecto, le sirve a Casal para diseñar una subjetividad enferma. Veamos cómo: el poema nos presenta tres escenas que están articuladas por una voz que, al mejor estilo parnasiano, se repliega para dar a ver desde afuera, casi como si lo captara con una cámara, la materialidad de lo visual, la plasticidad de los colores, el preciosismo de los detalles, el lujo de las telas y las piedras preciosas. Es una construcción completamente artificial y decorada de la naturaleza en la que contrastan, por un lado, la primera estrofa marcada por la oscuridad y la muerte del sol y, por el otro, la segunda, en la que el regreso de la luz diurna hace florecer ese jardín exuberante repleto de pavos reales, flamencos rosados, vides cuajadas de racimos y fresas rojas nacidas entre jazmines. A la caída y la agonía de la hora final, le sigue, entonces, la ascensión del sol y el renacer de la vida. No obstante, es la tercera y última estrofa lo que descubre la clave del poema: en primer lugar, a partir de la presencia del joven, que vendría
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a arruinar con su agonía esa naturaleza llena de vitalidad, y, en segundo lugar, con aquello que ve ese sujeto y que viene a revelar que toda esa pompa parnasiana es completamente contingente. En efecto, la caída de los pétalos de los lirios y las plumas sedosas de los cisnes sobre el estanque, soporte de por sí inestable, no hace más que desarmar, descomponer, corroer la imagen diseñada en la estrofa anterior.
Esta última cuestión está íntimamente relacionada con el uso, bastante poco comentado por la crítica, del parnasianismo que hace Casal no solo en este poema sino a lo largo de toda su obra. Recordemos que, en abril de 1893, en la carta que Enrique Gómez Carrillo le envía al cubano para transmitirle la reacción de Paul Verlaine ante la lectura de Nieve, encontramos que lo primero que dice el maestro sobre su poesía es que los que “más han influido en él son mis viejos amigos, los parnasianos” (p. 60). El reconocimiento inmediato y la ironía en torno a sus viejos amigos
Amo el bronce, el cristal, las porcelanas, las vidrieras de múltiples colores,
los tapices pintados de oro y flores y las brillantes lunas venecianas.
Amo también las bellas castellanas, la canción de los viejos trovadores, los árabes corceles voladores,
las flébiles baladas alemanas;
el rico piano de marfil sonoro,
el sonido del cuerno en la espesura, del pebetero de fragante esencia,
y el lecho de marfil, sándalo y oro, en que deja la virgen hermosura
la ensangrentada flor de su inocencia. (2007. p. 27).
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Al igual que en “Vespertino”, poema que Casal incluirá en ese segundo poemario que lee Verlaine, vemos que toda esa colección de materiales parnasianos solo tiene sentido en función de la aparición final de la mancha. El efecto de la sangre que corroe la escena es, entonces, análogo a la presencia del joven triste y a la caída de los pétalos de los lirios y de las plumas de los cisnes del poema que cierra la crónica. Esto permite afirmar que, si bien podemos pensar el parnasianismo como ese idioma que, según Siskind, deben aprender a hablar los sujetos latinoamericanos cosmopolitas para acercarse a la modernidad deseada, la puesta en uso que hace Casal complejiza esta cuestión, ya que su escritura pareciera tender no tanto a reparar esa falta sino más bien a profundizarla. Arruinar el parnasianismo, con todos sus símbolos poéticos y su afán por esculpir el Ideal, mediante la mancha, la caída y la enfermedad se constituye así en una forma de acercarse a esa orilla desde la que mira el sujeto hastiado de las traducciones de Baudelaire que encontrábamos al inicio de este trabajo. Si para ser verdaderamente moderno era necesario destruir el deseo, la corrosión del parnasianismo parece constituirse, entonces, como uno de los caminos privilegiados para alcanzar esa indiferencia.
Todo esto nos obliga finalmente a volver una vez más sobre ese joven soñador que está muy triste para comprender el rol privilegiado que tiene la enfermedad en la poética de Casal. El hecho de que este aparezca “viendo” caer los pétalos y las plumas en el estanque revela un diálogo entre esa imagen y el estado interior del sujeto: así como la naturaleza artificiosa e idealizada ha empezado lentamente a arruinarse, sus sueños también parecen estar condenados a sufrir el mismo destino. Sin embargo, lo que no parece quedar claro en el poema es la relación entre esos dos elementos: ¿son las plumas y los pétalos reflejos de la inevitable caída de los ideales o son más bien una proyección de dicha revelación? O, dicho de otra manera, ¿es la imagen la que arruina al sujeto y lo sume en la tristeza o es su sensibilidad enferma la que diseña esa imagen y arruina la naturaleza? Es justamente esta interrogante la que conecta nuevamente el poema con la crónica semanal: en efecto, es a partir del sufrimiento en carne propia de la tristeza de fin de siglo que se avizora en el uso que hace el cronista de la primera persona del plural — “nos hace la vida insoportable” — que podemos preguntarnos si “Vespertino” se constituye como causa o consecuencia de dicho sufrimiento.
Más allá de que es una cuestión que merece un desarrollo mucho más extenso, lo que he intentado mostrar a lo largo de este trabajo es que hacia fines del siglo XIX la enfermedad no es solo algo que se sufre, sino que se diseña, se proyecta, se propicia y se pone en uso para para producir nuevos sentidos y nuevas subjetividades. De esta manera, es posible leer “Vespertino” como un síntoma de la enfermedad del cronista y, al mismo tiempo, como un texto que disemina y contagia, a través de la corrosión de las imágenes parnasianas, a los lectores de la nota. Esto último es efectivamente lo que permite volver una vez más a la cuestión de las redes, ya que si, por un lado, la epidemia de grippe suple la esterilidad habanera, producto de la crisis, y posibilita la conexión de Cuba con la modernidad de los países civilizados, por el otro, el diseño del poema como síntoma y propagación de la enfermedad produce un efecto democratizador de dicha experiencia moderna en el sentido de que habilita la posibilidad de que los lectores de la nota experimenten la tristeza de fin de siglo que sufre el joven soñador al ver caer los pétalos de los lirios y las plumas de los cisnes en el estanque.
Esta última cuestión amerita un pequeño pero crucial desvío de cierre que nos lleva hasta la cuna del decadentismo: la novela A rebours, de
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harta de la soledad de su mansión repleta de colecciones de arte, libros y excentricidades, y decide emprender un viaje a Londres. Prepara su equipaje, da instrucciones al criado y parte en un carro tirado por caballos, bajo una lluvia decolorada y persistente. Pero, camino al puerto, hace una parada en un bar irlandés: al entrar, encuentra voces que conversan en inglés; luego, pide un poco de oporto; a continuación, siente el olor de una comida típicamente británica. Todo esto, sumado al clima malo, le recuerda a nuestro amigo ciertos versos de Poe: en ese preciso momento, Des Esseintes comprende, iluminado, que ya está en Londres. No necesita atravesar neciamente una molesta cantidad de millas náuticas, porque la concatenación de las voces anglosajonas, de la comida, del oporto y de Poe es para él idéntica a Londres: “Después de todo, ¿por qué ponerse en marcha, pudiendo viajar tan ricamente sentado en una silla? ¿Acaso no estaba ya en Londres, cuya atmósfera, aromas, ciudadanos, alimentos y hasta enseres de mesa, le rodeaban por doquier?” (p. 20).
En un gran ensayo titulado “Merceología y campo trascendental: uso social y problemas de método”, publicado en la revista Planta, en 2007, Damián Selci y Claudio Iglesias leen esta escena desde el concepto marxista de síntesis
Des Esseintes vive concienzudamente su
Si Des Esseintes puede experimentar Londres sin salir de Francia a partir de esas mercancías, es posible pensar, entonces, en la experiencia de la tristeza de fin siglo a partir del cúmulo de sensaciones, signos e imágenes que diseña Casal en el poema final. “Vespertino”, entonces, como un parque temático de la enfermedad que le permite a Cuba conectarse con el mundo; o, dicho de otra manera, y para volver a nuestro punto de partida, “Vespertino”, como un parque temático de la falta que arruina el deseo de los lectores acercándolos al hombre hastiado del poema de Baudelaire. En definitiva, qué mejor símbolo de esa estrategia propia de un sujeto cosmopolita latinoamericano que ese poeta que, en vez de elegir una muerte estetizada y decadentista al estilo de Petronio
Referencias
del Casal, J. (1963a). Prosas (Vol. I). La Habana: Consejo Nacional de Cultura.
del Casal, J. (1963b). Prosas (Vol. III). La Habana: Consejo Nacional de Cultura.
del Casal, J. (2008). Páginas de vida. Poesía y prosa. Venezuela: Biblioteca Ayacucho
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del Casal, J. (2017). Epistolario [Edición y notas de Leonardo Sarría]. Leiden: Almenara.
García Vega, L. (2007). Los años de orígenes. Buenos Aires: Bajo la Luna.
Hörisch, J. (2006). Las épocas y sus enfermedades. El saber patognóstico de la literatura. En W. Bongers y T. Olbrich (Comps.), Literatura, cultura, enfermedad (pp.
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Iglesias, C. y Selci, D. (2007). Merceología y campo trascendental: uso social y problemas de método. Planta, (1).
Ortiz, F. (1987). Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar. Caracas: Ayacucho.
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Sontag, S. (2003). La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Buenos Aires: Taurus.
Notas
1En una carta del 10 de febrero de 1891, Casal (2017) le comenta a su amiga Magdalena Peñarredonda: “He renunciado la plaza de folletinista de El País. Querían que escribiera sobre modas bailes etc., sobre todo, menos sobre literatura, fundándose en que el folletín era para mujeres y no entendían nada en materias literarias… Ahora pienso volver a La Discusión, aunque no me apuro mucho porque soy corrector de pruebas de La Caricatura y tengo 80 pesos al mes” (p. 30).
2En “La opereta cubana de Julián del Casal” (1963), Lorenzo García Vega lee desde el existencialismo sartreano la figura del venido a menos en la escritura del modernista y afirma que la ficción de las ruinas le permite a Casal reponer un pasado aristocrático de esplendor que, en verdad, nunca existió.
3Cabe recordar que, en 1888, Casal fue cesanteado de su empleo como escribiente en la Intendencia General de Hacienda y pasó a vivir exclusivamente de su labor en revistas y periódicos, debido a una crónica polémica que escribió sobre Sabas Marín, capitán general español en la isla. En este sentido, es importante tener en cuenta la ironía y el tono crítico que caracterizaron los capítulos sobre la nobleza habanera, los hacendados criollos y las autoridades españolas que integraron el proyecto inconcluso “La sociedad de La Habana”, en el sentido de que permite complejizar el vínculo que mantuvo con esa clase alta que debía retratar en las crónicas de El País.
4Lo mismo corre para “Mi museo ideal”, el segundo apartado de Nieve (1892). Allí, Casal expone diez
“Salome” y “La aparición” por las descripciones que aparecen en A rebours y, de ahí en adelante, no solo pide a sus amigos y amigas en el exterior que le busquen obras del pintor, sino que, además, manda a comprar reproducciones en blanco y negro por correo. En este sentido, sus poemas también podrían pensarse como formas de compensar, mediante la literatura, las faltas de la realidad habanera.
5Al respecto, J. Hörisch señala que, a diferencia del saber científico, la literatura se ha ocupado y se ha interesado más por el vínculo entre las épocas y sus enfermedades.
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