https://doi.org/10.53971/2718.658x.v12.n20.35978
Enfermedad y terror. Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio
Quiroga
Nancy Fernández
Universidad de Mar del Plata - CONICET nancy.fernandez.cabj@gmail.com ORCID
Recibido 26/04/2021 Aceptado 12/07/2021
Resumen
En este trabajo procuro analizar el libro de relatos Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga. Desde esta perspectiva, señalo la dinámica desenvuelta entre las corrientes del modernismo y del naturalismo, configurando un complejo sentido a partir de procedimientos y de imágenes que constituyen efectos paradójicos y sorpresivos. De este modo, la tensión que caracteriza la prosa de Horacio Quiroga, el eje de la enfermedad, cobra una forma singular en el contexto de los primeros años del siglo XX.
Palabras clave: cuento, enfermedad, naturalismo, modernismo
Sickness and terror. Tales of love, madness and death, by Horacio Quiroga
Abstract
In this work I try to analyze the book of stories, Tales of love, madness and death, de Horacio Quiroga. From this perspective, I point out the dynamics developed between the currents of modernism and naturalism, configuring a complex sense based on procedures and images that constitute paradoxical and surprising effects. I try to develop the tension that characterizes Horacio Quiroga's prose in his own way, the axis of the disease, and how it takes on a unique shape in the context of the early years of the 20th century.
Keywords: short story, disease, naturalism, modernism
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Introducción
Para hablar de este libro de Horacio Quiroga, de 1917, debemos situarnos en el contexto del Centenario, cerca de la obra monumental de Leopoldo Lugones (Las montañas del oro, La guerra gaucha, Lunario sentimental, Crepúsculo del Jardín, El payador, etc.), de Ricardo Rojas, cuya Historia de la Literatura Argentina es también de 1917. Las novelas (informes en algunos casos) de Manuel Gálvez, con quien Quiroga mantuvo una relación bastante estrecha. Los comienzos de siglo también los escriben Florencio Sanchez, con sus sainetes y tragedias; Francisco Sicardi, con su Libro extraño (1902) y Perdida (1911), un escritor que también fue médico, como desde fines del siglo anterior lo habían sido Eduardo Wilde y Antonio Argerich. Roberto J. Payró desarrolla su extensa obra desde 1904 a 1926 aproximadamente, desgarrado entre sus ansias de libertad creadora y su dependencia laboral con el diario La Nación. El Centenario (1916) fecha las operaciones más consagratorias de identidad nacional, en tanto ficción producida para homogeneizar la condición civil para sostener el modelo de estado moderno, oligárquico y liberal, consolidado desde la presidencia de Julio A. Roca, desde finales del siglo XIX (su primer período presidencial va de octubre de 1880 a 1886, dando inicio a la etapa conocida como república conservadora, luego de las presidencias históricas que culminan con Avellaneda). Se trata de un contexto cultural y político donde se inicia el proceso de profesionalización del escritor y un modelo de intelectual aliado del Estado que lo reclama como soporte espiritual (una necesaria compensación del peso que la filosofía positivista impone). Pero como vemos en el repertorio de nombres consignados en este inicio, no todos los autores- intelectuales, establecían el complemento común con el Estado, no todos consideraron subrayar la necesidad recíproca entre ambos, por lo que forjaron sus obras al margen o en franca disidencia institucional. Con los avances modernizadores de la cultura de masas, de los medios masivos de comunicación y el gradual crecimiento del público lector, se transforman las demandas y el instrumental técnico que despliega la cultura, poniéndose a funcionar aquellas legalidades que fiscalicen una nacionalidad amenazada desde su centro regulador, por una inmigración que pone en jaque los privilegios sostenidos por la concepción de unidad y de origen. Esta es la ficción de una clase dirigente cuyo modelo identitario se dibujó en las consignas de nombre, ley y propiedad. Familia, tierra y nación estrechan sus lazos con la lengua y el lugar de procedencia que autorizaba sus prerrogativas. Y no solo sus prerrogativas, sino el retrato purista e incontaminado que la autofiguración de clase suscribió como antídoto contra la “otredad”.
Vamos a marcar una matriz ideológica y estética en la escritura de Quiroga, que tiene que ver con el contexto científico (el positivismo, sus concepciones deterministas). Y la concepción científica (mediante la corriente artística del naturalismo) pone en el centro de la atención, y de la vigilancia, al cuerpo y la enfermedad (Nouzeilles, 2000; Berg, 2007). Si desde la centralidad del Estado homogeneizante se señalaba la inmigración como el factor de riesgo y un enemigo común (el elemento exógeno, el desencadenante de las patologías más temibles si se contraviene la regla que declaraba interdicta la mezcla o el cruce de razas, naciones y cuerpos diferentes), Quiroga amplía su espectro literario adaptando un cruce productivo entre naturalismo y el modernismo que procedía de su admiración por Rubén Darío, por Gutierrez Nájera, y sobre todo, y más allá, por Edgar Allan Poe y Maupassant. Veremos que las alucinaciones que sufren los protagonistas de Quiroga adquieren un espesor dramático, que obedece a un aprendizaje artístico sobre lo que él consignó como dogma en su “Decálogo del perfecto cuentista”. Cabe prestar
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atención al desarrollo de sus historias y sus ideologemas, a la eficacia de sus títulos, en tanto operadores de sentido. Y podríamos detenernos, desde el estudio de la escritura, en esa suerte de Capitán Ahab (el célebre protagonista de Moby Dick de Melville): un hombre que lucha contra la naturaleza convertida en su destino y en su fatalidad. Veremos así qué tiene de siniestro el mundo que Quiroga imagina. También, podríamos recordar que el lugar “marginal” ocupado Quiroga (más por elección propia que por decisión externa), respecto a la sistematicidad y orden de las historias de la literatura, es rescatado por la Generación Contorno junto a Roberto Arlt. En el transcurso de la lectura, se hace necesario pensar los procedimientos narrativos con su temporalidad (la causalidad, otra de las matrices epistémicas del mundo occidental, y del naturalismo en particular) pero también con aquellos ritmos que devienen en ripios y en desvíos. En esta constelación de motivos, el tiempo condensa sus propias analogías con el espacio, con la incidencia, en este caso, de la selva misionera que Quiroga conoció tan bien. Flora, fauna y habitantes. Un lugar para que surja el amor y derive en locura y en perversión.
Antes de los tópicos, tendríamos que enfocar, como veníamos haciendo, la época, las primeras décadas del siglo veinte para ambientar los roles a desempeñar por hombres y mujeres. En Quiroga, y tal como muestran las tramas de en Cuentos de amor, de locura y de muerte, la enunciación la ejercen los primeros, así como el mando, la profesión y hasta la directiva en el espacio doméstico (será el padre quien determina la inconveniencia de un enlace, un amigo quien comunica un fenómeno ligado a una mujer, una enfermedad y una alucinación). Y la enunciación supone un contexto donde la palabra ejerce su poder para diseñar las figuras y los objetos de representación; acá tenemos que situar la narración, más específicamente aún, tratándose de estas dos corrientes estéticas que se cruzan acá, el naturalismo y el modernismo. El naturalismo complementa narración y descripción en la órbita científica del positivismo. Esto responde a construir la composición familiar y la enfermedad en tanto preocupaciones prioritarias que establecen las consignas prescriptivas para la formación ideal de las subjetividades sociales. Es así como el matrimonio opera como norma y sanción institucional para la unión de los cuerpos en vistas la gestación de los hijos, uniones que responden a legalidades de políticas médicas y estatales, auspiciando los vínculos de pertenencia para impugnar aquellos cruces y mezclas interdictas. En esta línea, los textos promueven finales que responden a ejemplificar e instruir la moral impartida por el estado en vistas a garantizar los proyectos de la nación. Ahora bien, si el elemento trágico cierra muchas de las historias naturalistas, la pedagogía sostenida responde a la advertencia que prohíbe la infracción de acuerdo a las reglas epistemológicas que se conciben no solo como posibles sino como probables. Del positivismo, que destierra todo residuo metafísico y religioso, el naturalismo literario toma en préstamo el verosímil que simula la técnica probatoria para emplazar la ficción de la certeza. En este sentido, los mecanismos de veridicción apuestan a la construcción formal de aquella semejanza con el mundo cifrada en las predicciones establecidas por las leyes de la ciencia. Esta anticipación, entonces, advierte con una trama cuyo final cierra el círculo de la amenaza. Por su parte, respecto del modernismo, podemos notar que su tragicidad funciona más bien como una tensión paradójica que acentúa aquellos rigores y clausuras de la razón epistémica del positivismo. Llegado este punto, cabría recordar que el modernismo recorre un período aproximado entre 1880 y 1910, proyectando un sensorium hiperestésico provisto por imágenes y sentidos con aspiración trascendental. Así, parnasianismo, decadentismo y simbolismo suelen ser las etiquetas literarias confluyentes, desde la iconografía europea y en especial francesa, hacia una sensibilidad superadora del positivismo y del romanticismo. El modernismo, entonces, en Hispanoamérica, asume la exploración del mundo
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más allá de sus restricciones empíricas o factuales; pero también, pone de relieve la importancia de la lengua, indagando todas las posibilidades culturales que el idioma pueda ceder a la práctica literaria. José Martí, Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva, Manuel Ugarte son los referentes de las discusiones que transforman los malestares de un decadentismo evasivo, en las luchas políticas de un nuevo campo intelectual.
La lengua cincelada
En Horacio Quiroga, la lengua se impone también como estilización de la voz ajena, esto es, en la construcción ficcional de la lengua del otro; es el caso paradigmático de “Los mensú”, aunque también esa técnica aparece en “Yaguaí” y “Los pescadores de vigas”. “Los mensú” sobre todo, muestra la circularidad que rodea a los personajes incapaces de vencer su destino. Y para ello, Quiroga se vale de toda la distancia irónica que supone, a la par de la denuncia de la miseria y la injusticia, la descalificación implícita de las mujeres que acompañan a los obreros alcoholizados. Son las “doncellas”, con “lujoso atavío” en quienes la evidencia del contraste con el ideal modernista, inscripto en la escena, acompañan el hundimiento y la muerte del único peón que podría haberse valido de su constancia y apego al cumplimiento, Podelei. La ironía maniobrada por el narrador, con su sello estilístico, valida su eficacia como contraparte de las frases, palabras, y onomatopeyas emitidas por los mensualeros. Pero la plasticidad de su escritura también esgrime la forma estética haciendo funcionar el doble sesgo del naturalismo y del modernismo, allí donde el segundo incursiona en el signo trágico de la sensualidad. Es el caso de “Una estación de amor”, “El solitario”, “La muerte de Isolda”, para que el amor y la iconografía femenina (palidez, cabellos de oro, fragilidad; o lo contrario de una belleza calcinante), compongan la estética ritual de su secreto. Definitivamente, violencia y erotismo son los motivos que demoran la irrupción de la desdicha. Volviendo a los clisés modernistas, el típico cosmopolitismo que hiciera célebre Rubén Darío, aparece de manera tangencial en “Una estación de amor”. Aquí son los viajes y la fortuna de Nebel, el protagonista, que luego de la separarse de Lidia, su joven amada, los once años transcurridos los vuelven a encontrar como amantes a las espaldas de la esposa que recorre Europa con su servidumbre. O también, el viaje funciona como marco donde la historia se bifurca entre dos narradores, es el caso de “La muerte de Isolda” o el enigma que roza la mirada gótica de “Los buques suicidantes”. En el primer caso la partida del barco acentúa la urgencia del anciano en dar a conocer su historia, con el propósito de que su joven amigo pruebe la potencia que la repetición cifra en la contemplación amorosa. Por su parte, “Los buques suicidantes” propone dos narradores en primera persona sobre la materia legendaria de hallazgos inescrutables en las soledades marítimas. Sin embargo, el viaje es un motivo inagotable para la producción de materia narrable; así, la expansión itinerante representa el elemento residual de una inmigración europea, que el azar inescrutable arrojó en los límites de Argentina y Paraguay. En sincronía con el tratamiento de la lengua y el idioma, algo de esto aparece en “Los pescadores de vigas”, “Yaguaí” o en “El alambre de púa”, dejando en claro la contingencia que les cabe a los extranjeros, cuyas historias parecen cancelarse en el océano, aliado de un vacío que detiene el movimiento que los arroja a tierras lejanas. La paradoja o la tensión que mencionaba, inscribe ese aspecto por el cual el modernismo cancela la eficacia de la explicación plausible, el fundamento de la prueba fiable. Esa es la complejidad que la imagen de autor llamada Horacio Quiroga pone en movimiento simultáneo, desde la experiencia de un territorio profundamente conocido, y el deseo que adivina enigmas que el saber y la
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ciencia no pueden cancelar. Allí reside esa suerte de aspiración trascendental que supera dos funciones que van a acomodar los efectos buscados en pos de los mecanismos de causalidad: narrar y describir. La acción y los modos de adjetivar que supone la construcción de una mirada o una perspectiva, procuran un acople secuencial que asegure la prescripción de las razones determinadas, o lo que viene a ser lo mismo, la respuesta ineluctable bajo la forma de una motivación y una necesidad. Como se ve en la relación que el naturalismo, en tanto corriente artística y estética, mantiene con el pensamiento científico del positivismo, la mostración (valga la redundancia, en su acepción monstruosa, obscena) es el proceso que produce los casos. Quiero decir, el procedimiento de una técnica discursiva donde el narrador y la combinatoria de sus perspectivas hace foco en aquellas particularidades que escapan a la generalidad de un concepto. Aunque el naturalismo indica una eventual expansión de los males, no se trata de la sistemática generalidad que es producto de una dinámica sostenida por mediaciones estructurales. En este sentido, en la literatura naturalista de Quiroga, el narrador construye el itinerario de la acción (la secuencia de los hechos, la resolución del conflicto y la tensión, etc.), buscando el antídoto contra aquello que se manifiesta como un peligro en simétrico revés del imaginario (común, compartido, instalado) objeto de deseo. En el siglo XIX veíamos cómo funcionaba el naturalismo con un escritor paradigmático como Eugenio Cambaceres, también con Antonio Argerich y otros; ya en el siglo XX lo veremos actuar con Manuel Gálvez y con los escritores del grupo Boedo (a quienes veremos más adelante y en particular con Castelnuovo). Pero la singularidad de la escritura de Quiroga implica asumir la potestad de señalar y proscribir aquellas emergencias que nos anuncian máculas indeseables, los estigmas de una subjetividad amenazante y amenazada. En este contexto, no hay que perder de vista esta tensión paradójica a la que aludíamos entre naturalismo y modernismo, llegándose a complejizar las singulares operaciones estéticas de Quiroga.
Esta “complejidad” o esta tensión, se acentúa en las líneas de una textualidad cuyo soporte espacial (y temporal) prescinden de la centralidad de Buenos Aires. Y en Quiroga, se trata de Misiones, de Posadas, de los aledaños, sus bosques y sus montes. Es la selva y el litoral que oficia de testigo; más aún, un territorio ramificado, inabarcable, indómito, que tercia como fondo activo y como entidad decisiva en el punto final de los destinos. Este es un punto clave, porque si bien el problema de la representación social, y por ende, el trasfondo político del asunto, están bien presentes en este libro (“Los mensú” sobre todo, pero también, “El pescador de vigas” o “Yaguaí” por ejemplo), de manera más sesgada y fragmentaria, el motivo social aparece como efecto de un desplazamiento sobre vidas que responden como desprendimientos y consecuencias de un modelo o de una maquinaria que los excede, como el caso de “La insolación” y “A la deriva”. Al corrimiento de los focos porteños, la línea política y social de los textos responde con la construcción, sesgada y lateral de la historia de la literatura, en tanto residuo de un consenso que no considera la inmigración como el blanco enemigo que se debe exorcizar. Acá podemos advertir que el texto que nos ocupa esfuma los contornos más elementales de la referencialidad, ubicándose en una perspectiva lejana, ausente de las centralidades de la gran urbe. Quiroga mira de cerca y se sumerge la materialidad de una tierra colorada empapada de palmeras salvajes; a su vez, las voces que oímos por el habla que nos transmite, reponen los ecos de una lengua viva y autóctona, y también permeable a lo que sucede, desde lejos, en la ciudad capital. Esto es importante porque, desde la Generación del 80´, Buenos Aires impacta como una ciudad que condensa un problema identitario en el que la inmigración juega un papel fundamental. Buenos Aires insiste así en su centralidad al transferir su problemática a la totalidad de la nación. En
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contraste con esto, vemos que Quiroga coloca a Buenos Aires de un modo más contingente, azaroso. La gran urbe aparece como el punto de partida, como la referencia imprecisa, sin más datos concretos para la historia, que el de ser una ciudad de procedencia, o de visita casual.
Desde siempre vimos que el medio ejercía un control sobre el desarrollo de los personajes y sus historias. En Quiroga la naturaleza va a ocupar el lugar central. Sin embargo, la causa rige enfáticamente como fatalidad, como resto de una razón desajustada, un desequilibrio condicionado por razones, causas y efectos (naturalismo); o vidas sujetas al mandato de una suerte fijada de antemano por un azar inescrutable (un modernismo que excede los condicionamientos de la fisis). Aquí, la temporalidad cuya dirección el narrador conoce y maniobra, juega con las expectativas de la lectura. Entonces, será allí donde la duración acentúa las variantes o de una espera o de una pasividad conducente a un final espectacular. Espectacularidad que requiere de imágenes visuales en cuya eficacia residirá gran parte de los lineamientos formales del modernismo. Por ello, los motivos más proclives a lo social y lo político (“proclives”, es decir, que dejan ver una fuente más amplia para ubicar sus derivas) se entrelazan con el tratamiento de un cuerpo y una naturaleza humana humillada en sus confines y su vulnerabilidad: pongamos por caso, “La miel silvestre” pero también, “A la deriva” y “Los mensú”. Escritura saturada de fiebre. También, abandono y soledad. Mientras, la fiebre que afecta a Maria Elvira une patología, mundo onírico y pasión, relentes al mejor estilo Poe (“La meningitis y su sombra”). La poética de Quiroga nunca omite indicar el marco autorreferencial de la escritura que alude a sí misma.
Cuando analizamos el sistema de enunciación, abrimos paso a los tópicos que ya están cifrados en el título mismo del libro. El amor inscribe ya desde el título inicial del libro una alianza con los otros dos tópicos: la locura y la muerte. Y es la atención deparada al título, donde la repetición de la proposición posesiva “de”, genera ese efecto emocional, aspirante a trazar el relente de morbidez que emplaza una desdicha predestinada. Amor, locura y muerte son los tópicos que van a servirse de todas las variantes naturales provistas por la profusión de flora y fauna. Sin duda, la tónica modernista acentúa por este lado una alianza que tiende a romper con el tradicional verosímil que instrumenta el clásico naturalismo. La lengua entonces acá intercede para que los animales hablen (“El alambre de púas”) o que incluso sientan como los humanos, todo filtrado a través de las figuraciones de un narrador en tercera persona omnisciente, cuyas licencias socavan los límites de lo representable. También, en algunos de los cuentos, leíamos este pacto entre enfermedad y fatalidad, cifrada en las relaciones de clase (“Una estación de amor”). Pero el amor conyugal, también puede ser la circunstancia fortuita, la contingencia que bordea como un friso palaciego e inmóvil, el desborde siniestro de la naturaleza. Hay contraste o más aún, imposibilidad de conjugar los muros (que no protegen) con aquello que la naturaleza, indómita y enigmática segrega o, mejor aún, engendra y alimenta (el monstruo parásito de “El almohadón de plumas”). El amor, incluso, es sustituido por la abyección del matrimonio como la vía de escape para las mujeres sin fortuna ni apellido, con el desenlace reservado, paciente y siniestro que aguarda el momento justo; el medio del corazón de la joven insatisfecha (“El solitario”). Quizá sea lícito evocar los elementos del bovarismo en el movimiento naturalista, los retratos de mujeres con ansia de vivir una vida conyugal y social (ambas dimensiones cruzadas) que no les ha sido dada. Pero en la historia del joyero, el regalo guardado para la noche elegida es la venganza gozada con lentitud y anticipación. Se diría que el goce prescribe una demora necesaria concentrada en la perfección del objeto. El marido es joyero de profesión y jamás traicionaría la dignidad de su oficio… Por su parte, un relato como “La muerte de Isolda” apela a
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la construcción de un marco enunciativo más complejo, no solamente a la narración enmarcada o contenida en otra (lo cual altera la linealidad de la cronología y sus medidas) sino también al marco de una obra: la fábula medieval “Tristán e Isolda”. Cierto decadentismo individualizante, hace que prevalezca en esta historia la imaginería de una sensibilidad esculpida en los rituales estéticos y eróticos, una seducción exasperada que nos lleva tanto a Poe como a los Goncourt, a Gautier, Darío y Verlaine. La inmovilidad inscripta como cuadro, produce la repetición que arrastra la fuerza implacable de la pesadilla, la que solo mueve las piezas del intercambio narrativo. Así, en el último de los cuentos citados, el viaje es la excusa que imprime un relato a modo de despedida entre los dos amigos, el anciano que en la inminencia de su partida, evoca su drama amoroso que en el presente se repite como la disolución melancólica del romance imposible del joven.
Quisiera volver a “El solitario”. Este es un relato que lleva a la superficie la pregunta por la enfermedad, sobre todo en relación al desenlace. ¿Cuál es el límite entre locura, enfermedad y crimen? ¿Dónde radican sus indicios específicos? ¿Cuál es la frontera entre el personaje que el narrador nos muestra y las escalas temporales, donde el ritmo cifra la materia de las intenciones narrativas? ¿De qué modo se sugiere la frontera entre el carácter del protagonista y la cercanía del desastre? Creo que puede notarse el pulso que mide las distancias entre la elipsis y las precipitaciones de las vidas que están por terminar. Y también podemos ver la obsesión anidada en la estructura de un comportamiento que todo parece soportarlo por amor. Un amor confundido entre una mujer y el objeto de su profesión: una joya, el solitario que es confiado a la delicadeza de sus manos. ¿Y qué es lo que hace con eso frente a las demandas que no puede cumplir? ¿Cómo entra en colisión, en la historia, una forma de “enfermedad” con otra patología que parece esconderse o disimularse en una reacción demorada, en la fruición inajenable de la dedicación infinita de orfebre…? Pensemos también en la potencialidad significante del título, una polisemia que refuerza la vacilación del sentido entre la gema y el carácter del hombre. Esto es válido, pero sobre todo, teniendo en cuenta ese carácter (o más bien su falta) como la vía de construcción detenida en el fetiche que obsesiona a marido y mujer: la joya, el brillo, lo que no se posee ni se alcanza. El trabajo que se detiene moroso en la objetivación de un desenlace que no admite retroceso.
Pero si hablamos de enfermedad, imposible olvidar “La gallina degollada”. Un relato donde el amor es el marco y el pretexto, la excusa aludida para contar los orígenes remotos de una historia atávica. Y lo que es peor, indagar entre los ancestros de los jóvenes cónyuges, para bordear los devaneos médicos que intentan encontrar la respuesta por la causa de los cuatro “engendros”. Y una mención final sobre la adjetivación, que además de apelar a una enciclopedia de época, un imaginario científico y epistémico con sus concepciones condicionadas históricamente, va en procura de rematar un aserto que convalide, si no una certeza, sí la suspicacia acerca de las fuerzas más oscuras que forman las vísceras del mundo natural y la especie humana.
Entre la condensación que exige rigor anecdótico, administración informativa y la minuciosidad descriptiva, alternan, entonces, los dispositivos estéticos del modernismo y el naturalismo. Es allí donde ambas corrientes negocian las figuras del movimiento (como mecanismo causal pero también como desborde) y la fijeza (su obsesión y su rechazo). Dicha fluencia es legible en el curso inevitable del inglés, sentenciado a perecer de “La insolación” (cuya muerte solamente los perros pudieron ver por anticipado); en el viaje pasivo de la joven esposa hacia su muerte (“El almohadón de pluma”), en la malograda curiosidad de Benincasa para concluir aterrado, perplejo e impotente ante el implacable ataque de las hormigas carnívoras
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(aquí la ironía que el narrador en tercera, también juega con la connotación onomástica del infortunado personaje que sueña aventuras y de los hambrientos insectos llamados “la corrección”). Pareciera ser que en Quiroga, el cuerpo debe encontrar la fórmula de la sobrevivencia en la relación donde la naturaleza impone las leyes de inconveniencia o la imposibilidad de los desafíos. Allí tendrán lugar las somatizaciones emocionales y febriles, condensando la impresión sensible frente al mundo natural que todo lo invade, lo excede y lo devora. Las formas de las especies sin control, las fantásticas geometrías vegetales son, mucho más que un escenario y un fondo; son el motor de toda dinámica y, a decir de Viñas, son, en definitiva, la causa primera.
Imagen de autor, sistema de enunciación
Llegado este punto, cabe el interrogante acerca de cómo es posible anudar y combinar enfoques sobre subjetividades y sistema de enunciación (que atañen a la esfera pública y la participación en un campo cultural determinado), con estrategias narrativas y motivos que son la materia misma de la escritura y la textualidad. Y hago referencia a la categoría de “motivo” en tanto noción teórica procedente del Formalismo Ruso, a diferencia de tema o de tópico; porque “motivo” es la porción de materia conceptual y formal a partir de la cual es posible formular zonas más amplias de análisis, como los temas y tópicos, precisamente. El motivo, concretamente en el caso de Quiroga, es la materia misma que coincide con el sustrato, la motivación orgánica que va a dar lugar al “tema”, en cuanto abstracción referencial, de la Naturaleza. Esto es, si no una contradicción, al menos una tensión en Quiroga, porque si la naturaleza es el sustento de ética y estética, positivista y naturalista, las incomodidades de la cotidianeidad selvática eyectan todo el confort decorativo que conocemos del modernismo. Al decir de David Viñas, Quiroga es y no es modernista, justamente, por la modalidad excéntrica que adopta, promoviendo el abandono de buriles y mármoles por la pluma de escritor que se obstina sobre cuentos y ensayos y notas cedidos a la demanda del periodismo y sus lectores (Viñas, 1974). Está y no está en Buenos Aires porque responde y reclama por su presencia exitosa y consagrada; a su vez se aísla, literalmente, porque elige la selva para vivir. Pero esto mismo es una matriz simbólica de un individualismo anarquizante y evasivo que invoca la eficacia de un dispositivo estético como la selva, en su aislamiento inextricable, en su misterio que la vuelve inaccesible y por ello marginal. Individualismo decía, sí. Pero a su vez, tampoco descarta denunciar la humillación y la injusticia de un sistema social. Esto supone un problema para abordar a Quiroga, porque es la escritura paradojal de los dos sentidos simultáneos. Lo cual establece un punto de inicio en la tierra como un espacio elegido deliberadamente en su condición marginal, respecto de la metrópolis europea (París) o Argentina (Buenos Aires). Si el modernismo labra figuraciones en el hechizo de los viajes, Quiroga también opta por otro viaje, como motivo y matriz instrumental de sus historias, permitiéndose marcar un nuevo punto de partida, sobre todo, como escritor. En él se trata del viaje que potencia la construcción de su mitología autoral, el mito personal del escritor que huye y se refugia en un peligro desconocido,
corriéndose al lugar reservado para la virilidad extrema, cuya imagen va a cifrar la extrañeza lugoniana de fuerzas fatales. Una fuerza que reclama la espectacularidad de las hazañas de quien juzga prescindibles los ornamentos canonizados por Darío en el viaje a París o también, el viaje alucinógeno de las drogas, igualmente prestigioso en el ámbito cultural de fin de siglo. Quiroga se va a la selva, y desde allí le da una vuelta de tuerca, un nuevo giro a la eficacia del dispositivo
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cenacular. Sin dejar de apuntar a una escisión que lo reparte en el Río de la Plata, funda el doble gesto del exotismo, reinventado, adaptado a la íntima necesidad de una subjetividad desaforada; y a su vez, repone el repertorio exigido en el ademán espectacular, porque se hace visible, también, con las fotografías e intervenciones de Caras y Caretas, de El Hogar o Atlántida, los massmedia de la época. En esto que supone la condición histórica, objetiva y material para el desarrollo de la moderna subjetividad, es decir, la profesionalización del escritor a la que aludía previamente, la fotografía es una herramienta más para afirmar la imagen que trasciende el presente. En este sentido, se trata del exotismo, el factor que vertebra los nódulos de un estilo por medio del cual Quiroga parece abocarse en resolver la visibilidad de su presencia, y la huida concesiva a todos los ingredientes dramáticos que privilegia la distancia. En esta perspectiva, el exotismo asume la mirada gótica donde la selva americana es la prerrogativa para escapar de las ruinas decadentes, transformando los escombros de castillos y palacios europeos, y que en América no abundan, en el terror de la selva y sus habitantes. Pero es en este espacio de lucha continua donde el autor privilegia su masculinidad, prescribiendo el uso de armas y herramientas para forzar el dominio de un orden insumiso. Volviendo a Viñas (1974), el exotismo entonces, es la doble vía que le garantiza el ingreso al modernismo y al naturalismo: por un lado, la individualidad realzada en el ademán fuera de lo común; por el otro, la puesta en escena de la pose que solicita la mirada de su comunidad, la de los pares, los autores, y también los lectores que consumen la cultura. Hasta acá, algunas líneas para estudiar la composición de la imagen de autor, su propio mito y la construcción de su subjetividad. Quiroga termina, con su suicidio, una “obra” singular, la excepcionalidad del artista inscripto en el modernismo, y a su vez, la crítica al sistema donde encarna la denuncia que no supera la casuística.
Esas mismas estrategias que pueden pensarse como una dimensión biográfica, nos hacen asistir a su uso literario, vale decir, a la preocupación expresamente artística que concibe un plan de integración que abarca obra y vida. Quiero decir, esas estrategias no solo son gestos (apariciones, participaciones, espectáculos de fama y reconocimiento) sino palabras articuladas en pos de un sentido. Y una entrada posible para encarar el examen crítico y atento a los textos de Quiroga, es mirar de cerca los procedimientos que atañen a su condición de escritor popular dedicado al folletín. Acá Piglia lo compara con Eduardo Gutiérrez, y bien podemos notar el trazo de una poética efectista y melodramática, destinada al “consumo popular de emociones” (Piglia, 1993). De esta manera, todos los crímenes que desarrollan en sus cuentos se complementan con lo que aparece en el diario Crítica, en cuanto a la estructura de la noticia sensacionalista, la información directa y cruda que no pierde tiempo en devaneos ni vacilaciones, pero que la pluma de Quiroga transforma en materia de asuntos extremos. A esto me refería con el proceso histórico que decanta las prácticas de los textos hasta llegar a un sistema producciones culturales altamente redituables, insertas en un circuito de oferta, demanda y consumo, funciones distribuidas en una circulación que aumenta volumen productivo en sincronía con la ampliación del público lector. Quiroga descentra el sistema literario pero también va a la selva para no agotar el inventario de su creación (y digo “creación”, casi como un dejo romántico, pero destacando su sentido de realización, de fabricación). Quiroga es el demiurgo fabril de las condiciones más adversas, con una voluntad testificada en el conocimiento del narrador sobre el contexto natural que presenta y reinventa como marco.
Poe y Maupassant son fuentes de un naturalismo folletinesco, de quienes aprenderá, al decir de Piglia, la ecuación que combina dos historias, lo cual supone manipular los tonos de la lengua entre el saber del narrador, los tiempos de las pausas, los silencios y la mostración repentina de
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los sucesos. Pero el acontecimiento se produce cuando la contingencia de la acción (de los personajes y de la naturaleza) establece el instante del cruce o de la conexión adecuada a su inapelable necesidad. Allí es donde la elipsis, los silencios, gradúan el curso de la acción y los acontecimientos para clausurar el relato con el golpe seco de lo inevitable. Así, el final breve en “Una estación de amor”, casi inesperado luego de once años interrumpidos pero inacabados, reenvía a las pistas anticipadas de los vicios maternos (la promiscuidad, la morfina), que la hija hereda; la sorpresa deparada al lector se justifica hacia el cierre del relato mediante la intervención narrativa y un lacónico diálogo entre los personajes. El ansia de ventajas sobre la carencia que no se cubre va en aumente expulsando la dignidad que hubiera auspiciado una feliz unión familiar. La madre de Lidia tiene la obsesiva fijación por el nombre, la casa y el matrimonio como vía de una protección hacia sus vidas menesterosas. Y no duda en ofrecer la lozana y cándida juventud de la joven, para repetir después su intento fallido de legitimación, sabiendo que Nebel selló con un conveniente enlace su fortuna y su prestigio social. En Quiroga la pobreza no funciona como antídoto de un sistema regido por convenciones hipócritas; su imagen autoral lo hace saber aún cuando la madre expone los vicios masculinos que por su condición hegemónica, la sociedad nunca condena. Sin embargo, el fin recae con su peso y su rigor sobre Lidia que acepta el cheque ofrecido por Nebel, con tristeza y con indiferencia. La fórmula de las dos historias cumple su eficacia con el amor imposible y la herencia de una enfermedad que recae en una víctima femenina. También veíamos que la elipsis anticipatoria funcionaba en “El solitario” y en “Yaguaí”, donde la omnisciencia del narrador dispone de un conocimiento que fundamenta su mirada: de este modo adelanta el lamento que se prolonga en los hijos de Cooper. Así dosifica los datos para instrumentar el último efecto, extendiendo los pormenores que sufre el perro para apuntar lacónico al error del disparo final.
Siguiendo con los relatos cruzados, hay que recordar que el colapso del horror llega con “La gallina degollada”. En principio, el título cifra la pauta de una metonimia, parcializando la sugestión de un sentido en su desvío. La gallina que la sirvienta degüella en la cocina de la desgraciada familia, es solo un anuncio que procura hacer efectiva la sorpresa final. Porque en términos estructuralistas (necesario en un momento de análisis textual), eso es un núcleo inevitable, un hecho que no podemos soslayar porque a partir de allí se desencadena una serie de factores estimulantes para los cuatro hijos idiotas del joven matrimonio, reproduciendo el lenguaje y la adjetivación que el autor inscribe en la producción de esos efectos. Son idiotas y son bestias, dirá el narrador, completando el desapego materno, el olvido al que los padres dedican las horas del día y que la fatalidad no les permitirá alcanzar. Muy por el contrario, desde esta perspectiva, la gallina inicia el camino para un final que corta la historia justo en el momento en que ya nos es imposible pensarla. ¿Qué sucede cuando los
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saber, deja abierto el enigma sobre la causa del mal irremediable. Lo que sí deja en claro es que la sangre familiar abre la cadena de las nefastas transmisiones. Y como en toda historia familiar de horrores y terrores, la culpa o la responsabilidad (según se quiera graduar la religiosidad confesional o el involucramiento laico) miran a un lado y al otro de los excesos cometidos por el abuelo y el pulmón picado de la madre. Lujuria o tisis, vicio o sangre maldita.
Referencias bibliográficas
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