https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35971

“Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en

Diario del dolor de María Luisa Puga

Isabel Aráoz

Universidad Nacional de Tucumán, Argentina

isabel.araoz@filo.unt.edu.ar

ORCID: 0000-0001-8584-6125.

Recibido 10/08/2021. Aceptado 13/09/2021

Resumen

Diario del dolor de la escritora mexicana María Luisa Puga se inscribe en el cruce genérico de lo ficcional y lo autobiográfico. El texto plantea el interrogante alrededor de cómo es posible decir la enfermedad y el principal síntoma, el dolor que adquiere dimensiones prosopopéyicas. La escritura ensaya los modos de narrar esa experiencia vital arrasada, obligada a adaptarse para sobrevivir. Los espacios de la lengua, el escritorio y el cuaderno enhebran lo íntimo y lo social, los afectos, los rituales y los obstáculos cotidianos de un cuerpo doliente. Revisaremos aquí los conceptos nucleares de cuerpo (Courtine), enfermedad (Sontag, Laplantine) y dolor (Le Breton) entre otros, que nos permitan dar cuenta de la propuesta estética de Puga.

Palabras clave: cuerpo, enfermedad, dolor, literatura, María Luisa Puga

"I could only see my life suddenly lame": body and illness in María Luisa Puga’s Diario del dolor

Abstract

María Luisa Puga’s Diario del dolor is part of the generic intersection of the fictional and the autobiographical. The text raises the question about how it is possible to tell the disease and the main symptom, the pain that acquires prosopopoeic dimensions. The writing rehearses the ways of narrating that devastated life experience, forced to adapt to survive. The spaces of the language, the desk and the notebook thread the intimate and the social, the affections, the rituals and the daily obstacles of a suffering body. We will review here the core concepts of body (Coourtine), disease (Sontag, Laplantine) and pain (Le Breton) among others, which allow us to account for Puga's aesthetic proposal.

Keywords: body, disease, pain, literature, María Luisa Puga

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons 4.0 Internacional

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Isabel Aráoz, Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga. pp. 70-81.

Las interjecciones para expresar el dolor nos retrotraen al primer dolor que hemos experimentado, el del nacimiento: nuestra primera palabra es el grito. (Bordelois, 2013, p. 170)

Preliminares

“El siglo XX ha inventado teóricamente el cuerpo” concluye Jean-Jacques Courtine (2006, p. 21) en la introducción que abre el tercer volumen de su extensa Historia... El cuerpo, en tanto objeto de reflexión e investigación histórica tuerce una tradición filosófica occidental cartesiana que lo había relegado a un plano inferior durante siglos. Olivier Faure señala:

Actualmente, no somos capaces de hablar de nuestro cuerpo y de su funcionamiento sin recurrir al vocabulario médico. Para nosotros, el cuerpo es ‘naturalmente’ un conjunto de órganos que son sede de procesos fisiológicos y bioquímicos. Designamos y localizamos nuestras enfermedades de acuerdo con una geografía y una terminología de tipo médico, aunque no siempre se ajusten totalmente a la nosología oficial. (2005, p. 23).

La “carne”, esa dimensión material, orgánica, es puesta en el centro de las discusiones teóricas, no ya desde una perspectiva exclusivamente anatomo fisiológica, sino con las contribuciones que realizan los estudios antropológicos, el impacto sobre el cuerpo con las experiencias de las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX y los incipientes movimientos civiles que abogaron por la liberación de los cuerpos (Courtine, 2006).

Por su parte, los estudios culturales piensan y ubican al cuerpo tanto como problema, como herramienta metodológica. Éste forma parte de un complejo entramado de procesos histórico- políticos y dinámicas del poder que rompe con el presupuesto de que es una realidad por fuera de la historia y de la cultura. Así, como advierte Gabriel Giorgi, cavilar sobre el cuerpo nos enfrenta al desafío de desplazarnos en arenas movedizas, puesto que “los modos de pensar y de construir estas historias políticas de los cuerpos exhiben acentos y modos de aproximación diversos” (Zurmuk, 2009, p. 68). Courtine señala una doble cara del cuerpo: uno, territorio sobre el que se ejerce opresión desde las estructuras y los discursos del poder y, dos, instrumento vital del deseo y la liberación. Centro de la mirada que ha sufrido diversas transformaciones a lo largo del siglo XX por infinitas tecnologías mediáticas y médicas que lo acechan y auscultan. Creo que es sumamente productivo aquello que señala Courtine al plantear que preguntarse por el cuerpo, es abrir el interrogante por lo humano (2006, p. 25).

David Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad considera que indagar sobre el cuerpo es darle espesor a la carne, saber de qué está hecho, ligarlo a sus enfermedades y sufrimientos, explorar su posición en la naturaleza y en la sociedad. Las prácticas, los discursos, las representaciones e imaginarios alrededor de lo corporal son construcciones simbólicas, pero también sobre el rostro y la identidad. Vivir se trata de constreñir el mundo al cuerpo porque la existencia es a través suyo (2002, p. 13).

Enrique Lihn escribió en Diario de muerte:

Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad pero, a la larga, eso no tiene sentido.

Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes seguiremos unidos, hasta la muerte separadamente unidos. (1989, p. 27).

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La enfermedad es zona de frontera y de precariedad, tal como precisara Susan Sontag en sintonía con estos versos:

La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar. (2008, p. 7).

En su ensayo y desde su propia experiencia como puntapié para la reflexión teórica y la escritura, Sontag explora las diversas metáforas que se tejen alrededor de la enfermedad, desvíos lingüísticos que difieren de lo “físico” —es decir, la identificación de organismos o causas específicas, visibles (2008, p. 8)—, la dimensión material y corporal que se ve afectada. En su sugerente inventario en torno a la tuberculosis, al cáncer y luego, al sida, la autora desmonta los tropos de estos “males” y de los tratamientos en busca de una cura que restaure el equilibrio perdido —otra alegoría— del cuerpo.

Sontag problematiza, además, los vínculos posibles entre literatura y enfermedad al decir “Nadie piensa del cáncer lo que se pensaba de la tuberculosis, que era una muerte decorativa, a menudo lírica. El cáncer sigue siendo un tema raro y escandaloso en la poesía, y es inimaginable estetizar esta enfermedad” (2008, p. 14). Cómo hablar de lo bello cuando una enfermedad asola a un cuerpo, lo acorrala, lo desfigura, ostenta signos de descomposición, lo silencia… pues, la literatura tensa ese límite sobre lo decible y lo representable. Pensemos en libros como el de Enrique Lihn ya mencionado, Salón de belleza de Mario Bellatin (1994), Loco afán. Crónicas del sidario (1996) de Pedro Lemebel, por nombrar solo algunos1, y Diario del dolor (2004) de María Luisa Puga, sobre el que nos explayaremos en este artículo.

Desde la antropología de la salud, François Laplantine toma a la literatura como testimonio en el sentido de que nos revela todo un imaginario alrededor de la enfermedad y la muerte, especialmente de aquellos escritores que padecen determinadas dolencias. Así, la literatura nos ofrece otra manera de mirar el cuerpo, el padecimiento, el posible alivio, frente al discurso biomédico (1999). La medicina, valorada como el saber oficial del cuerpo e hipnotizada por los procesos orgánicos y fisiológicos, debe procurar el normal y productivo funcionamiento de la máquina humana —el cuerpo como territorio de especialistas— y con esa finalidad debe contrarrestar las fuerzas de la precariedad, el envejecimiento y de cualquier amenaza, pues la muerte está siempre al acecho (Le Breton, 2002). Denise León apunta que las manos del médico ensayan la cura de una desarmonía o de un ataque en el orden de la naturaleza y en ocasiones, en vías de la salvación del paciente, vuelven a herir ese cuerpo enfermo (2012, p. 55).

Anne Marie Moulin plantea como la asistencia médica se convierte en el recurso fundamental en caso de enfermedad y subyace la idea de un cuerpo “transparente” que puede ser explorado hasta su último recoveco para el siglo XX que ha declarado el Derecho a la Salud en 1949. La victoria de estos años ha modificado radicalmente la experiencia de las enfermedades: la vacunación sistemática, el hospital, pero también el tiempo de convalecencia para devolver un cuerpo saludable o resistente a las fábricas, la escuela, la oficina. La estudiosa advierte que ese “retroceso de las epidemias” junto con el aumento de la expectativa de vida, la disminución de la mortalidad infantil, la reducción de enfermedades infecciosas, la mejora en calidad de higiene, por ejemplo, se vio atentada por la aparición del sida (2006, pp. 34-38) y hoy, se hace más patente con la epidemia global del COVID-19.

Se pueden apreciar entonces, en muchos textos literarios continuidades o rupturas en relación con las representaciones de la salud desde el discurso biomédico, los rituales

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alrededor del enfermo, las técnicas terapéuticas, los miedos y las emociones, en fin, las diversas experiencias de los cuerpos enfermos.

Existen enfermedades silenciosas, traicioneras e indoloras. Hay otras, en cambio, tortuosas, perceptibles, punzantes. Frente a la dolencia, no basta con definirla como el síntoma o la consecuencia de una enfermedad o una herida, como “la excitación de terminaciones nerviosas sensitivas especializadas” según indica el diccionario2. Para David Le Breton, el discurso biomédico es insuficiente para explicar por qué los humanos no reaccionamos del mismo modo puesto que no poseemos un umbral sensible idéntico y es importante atender a las variaciones socioculturales e individuales en la experiencia del dolor. “No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significado afectivo de un fenómeno fisiológico al centro de la conciencia moral del individuo” (1995, p. 6) y todo lo trastoca: el mundo que nos rodea, las relaciones interpersonales, nuestra historia, nuestra individualidad. Es una violencia desgarradora que da cuenta de un destino humano inevitable. El avance y la intensidad del dolor es una amenaza a la autonomía del sujeto y también, al poder del lenguaje, porque no todo puede ser dicho. Es “el fracaso del lenguaje” (Le Breton, 1995, p.25), esa zona de lo incomunicable de la experiencia íntima y solitaria del dolor que ensancha la distancia con los otros.

Mabel Moraña plantea cómo el dolor provoca una “otrificación” del cuerpo, una despersonalización; convertido en objeto, el cuerpo se desconoce a sí mismo, exacerba el límite de lo físico y expone la conciencia ante un estado de precariedad existencial. Y agrega, “el dolor constituye una interrupción y una intervención en el curso de la vida, un elemento exógeno que modifica las relaciones intersubjetivas, la relación entre el yo y el mundo de las cosas, y del yo consigo mismo” (2021, p. 370). Frente al dolor “encerrado en la oscuridad de la carne” (Le Breton, 1995, p. 20), el lenguaje se encuentra entumecido. Al respecto, escribió Virginia Woolf en De la enfermedad (1927):

Dejemos a un enfermo describir el dolor de cabeza a un médico y el lenguaje se agota de inmediato. No existe nada concreto a su disposición. Se ve obligado a acuñar palabras él mismo, tomando su dolor en una mano y un grumo de sonido en la otra (…) de forma que al aplastarlos juntos surge al fin una palabra nueva. Tal vez ridícula. (2014, p. 30).

Escena que nos permite pensar cómo ante ese vacío que marca un límite, la lengua creativa no deja de intentar (aunque fracase una y mil veces) de nombrar y representar aquello imposible. “¿Cómo narrar la enfermedad?” se preguntan Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglo en su antología Excesos del cuerpo: Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina y lo piensan como un tópico persistente en la literatura del continente de los últimos años, cuyas propuestas estéticas abren una respuesta en abanico: cada autor y autora logra pensar y narrar la enfermedad de formas diferentes y ofrecen, a su vez, una serie de interrogantes éticos3.

Para Moraña, el padecimiento físico se resiste a ser aprisionado por las palabras y eso impide compartirlo con otros: “Nada produce más certeza acerca de la fragilidad y resistencia de lo humano que sentir el dolor, ni más ajenidad que oír hablar de él, ya que se trata de vivencias intransferibles e irrepresentables” (2021, p. 372). Sin embargo, la literatura persiste en ello, juega en esa imposibilidad, en la tensión entre el dolor expresado y el vivido, propone un repertorio de metáforas, corre la cortina para develar el trasfondo común de la especie (y el sufrimiento de lo animal-no humano, también), busca la compasión del lector, pretende acortar esa distancia, aparentemente infranqueable, para con los otros, proyecta una dimensión ética al desplegar preguntas que no tienen fácil respuesta.

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Diario del dolor o “el robo insidioso de la vida”

Usamos aquí una frase de Sontag a modo de metáfora para leer el texto de María Luisa Puga, publicado unos meses antes de su muerte. La autora mexicana (1944-2004) estuvo afectada durante años por artritis reumatoide inflamatoria sobre la que da cuenta este libro, en donde toma protagonismo el dolor, convertido en una especie de interlocutor impuesto, privilegiado y omnipresente. Sin embargo, Puga había enfrentado numerosos obstáculos ante la enfermedad y a pesar de un paulatino e incesante deterioro físico, no dejaba de escribir. Sin embargo, como lo refirió su pareja Isacc Levin en un homenaje publicado en Tierra Adentro: “Enfrascados como estábamos en vencer (venciendo) a la artritis, no nos dimos cuenta de ‘lo otro’. Sobrevino un choque séptico (presión baja, corazón acelerado, infección masiva, autodestrucción y diseminación del tumor, obstrucción del riñón…” (2005, p. 26). Bajo la figura de la otredad, el cáncer aparece como una última condena. Puga escribe como un presagio en su cuaderno 223, un 31 de diciembre de 1992: “Sueño: tengo cáncer en el seno derecho”4. Ese crecimiento anómalo, que degenera y estropea todos los tejidos, el cuerpo entero, la vida.

Diario del dolor se suma a una copiosa producción escrituraria. Nos referimos, no solo a su ficción, sino también a la asidua y persistente labor de escribir sus cuadernos durante 32 años, a mano o en computadora, esa misma que no puede fallar porque al igual que su cuerpo maltrecho, la deja “coja”. Se trata de 327 libretas que forman parte del Archivo Puga, legadas a su hermana y el faltante de otros 20 anotadores. En el año 2016 se inició el proceso de digitalización de estas cartillas. Un año más tarde se llevó a cabo la muestra “María Luisa Puga: una vida en diarios” que reúne una selección de sus borradores personales, cartas y fotografías para la Colección Benson, a cargo de Emma Whittington5.

El Diario de Puga se construye a partir de cien viñetas. Cada una de ellas es una imagen recortada de la experiencia arrasada por la enfermedad como en un rompecabezas: el dolor, los vaivenes de la escritura, las pequeñas (y momentáneas) victorias sobre el padecimiento, la alteración de la rutina, el espacio y su cuerpo adolorido. El texto puede ser entendido en los términos que Laura Scarano expone al hablar de una literatura que “se ha abocado a una lectura de la propia intimidad de la persona para, desde allí, comprender mejor el mundo, la historia, la desmesura de lo real, anclado en los menudos hilos de la subjetividad” (2007, p. 39).

Un cuerpo enfermo que no cesa de escribir, que intenta ordenar su mundo exterior e interior a través del discurso. Desde esa individualidad es que la experiencia y las emociones se despliegan: la rabia, pero también la risa, el miedo, la incertidumbre, el amor encuentran lugar en el texto. Se reconocen al escribirse. En ese juego autobiográfico, el diario se sumerge en las profundidades de una exploración afectiva y revela esos sentimientos íntimos pero que han sido moldeados por la cultura. Le Breton aclara en este punto: “Las percepciones sensoriales o lo sentido y la expresión de las emociones parecen la emanación de la intimidad más secreta del sujeto, pero no por ello están menos social y culturalmente modelados” (1998, p. 9). Es lo que Scarano denomina una “retórica de la intimidad” que plantea cierta literatura autofigurativa (2007, p. 46). La escritura se vuelve reflejo de una subjetividad, con sus luces y sombras. Una identidad herida “Soy artrítica y no me queda más remedio” (Puga, 2004, p. 47), cuyo anclaje es el cuerpo descalabrado: “De tanto en tanto un pellizco, un soplo de algo chirriante. Una como torcedura al hacer algún movimiento” (Puga, 2004, p. 39).

El Diario puede leerse en el cruce de la ficción y lo autobiográfico. Sus fragmentos zurcen un nombre propio (y una máscara) “María Luisa Puga” (2004, p. 33). Recorridos por un yo siempre acompañado por un tú, el Dolor, el coprotagonista, una especie de doble con quien entabla un diálogo/conflicto permanente con momentos de tregua, a veces el enemigo, otras veces “una compañía ineludible e inasible, concreta que me cubre como coraza” (Puga, 2004,

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p. 9). Para Celia Fernández Prieto, “el sujeto se crea a medida en que se escribe” en la autobiografía y si bien, puede establecerse una filiación entre autor real y enunciador textual, ésta es vacilante puesto que se articula sobre las tensiones irresolubles de lo vivido y su representación, entre lo uno y lo múltiple de la subjetividad (Amícola, 2006, p. 31). Es un yo que se desplaza y se construye narrativamente, pedazo a pedazo y que da cuenta del “carácter migrante de toda identidad” que señala Leonor Arfuch (2002, p. 31). Frente a la enfermedad que descuartiza el cuerpo, lo recorta, la voz intenta decir esa experiencia marcada por el dolor, pero que, sin embargo, funciona como anclaje de la vida en tiempo presente:

Perdí el pasado y el futuro. Ambos son irreales (…) Ya no soy así y no seré de otra manera. No lo puedo imaginar. Soy este presente raro y largo que no me permite ver hacia dónde se dirige y en el cual estamos contenidos Dolor y yo como incómodos pasajeros en un vagón de tren. Hay mundo en torno nuestro, podemos escucharlo y sentirnos contenidos por él, pero, al menos, no me siento parte de él. (Puga, 2004, p. 16).

La obra que diseña una serie de huellas referidas a la escritora y a su vida, puede ser pensada en los términos en que Nancy Fernández estudia la experiencia en la poesía de Arturo Carrera , por ejemplo: “…como reposición de una singularidad y también un acontecer. No se trata sólo de la firma autoral con que marca la propiedad del enunciado, sino y sobre todo de la poesía como sistema donde se pone en juego el carácter de su individualidad” (2008, p. 56). La aparición del dolor es la que inunda la mayor parte del diario, es el acontecimiento que señala un quiebre en la trayectoria existencial, una ruptura con ese país de los sanos que refieren Sontag y Lihn. El dolor es ahora la lente por donde mirar y sopesar la vida:

Por más que me esfuerzo no puedo ver por encima de él. En cualquier dirección que mire, ahí está, aunque sólo lo capte oblicuamente. Está estacionado en mi mirada y es cuando despierto por las mañanas cuando más extrañeza me causa. Llegó, llegó para quedarse, pero no me puedo acostumbrar a él. Con nostalgia recuerdo cuando no estaba, o no de esta manera tan definida. Y como me cuesta acostumbrarme, la que cambia soy yo. Soy desconocida (…) Parece que acepta, que es sumiso y que con tal de quedarse hará lo que yo le diga, pero va agarrando confianza. Se siente cada vez más libre. (Puga, 2004, pp. 10-11).

El malestar continuo repercute en los estados de ánimo del yo. Las emociones que suscita son inseparables del cuerpo y afectan al modo en que esa subjetividad observa y se vincula con el mundo que la rodea. Hay tres tipos de amaneceres: “… el diabólico, el adolorido, el normal con dolorcitos. Es en el transcurso de la noche cuando me va diciendo (murmurando) Dolor cómo será el día siguiente (…) pero basta el menor movimiento para saber cuál será” (Puga, 2004, p. 17). Estas formas diferenciadas del dolor parecieran referirse a lo que Le Breton distingue cuando habla de dolor agudo, crónico y total (1999, pp. 23-37). En Diario encontramos diversos momentos —como el que plantea la viñeta mencionada— de variada intensidad y duración, pero es notable cómo ese sufrimiento largo y penoso se convierte en una progresión hacia la muerte inminente.

Asimismo, el dolor pone en evidencia lo monstruoso a partir de las transformaciones que sufre el cuerpo enfermo que ingresa al régimen de lo visible: “Porque el ser humano es eréctil, cualquier otra postura es aberrante” (Puga, 2004, p. 23), “… la verdad es que me siento grotesca. Es que no soy yo. Y la verdad es que cojeando, doblada y con la cara estragada,

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tampoco soy yo” (Puga, 2004, p. 62). La escritura exhibe una metamorfosis, un desorden radical, la imagen atroz de un cuerpo que ha dejado de ser saludable o funcional: “yo extraño caminar, no rápido ni agitado, sino desplazarme, estirarme sentir todo mi cuerpo sin que me duela nada. Hace mucho de eso, Dolor, pero sigo extrañando porque me parece natural que el cuerpo humano se mueva en todas direcciones” (Puga, 2004, p. 68). En el diario flota la imagen de un cuerpo anterior, “normal” y se constata una deriva hacia el final: “Tengo miedo de que me duela más, tengo miedo de quedar más imposibilitada de lo que estoy, tengo miedo de morirme” (Puga, 2004, p. 78).

En Diario del dolor, hay una búsqueda del yo solapado por el sufrimiento. En ocasiones, se establece un juego (o una batalla) de primer y segundo plano y la pregunta por quién es el protagonista de este relato personal que se construye. La prosopopeya del Dolor funciona como mascarada de quien padece. Permite a ese yo decirse a sí misma, aunque, a veces, se constituye en la imagen de quien asalta el territorio corporal:

Tiende a ocupar todo el espacio. Desplazarlo a uno por completo. Y muestra su cara agresiva cuando uno no lo deja. Uno no lo deja que invada por completo por miedo ya no es tanto el dolor lo que intimida, sino su agresividad. Llega a ser tan extrema que uno despliega una nueva actitud: la rabia. (Puga, 2004, p. 9).

La narración de la propia vida y la autoexploración pueden entenderse en los términos de “espacio biográfico” de Leonor Arfuch. El registro de lo biográfico cuya trama es múltiple y heterogénea “intenta aprehender la cualidad evanescente de la vida”, examinar el acontecer impuesto por la enfermedad, narrar los pequeños sucesos cotidianos afectados por el dolor incesante, la preocupación por dejar rastros, el examen de la propia existencia y quizás, la búsqueda de trascender (2002, p. 17). Al leer Diario del dolor, podemos pensar que, ante el cuerpo sometido, el único resguardo está en la lengua. Podemos arriesgar entonces que “el valor biográfico” (Arfuch, 2002, p. 28) de esta narración está en el impulso de asentar y ordenar la experiencia singular, profundamente humana, de un cuerpo doliente que sobrevive día a día:

Ya estamos a mediados de año, Dolor, ya llevamos nueve meses de convivir abiertamente, aunque quién sabe cuántos de no hacerlo tan abiertamente. Si pienso… es horrible. Qué desconocido eras y cómo te aguanté tanto tiempo. En el coche, en las escaleras, en la vida de todos los días. Éramos tú y yo sin hablarnos. Nuestra indiferencia era sólo semejante a la de dos pasajeros de autobús que no tienen ganas de platicar (…) Yo antes ni siquiera te nombraba. Decía cosas como: la rodilla me dio mucha lata hoy; la cintura no me dejó en paz. Pero no te nombraba, te hacía a un lado con un par de analgésicos o un par de tequilas, que a fin de cuentas son lo mismo. En mi vida no había cabida para algo que se llamara Dolor. Si mi postura era chueca, se debía a la humedad de la casa, o por el relampagueante viaje a México. O porque había comido mal o había fumado mucho, pero me iba a la cama, me despatarraba en cualquier postura y a la mañana siguiente a la alberca. Me dolía por aquí y por allá, pero a lo largo de los años aprendí a capotearte sin tener que nombrarte.

Desde 1985.

Cómo nos evitamos hasta octubre de 2001. (Puga, 2004, p. 49)6.

La enfermedad incide en el tiempo y el espacio. Los fragmentos del Diario diseñan un devenir vital enlazado, en su mayor parte, al espacio privado de la casa mientras “Está

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pasando el mundo” fuera (Puga, 2004, p. 40). Todo lo cotidiano queda inundado por la arremetida contra la salud: “…descubro su insidia, su inagotable insidia y no me repongo. No puedo sino mirarlo y ver cómo hace de los objetos (que yo creía amigos míos), sus secuaces” (Puga, 200, p. 11). Lo doméstico se torna extraño, las simples acciones diarias como ingresar a la casa con “Adaptaciones: grava, escaloncitos, puntos de apoyo” (Puga, 2004, p. 51), tender la cama y “con el bastón alisar la sábana” (Puga, 2004, Pp. 18-19) o sumergirse en el agua se convierten en verdaderas carreras de obstáculos por vencer:

La alberca, por ejemplo, a la que Dolor no va ni de chiste porque es alérgico al agua caliente. El artilugio que el HOMBRE inventó para bajarme al agua como si yo fuera una paracaidista, una mujer araña, una especie de clavadista de la Quebrada, pero sentada cómodamente, como una especie de representación sagrada que entra y sale de las aguas, fue sensacional. (Puga, 2004, p. 52).

Señalamos anteriormente, los cruces posibles entre el discurso biomédico y la literatura a partir de algunas consideraciones de Laplantine, Sontag, entre otros. Esa frontera lingüística entre la enfermedad, el sujeto afectado (el paciente) y la medicina tiene especial atención en el Diario, por ejemplo, en “29. Explicaciones especializadas”:

El Tejido conjuntivo, dice el doctor con la misma expresión que si dijera: una

buena digestión. Lo miro esperando. Se da cuenta y se explaya: La artritis es una de las enfermedades peor nombradas. Artritis reumatoide. (…)

El tejido conjuntivo, dice con satisfacción, es TODO. Por eso el enfermo no sabe nunca por dónde le va a aparecer el dolor. Por eso al enfermo no hay que ayudarlo, hay que ofrecerle sostén. Él sabe cómo y dónde se apoya. (…)

El doctor sigue hablando y yo dejo que sus palabras me rocen como una brisa suave, sin seguirlas porque aunque me gusta su entonación no entiendo nada, pero: ESPONDILITIS ANQUILOSANTE. ¡Órale! Qué bonito término, ojalá eso tuviera yo. (Puga, 2004, pp. 27-28).

Podemos pensar este fragmento a partir de lo que Ivonne Bordelois señala en A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las palabras al dar cuenta de cómo el vocabulario clínico “actúa muchas veces como una muralla abrumadora, una pantalla opaca o un sistema de pasaje que los convierte en hablantes y habitantes de un dialecto hermético, separados del resto de la sociedad” (2016, p. 9). La jerga profesional del médico posee el poder de nombrar y establece una distancia inaccesible que replica, de manera inversa, el agotamiento del lenguaje del enfermo que intenta describir su dolor —en palabras de Virginia Woolf—. Es sugerente la recuperación etimológica de la palabra “enfermedad” que realiza Bordelois y que apuntamos aquí: “…viene del latín in-firmitas, que significa carencia de firmeza, debilidad, inconstancia”, indicio que el hablante del español ha olvidado y cuya connotación negativa se ha disuelto (Bordelois, 2016, p. 104).

Si bien, en el caso de la enfermedad que se narra en el Diario no hay un sentido moral alrededor de la dolencia (como podría ser en el caso del sida según sostienen diversos autores)7, sí es notable esa cualidad de lo enfermo, entendido como lo opuesto a lo “sólido, fuerte, estable”, en fin, a lo que podemos calificar como propio del país sano, puesto que el tejido conjuntivo es el más abundante y ampliamente distribuido por el organismo y lo que le permite cumplir con la función de sostén, armazón del cuerpo. De allí, que la postura erguida sea sinónimo de saludable y que, ante su perdida paulatina, ese yo que escribe se ve obligada a usar el bastón o la silla de rueda para cumplir con ciertas funciones corporales que se encuentran limitadas u obstruidas.

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Del mismo modo, la maquinaria tecnológica y hospitalaria intimida: “Un lenguaje de rayos, tubos, neones y metales se propaga entre la herida y el que sufre. El hospital etimológicamente es sitio de hospedaje, pero también, muchas veces un recinto de alienación y hostilidad (Bordelois, 2016, p. 9). Palabras como OPERACIÓN, QUIRÓFANO (Puga, 2004, pp. 30-31) ingresan en el universo del Diario como extranjeras, generan emociones de incomodidad, estupor, amenaza. El lugar que debe proveer una cura se convierte en cruel, en la cara deshumanizante de la medicina, de sus tratamientos y de su burocracia kafkiana (Puga, 2004, p. 38), junto con la pérdida del nombre y del rostro: “mi verdadera identidad: 205836” (Puga, 2004, p. 39).

La escritura continua es parte de esa cartografía doméstica que resguarda a la enferma. Si todo se ve afectado por el dolor tenaz, el ritual de la palabra se convierte en un acto de resistencia y de memoria: “Porque antes de todo esto, yo siempre traía una novela en la cabeza, rondándome como mosca” (Puga, 2004, p. 19). Del mismo modo que el bastón, la escritura es una extensión del yo. Dice al sujeto y lo interroga: “¿Te vas a curar?”:

Ni idea. No sé qué es lo que significa estar curada. ¿Caminar erguida sin Dolor? ¿Retomar mi vida en el punto en que se quedó cuando llegó Dolor? No logro imaginarlo. Me costó tanto trabajo aprender a ser así que creo que no tengo fuerzas para aprender otra forma. Eso le digo a la escritura porque es ella la que no encuentra palabras para hablar de una posible realidad curada. (Puga, 2004, p. 20).

La escritura sufre los vaivenes de un cuerpo doliente. Aparece y desaparece. Se desdibuja, toma fuerza y adquiere magnitud a la par del Dolor: ahora son una tríada. Ella se convierte en coprotagonista también y ejecuta su arte: “—Nada, calma, calma. Estoy buscando un ángulo por dónde tomarte, por dónde decirte, que no sea común y corriente” (Puga, 2004, p. 32). La lengua como un espejo devuelve un retrato nuevo de esa existencia dolorosa. Devuelve la imagen del presente y recuerda, simultáneamente, la figura de un “cuerpo libre y ágil que se ponía en cualquier postura” en el pasado (Puga, 2004: p. 69). La memoria se zurce recuadro a recuadro en el Diario; la vida se recupera y se narra de modo selectivo, en tensión con el olvido.

El cuaderno es la tabla de supervivencia que configura todo a su alrededor en un ritual íntimo que busca escaparse del Dolor imperturbable: “… sirve para inventar las palabras con las que voy a decir o a decirme. O sea, sirve para ensayarlas. (…) ¿Se ha visto algo más tangible, más concreto, más sabroso que la escritura manuscrita? (Puga, 2004, p. 35). Ante la dificultad, cada vez mayor, de desplazarse por fuera del hogar (que se ha modificado además para asegurar cierto grado de movilidad y autonomía), la escritura es también un viaje al interior de esa subjetividad que se nombra y se explora.

Ese yo no renuncia al placer de la escritura, el recorrido gozoso de las palabras, de una corporalidad textual hecha a mano. Al contrario, el espacio verbal se torna campo de batalla frente al Dolor como antagonista: “No me atenaces el brazo derecho. Eso no va a cambiar mi decisión. Si acaso me enchueca la letra y me saca una que otra lágrima. Recapacita, por más que insistas no puedes ser el protagonista…” (Puga, 2004, p. 90). Diario del dolor pone bajo la luz la intimidad de un sujeto, da cuenta de una experiencia el torno a la enfermedad y al padecimiento, narra las peripecias en el territorio del cuerpo y el hogar. La viñeta final sintetiza: “Así es esto del dolor diario” (Puga, 2004, p. 92). Imbricación de una lengua, una vida, una mirada y una afectividad.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Isabel Aráoz, Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga. pp. 70-81.

“Yo me encorvo ante el cuaderno” o notas finales

La frase recupera el gesto corporal hacia el espacio de la escritura (Puga, 2004, p. 35). Escena que resume el cruce de lo ficcional y lo biográfico que es factible de leer en Diario del Dolor de María Luisa Puga. Una vida narrada, confesada en el interior de un cuaderno, intenta decirse ante el grito inarticulado o la lamentación que infringe un dolor crónico, que no da tregua y que señala el destino inexorable del sujeto hablante —y por extensión, de toda la humanidad—: la muerte.

Hemos recuperado algunas propuestas teórico críticas que nos permitan pensar el cuerpo en una mayor complejidad y no restringirnos exclusivamente a su materialidad biológica, pero sin pretender borrarla tampoco. El cuerpo es un entramado anatómico y simbólico sociocultural. En palabras de Le Breton “La existencia es corporal” (2002, p. 7). Por lo tanto, la enfermedad avanza sobre el cuerpo e invierte el lado luminoso de la vida, puesto que manifiesta esa vulnerabilidad que nos involucra en tanto humanos.

Diario del Dolor puede pensarse como parte de una serie literaria latinoamericana —a la que hemos referido sucintamente— en la que el tópico de la enfermedad ingresa como oportunidad para plantearse la pregunta sobre cómo representarla, cómo narrarla. Cuál es el cruce posible entre lo real y lo imaginario, atravesado por la experiencia dolorosa de un cuerpo en decadencia, la pregunta por el yo, los límites estéticos que se imponen, las reflexiones éticas que se derivan de su lectura.

El libro de Puga es una metáfora también del dolor crónico, omnipresente, que tiñe cualquier quehacer, incluso la escritura. Discute con el discurso biomédico, con sus diagnósticos mal logrados o insuficientes, pero, además, con los posibles tratamientos en busca de una cura o de un vivir más digno, sin dolor8.

El dolor aparece como un doble indeseable, pero inevitable. Se articulan alrededor suyo palabras como impermeable, invasor, enemigo/amigo, confidente, violento, infinito, imperturbable. Ocupa —casi— todo el espacio vital y verbal. Poco queda por fuera, algunos restos de una cotidianeidad a salvo: “…los sonidos de los pájaros del amanecer, el agua que corre, las voces de los demás, los motores, las urgencias de cualquier índole” (Puga, 2004, p.

24)que la mano registra en el cuaderno. Hay una lucha, no solo corporal, sino también en el territorio de la lengua.

Si el lenguaje sufre de agotamiento para hablar de la enfermedad, como expresa Virginia Woolf, el Diario no teme el ridículo y aborda la aventura de ponerlo en palabras, aunque sea derrotado, porque el peligro de lo indecible está presente. Viaje hacia el interior de un yo que se nombra —María Luisa Puga, en los intersticios de lo ficcional y del espacio autobiográfico— hacia el pasado de una vida sin dolor que se recuerda en claroscuro, hacia la imposibilidad de una cura definitiva, a las emociones que atraviesan el cuerpo y el texto. Como un estetoscopio escuchamos el quejido de esa subjetividad que sufre y que a cuestas de ese dolor repite el registro de la vida íntima, diaria, del amor y el compañerismo, de las pequeñas y grandes imposibilidades domésticas que van apareciendo, de las limitaciones corporales que se van acumulando y de una frontera de la soledad irremediable e incomunicable de atravesar esta experiencia penetrante de la enfermedad y sus síntomas.

El texto, al modo de una radiografía, revela la metamorfosis corporal: como los miembros se retuercen, se deforman, se encorvan. El diario registra esa tensión entre la memoria de un cuerpo y este otro que devuelve el espejo y la escritura. Si bien esta tarea no logra ser una cura (y quizás tampoco lo pretenda), inspecciona las señales anatómicas y emotivas que acompañan el periplo de la enferma, recluida en la casa, vista y sentida como refugio, cárcel,

hospital… ¿tumba? Podríamos decir que es un “estar-en-el-mundo” (Hernan Parret en

Scarano, 2009, p. 217)9, del mismo modo en que el Diario lo es.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Isabel Aráoz, Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga. pp. 70-81.

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Notas

1Recomendamos la lectura de El sida en la literatura cuir/queer latinoamericana (2017) de Claudia Costagliola que arma una serie literaria en relación con la problemática de la enfermedad, especialmente a aquellas novelas, crónicas y diarios entre los años ochenta y noventa que abordan al sida en una doble dimensión, como enfermedad física y textual.

2El Diccionario de Lenguas de Oxford (2021) proporciona una primera definición concisa que da cuenta de la dimensión fisiológica del dolor (disponible en: https://languages.oup.com/google-dictionary-es/), que resulta más adecuada para lo que pretendemos plantear aquí, teniendo en cuenta la propuesta antropológica de David Le Breton. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española (2020), en cambio, solo se limita a

decir “Sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Disponible en: https://dle.rae.es/dolor.

3“Títulos contemporáneos como Wasabi de Alan Pauls, El infarto del alma de Diamela Eltit, Fruta podrida de Lina Meruane, Salón de belleza de Mario Bellatin, Zona de derrumbe de Margo Glantz, Mal de amores de Ángeles Mastretta, La enfermedad de Alberto Barrera Tyszka, Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, Antes que anochezca de Reinaldo Arenas, Paula de Isabel Allende o El desbarrancadero de Fernando Vallejo —por nombrar solo algunos recientes— han insistido en la visibilidad y vigencia del tópico que nos convoca”. (Guerrero y Bouzaglo, 2009, p. 28) Además de otros libros que se incluyen en esta sugerente antología.

4Como refieren diversas fuentes, María Luisa Puga murió de cáncer de hígado un 25 de diciembre de 2004.

5https://utlibrariesbenson.omeka.net/exhibits/show/maria-luisa-puga

6La cita prosigue: “NADIE, desde 1985, habló de artritis y mucho menos de cadera. Se hablaba siempre de columna y en una ocasión de reumas (la humedad de la casa era la explicación).

¿Cuándo comencé a cojear? Esporádicamente, por temporadas, desde 1985. Cuando se volvió visible fue en 1994, año en el que me secuestraron y caí al lodo y piedras y lo que hubiera como mil veces. Cuando me hicieron caminar por el bosque bajo la lluvia. Tú, Dolor, no estabas ahí. Quien estaba era la adrenalina.” (Puga, 2004, p. 49). La escena descripta recupera, tangencialmente, el violento episodio de su secuestro durante una semana. Otro hecho biográfico que se cuela en una escritura plagada de autorreferencias. https://www.excelsior.com.mx/expresiones/2018/02/03/1217891

7Por supuesto, hay abundante bibliografía crítica sobre el tema. En nuestro artículo hemos mencionado algunos estudios: Sontag, Costagliola, Giorgi, Guerrero y Bouzaglo, Boudelois, Moulin, etc.

8Eduardo Ibarra señala en su artículo “Una Nueva Definición de “Dolor”. Un Imperativo de Nuestros Días” cómo el tratamiento del dolor debe pensarse como un derecho humano per se, para referirse especialmente al dolor crónico al que considera una enfermedad en sí misma (y no una consecuencia, cuyas causas pueden ser diversas e infinitas, muchas sin diagnósticos posibles). Si la definición de salud es un estado completo de bienestar, el no tratamiento del dolor es sinónimo de una tortura inaceptable contra la dignidad humana (2006, pp. 68-70).

9Aclara Scarano: “Desde la corporalidad de los sujetos, vemos al cuerpo humano como mediador en la construcción de la significación sentimental, haciendo uso de esos esquemas de experiencia emocional que migran en el interior de nuestra cultura y determinan nuestros sentimientos” (2009, p. 218). Es decir, aquello que pertenece al territorio de lo íntimo está atravesado por lo social.

RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Isabel Aráoz, Yo sólo podía ver mi vida súbitamente coja”: cuerpo y enfermedad en Diario del dolor de María Luisa Puga. pp. 70-81.