https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35739
Una poética de la atenuación: Fabio Morábito
Blanca Alberta Rodríguez
Universidad Autónoma de Puebla, México. blanca.rodriguezv@correo.buap.mx
ORCID
Resumen
En la poesía de Fabio Morábito, puede decirse que hay una predilección por la experiencia del ver, entendido éste como la búsqueda de un saber cómo son las cosas del mundo. En este sentido, la percepción del entorno (exterocepción) aspira a la inteligibilidad. Antes que un compromiso afectivo con los objetos de la visión, hay la curiosidad. No la curiosidad del entomólogo sino la del hombre dado a la contemplación. Dilucidar el porqué el sujeto de la percepción
Palabras clave: Fabio Morábito, atenuación, exterocepción, contemplación
A poetics of attenuation: Fabio Morábito
Abstract
It can be said that in Fabio Morábitos’ poetry there is a predilection about the experience of sighting; sighting is understood as the searching for a knowledge respect how things of the world are. That way, the perception of the milieu (exteroception) is an aspiration to get intelligibility. Before being an affective compromise with objects of the sight, there is curiosity. The curiosity not related to that of an entomologist but that of the man given to contemplation. Elucidating the response why the subject of perception
Keywords: Fabio Morábito, attenuation, exteroception, contemplation
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Amortiguar las cosas para verlas
Para el lector de la poesía de Fabio Morábito (Alejandría, 1955) no pasará por alto la insistente aspiración de la voz por saber. El sujeto de la enunciación es a la par un agudo observador. Por eso, el poeta y crítico Juan Carlos Abril concibe la poesía de Morábito como un “método de conocimiento” (2007, p. 173).1
Se diría que este observador aspira no sólo a la simple comprensión de las cosas, sino llegar a una suerte de verdad. En Morábito, observar es poner al desnudo las cosas para encontrar su sentido último: revelar su hueso, su estructura íntima.
Aunque existen múltiples poemas que podrían mostrar este afán por observar y saber, me concentraré sólo en algunos ejemplos paradigmáticos que me permitirán perfilar algunos de los rasgos más sobresalientes del estilo de este escritor mexicano. Comenzaré con el texto “No he amado bastante”:
1NO HE AMADO BASTANTE
las sillas.
Les he dado siempre la espalda
y apenas las distingo o las recuerdo. Limpio las de mi casa sin fijarme
y solo con esfuerzo puedo vislumbrar
algunas sillas de mi infancia, normales sillas de madera que estaban en la sala
y, cuando se renovó la sala, fueron a dar a la cocina.
16Normales sillas de madera, aunque jamás
se llega a lo más simple de una silla,
se puede empobrecer la silla más modesta, quitarle siempre un ángulo una curva,
nunca se llega al arquetipo de la silla.
26No he amado bastante
casi nada, para enterarme necesito un trato asiduo,
nunca recojo nada al vuelo, dejo pasar la encrespadura del momento, me retiro,
solo si me sumerjo en algo existo y a veces ya es inútil,
se ha ido la verdad al fondo más prosaico.
36He amortiguado demasiadas
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cosas para verlas,
he amortiguado el brillo creyéndolo un ornato,
y cuando me he dejado seducir por lo más simple,
mi amor a la profundidad
me ha entorpecido. (Morábito, 2006, pp.
Aunque este texto no tiene una distribución estrófica particular, para su análisis se pueden distinguir cuatro bloques temáticos que coinciden con el uso del punto y aparte. El primer bloque abarcaría de los versos 1 al 15. El íncipit indica el leitmotiv: “No he amado bastante”. A continuación de éste se ofrecen las razones que justifican tal afirmación y se evocan las sillas de la infancia. En el segundo bloque (de los versos 16 al 25) se hace una reflexión general que tiene como pretexto las sillas: “Nunca se llega al arquetipo de la silla”. En el tercer bloque (de los versos 26 al 35) se retoma el íncipit pero introduciendo una variación: “No he amado bastante casi nada”. En el cuarto bloque (de los versos 36 al 43) se plantea una nueva variación haciendo eco del principio: “He amortiguado demasiadas cosas para verlas”, afirmación con la que se completa y da cierre a las reflexiones que se han hecho en las partes anteriores.
La afirmación recurrente “No he amado bastante” (ni las sillas ni casi nada) contiene una negación e indica una deficiencia, las cuales pueden asociarse con la carencia. ¿Pero carencia de qué? Se diría que de la capacidad de “amar”, una acción ligada con las competencias modales del sujeto. Se puede pensar en al menos dos competencias: el poder y el saber. Descartamos la primera, “poder”, porque el adverbio “bastante” indica que la acción sí se ha podido llevar a cabo: se ha amado, pero no en un grado suficiente. Esto sugiere que, desde el punto de vista semiótico, tenemos un sujeto disjunto de su objeto de valor. ¿Cuál es éste? Yo diría que la competencia misma que presenta la deficiencia: el saber.
El objeto de valor, en primer lugar, es un “saber ver” que se expresa bajo el modo de “amar”, como si la condición para amar fuera el saber ver. En segundo lugar, pero un lugar más importante, habría un metavalor: se desea contar con la competencia del “saber ver” para poder, en última instancia, conocer la verdad de las cosas.
Si se analizan los términos empleados desde el primer bloque y con mayor énfasis en el último, ellos están vinculados con el ejercicio perceptivo de la visión. Frente al objeto de la visión, las sillas, el sujeto muestra distintas formas de su percepción. A continuación de la afirmación inicial, “No he amado bastante las sillas”, se exponen las razones de esa “falta de amor”:
a)“Les he dado siempre la espalda”, esta expresión no carece de cierta ironía puesto que no se puede sino dar la espalda a la silla, pues ésa es su función precisamente, dar asiento al cuerpo y apoyo a la espalda. Sin embargo, si nos atenemos al uso de este giro expresivo, sabemos que significa negarle el apoyo a alguien, desairar o ignorar a una persona. Si damos la espalda a alguien es para no verlo.
b)“apenas las distingo o las recuerdo”, y aquí la acción de “distinguir” si bien puede realizarse con ayuda de todos los sentidos, no sólo el de la visión, implica una atención particular para hacer recortes en lo continuo, esto es, efectuar una operación de la inteligencia por la cual se reconoce algo como diferente del resto de los objetos del mundo. Tal sentido queda reforzado con la declaración “Limpio las de mi casa sin fijarme y sólo con esfuerzo puedo vislumbrar algunas sillas de mi infancia”. “Fijarse” y “vislumbrar” convocan finalmente el sentido de la visión.
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Entonces, la diferenciación y la distinción así como la atención, serían las condiciones del “amar”, esto nos llevaría a pensar entonces que sólo se ama lo que se conoce. Y ¿agregaríamos lo que se reconoce? En la filosofía antigua, el amor es “lo que hace que cada una de las cosas sea lo que es dentro de la jerarquía del universo, lo que da a cada ser lo que le pertenece en verdad y en intransferible propiedad” (Ferrater Mora, 1951, p. 47). Dicho amor conduce a la justicia, entendida ésta como armonía: acuerdo, acorde. En este sentido, amar significaría distinguir y reconocer la singularidad de algo en el conjunto de las cosas, su verdad. Y en esa medida, “apreciarla”, palabra que es otra acepción de “distinguir”.
En el segundo bloque, hay aparentemente un cambio de tema, aunque sigue presente la figura de la silla. La afirmación que prevalece es: “Nunca se llega al arquetipo de la silla”, aun cuando se trate de una silla “normal” o “modesta”. Es decir, aun cuando se la despoje de elementos superfluos (lo que equivale a “empobrecerla”), la captación total del objeto, su conocimiento, es imposible. ¿Pero qué tiene que ver esto con el fragmento anterior, con el amor a las sillas? Se plantea aquí la aspiración de llegar a “lo más simple”, a una especie de verdad, de hueso. ¿Acaso porque ello es una forma del amar? ¿Qué significa “lo más simple”? Por simple se suele entender aquello que no puede descomponerse ya, es decir, se trata de lo elemental, de lo unitario.
Según, la línea argumentativa que sugiere este poema, se llega a lo más simple eliminando lo superficial y lo superfluo. Sin embargo, este empobrecimiento tampoco resulta suficiente porque “nunca se llega al arquetipo de la silla”. Pero ¿por qué? ¿Porque no se las ha amado bastante? ¿Qué sería amarlas bastante? En la filosofía platónica, el arquetipo de las cosas es la idea, ese modelo original que las funda. Y todas las cosas aspiran a ese modelo, que sólo alcanzan en la medida de su amor por dicho modelo en tanto representa la perfección. ¿Cómo podría pues lo humano llegar al arquetipo de las cosas, esto es, conocerlas, si no es también amándolas? ¿Pero podría lo humano trascender su imperfección connatural para lograr tocar la perfección, siquiera por un instante?
La respuesta a los interrogantes anteriores la encontraremos en el poema mismo. Los bloques tres y cuatro son una suerte de disertación sobre la experiencia del conocimiento a través del ver y del mirar.
El tercer bloque repite el motivo inicial: “No he amado bastante casi nada”. ¿A qué obedece esta “carencia”? La siguiente afirmación parece dar la respuesta: “Para enterarme necesito un trato asiduo”. Nuevamente se establece una equivalencia entre amar y conocer, pues, ése parece ser el sentido de “enterarse”, esto es, tener noticia de algo. Acaso, porque amar es conocer.
Para obtener ese conocimiento se requiere de un trato frecuente. Es preciso
Alejarse del objeto de la percepción posibilita un decrecimiento de la intensidad de la experiencia inmediata para privilegiar la inteligencia: si la experiencia del objeto es demasiado intensa (como si estuviese arrobado por el objeto) no gozaría de la distancia ni de la perspectiva que permitiría su análisis y conocimiento. El sujeto no podría ver propiamente.
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Esto se confirma con la sentencia: “Sólo si me sumerjo en algo existo”, aquí “sumergir” tiene el sentido de ver con atención, aunque no deja de estar sugerida la noción de inmersión con la que el poema juega. En el contexto del poema, sumergirse significa más bien concentrar por entero la atención en determinada cosa.
Sin embargo, la ironía, o la paradoja quizá, no tarda en hacerse presente: “Y a veces ya es inútil” esta estrategia porque, en la dilación requerida por el ver, la verdad termina por irse “al fondo más prosaico”. El sujeto deja de encontrar la gracia y la viveza del objeto que, acaso, le hubiera prometido el placer de la degustación inteligible. En esto consiste la paradoja del sujeto: no puede quedarse en la intensidad de la experiencia instantánea ni en la cercanía con el objeto porque no podría verlo, y en consecuencia, tampoco conocerlo. Pero tampoco la tardanza ni la lejanía le permiten captar aquella simpleza del objeto a la que se aspira llegar para conocerlo,
Esta estrategia fallida la lamenta el sujeto: “He amortiguado demasiadas cosas para verlas”, “he amortiguado el brillo creyéndolo un ornato”. Amortiguar es un modo de la atenuación de la intensidad del brillo y de la intensidad de la experiencia que ha impedido el amor completo, el conocimiento absoluto, por lo que no es posible entonces llegar a la verdad, a la esencia, de las cosas. Por ello, a pesar de que se las ama, en tanto se aspira a su comprensión, ese amor no ha sido, no puede ser bastante porque ese exceso impediría también el objetivo perseguido. Triste condición del sujeto la de su imperfección.
La parte final del cuarto bloque declara precisamente esa imperfección que termina pesando en el ánimo del sujeto: “Y cuando me he dejado seducir por lo más simple”, esto es, cuando el sujeto hace suspenso de su juicio racional para entregarse a la delectación de la experiencia, ¿qué sucede? El amor a la profundidad (su querer conocer las cosas en su simplicidad, en su verdad, afán que caracteriza al sujeto) lo traiciona: dicha aspiración, que ha seguido la estrategia de la retirada para ver, ha terminado por entorpecerlo. Se diría que el sujeto de la percepción, en su aspiración al saber, ha vuelto un tullido al sujeto de la sensación.
Este no haber amado bastante las cosas se debe a una imposibilidad de captar íntegramente: no sólo porque la captación plena y absoluta no existe, sino además porque esa captación ha debido sacrificar lo sensible. El exceso de visión, paradójicamente, termina por no dejar ver. Por ello, el sujeto deberá buscar la mesura en la relación entre lo sensible y lo inteligible. En términos de la semiótica tensiva, el sujeto hace decrecer la intensidad a favor de un incremento de la extensidad,3 lo que conduce, en palabras de Fontanille (2001, p. 93), a un reposo cognitivo.
La distancia, entonces, se hace necesaria para el equilibrio entre lo inteligible y lo sensible. Dada la imposibilidad de una conjunción absoluta con el objeto mirado, sólo queda preservar un suave equilibrio que mantenga lo mismo y lo diferente en un estado de armonía, de tal forma que la vida fluya sin crear demasiadas fracturas, rupturas ni discontinuidades como sucedería con la experiencia estética que estudia Greimas en De la imperfección.
Bajar del piso alto
En el poema de Morábito visto en la sección anterior, el metavalor que está en el horizonte es el saber, saber cómo son las cosas más simples, o mejor dicho, la verdad que se halla en la simplicidad de las cosas. Esta verdad que se supone existe en ellas se intuye que está en su fondo, en un abajo invisible. Este supuesto es una constante en la obra de Morábito; por ejemplo, en el poema “In limine” se hablaba de que la lengua (el idioma) es el “suelo
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verdadero”. Y la escritura es una vía para llegar a ese núcleo, como se expresa en estos fragmentos:
PUESTO QUE ESCRIBO EN UNA LENGUA
que aprendí,
tengo que despertar cuando los otros duermen.
…
Escribo antes que amanezca, cuando soy casi el único despierto y puedo equivocarme
en una lengua que aprendí. Verso tras verso
Busco la prosa de este idioma que no es mío.
No busco su poesía, sino bajar del piso alto en que amanezco.
…
Oigo el ruido de la bomba que sube el agua a los tinacos y mientras sube el agua
y el edificio se humedece, desconecto el otro idioma que en el sueño
entró en mis sueños,
y mientras el agua sube,
desciendo verso a verso como quien recoge idioma de los muros
y llego tan abajo a veces, tan hermoso,
que puedo permitirme, como un lujo,
algún recuerdo. (Morábito, 2006, pp.
Este texto puede considerarse una especie de metadiscurso en tanto es un poema que habla sobre la manera de escribir poemas. El primer verso comienza con un nexo causal, “puesto que”, lo que anuncia la exposición del porqué de ciertos hábitos: el personaje se ve obligado a ganar tiempo para su ejercicio de escritura adelantándose a despertar, pues se trata de una tarea ardua que demanda mayor esfuerzo para el sujeto dada la condición de tener que hacerlo en una lengua que no es la materna.
Así tenemos una primera oposición, despierto/dormido, oposición a la que se sumarán otras: bajo/alto, prosa/poesía, bajar/subir. Si se atiende a los términos puestos en cursivas, prevalece la tendencia hacia lo bajo: el personaje se despierta antes que todos pero (he aquí la contrariedad señalada por el sujeto) en alto, por lo tanto tiene que bajar. Esto está también relacionado con el género: el personaje no busca lo elevado
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decir que concederse algún recuerdo es un lujo, un exceso, indica que el oficio del escritor debe ser sobrio, austero, llano.
Tal declinación del estilo constituye uno de los rasgos más característicos de la escritura de Fabio Morábito. El lector difícilmente hallará en la producción literaria de este autor deslumbrantes acrobacias verbales o vertiginosas estructuras gramaticales, no encontrará temerarios saltos al vacío en su lenguaje. Por el contrario, encontrará un camino allanado por el imperativo esfuerzo de la sencillez. Un lenguaje sutil con resonancias filosóficas planteadas desde lo cotidiano que terminan por develar su invisible belleza. Nada de estridencias. El tono y la tesitura de la voz poética están impregnados de la serenidad y la sabiduría del hombre estoico, que no desconoce la desgracia pero que ha sabido templar su ánimo en ella a fin de vivir conforme a la naturaleza. Sin aspavientos, sin dramatismos exacerbados, sólo la cadencia del acuerdo, del acorde armonioso.4
Sobre estos hallazgos que la escritura procura, trata también el poema “Mi padre siempre trabajó en lo mismo”, donde vuelve a aparecer la figura del fondo como un sinónimo de lo verdadero:
¿Toda la vida yo también trabajaré en lo mismo, en la escritura,
en la palabra plástica y no rígida
que es la palabra que se saca de lo más profundo? ¿De qué petróleo íntimo
nos salen las palabras que escribimos y a qué profundidad
brota el estilo sin esfuerzo? ¿Qué tan al fondo
están las gotas de lenguaje que nos curan
y nos redimen de la superficie
hablada? (Morábito, 2006, pp.
En estos poemas, se observa que la predilección por “lo bajo” no es sólo espacial, sino también estilística. En el poema “No he amado bastante” se declinaba la intensidad para poder ver lo esencial. En “Puesto que escribo en una lengua” se declina la altura simbólicamente para poder declinar el estilo. Alcanzar un estilo llano es como poder ver la verdad de las cosas, verlas en su profundidad y, sobre todo, en su sencillez, que es de lo que habla “Mi padre siempre trabajó en lo mismo”.
Contemplar
Otra forma del ver, frecuente en la poesía de Morábito, es la contemplación. Contemplar es “prestar atención”, un “mirar” alguna cosa o acontecimiento “con placer”, “tranquila o pasivamente” (Moliner, 2004). Guido Gómez de Silva, registra la definición: “mirar pensativamente, poner la atención en, reflexionar”. El vocablo contemplar deriva del latín “contemplari” que significa “observar cuidadosamente”. Su uso se circunscribía al ámbito de la adivinación como lo indican sus componentes: “De con- ‘cabalmente’… + templari ‘observar’, de templum ‘campo celeste o espacio para la observación por un adivino o agorero’” (Gómez de Silva, 1985, p. 186). En este sentido, está vinculado con el término “considerar” como lo refiere Guido Gómez de Silva: “Considerar” significa “examinar, estudiar, reflexionar; juzgar”; proviene del latín considerare que significa “observar las
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estrellas cuidadosamente” (1985, p. 184). En su propia búsqueda de este mismo término en diccionarios de lengua inglesa, César González Ochoa encuentra que:
Desde tiempos muy anteriores a griegos y romanos, el templum era el sector del cielo que el augur delimitaba con ayuda de su bastón en el cual observaba los fenómenos naturales o el paso de las aves, con ayuda de los cuales hacía sus predicciones. Posteriormente, el templum vino a designar el lugar o espacio sagrado desde el que se practicaba esta observación del cielo. Tanto la palabra latina templum como la griega témenos significan lo mismo; ambas tienen la misma radical indoeuropea tem- que quiere decir cortar, delimitar, reservar una parte. (González Ochoa, 1999, pp.
Sobre este modo del ver trata el poema “Sentado sobre el borde”:
Sentado sobre el borde
de una especie de pirámide,
los pies colgando como un niño, miro la turbulencia de la lava que han encerrado en este círculo y oigo a lo lejos el ruido
de unos autos.
Me arrulla ese sonido y ver las rocas me hipnotiza.
La gente habla en voz baja como si entrara a un templo y los que quieren caminar sobre la lava
se paran en el borde
y estudian la conformación rocosa que tiene un sinsabor
de océano dividido
y un aire de ser piedra sólo en las orillas, aunque
tal vez todas las piedras son de lava y no han dejado de enfriarse,
e imperceptibles círculos y rasgos interiores, si conociéramos el arte de abrir piedras, nos mostrarían la lentitud
de su convalecencia,
como sucede con los árboles; pero ¿quién puede abrir, que no es lo mismo que partir en dos, o en tres, o en mil,
lo que se dice abrir, las piedras? Si se les mira mucho
acaban por mostrar su gris más íntimo, y un poco de ese gris,
que a lo mejor sólo los pájaros distinguen,
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me ayuda a hacer la digestión sentado sobre el borde
de esta especie de pirámide, los pies colgando en el vacío. Mi altura es ésta,
a media altura,
donde se acaban las pirámides. Tengo la justa elevación
de los monólogos,
tal vez la justa elevación de la locura,
y observo
el gris del fondo del cansancio de las piedras
que es el secreto combustible de las aves,
el gris del fondo de su vuelo y el gris que ayuda
a todas las acciones;
pero tal vez la lava no es de piedra y ningún círculo la enfría,
sólo la enfrían
los vuelos de las aves
que van en el sentido de su fluido [cursivas agregadas]. (Morábito, 2006, pp.
El poema comienza señalando el emplazamiento del sujeto de la visión. El punto de mira es una elevación no muy pronunciada que le permite al sujeto tener una visión panorámica. Desde este lugar el personaje realiza básicamente cuatro acciones: mirar la turbulencia de la lava, oír el ruido lejano de los autos, reflexionar en torno a lo visto y observar el gris del fondo del cansancio de las piedras.
A través de estas acciones, se advierte que el sujeto transita de lo sensible a lo inteligible. También podría decirse que va de lo pasivo a lo activo puesto que en las dos primeras acciones el sujeto, en realidad, recibe los estímulos sensoriales: el sonido lo arrulla y la lava lo hipnotiza, lo fascina, le causa cierto asombro. En cambio, las otras dos acciones demandan al sujeto una actitud activa: observar y reflexionar.
El objeto de observación es primero la gente que llega a ese círculo de lava, habla, camina y observa también esa formación rocosa. Aquí el sujeto de la enunciación desplaza su punto de observación para mostrarnos lo que la gente examina, esto es, la morfología de las rocas, las cuales tienen: un sinsabor de océano dividido, un aire de ser piedra sólo en las orillas e imperceptibles círculos y rasgos interiores. Esto da pie a una larga digresión sobre las piedras. Así, el objeto de observación pasa a ser objeto de reflexión, como lo señala el uso de los marcadores “quizá… si conociéramos… si se les mira mucho… tal vez” que dan cuenta de la disquisición emprendida por el sujeto.
El sujeto conjetura sobre la materialidad de las piedras. Plantea dos hipótesis al respecto. Una es que quizá todas las piedras son de lava y no han dejado de enfriarse. Y la segunda corrige a la primera, pues tal vez la lava no es de piedra y ningún círculo la enfría sino el vuelo de las aves. Aquí se advierte una figura retórica que aparece con cierta frecuencia en Morábito: el quiasmo, figura que introduce una especie de balanza semántica a través de la antítesis.
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Como he apuntado, el lugar de emplazamiento de la mirada es un lugar suficientemente alto para permitir una visión panorámica, aunque no demasiado alto: “Mi altura es ésta, a media altura… tengo la justa elevación de los monólogos, tal vez la justa elevación de la locura”. Esta manera de plantear la idea de lo “justo” sugiere que se ha debido operar un rebajamiento, se diría, una declinación, porque, curiosamente, el adjetivo “justa” se aplica al sustantivo “elevación”, que indica una dirección ascendente, y no por ejemplo al sustantivo “altura” que sería más neutro, en tanto no indica ninguna dirección. Aunque, cabe otra lectura: el sujeto no rebaja sino detiene la ascensión. Ya sea una u otra interpretación, lo cierto es que hay el establecimiento de una medida. Dicho en otras palabras, el sujeto trata de dirigirse hacia la mesura.
Dicha mesura se expresa, incluso, en lo cromático. No es el único lugar donde el autor hace una suerte de exaltación del gris, el cual resulta de una proporción equilibrada del blanco y del negro. El gris es un color que carece de atractivo o singularidad. Se trata de color acromático cuya luminosidad es media, por lo que con frecuencia se asocia con lo neutro; será por ello que se le piensa carente de “brillo y viveza”. Brillo y viveza aquí son sometidos a una atenuación, como se mostraba en el análisis del poema “No he amado bastante”.
De la misma manera, en su libro de relatos También Berlín se olvida, se hace presente la declinación espacial y cromática. Por ejemplo, en uno de los textos que integran dicho volumen, “El piso faltante”, se lee esta descripción:
Los edificios de departamentos, la mayoría de ellos de cuatro pisos (cinco, si contamos la planta baja), dan la impresión de haber renunciado a una verdadera elevación un peldaño antes de alcanzarla, como si les faltara un piso para acceder a una altura moderna, y a esto se debe una sensación general de opacidad, de falta de coronación y de brillo, en que el agua de Berlín, estática y perdediza, juega un papel preponderante. La escasa costumbre que tienen los berlineses de asomarse a pesar de la abundancia de balcones y de márgenes lacustres, responde tal vez a esa misma frugalidad que los hace poco propensos a demorarse en los bordes y las orillas, y quizá el escaso o nulo maquillaje de las berlinesas se deba a lo mismo. Hay como un rechazo al lustre, al revuelo, al énfasis, que acaba por otorgar a la ciudad un aspecto de perpetua periferia [cursivas agregadas]. (Morábito, 2004, p. 28).
Las frases que he puesto en cursivas tienen un denominador común: rechazo a lo intenso, a lo que llama la atención con estridencia. No es sólo que la opacidad sea lo contrario del brillo, sino que éste es sistemáticamente rechazado, al igual que el énfasis. El volumen al que pertenece el fragmento citado se acerca, en cuanto a géneros se refiere, al relato de viaje. No obstante, habría que cuidarse de afirmar que lo que se lee constituye exclusivamente el retrato de la ciudad de Berlín. En el fondo, lo que se encuentra ahí también es la mirada de un viajero en aquel lugar. Ciudad y mirada se entrelazan en un discurso que refleja tanto el espíritu de la capital berlinesa como el espíritu de quien la habita temporalmente. Con esto quiero decir que el personaje que detenta la enunciación no hace una descripción “objetiva” de la ciudad como si fuera una cámara de video que nos muestra cómo son las cosas. No hay tal
El observador organiza el espacio, hace recortes, selecciona, desestima o enfoca. En este sentido, su percepción habla tanto del objeto percibido como de su propia percepción, de su punto de vista. Este viajero ha centrado su atención en determinadas cualidades y no otras del paisaje berlinés porque, de alguna manera, también está poniendo en escena su subjetividad.
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El viajero de También Berlín se olvida, en distintos momentos de su
En “El hombre del croissant”, tenemos un pasaje sumamente elocuente de este rechazo a la intensidad, a todo aquello que se anuncie con estridencia:
El gris es un excelente combustible para caminar. Creo incluso que en el gris de Berlín reside la profunda razón de su habitabilidad. El gris es un color correctivo, obra en el espíritu como una lija que quita sedimentos inútiles, y Berlín, tan gris y extendido, tan reacio a levantar la voz, tan lleno de paréntesis de agua que lo salvan de ser perfecto, sabe reducirse a un asunto íntimo de cada uno, lo que es ideal para escribir y caminar. No agobia con su belleza, porque carece de ella, ni alguna peculiaridad, porque casi no tiene [cursivas agregadas]. (Morábito, 2004, p. 69).
Esta apología del gris pone en evidencia, una vez más, las virtudes que derivan de la atenuación de la intensidad
Una poética de la atenuación
El examen del poema “No he amado bastante” planteó el deseo del sujeto por eliminar los superfluo a fin de conocer el objeto, pues ello significa amarlo. Para llegar a la simplicidad y a la verdad de la cosa se precisa de la declinación de la intensidad, es decir, atenuarla. En el poema “Sentado sobre el borde”, la observación de la formación rocosa, llevó al sujeto a una reflexión sobre las piedras. Y así como sucedía en el poema “No he amado bastante”, se establecía una relación entre un ver atento
La verdad entonces, se dijo, viene a ser como esa intimidad que se abre, que se hace visible sólo para aquél que tiene la paciencia para ver las cosas minuciosamente, por lo que, de algún modo, llegar a ese núcleo exigiría una sostenida contemplación del entorno. La contemplación es ese equilibrio buscado entre lo sensible y lo inteligible. Para llegar a esa verdad se precisa de un tempo lento que proporcione duración y distancia, como lo sugerían la frase “si se les mira mucho”. Y por “mucho” habría que entender no sólo la intensidad de la mirada sino también la cantidad de tiempo requerido para llegar al fondo de las cosas. De esta duración se hace eco en la expresión “un poco de ese gris, que a lo mejor sólo los pájaros distinguen, me ayuda a hacer la digestión”.
Y la digestión como se sabe es un proceso que no se puede acelerar y consiste en el análisis, o sea en la descomposición, de los alimentos en sustancias asimilables para que el cuerpo las absorba e incorpore. De hecho, un sinónimo de digerir es meditar, por lo que
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puede entenderse esta digestión no sólo en un sentido literal sino metafóricamente: el gris ayuda a pensar, a asimilar el conocimiento y así ganar en inteligibilidad, como también se observó en el análisis de los fragmentos del libro También Berlín se olvida.
La contemplación, entonces, exige un equilibrio: una intensidad de la concentración de la mirada y, a la vez, una extensidad dilatada que se expresa a través de largura del tiempo de esa mirada. Ello significa que hay mayor intensidad y mayor extensidad, esto es lo que Jacques Fontanille denomina un esquema de amplificación. No obstante, habría que aclarar que si bien al haber un aumento en ambas direcciones, en el caso específico de Morábito, no encontramos que ninguno de los dos ejes (ni el de la intensidad ni el de la extensidad) tocan su punto máximo; es decir, ninguno de los dos llega al estallido. Lo que prevalece es un delicado equilibrio entre lo sensible y lo inteligible que da lugar a una tensión afectivo- cognitiva armónica.
En suma, el análisis de los textos ha puesto en evidencia una constante: la declinación de la intensidad para favorecer la extensidad o, al menos, para establecer un equilibrio entre lo sensible y lo inteligible. Esta estrategia emprendida por el sujeto tiene como finalidad ganar, diríamos, mesura, templanza; en otras palabras, lucidez. En este sentido podríamos decir que la poética de Fabio Morábito es una poética de la atenuación, de la mesura, de lo llano, que se expresa también, o sobre todo, en el estilo. Por eso el lector puede percibir en la escritura de Fabio Morábito un aire de serenidad, de parsimonia, incluso, de cordialidad como el río de Berlín que se ofrecía como un acompañante que no quiere molestar.
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Notas
1Juan Carlos Abril ha advertido nítidamente que la mirada, en Morábito, inspecciona de tal manera el entorno que la compara con una cámara cinematográfica que, a partir de los estímulos externos, elabora “razonamientos analíticos puros” (p. 173). También en su artículo, “Poesía y metapoesía en Fabio Morábito” (2015), este crítico ha señalado la relevancia de la acción de ver, en poemas como “El parque” o “Ventanas encendidas, mi tormento”, en donde encuentra que está presente una forma de focalización que en cine se conoce como ángulo
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contrapicado. En su análisis da cuenta de que la mirada suele estar emplazada tras el marco de una ventana y muestra cómo esto se repite en diversos poemas.
2El interés de la semiótica tensiva de Claude Zilberberg es establecer la tensividad fórica como la base de la significación. La tensividad fórica designa el lugar donde ingresan magnitudes o sensaciones al campo de percepción del sujeto. Estas magnitudes son articuladas, con miras a la significación, a través de las categorías de intensidad y extensidad. Por intensidad se entiende lo sensible, los estados del ánimo. La contraparte de la intensidad es la extensidad, que se refiere a los estados de cosas, a lo inteligible (Zilberberg, 2003).
3A esta correlación inversamente proporcional entre la intensidad y la extensidad se le denomina esquema descendente. Descendente porque desciende o disminuye la intensidad e incrementa la extensidad. Dicho en otras palabras, se favorece lo inteligible en detrimento de lo sensible (Fontanille, 2001).
4Sin duda, sería muy interesante rastrear las influencias estilísticas de nuestro autor, pero una empresa de esa magnitud desbordaría el objetivo del presente artículo. Baste mencionar por ahora que se puede evocar al menos la voz de Montale, traducido por Morábito en Cien poemas de Eugenio Montale (2008). Quien se detenga en el prólogo de esa edición, pensará que el autor se describe a sí mismo, en una suerte de puesta en abismo: “Para Montale, la dignidad estriba, más que en esforzarse por ser mejores, en resistir, sobrellevando el propio papel sin quejas. ¿En qué consiste el papel del poeta? Consiste, dicho metafóricamente, en atenuar el impacto del mar sobre la costa, reproduciendo en su propia poesía el lenguaje marino” dado que “la lección del mar [es una] lección de sobriedad que le hace admirar [a Montale] en un poeta como Gozzano la virtud de haber sabido
‘limitar al mínimo sus innovaciones formales’, frase perfectamente aplicable a él mismo” (p. 13) [cursivas agregadas], y agregaría yo, frases perfectamente aplicables, a su vez, al mismo Morábito.
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