https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35975

La salud del Neobarroco: Salón de belleza de Mario Bellatin

Leo Cherri

Universidad Nacional del Litoral lcherri@untref.edu.ar ORCID: 0000-0003-2261-5228

Recibido 11/07/2021. Aceptado 13/10/2021

Resumen

El artículo se propone interrogar la enfermedad presente en Salón de belleza (1993) de Mario Bellatin desde una perspectiva genealógica, diferente de las lecturas alegóricas, temáticas y biopolíticas. Se explora, por consiguiente, la falta de nombre de la enfermedad tratada en la novela –la estética del vacío que supone– a través de una serie literaria que expone el eco del neobarroco en la obra de Bellatin. Frente a eso, el texto se propone interrogar la manera en que Salón de belleza utiliza el neobarroco como aliado estratégico para establecer un contrapunto contra las retóricas de sida y, en el mismo movimiento, distanciarse de él marcando una estética del vacío diferencial.

Palabras clave: enfermedad, Mario Bellatin, neobarroco, estética del vacío, literatura latinoamericana

The health of the Neo-Baroque: Salón de belleza by Mario Bellatin

Abstract

The article aims to interrogate the disease present in Mario Bellatin's Salón de belleza (1993) from a genealogical perspective, different from allegorical, thematic and biopolitical readings. Therefore, the namelessness disease presented in the novel —the aesthetics of the void that it supposes— is explored through a literary series that exposes the echo of the neo- baroque in Bellatin's work. Faced with this, the text proposes to question the way in which the Salón de belleza uses the neo-baroque as a strategic ally to establish a counterpoint against the rhetoric of AIDS and, in the same movement, distance itself from it, marking an aesthetic of differential emptiness.

Keywords: disease, Mario Bellatin, neo-baroque, void aesthetic’s, latin american literature

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RECIAL XII, 20 (julio-diciembre 2021) ISSN 2718-658X. Leo Cherri, La salud del Neobarroco: Salón de belleza de Mario Bellatin. Pp. 119-139.

1. Un narrador amnésico

Uno de los rasgos más singulares de Salón de belleza (1993) es la construcción del punto de vista del narrador. No me refiero a la crueldad o a la neutralidad con que narra los sucesos, sino a su perspectiva absolutamente amnésica. Pues este supuesto estilista aficionado a la crianza de peces en efecto no sabe cómo su salón de belleza se convirtió en un moridero listo para recibir a los enfermos de un mal incurable. Dice el narrador: “tal vez de esta manera se fue formando este triste moridero” (p. 28). Como poniendo en un plano hipotético algo que debería tener un grado de verdad evidente. Es como si la novela fuera una respuesta a una ya clásica pregunta: ¿Recuerdas? Digo clásica porque esa interrogación es la que se repite una y otra vez en ese hotel barroco en el que transcurre L'Année dernière à Marienbad (1961), cuyo guion escribió Alain Robbe-Grillet, escritor que Bellatin entrevistó unos meses antes de su muerte. “¿Recuerdas?” es también la pregunta que Salvador Elizondo inscribe en Farabeuf, esa novela que Margo Glantz denominó “barroca” (1987). Recordemos que Elizondo fue uno de los “escritores” que participaron a través de un “Representante” en el Congreso de dobles de escritor que organizó Bellatin en París y que uno de los últimos textos del escritor se llama Un kafkafarabeuf.

La perspectiva amnésica, de sustrato neobarroco, transforma la novela en la respuesta incumplida de una interrogación que nunca acaba de formularse. Se trata de una pregunta no solo por la transformación de un espacio, sino también por el sujeto que lo habita, por la forma de vida abandonada y, fundamentalmente, por el relato mismo: ¿cómo narrar el horror que, en este caso, es encarnado por la enfermedad y todo lo que la rodea?

Ya ha sido suficientemente señalado cómo el grueso de la crítica ha escogido un camino alegórico para leer la novela de Bellatin reponiendo los vacíos que el escritor construye.1 La violencia que leemos en la novela, ejercida por la sociedad y por el Estado que aparece como el garante de un desamparo del enfermo terminal induce a pensar que esa enfermedad incurable es el SIDA.2 Efectivamente la novela propicia este juego de asociaciones. Pero también es cierto que al igual que Efecto invernadero, Salón de belleza escoge un sendero atópico: vaciar los nombres, elidirlos, tacharlos. Procedimiento caro al escritor que, de hecho, él mismo denomina falsa retórica (Hind, 2001, pp. 198-199).

En ese sentido, restituirle a ese significante vaciado la palabra SIDA es un paso del lector, no de la obra. Lo que no supondría problema alguno, salvo cuando se asume metodológicamente esa referencia como una evidencia. Preferimos, en cambio, asumir una metodología genealógica3 para leer el SIDA en Salón de Belleza y, simultáneamente, una perspectiva amnésica. Interrogar, por lo tanto ¿De dónde han salido estos nombres, estas figuras, estos sujetos? ¿Con o contra qué archivos está interviniendo Salón de Belleza? ¿Con o contra qué fuerzas las operaciones de la novela producen sentido? Me refiero al sujeto andrógino, el espacio cerrado, la enfermedad atópica, la administración cosmética y apática de lo viviente. En este artículo quiero retomar algunos desarrollos previos que he realizado para interrogar más profundamente la estética del vacío que atraviesa la novela del mexicano y su relación con algunas experiencias que asociamos al neobarroco.

2. Una genealogía neobarroca para leer Salón de belleza

Decíamos que la perspectiva amnésica de la novela instaura una resonancia tanto con la nouvelle vague como con el raro neobarroco de Salvador Elizondo. Al respecto, hay una serie textual que el propio Bellatin (2012, p. 14) ha puesto en relación con su novela: El lugar sin límites.

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En la década del sesenta, mientras en Europa y en Estados Unidos las experiencias sexo- genéricas experimentan algo así como un boom, en el Nuevo Mundo pasa todo lo contrario. Nos encontramos con una América Latina polarizada por la modernización y el subdesarrollo, tal como insiste El lugar sin límites de José Donoso (1966). Allí, el/la4 “travesti” no encuentra lugar: sobre el final de la novela, la Manuela muere.

Pero lo que captura la mirada de Bellatin no es el texto de Donoso, sino la película de Ripsten (1978). Sobre todo el hecho de que ese “lugar”, ese “burdel”, esa “casa” del film constituyen una suerte espacio de excepción del derecho y de las lógicas héteropatriarcales, un auténtico no-lugar en el que el cuerpo y la forma de vida de la Manuela pueden existir momentáneamente. Ni regionalismo, ni modernización, la construcción de un no lugar o lugar sin límites es el punto cero de Salón de belleza y de la obra de Bellatin.

Como puede observarse, la noción de espacio cerrado va de la mano con la idea de “ley propia” y, al mismo tiempo, con una perspectiva cinematográfica. Aspectos que atraviesan no solo Salón de belleza sino su obra toda. El epígrafe de Salón de Belleza, que más adelante volverá a aparecer en Flores (1998) y en La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), dice: “Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana” (Kawabata Yasunari). En efecto, las palabras son de Kawabata ya se encuentran en La casa de las bellas durmientes (1961), ese texto que también trata sobre un salón o espacio donde la belleza y la muerte se enfrentan: ancianos al borde de la muerte pagan por dormir “un sueño semejante a la muerte junto a muchachas drogadas hasta parecer muertas” (p. 68). Es decir, la lógica excéntrica de Bellatin señalará un doble origen para estos pensamientos: la experiencia de lectura de un film chileno y de una novela japonesa.

Ahora bien, si el espacio de Salón de belleza nos remite a los años sesenta y a un corpus latinoamericano y oriental, el sujeto andrógino y la enfermedad que padece nos envía a una década posterior y, nuevamente, a un corpus heterogéneo.

En los años setenta y ochenta la literatura latinoamericana experimentará con una radicalidad propia la transformación en las experiencias sexo-genéricas que viene ocurriendo a escala mundial. Desde París, el primero en captar esa fuerza fue Severo Sarduy. Así en De donde son los cantantes (1967) y luego en Cobra (1972) el cubano nos ofrece una radicalización no solo de formas (la proliferación significante frente al horror vacui), sino también de experiencias de todo tipo (sexuales, sensoriales, cosmopolitas, trans-artísticas y espirituales) que Roland Barthes llamó “placeres en estado de competencia”.5 Estos experimentos de pura superficie que ahuecan cualquier idea de interioridad acaban por posicionar al travesti como el contorno figural de un choque de fuerzas textuales y vitales. En otras palabras, el neobarroco como la experiencia estética y ética de lo múltiple y de la simulación, pero en asociación estratégica con unas formas-de-vida (o conjuntos de experiencias sexo-genéricas: lo heterogéneo figurado en el/la travesti o en la loca) constituye una suerte de “genealogía latinoamericana de lo queer” (Rivas, 2011, pp. 70-72) o, en otros términos, una retombée de la queer theory.6

Esto último se aprecia no solo en la construcción estética de la figura del travesti, sino fundamentalmente en su formulación teórica. Para Sarduy

El travesti no imita a la mujer. Para él, à la limite, no hay mujer, sabe —y quizás, paradójicamente sea el único en saberlo—, que ella es una apariencia, que su reino y la fuerza de su fetiche encubren un defecto […] El travesti no copia: simula, pues no hay norma que invite y magnetice la transformación, que decida la metáfora: es más bien la inexistencia del ser mimado lo que constituye el espacio, la región o el soporte de esa simulación. (Sarduy, Obra, p. 1267).

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Es decir, “el travesti no representa, construye series indefinidas” (Diaz, 2010, p. 53) y, en ese sentido, convoca también la lógica y la imaginación pop de un modo novomundano. Por otro lado, en la medida en que “la mujer no es el límite donde se detiene la simulación”, la figura del travesti como la imagen del arte son hipertélicos (Santucci, 2016). En palabras de Sarduy: van más allá de su fin, hacia el absoluto de una imagen abstracta, religiosa incluso, icónica en todo caso, mortal” (Obra, p. 1298). Por esto, el neobarroco también encarna una sensibilidad camp, cuya esencia según Sontang “es el amor a lo no natural: al artificio y a la exageración” (1984, p. 303). Se trata, en suma, de una fuerza estética no representacional sino dramática. Imitación no mimética dirá Roger Callois, pues su única función posible parece ser la desaparición de los cuerpos en el mundo: el animal se pierde en el paisaje, la mariposa indonesia en la flora. Una poética semejante hace del nombre su centro descentrado: una vez tachado no queda más que sus insistentes juegos (Sarduy, Obra, p. 1221). De ahí que cuando la queer theory comienza a formular sus nociones claves a fines de los ochenta y principios de los noventa —por ejemplo, como sostiene Judith Butler que las diferencias y las identidades sexuales deben entenderse como efectos de la performance de género y de sus apariencias que, dicho sea de paso, anteceden lógicamente la (no)naturaleza sexual— lo que acaba por producirse es una retombée: en sus propios términos, un rulo anacrónico que hace del neobarroco el eco anticipado de lo que todavía no existía, la teoría queer.

El neobarroco atraviesa no solo a Sarduy, sino también a Manuel Puig, Néstor Perlongher, Copi, Reinaldo Arenas, Glauco Matoso, Pedro Lemebel, Salvador Novo, e incluso, Fernando Vallejo o João Gilberto Noll. Por eso, siguiendo este razonamiento, poco importa que estos escritores sean (o no) neobarrocos, sino si participan (o no, y cómo) “del neobarroco en la medida que el neobarroco sea comprendido como una configuración de fuerzas estéticas que definen la modernidad novomundana” (Link, 2009, p. 322). Y esta misma pregunta es la que deberíamos hacerle a Salón de belleza, naturalmente, y a la obra de Bellatin toda. ¿Es Bellatin un escritor neobarroco? Es decir, ¿en qué medida y cómo Bellatin es atravesado por la fuerza neobarroca?

La fuerza estética que llamamos neobarroco tiene, entonces, una cualidad negativa o elíptica, pues no nombra sino que finge nombrar y, en ese movimiento, saca de quicio el sentido de las palabras y tacha aquello que denota. Por eso, es interesante apreciar que Bellatin no nombra la enfermedad, como tampoco la forma de vida que especialmente la padece. Esto lo pone, indudablemente, en relación con una literatura que ya había tachado previamente esa palabra, es decir, que ya había disidido de la identidad y la cultura gay.

Para 1982, con la publicación de La guerre des pédes, Copi hizo que una tribu amazónica liderada por una hermafrodita milenaria (Conceição do Mundo) acribille a balazos a todos los militantes “homosexuales” parisinos (“maricas de bigotes”): políticos, periodistas de Libération, de París-Match, de Charlie-Hebdo, dibujantes humorísticos y, “entre las celebridades, Michel Foucault estaba tirado sobre las baldosas, aferrado a los cabellos del peluquero Alexandre” (Copi, 1982, p. 17). En ese texto como en toda su literatura, la sexualidad enloquecida — siempre trans-sexual, trans-lingüística, trans-nacional, trans-humana— es aquello que concibe un nuevo mundo, punto de fuga por el cual se cuela siempre una posibilidad de vida.

Un guiño semejante puede leerse en Colibrí (1984) de Sarduy. Allí la enfermedad tampoco se nombra, sino por su cualidad viral que es asociada al dengue o a los monos del África. Luego de su fuga por la selva africana, Colibrí regresa a enfrentar a La Regente para imponer en La Casona la prohibición del alcohol, la hierba y las “mariconerías”, todo “lo que corrompe y debilita” (p. 177). En otros términos, la única cura posible demanda un orden masculino, un cuidado del cuerpo higiénico y la erradicación de cualquier rasgo de femineidad (Meruane, 2019).

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Lo que señalan Copi y Sarduy, tan sutilmente, es que para los años ochenta ya se han consolidado los modelos de homosexualidad y, por consiguiente, una cultura en torno a lo gay. En un sentido similar, la aparición del SIDA es inmediatamente captada por Perlongher en “El fantasma del Sida” (1988) y en “La desaparición de la homosexualidad” (1991), como el último “fantasma” de la “normalización”, un dispositivo completo.7 En ese sentido, el pensamiento de Perlongher es contemporáneo del último Foucault al advertir que el “modelo gay” vaciado de su subjetividad enloquecida podría funcionar luego del SIDA como un dispositivo de normalización.8

Al finalizar la década de los ochenta, Perlongher ya había asumido una postura concreta sobre sus anteriores opiniones. En La desaparición de la homosexualidad” y en el postfacio de La prostitución masculina se lee cómo, tras el sida, se desvanece el gesto contestatario de la homosexualidad para integrarse a una “nueva sociedad”: la identidad gay producida por el dispositivo SIDA es “una subjetividad aprovechable porque presenta algunos rasgos que se ajustan al mercado del trabajo global: sin lazos comunitarios ni familiares, solitario, prolijo, maleable, es un experimento de lo que será el trabajador global, conectado a Internet” (Iriarte, 2021, p. 131).

Pero las apreciaciones de Perlongher no son las únicas. Si bien su lucidez es singularísima, en ese periodo también se producen otras experiencias estéticas en las que resuenan similares apreciaciones geopolíticas sobre el “dispositivo sida”.

El 12 de octubre de 1989, en el hall central de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Chile hay un mapa de Latinoamérica, y sobre él, vidrios de Coca Cola rotos. Pedro Lemebel junto con Francisco Casas se encuentran encima de él; en cueros bailan La cueca sola de Violeta Parra. En sus pechos un corazón pintado del cual se desprenden sondas de transfusión sanguínea que, en realidad, son los cables de walkmans que reproducen la cueca solo para ellos. La escena remite a la Frida Khalo del cuadro Las dos Fridas, que dos años después Casas y Lemebel representarían por más de tres horas en una foto-intervención en la Gallería Bucci. La imaginería de la performance es compleja, Coca Cola, Frida, el mestizaje, Latinoamérica, el sonido, el silencio, la sangre y la soledad. Aunque de todas las lecturas posibles, una es evidente: Latinoamérica se llena de la sangre de las locas. De hecho, la performance del dúo denominado Las yeguas del apocalipsis se llama “Conquista de América”.

La síntesis se revela sola: si el sidario nos recuerda la colonialidad, tal como unos años después Loco Afán (1996) anunciará desde su epígrafe —“La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización por el contagio. Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario” (1996, s/p)—, es porque la violencia de la colonialidad es actualizada en el sidario; y la loca, ese sujeto trans-nacional, trans-lingüístico y trans-genérico, se revela como el objeto de esa violencia: calladx es su sangre la que canta y baila, es decir, denuncia.

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Figura 1.

Fotografía de la performance “Conquista de América”.

Fuente: Las yeguas del apocalipsis.

Figura 2.

Las dos Fridas

Fuente: Frida Kahlo, 1939.

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Figura 3.

Las yeguas del apocalipsis

Fuente: Pedro Marinelo (fotógrafo), 1991.

Estas formas comunes (las elipsis, las parodias, las configuraciones heterogéneas, las simulaciones, las poses) que no dicen sino que exponen la guerra, apenas unos años después de la Conquista de América, se repiten de diversos modos en Antes que anochezca (1992) de Reinaldo Arenas,9 en las “Cartas a Sarita Torres” (1990-1992) de Néstor Perlongher10 y en Pájaros de la playa (1993) de Severo Sarduy, que también opta por no nombrar la enfermedad. En suma, tal como señala Dieter Ingenschay, estas experiencias exponen cómo, a partir del sida, la literatura latinoamericana desarrolla una conciencia de su propio Yo bajo el signo de la poscolonialidad: “el sida no solo ha transformado la estructura de la homofobia”, sino también toda una “queerness latinoamericana” (p. 178). O, en nuestros términos, son las experiencias estéticas latinoamericanas un claro campo de fuerzas que se opone al poder ejercido por el dispositivo sida. Es ejemplar al respecto, una de las crónicas de Lemebel:

Y cómo te van a ver si uno es tan re fea y arrastra por el mundo su desnutrición de loca tercermundista. Cómo te van a dar pelota si uno lleva esta cara chilena asombrada frente a ese Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco, como diciéndote: te hacemos el favor de traerte, indiecita, a la catedral del orgullo gay. Y uno anda tan despintada en estos escenarios del gran mundo […] ¡ay qué dolor! […] Cruzaba la calle y caminaba tiesa fingiendo mirar a otro lado. Pero aquí en el Village, en la placita frente al Bar Stonewall, abunda esa potencia masculina que da pánico, que te empequeñece como una mosquita latina parada en este barrio del sexo rubio […] [Manhattan] luce embanderada con todos los colores del arcoíris gay. Que más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo gay es blanco. Basta entrar en el Bar Stonewall […] para darse cuenta que la concurrencia es mayoritariamente clara, rubia y viril […] Y si por casualidad hay algún negro y alguna loca latina, es para que no digan que son antidemocráticos (Lemebel, 1996, pp. 26- 27).

Con este recorrido lo que quiero señalar es el contexto en el que Salón de Belleza se crea y circula por Latinoamérica, primero en Perú en 1994 y dos años después en México. Es decir, emerge como una oposición a un imaginario fuertemente patológico, normativo y moralizante, y en ese movimiento se asocia a o participa de estas experiencias artísticas y

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literarias que han intervenido contra ese mismo dispositivo. Una anécdota que recuerda Perlongher ilustra ejemplarmente este punto:

En las reuniones de información convocadas por el recientemente creado Grupo de Apoyo y Prevención del SIDA (GAPA), el público asistente – básicamente homosexual– era bombardeado con diapositivas de nalgas carcomidas y rostros desfigurados. Más tarde, en 1986, el pintor Darcy Penteado se retira a los gritos de “¡Terrorismo médico!” de una conferencia del entonces secretario municipal de Salud de San Pablo, donde era exhibido en la pantalla un hombre deformado por el mal. La reacción de Darcy no es solo emocional: según él, “el problema del SIDA no es la enfermedad en sí, sino la paranoia que los medios de comunicación están creando”, y denunciaba que “esos medios están solapadamente atados a poderosos esquemas médico- farmacológicos multinacionales que pretenden ciertamente cobrar un precio altísimo por los costos del SIDA; la medicina deshonesta, aliada a grupos conservadores, extremistas y salvajes, pretende restaurar horrores encima de todo ese horror (ISTOE, de enero de 1986) [cursiva agregada]. (pp. 56-57).

Es curioso lo que dice Perlongher, porque Bellatin formula su combate literario con una formula similarísima:

Lo que encuentras en ese libro [Poeta ciego] es cierto y es porque en realidad es Sendero Luminoso. Los años que yo viví cercano a Sendero Luminoso, a los horrores cotidianos, donde el horror ya genera más horror y horror, y siempre hay un lugar para el horror mayor, no hay límites. Entonces, de alguna manera era como una respuesta a eso, interna. Pero, obviamente no podía yo, no me interesa, hablar de política ni mucho menos, pero sí ver qué mecanismos pueden generarse para que se establezca un espacio tan terrible de violencia.

[…]pero lo único que yo quería comprobar allí era cómo hacer literariamente un texto que sin ser horroroso, me permitiera hablar de horrores. Que no te dé la sensación de que tienes las páginas llenas de sangre. Entonces un poco por allí era el reto, de poner una cosa y otra y darlo, pero que tú ya lo leas como un comic. Eso no lo puedes trabajar como novela realista […] Entonces volvamos a lo de Sendero Luminoso […] De alguna manera en Poeta ciego sí había una idea, muy abstracta, hablar sobre qué pasa con la violencia, cómo se puede generar una conducta social de ese tipo, y ya. Establecer este tipo de conducta, de muerte, de no saber qué más podía pasar, ¿y ahora qué? Estaban también en el fondo todos esos escritores sociales, que se quedaron mudos de pronto, porque claro, no podían competir con los noticieros de televisión. Hubieran tenido que escribir novelas de veinticuatro horas para poder ganarle a la realidad. Todos esos escritores que en los años sesenta, setenta, hablaban de liberación, de Latinoamérica, cuando las cosas estaban, entre comillas, de alguna manera tan definidas. Entonces, cuando esta reivindicación se dio por sí misma y se vio todo el horror, entonces te quedas callado, o agarras un arma o matas, o no sé. Entonces ahí fue que yo me dije cómo puedo yo fijar esto, cómo congelar esto, como puedo hablar de esto, cómo lo puedo nombrar. O sea, por qué no lo puedo nombrar. Porque hay una retórica previa, porque yo no quiero entrar en ese

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juego ya determinado, porque no quiero entrar en una literatura que no me interesa. Entonces tuve que inventar esto, este código personal [cursiva agregada]. (Goldchluk, 2000, pp. 6-7).

Si bien estas palabras de Bellatin son apropósito de Poeta ciego, la pregunta por el horror es propia de Salón de belleza. De hecho, es al presenciar la representación teatral de dicha obra que Bellatin se formula la pregunta “¿Qué clase de espanto ha producido una escritura semejante?” (2009, p. 51). Y, con ella, se produce un sentido: descubrí que usaba el horror como un escudo frente al horror, dice el escritor (p. 288).

Consiente o no —poco importa la confirmación autoral— Bellatin opera contra las retóricas del sida. Y, por eso mismo, no es casual que esta oposición lo lleve a ser atravesado por la fuerza neobarroca. Pues el sujeto que Salón de Belleza nos presenta, justamente por el vacío categorial al que está expuesto, contornea una figura que si bien no puede identificarse plenamente ni con lo gay ni con lo travesti, de modo más andrógino e inespecífico sí lo hace con la loca: esa pura rareza que se sostiene en lo innombrable y, por eso mismo, se presenta como la forma latinoamericana (es decir: poscolonial) de lo queer.

Ese peluquero que se viste en femenino pero que se nombra en masculino, que se ha fugado de su familia para entrar en otros tipos de asociaciones (comerciales, de convivencia, de contagio) no puede definirse sino, en los términos de Perlongher, como “una fuga de la normalidad”, incluso de la homosexual (esa “generalidad personológica”), pues la “la desafía y la subvierte” (2008, p. 33). Los yires de loca que nos relata Bellatin, lúgubres, festivos y a veces moralizantes, son ya “una enfermedad fatal” que “corroe a la normalidad en todos sus wings” (2008, p. 33). La loca es el punto de fuga de los modelos normalizadores, y devenir loca es hacer la experiencia de ese puro entre-lugar donde la sexualidad y el género han enloquecido.

Por eso, más allá de las lecturas alegóricas o temáticas, una lectura genealógica desliza un sentido que a estas alturas se debería hacer evidente: en Salón de Belleza está operando —tras las bambalinas, en silencio, tachada incluso— una literatura signada por la loca y el neobarroco. En esa estela, es verdad, la loca se presenta como homo saccer, pero de un modo excéntrico a la teorización biopolítica clásica de Foucault que luego retomará Agamben: pues no es el campo (de concentración) sino la colonialidad el paradigma o nomos de la modernidad latinoamericana. En ese marco, la separación violenta y reificante del continuum biológico no solo es producto de una diferencia sexual, sino también racial. La loca, excéntrica a cualquier Olimpo gay como a sus atletismos del Yo, experimenta la imposibilidad de sostener la belleza que una vez signó su cuerpo y los salones que transitaba. Fuera de sí, no puede ni reconocerse, la única comunidad posible es la muerte. A comienzos de los noventa no es que la loca nuevamente no tenga lugar, sino que al tiempo que unas instituciones la abandonan y otras intentan normalizarla, son los Morideros en todas sus formas la única posibilidad de vida, y captar esa experiencia lúgubre es su salud de/en la Literatura. Pues, como veremos más adelante, el Moridero de Bellatin, esa comunidad terrible, tiene como propósito “liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros” (Deleuze, 1993, pp. 15-16).

3. Las formas del vacío y el método barroco

Según lo que sostuvimos en el apartado anterior, la loca, genealógicamente, es una figura que se encuentra fuertemente atravesada por un conjunto de fuerzas estéticas –el neobarroco– que Bellatin parecería convocar en su escritura. Sin embargo, esta alianza o reminiscencia no es directa, sino soterrada. Al mismo tiempo, la lógica de esta asociación o referencia no es la

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que gobierna las citas de autoridad, sino al contrario: así como Bellatin es arrastrado por la fuerza neobarroca, con idéntico rigor produce en ese campo de fuerzas una diferencia. Para percibir ese gesto tendremos que detenernos en el procedimiento decisivo que gobierna tanto Salón de belleza: el vacío.

La operación es clave al sistema de Bellatin, pero antes lo fue en el barroco y en el neobarroco. Como recuerda Sarduy en La simulación (1982):

Contrariamente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad —servir de vehículo a una información— el lenguaje barroco se complace en el suplemento, en la demasía y la pérdida parcial de su objeto. O mejor: en la búsqueda, por definición frustrada, del objeto parcial. El “objeto” del barroco puede precisarse: es ese que Freud pero sobre todo Abraham, llaman el objeto parcial: seno materno, excremento […], mirada, voz, cosa para siempre extranjera a todo lo que el hombre puede comprender, asimilar (se) del otro y de sí mismo, residuo que podríamos definir como la (a)lteridad, para marcar en el concepto el aporte de Lacan, que llama a ese objeto precisamente (a). (Sarduy, Obra, pp. 1401-1402).

El lenguaje barroco es un dispositivo que opera elaborando ausencia y suplementación de sus objetos. Diríase que su objetivo es abolir esa totalidad llamada “Dios” o “Universal”, en principio para establecer una secularización del universo, y luego para darle al mundo un paganismo generalizado, o una inmanencia, el barroco será necesariamente elíptico:

El objeto (a) en tanto que cantidad residual, pero también en tanto que caída, pérdida o desajuste entre la realidad (la obra barroca visible) y su imagen fantasmática (la saturación sin límites, la proliferación ahogante, el horror vacui) preside el espacio barroco. El suplemento […] interviene como constatación de un fracaso: el que significa la presencia de un objeto no representable, que se resiste a franquear la línea de la Alteridad (A: correlación biunívoca de (a)), (a)licia que irrita a Alicia porque esta última no logra hacerla pasar del otro lado del espejo. (Sarduy, Obra, p. 1402).

Es decir, del barroco al neobarroco, la artificialización de la metáfora gongorina se apoya en las teorizaciones psicoanalíticas y en el vacío estético construido por diversas operaciones caras a las artes latinoamericanas de mediados de siglo: la sustitución de Lezama Lima en Paradiso (1966), la pintura de René Portocarrero, la arquitectura de Ricardo Porro; la proliferación que practica con naturalidad El siglo de las luces (1962) de Carpentier y la poesía de Neruda, y la condensación en Torre Nilson o Glaubert Rocha. Lo que Sarduy tacha en sus teorizaciones sobre el neobarroco como en su obra estética es el significante. Tanto al suplantar un significante por otro, al hacerlo proliferar en una órbita de múltiples significantes, como al condensar la cadena fónica de uno con la de otro.

Habríamos señalado la similitud epistemológica de las formas del vacío neobarroco y de la loca como forma de vida constituida en el vacío, es decir, en una pura imagen o simulación. Sin embargo, las elipsis neobarrocas son, como sostiene Lina Meruane, los procedimientos a través de los cuales Sarduy se vuelve “precursor de la escritura seropositiva” (2019), pues es esa la enfermedad que sobrevuela en El cristo de la rue Jacob (1987), se presiente en Cocuyo (1990) y atraviesa todo en Pájaros de la playa (1993).

Si volvemos a traer el SIDA a colación, es por la hipótesis que parece formularse según esta idea. Si desde la década del setenta hasta finales de los ochenta, la forma de vacío que

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domina la teoría y estética neobarroca de Sarduy se define en el despliegue exuberante de imágenes y significantes, la cercanía que lo lleva a la muerte –de la mano del sida y sus retóricas– lo lleva a la búsqueda de una nueva forma de vacío. Relata François Wahl: “El último verano, en agosto de 1992, dijo, en el claustro de Moisac, después de un larguísimo silencio, que ‘sería el lugar ideal para morir’” (p. 131). Este sentido se vuelve a producir con idéntico rigor sobre el final de Los fantasmas de masajista (2009): el narrador de Bellatin también concluye que aquel espacio que contempla es un lugar apropiado para morir “saltando al vacío”, pero no se trata de una abadía francesa del siglo VII, sino apenas un morro cercano al mar, imagen que el texto asocia a San Pablo.

Pero volviendo a Sarduy, lo interesante es contrastar esta ponderación del silencio inducido por el claustro Moisac, frente al ruido de la proliferación significante que se produce en Cobra, por ejemplo. Concluye Walh: “Severo sentía más bien la sintonía con el cuadrado sin orientación del claustro, rodeado y ritmado por la impasible regularidad de las columnas que lo marcan” (2019, p. 131). Es decir, sobre el final de su vida Sarduy encuentra otra forma de vacío: no la de la abundancia y la estridencia proliferante o de la hibridez condensatoria, sino algo más bien clásico pero serial, des-orientado pero en silencio. La reminiscencia al minimalismo de Bellatin parece deslizar un sentido ineludible: allí donde termina la obra de Sarduy comenzaría la del mexicano.

En Bellatin el vacío es una operación de primer orden y aparece de las formas más diversas. Ya en su primera novela podemos observar cómo el vacío se presenta por turnos y de manera heterogénea.

En el libro se lee una “imagen de vacío”, tal como sostiene Huamán: “la ficción nos devuelve en el juego de su producción, en su productividad textual, nuestra propia imagen de vacío, de inautenticidad donde aún no hallamos cómo volver al pasado y entenderlo sin recibir la ineluctable sanción de una Historia, de una vida, que día a día discurre hacia el absurdo o la barbarie (1986, p. 254). Esta “sanción” de Las mujeres de sal, Beatriz y Dorila, es lo que nos remite a la referencia bíblica de Sodoma y Gomorra.

También habría un primer vaciado en la performance editorial: Bellatin vende un texto que todavía no existe. Como dijimos anteriormente, esa operación invirtió el orden lógico de la producción de un libro, en la medida de que antepuso la invención de un público, de un rumor y de un autor antes de la existencia del libro. Captar ese vaciado primigenio, llevó a Bellatin a explotarlo posteriormente de manera imaginaria. En múltiples presentaciones ha dicho que su verdadero deseo era entregar ese libro en blanco. Quizás por eso, ese deseo se materializó en el libro: no solo en el silencio que le sobrevino, sino también en su no-edición subsiguiente. Para llegar, finalmente, al borrado de su título: desde la Obra reunida (2005, pp. 502-505), Bellatin se referirá a su primera novela como “mujeres de sal”. Es decir, la novela se reduce al imaginario bíblico que instala su título, pero filológicamente desarticulado (Las mujeres de sal).

Por lo tanto, luego de todas estas operaciones sustractivas, lo que queda del libro es la escena bíblica y el conflicto biopolítico que supone: mientras Sodoma, esa ciudad declarada por Dios como abyecta, se purifica con el castigo divino, unas vidas merecen ser salvadas y otras no (los “perversos” que antes de la figura médica del “homosexual” serán llamados “sodomitas”), sin embargo esas vidas salvadas violan otras leyes (las del incesto) mientas experimentan su excepción. En ese diagrama, una mujer de sal expone la experiencia de un puro entre-lugar en el que una vida se rehúsa a pagar el precio de su salvación, pues entre su vida y la muerte de los otros está por producirse una relación biopolítica inaceptable.11

El primer vacío de Bellatin gira en torno a estas mujeres de sal, que reclaman con un solo gesto, por sí y para sí, el lugar de la monstruosidad ascética, convirtiéndose en un monumento de la destrucción y de la disidencia de la salvación y en un emblema del eterno retorno. El

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“volver la mirada” signa, por lo tanto, la estética de reescritura de Bellatin y es, sin lugar a duda, una afectación queer.

De modo que no hay que esperar hasta Salón de belleza para leer en la obra de Bellatin una estela queer. Esta disidencia estética y política supone un gesto que no subrayamos lo suficiente: comenzar una literatura no solo con una imagen del anonimato femenino —la mujer de Lot carece de nombre— y de la destrucción del sodomita. Una de las causas del fracaso artístico de Montiel, nos dice Ricardo, fueron los rumores acerca de su homosexualidad. Es decir, tanto la novela como el imaginario con el que es readquirida posteriormente, hace de la mujer y del sodomita sus sujetos, y el esquema punitivo bíblico y artístico el campo jurídico-político de las operaciones novelísticas.

No puede ser casual que Efecto invernadero siga un sendero similar. Publicada en 1992 — un año antes que Salón de belleza—, también pone al cuerpo de su personaje en un entre- lugar signado por la vida y la muerte. El texto se abre y se cierra con la mención a un cuaderno de ejercicios de Antonio en el que se apuntan “las indicaciones sobre la forma correcta de enterrar a un niño” y la afirmación de que “así como los niños tienen la obligación de obedecer y cumplir con los deberes, así también están forzados a entregar a los padres sus cuerpos muertos” (Obra, 2005, p. 57).

Los fragmentos de Efecto invernadero discurren narrando, entre otras cosas, los últimos momentos de Antonio, en los que tomado por el rigor mortis de una enfermedad incurable, se encuentra preparando su muerte como quien preparara una novela; y, al mismo tiempo, se nos relata las circunstancias de su concepción. Así, la cuestión del pecado de la carne se nos presenta tanto al inicio como al final de la vida de Antonio. Lo que en Efecto invernadero se denomina primera y segunda “inmundicia”. Es decir, la inmundicia que supone tanto el contacto con la carne muerta como con sus fluidos relativos a la reproducción (el semen y el periodo). Es decir, Antonio nace inmundo y al morir vuelve inmundo a quienes lo tocan: el Amante, la Madre, etc. Se produce, entonces, en los comienzos de Efecto invernadero una suerte de saturación de la referencia bíblica cuyo clímax se lee en la cita, entre paréntesis, de Levítico y Deuteronomio.

Hay otra referencia fundamental en Efecto invernadero que no apareció sino hasta la tercera edición de 1996 publicada en México junto con Salón de belleza: el epígrafe “Antonio es Dios” de Cesar Moro.12 La operación establece un vínculo pre-textual, podríamos decir, con la ficción de Antonio y la biografía del poeta peruano. Vínculo que progresa a lo largo del texto en relación con una serie de elementos: el pacífico, la poesía, el regreso, la enfermedad y la homosexualidad. De hecho, en un manuscrito previo a la primera edición de Efecto invernadero titulado “Y si la belleza corrompe la muerte” se lee: “La mañana de la muerte de Antonio, ocurrida en el verano de 1956…” (Condición, 2008, p. 58). Enseguida, Graciela Goldchluk responde, a pie de página, la pregunta que cualquiera podría formularse: “Cesar Moro murió el 10 de enero de 1956. Este dato tan preciso no aparece ni siquiera en la primera edición de Efecto invernadero” que es, por cierto, muy diferente de las que le siguieron. De hecho, ese manuscrito está repleto de nombres que luego serán remplazados: Margot por la Amiga; Alida por la Madre; Julia por la Protegida y Aubert por el Amante. Es decir, Bellatin vacía el texto de nombres, pero al pasar del contexto peruano al mexicano agrega el epígrafe para que esa experiencia vital, jurídica, ese paso de vida —el de Moro, pero sobretodo, el que expresa su poesía— quede al menos como una huella lejana. Finalmente, en la versión de las Obras reunidas tanto Efecto invernadero como el resto de los textos experimentará una reescritura más o menos final: todas las oraciones son más escuetas, suprimen el exceso de la frase para alcanzar otro exceso, el del minimalismo.

Del mismo modo que en Salón de belleza, todo este campo de operaciones de Efecto invernadero tiene una consistencia claramente jurídica: el derecho de una “madre” (o de los

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padres) sobre el cuerpo de un hijo. No por azar estas categorías son las que se encuentran vaciadas: pues además de elidir y luego reemplazar los nombres biográficos por adjetivos nominalizados, Bellatin tampoco incluye la categoría “padre” y, salvo el íncipit que la incluye en plural, también está ausente el término “hijo”. La decisión estética de llamar al personaje “Antonio” y no “el Hijo”, produce un sentido arrollador: pues Antonio, que “es Dios”, artista y homosexual, quiere recuperar para sí su cuerpo una vez muerto. Y, ante la imposibilidad natural de supervisar su entierro, lega tal responsabilidad a “el Amante” que, en 1956 o en 1994, en Perú, no podría haber sido “el Marido”: es ese el nombre —como “Padre” y como “Hijo”— que no puede ser en tanto experiencia singular del cuerpo a cuerpo con los dispositivos clasificatorios. Así vista la cosa, Efecto invernadero trata de reflexionar estéticamente acerca de un problema antropojurídico, es decir, de Gobierno.

Formas de vacío, dijimos. Las mujeres de sal, esa primera novela, no se vuelve a editar y su articulación es borrada o tachada; mientras que el segundo libro se reescribe (o mejor: se vacía) en cada edición según el contexto geográfico o textual con el que se relaciona (Perú, México, Salón de Belleza, las Obras reunidas). No hay última palabra, porque tampoco hay primera palabra, lo que leemos es una estética articulada lógica, formal y materialmente por el alejamiento y la errancia. Lo que se juega ahí es una ética-estética en la que el vacío se presenta no como el efecto de la ausencia o del sin-sentido producido por la proliferación significante, sino como la materialidad de la escritura y la posibilidad de imaginación que se genera en el silencio, en la ausencia y en lo no-dicho, no solo de la escritura, sino de toda letra, de toda ley, de todo pacto y de todo dispositivo.

Muchas veces lo ha señalado Bellatin: Efecto invernadero, “novelita” de unas cincuenta páginas, surgió del recorte de un archivo de unas quinientas, mil quinientas, dos mil, tres mil páginas. El número varía según la fuente. Mientras más exuberante, mayor también el efecto retórico que produce la operación. Independientemente de lo verdadero o de lo falso del relato, lo importante aquí es su imagen. El des-hacer del archivo causado vía el montaje o la des-escritura es lo que expone una imagen de la literatura como lastre, incluso cadáver, del cual es preciso librarse cuál inmundicia, sea esta un flujo o un cacho-de-carne. A saber: la imaginación desbordada, la cantidad de personajes complejos y sus nombres, el lenguaje poético, cierto tipo de referencialidad, etc. Pero para des-hacer, parece decir Bellatin, primero hay que atravesar: escribir, archivar, publicar-alejar-diseminar, volver la mirada (vía la imaginación o el montaje) para (re)leer-escribir (es decir: recortar, desordenar, perturbar). De la Biblia a Cesar Moro, de la alusión a la elisión, del archivo a su imagen, del vacío (por exceso) al vacío (por supresión) se produce una travesía radical que interroga lo viviente en su dimensión mortuoria o quizás al revés: la muerte en su dimensión vital.

En ese sentido, se va perfilando una hipótesis. En Salón de Belleza como en toda la literatura de Bellatin se produce, sin embargo, una diferencia que conviene atender: el relieve formal que presenta no tiene tanto que ver con la proliferación a la que el neobarroco como fuerza estética negativa (es decir: múltiple, discontinua, superficial) nos tenía acostumbrados. Aunque similar conceptualmente, encuentra otra forma de llegar al vacío y hacer con él una experiencia. Salvo el encuentro de Sarduy con el silencio, podríamos decir a fuerza de generalización que el neobarroco llena para vaciar, esa es su paradoja medular. ¿Pero qué implicancias supone semejante proceso formal? Al respecto, concluye Valentín Díaz:

Esta política del vacío, por cierto, es un elemento que resulta central en su idea de lo imaginario: la simulación […] es una estrategia vital que opera en pos del vaciamiento de toda originalidad, de toda centralidad; es la excentrificación de la imagen. Así, la religión del vacío se revela como una de las condiciones que definen la especificidad del Neobarroco –no en la contradicción entre lo lleno

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y lo vacío sino en la postulación (decididamente histórica) de que el vacío es una condición del mundo que se habita. Pero ese vacío, lejos del lamento que en muchas oportunidades se señala (y que lleva al equívoco de la identificación ente Neobarroco y posmodernismo) es una celebración: el Neobarroco afirma (y así se incluye en una línea específica del pensamiento contemporáneo, aquella que nace con la lectura francesa de Nietzsche) el vacío y la fuerza que esa verificación alberga, en términos de invención ética de sí y de mundos posibles. (2017, p. 45).

El vacío neobarroco como política, idea de imaginario e, incluso, religión supone la celebración de la invención ética de sí y del mundo. Es este carácter celebratorio de la invención lo que, a nuestro juicio, Bellatin propone interrogar no al resolver sino al invertir la paradoja neobarroca.

4. Redención

La inmundicia del cadáver de artista y del mismo arte como cacho-de-carne cuyo monumento no es otro que aquella estatua de sal, presentan una suerte de saturación temática y meta-literaria en Las mujeres de sal, Efecto invernadero y Salón de belleza cuya densidad filosófica y estética no podemos pasar por alto.

Aristóteles aun decía que ciertos animales, formados espontáneamente en la tierra o en el agua, habían nacido de la corrupción. Según George Bataille “el poder que tiene la podredumbre para engendrar es una creencia que responde al horror, mezclado con atracción, que esa podredumbre despierta en nosotros” (1957, p. 54). Pero justamente, esa relación entre inmundicia y (pro)creación es indisociable: lo recuerda San Agustín al constatar que inter jaeces et urinam nascimur. Más allá de que nuestras materias fecales no son objeto de una prohibición, análoga a la que cayó sobre el cadáver y sobre la sangre menstrual; todo este conjunto fue “formando un ámbito común a la porquería”:

El cadáver, que sucede al hombre vivo, ya no es nada; por ello no es nada tangible lo que objetivamente nos da náuseas; nuestro sentimiento es el de un vacío, y lo experimentamos desfalleciendo […] Más allá de la aniquilación que vendrá y que caerá la muerte anunciará mi retorno a la purulencia de la vida. (Bataille, 1957, pp. 54-56).

En la literatura de Bellatin ese sentimiento de vacío donde no solo el hombre sino la literatura es nada, implica que la extenuación de las formas no sea lo que produzca un efecto de vacío (paradoja neobarroca) sino que las formas en sí mismas son aquello que experimentan y habitan el vacío y, en consecuencia, son en concreto su producto (inversión paradojal). En relación con esto, Efecto invernadero compone una escena/momento ejemplar al respecto:

En aquel último invierno, Antonio se refirió mucho al estético que su cuerpo iba sufriendo. Por eso su primer acto en las mañanas era mirarse desnudo. Tenía un gran espejo giratorio, sobre cuya luna se hallaba el poema escrito con lápiz de labios rojo. Estuvo allí desde antes de la llegada del Amante a la ciudad. Antonio nunca reveló quién lo había escrito. Lo mantuvo como aparecido de la nada. El poema se refería a lo inciertos que son los reflejos tanto en los espejos como en el tiempo; y a lo peligroso que se vuelve

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perseguir sus iluminaciones. Antonio pareció convertir en sagrados aquellos trazos […] Durante aquel invierno, Antonio y la Amiga se encontraron hablando en muchas ocasiones de las relaciones que podían existir entre la belleza y la muerte. En un principio, ella aseguraba que la muerte destruía en forma total cualquier belleza. […] Viendo a través de la ventana del baño, que era el lugar de la casa donde se reunían a conversar, Antonio cierta vez dijo que la belleza y la muerte guardaban entre sí la misma relación que el agua con los espejos […] Se refirió al espejo, que chirriaba con cada movimiento, y a las letras rojas del poema. Volteó entonces y le preguntó a la Amiga si no podía ser que la belleza fuera la que corrompiera a la muerte [cursiva agregada]. (Obras, 2005, pp. 77).

Así las cosas, morir no implica morir sino retornar, vía la purulencia, a la vida. No es que la muerte corrompa la belleza, sino al revés.13 La afirmación no debe entenderse como una conclusión sino como el punto de partida, presunto e hipotético, de un relato, de una imagen de la literatura, de cierta lógica de un sistema-de-saber que se presenta como “aparecido de la nada”. Si el neobarroco reemplazaba el trabajo por un juego excesivo, reemplazando a su vez la productividad por ocio operativo o gasto puro; la literatura de Bellatin no negará sino que atravesará tanto la experiencia del trabajo como del juego para vaciarla: no es que “no quede nada”, lo que queda —lo que vemos— es precisamente la nada. ¿Sino en qué términos podemos leer el deseo de entregar su cuerpo no a la Madre sino al Amante y a la Amiga estéril? Si, como acabamos de señalar, reparamos en la decisión estética de llamar al personaje “Antonio” y no, sencillamente, “el Hijo”, como así también la elección del nombre “el Amante” en vez de “el Marido”; se percibe inmediatamente que estamos frente a una reflexión estética de un drama conceptual y antropojurídico, que repara en las experiencias singulares del cuerpo a cuerpo con los dispositivos clasificatorios. Es ese y no otro el sentido estético y ritual que supone la preparación de la muerte y de la novela que es Antonio: no un culposo “preferiría no haber nacido”, sino un ascético “no nos reproduzcamos”. Es ejemplar, al respecto, el final de Efecto invernadero:

En ese momento, mirando a una anciana que estaba preparándose a morir pues seguramente consideraba antinatural estar viva después de la muerte del hijo, la Amiga recién se dio cuenta que había visto facciones de gozo en Antonio cuando el médico le anunció que había quedado totalmente estéril (Obras, 2005, p. 54).

Cuando en Underwood portátil. Modelo 1915 leemos “Poco a poco, la belleza que buscaba Antonio, el personaje de la novela Efecto invernadero, debía transformarse en algo tangible. Fue así como surgió la idea de crear un salón de belleza ubicado en un barrio marginal” nuestras sospechas se revelan solas: el cuerpo de Antonio es a Efecto invernadero como el local estético es a Salón de belleza. En otras palabras, la problemática formal del vacío supone un conflicto biopolítico del cual la estatua de sal no solo atestigua sino que le sobrevive como la imagen en donde se jugará la posibilidad de una comunidad futura.

Así mirada la cosa, se produce en Salón de Belleza un nuevo deslizamiento del sentido. La loca, ese sujeto colonial que a lo largo del S.XIX fue normalizado como “estilista” (o, sencillamente, peluquero),14 es agente de una administración de los cuerpos que presenta a la belleza como una cosmética de la superficie: “lo más importante era la decoración” (p. 33), que esas “mujeres viejas o acabadas por la vida” (p. 35) salgan “rejuvenecidas y bellas a la superficie” (p. 33), sin embargo, “debajo de aquellos cutis gastados era visible una larga agonía que se vestía de esperanza en cada una de las visitas” (p. 35). Algo similar pasa en los baños públicos: si bien la superficie cosmética difiere del cuerpo desnudo que expone la voluptuosidad del deseo, ambas imágenes de lo viviente —incluso la sobrevivencia de los

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peces— son formas (economías, temporalidades) de la “larga” y “lenta” agonía (p. 35): ese aferrarse “de manera extraña a la vida” (p. 34). Por eso, el ocaso del Salón transformado en Moridero como de la vida voluptuosa del estilista transformado en anémico regente, acaba por exponer toda una dietética de la muerte para-estatal, para-legal, para-hospitalaria, excéntrica tanto de la urbe como de toda moral, de toda individuación como de toda esperanza y caridad. Es decir, radicalmente queer.

Con esa operación, Bellatin expone la vida de la loca como capturada por un conjunto de formas articuladas por el imperativo de vida y de salud, es decir, de normalización: la cosmética, el deseo desnudo, el amor, el Estado, la clínica y los cuidados de sí.

La crueldad del regente, como de las reglas del Moridero, es tan “lúcida” como “rígida” pues “es la conciencia lo que le brinda al ejercicio de todo acto de vida su color de sangre, su matiz cruel, ya que está claro que la vida es siempre la muerte de alguien” (Artaud, 2014, p. 107). En semejante pensamiento, el bien es “una crueldad añadida a la otra” y, por consiguiente, la única salida posible es “regresar al caos” para hacer, podríamos agregar nosotros, un nuevo mundo: un caosmos.

Esa diferencia en el vacío neobarroco supone, algo adelantamos, un corpus menor, excéntrico del canon latinoamericano y profano que Bellatin va armando a lo largo de su obra: la poesía surrealista de César Moro, el teatro de la crueldad que también ha insistido en la recuperación de los Textos Sagrados como en la dimensión vital/pasional de la peste, el teatro de la muerte de Kantor, el cine de Tarkovski, cierta literatura japonesa y francesa que ha explorado la relación entre muerte y erotismo.

¿Acaso un corpus semejante no estaría participando estratégicamente de esta liberación — no ya literaria sino sensible— de la belleza que se encuentra presa por las garras de la vida y de la cosmética?

Sobre el final del texto el estilista/regente fantasea con preparar la escena de su muerte: borrar las huellas del Moridero y restaurar el antiguo esplendor del Salón de Belleza. Esa fantasía, similar a la preparación funeraria de un cuerpo muerto, no es casual. Lemebel, en Loco afán, enfrentado a una situación semejante escogerá un desenlace totalmente opuesto al de Salón de belleza: hará que el cuerpo muerto de las locas componga una pose última de belleza y de felicidad:

Chúpese de muelas mijita, chúpese de muelas como la Marilyn Monroe, le decía, dejándola con ese gesto por mucho rato. Casi una hora le tuvo los pómulos apretados con esa tenaza. Hasta que la carne volvió a tomar su fúnebre rigidez. Sólo entonces la soltó, y todas pudimos ver el maravilloso resultado de esa artesanía necrófila. Nos quedamos con el corazón en la mano, todas emocionadas mirando a la Loba con su trompita chupona tirándonos un beso. Habrá que taparle los moretones, dijo alguna sacando su polvera Angel Face. ¿Y para qué? Si el rosa pálido combina bien con el lila cerezo. (1996, p. 33).

Nada de celebración o de cosmética frente al cuerpo muerto, el estilista de Bellatin prefiere no “morir en el decorado” y presentar a la vida frente a la muerte como una forma o experiencia radicalmente neutra: el afecto/sentimiento de soledad, que no puede disociarse del vacío formal que lo sostiene.

En sus seminarios sobre Lo neutro (1977-1978), Barthes llegaba a la conclusión de que del qual —esa “vida inquieta”, ese “tormento atroz que está en el fondo del ser y de la nada— solo “hay liberación mediante el nirvana (Schopenhauer)”, es decir, en “la negación de este mundo, la negación de la voluntad” (p. 146). El nirvana como suspensión del lenguaje (‘si es

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fantasmada seriamente’) es suicida. Más allá de la muerte, es posible otra resolución: la interrupción discursiva de Blanchot como muerte en el lenguaje. Confiesa Barthes:

La interrupción del lenguaje: gran tema, gran demanda mística: la mística

oscila entre la ‘posición’ del lenguaje (de la nominación): catáfasis, y su

suspensión, apófasis. (Toda mi vida vivo este vaivén: atrapado entre la exaltación del lenguaje (goce de su pulsión) (→ escribo, hablo, incluso como ser social, pues publico y enseño) y el deseo, el gran deseo de un descanso del lenguaje, de una suspensión, de una exención). (p. 146).

En otras palabras, podríamos decir que Barthes se ha mantenido en un movimiento inmóvil frente a las dos paradojas del vacío (yendo y viniendo, sin habitar cabalmente ninguna).

Bellatin, por su parte, ha encontrado la apófasis en la propia catáfasis. En la medida que se ha entregado no al silencio, sino a la exaltación del lenguaje, absolutamente privada, para luego llenarla de un vacío público y productivo: el silencio o el vacío se presenta no como un efecto negativo, sino como un elemento constructivo. Es lo que, en los términos de Bellatin, implicar escribir desde lo no-dicho, no por un automatismo negativo, sino para dirimir ese vacío de la escritura en la lectura. Este vacío o neutro que construye Salón de belleza, supone un sentido bioestético último: la belleza (o beatitud) no está meramente del lado de la muerte (universal) sino del momento (singular) en que una vida juega con la muerte, es decir, del lado de la experiencia más allá de todo pacto, de toda persona/sujeto, de toda conceptualización y, naturalmente, de todo nombre: es la vida neutra.15

En todos los entre-lugares que la escritura de Bellatin compone, el vacío no es apenas un procedimiento estético sino la ética de una comunidad por venir. La bioestética del vacío supone una ética radical no solo en relación con la salvación de lo humano sino de lo viviente en su conceptualización más completa: la imagen como forma de vida. Es en la imagen en general y en este caso la imagen de vacío la vía por la cual la obra de Bellatin produce una redención de lo viviente o, en otras palabras, readquiere la loca (esa experiencia) con una fuerza renovada.

Para Lezama Lima, “Las culturas van hacia su ruina, pero después de la ruina vuelven a vivir por la imagen” (1972, p. 462). Es decir, en esa readquisición de lo viviente la cultura como dispositivo de clasificación, como máquina dilemática se opone a la imagen, a la imaginación y a lo imaginario como potencia de desclasificación, como máquina paradójica (Link, 2015).

En ese sentido, deberíamos concluir que la literatura de Bellatin produce una potencia de desclasificación que desde sus comienzos trae emparejada una readquisición de la vida y de sus formas: allí la mujer de sal y los ciudadanos de Sodoma –todas esas locas– vuelven a la vida, no ya por la felicidad de la plasmación de Pigmalión o de un vacío exaltado sino por un vacío más bien neutro que, como advertía Nietzsche, también vuelve la mirada. Pero esa agentividad del vacío no supone un drama sino una ascesis que hay que asumir como una bioestética o, mejor, como una post-filología futura: renunciar a la salvación, renunciar a la reproducción y, a su vez, rechazar la soberanía de lo viviente de la “lenta agonía” o de la cosmética para ejercer otra alterna, elementos que componen desde Las mujeres de sal (1986) a Salón de belleza (1994) un gesto ético-político de tenebrosa contemporaneidad. Un non sequitur que no podría interpretarse como una pura pasividad, sino como lo que Agamben ha llamado la “destrucción de la destrucción”, es decir, una inoperatividad que “no significa inercia, sino katagersis”, una operación en la que “el cómo sustituye íntegramente al qué, en la que la vida sin forma y las formas sin vida coinciden en una forma de vida” (2003, p. 94).

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Pero que el cariz lúgubre de la destrucción y del non sequitur nos engañe. Frente a la enfermedad Bellatin opondrá siempre una iniciativa de salud.

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Notas

1Ya en el 2003, Diana Palaversich observó cómo la lectura alegórica fue, en realidad, la primera forma que tomó la recepción de la obra de Bellatin, especialmente en los ámbitos del periodismo cultural. Según Palaversich, en

“la actitud de los reseñadores y lectores” se observa un empeño por “extraer un sentido, aunque sea alegórico, de los textos. De esta manera […] se puede decir que Salón de belleza habla de la epidemia del Sida, que Poeta ciego y La escuela del dolor humano de Sechuán ofrecen una crítica de las sociedades totalitarias que se podrían asociar con la ex Unión Soviética y China, respectivamente; que Flores critica la arrogancia de la ciencia que en vez de curar produce seres mutantes o mutilados. Estas lecturas, recalcaremos, son posibles y viables, pero también son limitadas porque reducen la complejidad y las aporías del texto” (p. 26). Muchos años después, Mario Cámara vuelve a señalar el mismo problema, pero como una consecuencia de la lectura biopolítica en general: “ha sido en contra de este tipo de lectura que quise construir la mía. Pretendí hacer funcionar estas novelas en una clave interpretativa un poco diferente que permitiría volver a iluminar, y reagrupar, un territorio de la literatura y el arte que las lecturas biopolíticas positivas tienden a dejar de lado, o bien a invisibilizar” (2017, p. 809).

2En febrero de 1997, al reseñar una edición mexicana de Salón de Belleza, Christopher Domínguez señaló — quizás por primera vez— que “no puede ser sino el SIDA la enfermedad terminal que padecen los clientes de ese improvisado enfermero que actúa sin motivos filantrópicos o religiosos” (p. 42). Esta línea interpretativa temática o alegórica es una constante crítica que define a Salón de Belleza como una reflexión sobre los “espacios de excepción” en los que el SIDA funciona como marco de inteligibilidad (Vaggione, 2013, pp. 147-

148); una “escenificación” de la biopolítica y de la historia en “sus aristas más monstruosas” (Quintana, 2009, p. 503); o como un testimonio de “las diversas formas en que la comunidad gay se tuvo que organizar — improvisadamente— para hacerse cargo de la muerte de muchos de sus miembros” (Rocha Osorno, 2015, p. 171).

3Según Paula Rodriguez-Abruñeiras, “el hecho de no mencionar la palabra sida parece ser una práctica común en la literatura existente sobre el tema” (p. 240). Así mirada la cosa, la constante crítica no es específicamente crítica, sino un efecto producido ya en la literatura o por la literatura. En síntesis: si el imaginario del SIDA aparece sin que lo llamen, la operación de vaciado no constituye tampoco una simple invención estética del

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autor, sino que se presenta, fundamentalmente, como la práctica común de una literatura. Y, por consiguiente, nos situamos frente a un desplazamiento del sentido no ya alegórico sino genealógico. Asumiendo una perspectiva nietzscheana, nuestra genealogía no supondrá una lectura historicista ni una textualista, sino que leerá en el origen de los nombres y las figuras un enfrentamiento interno, es decir, con combate entre sus respectivas imágenes (cfr. Aurora f. 123 y Foucault, 1979, p. 10).

4Marcamos esta oscilación genérica porque es un rasgo constitutivo de la figura travesti en la literatura del siglo XX. De hecho, algunos autores no entienden lo travesti como una identidad sexo-genérica, sino como una performance más cercana al mundo del Drag. Sarduy, por ejemplo, habla de travesti en masculino.

5Roland Barthes ha sintetizado estas ideas, por ejemplo, en El placer del texto (1973): “En Cobra, de Severo Sarduy […] la alternancia es la de dos placeres en estado de competencia; el otro límite es la otra felicidad: ¡más y más todavía!, otra palabra más, otra fiesta más. La lengua se reconstruye en otra parte por el flujo apresurado de todos los placeres del lenguaje. ¿En qué otra parte? En el paraíso de las palabras. Es verdaderamente un texto paradisíaco, utópico (sin lugar), una heterología por plenitud: todos los significantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad; el autor (el lector) parece decirles: os amo a todos (palabras, giros, frases, adjetivos, rupturas, todos mezclados: los signos y los espejismos de los objetos que ellos representan); una especie de franciscanismo convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente: texto jaspeado, coloreado; estamos colmados por el lenguaje como niños a quienes nada sería negado, reprochado, o peor todavía, “permitido”. Es la apuesta de un júbilo continuo, el momento en que por su exceso de placer verbal sofoca y balancea en el goce” (pp. 17-18).

6La proposición es desarrollada por Link en Fantasmas (2009, p. 409) y nos remite, a su vez, a dos textos: Gabriel Araujo, “Le Néo-Baroque de Severo Sarduy comme retombée de la Queer Theory”, Inverses n°5

(Châtillon, abril 2005) y Óscar Montero, “The Queer Theories of Severo Sarduy”, Obra completa T.II (1999).

7Explica Ignacio Iriarte: “Por una parte, el dispositivo del sida busca terminar con las formas contestarías respecto de las formas disciplinarias de la sociedad, pero por la otra busca transformar la sociedad misma en la medida en que se propone aceptar a los homosexuales como nuevas identidades admisibles. En otras palabras, el desbunde, la homosexualidad y el dispositivo del sida contribuyeron a terminar con las sociedades de la Guerra Fría y comenzaron a plantearse como redes abiertas cuyas normatividades fluctúan en el tiempo. Como demuestra Perlongher a través de los consultorios médicos, en ese tipo de sociedad ya no hay un afuera: ‘Antes los anormales estaban afuera: afuera de la familia y afuera del consultorio. Ahora ya pueden entrar, sacar número y recibir el consuelo del complejo’ (p. 79). El dispositivo del sida, agrega en otra página, no se dirige ‘tanto a la extirpación de los actos homosexuales, como a la redistribución y control de los cuerpos perversos, que apunta a hacer del homosexual una figura aséptica y estatuaria, especie de estatua perversa en el parque nacional’ (p. 81). Las retóricas que Perlongher emplea en la primera y la segunda parte del ensayo sugieren que en los años 80 el sida se convirtió en uno de los focos a través de los cuales se transformó tanto el pensamiento sobre la enfermedad y las identidades sexuales como las formas de organización de la sociedad. A principios de los años ’80, pero de acuerdo con un sistema que tiene su epicentro entre los años 50 y 70, la sociedad se comprende a partir de la guerra. Fuera de Perlongher, ese modo de analizar las cosas lo encontramos, por ejemplo, en el Foucault de Defender la sociedad. […] Cuando en 1984 se desmaya en su casa, para morir poco después de sida, Foucault tiene listos los dos últimos volúmenes de Historia de la sexualidad, en los que se propone pensar una sociedad nueva, marcada por la independencia del individuo, el cuidado de sí y esa nueva forma que es la gubernamentalidad, que no busca reducir con lógica militar al individuo, sino que se propone persuadirlo, sin sacarle esa cierta libertad que lo define. En El fantasma del sida este proceso se encuentra concentrado en sus

100breves páginas” (2019, s/p).

8Dice Perlongher: “el “modo de vida gay” podría constituir una experimentación de vanguardia en la creación de modelos cada vez más individualistas de subjetivación. Esto es, ciertas características de la vivencia gay — soledad, desarraigo, desgajamiento de las redes familiares, etcétera— se transformarían en funcionales o pasarían a ser imitadas por sectores de la población no necesariamente homosexuales. Si así fuera, sería entonces preciso ‘desinfectar’ al homosexual para que encarnase, sin peligros ni fugas, ese ‘estilo de vida’ disociado de la práctica de la promiscuidad socialmente indeseable”. (1988, p. 81).

9Por ejemplo: “Los gobernantes del mundo entero, la clase reaccionaria siempre en el poder y los poderosos bajo cualquier sistema, tienen que sentirse muy contentos con el SIDA, pues gran parte de la población marginal que no aspira más que a vivir y, por tanto, es enemiga de todo dogma e hipocresía política, desaparecerá con esta calamidad […] Pero la humanidad, la pobre humanidad, no parece que pueda ser destruida tan fácilmente” (p. 15).

10Escribe Perlongher: “El problema es que pocos médicos entienden de SIDA. Es el paraíso de la más cruel alopatía. Lo cual mi extranjería complica, pues me tratan cual a un fugitivo otomano. Y mi francés sigue pésimo!” (p. 444, 14/05/90). Fugitivo político y bárbaro lingüístico, la extranjería se extiende al propio cuerpo en relación con los otros: “Preciso un poco de mimo, porque en general me siento solo. Esta enfermedad provoca un

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aislamiento progresivo porque uno no consigue acompañar el ritmo de los otros y va quedando rezagado” (pp. 458-459, 08/1992). Así, al bando de todo, lo que queda es el monstruo biopolítico: los medicamentos, dice, “me transforman en una verdadera creación química” (p. 449). Lo elíptico, lo in-nombrable de la enfermedad, se presenta en Perlongher como la porosidad propia de la escritura y, más específicamente, de la carta: “Es difícil decir lo que me pasa por carta, o implica desgarramientos que la afectuosidad del tete à tete atenúa” (pp. 451- 452, enero 1991). Pero, paradójicamente, este “deseo de mantener un diálogo, un lenguaje afectivo” despliega una estrategia, “incluso ética, de sobrevivencia” y, en este sentido, las cartas parecen querer funcionar como una escritura que, más allá de la muerte, “hace la vida presente”. (Gasparri, 2017, p. 10).

11Para un análisis de este pasaje en la obra del escritor ver “Imágenes de archivo en Mario Bellatin: del closet al coming out” (Cherri, 2020).

12La primera edición limeña de 1992 abre con una dedicatoria a Reina María Rodríguez. La segunda edición titulada Tres novelas, ya que además de Efecto invernadero venía acompañada de Salón de belleza y Canon perpetuo, suprime esa dedicatoria. Recién en la tercera edición, que es la primera edición fuera de Perú, aparece el epígrafe sustraído del poema de Cesar Moro cuya única modificación son las mayúsculas de “ANTONIO” por minúsculas.

13Ideas como estas se encuentran presentes en el Elogio de la sombra (1933) de Tanazaki Junichiro. Texto que, nueve años después, ingresará al universo ficcional de Bellatin, especialmente en El jardín y en Shiki Nagaoka.

14Entre “1813 (la década de las naciones novomundanas) y 1882 (la década de la integración al mercado mundial) las morfologías y comportamientos que se hubieran preferido inexistentes […] han sido totalmente normalizadas por el dedo del científico, la lengua (la lengüeta) del demócrata y el ojo (modernista) del poeta: monstruo, peluquera o esnob (cuando no una meditada combinación de esas tres formas de vida) son los lugares comunes de la loca como sujeto colonial (colonizado)” (Link, 2015, pp. 468-467).

15Dice Deleuze: “Una vida... Nadie mejor que Dickens para haber contado lo que es una vida teniendo el artículo indefinido como índice de lo trascendental. Un canalla, un sujeto despreciado por todos es restituido, arrancado de la muerte; y sucede que los que lo curan y lo cuidan manifiestan una especie de solicitud, de respeto, de amor por el menor signo de vida del moribundo. Todos se ocupan de salvarlo hasta el punto en que desde lo más profundo de su coma el hombre siente algo dulce que lo penetra. Pero a medida que vuelve a la vida, la dulzura se hace más fría y encuentra toda su grosería, su maldad. Entre su vida y su muerte hay un momento que no es otro que el de una vida que juega con la muerte. La vida del individuo ha cedido el paso a una vida impersonal y sin embargo singular que desprende un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir, de la subjetividad o de la objetividad de lo que acontece. «Homo Tantum» frente al cual todo el mundo sentía compasión y que llegó a una especie de beatitud. Es una “hecceidad” que no es una individuación sino una singularización: vida de pura inmanencia, neutra, más allá del bien y del mal porque solo el sujeto que la encarnaba en medio de las cosas la hacía buena o mala. La vida de tal individualidad se borra en provecho de una vida singular, inmanente a un hombre que ya no tiene nombre aun cuando no se confunde con ningún otro. Esencia singular, una vida...” (1995, pp. 37-38).

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