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Recial Vol. XIII. N° 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X Francisco Caamaño, La atracción por lo
indeseable. El joven H. G. Wells y la masificación de los futuros inquietantes, pp. 151-175.
sumatoria de tragedias individuales y colectivas. La conmoción ocasionada por una
conflagración distinguida por la masificación y el anonimato de la muerte trastocó los
cimientos básicos de la sensibilidad histórica de los sujetos contemporáneos.
Súbitamente, en un cúmulo de pocos años, su percepción habitual sobre lo real y su
ritmo natural de existencia les fueron sustraídas drásticamente.
La tradición y la experiencia del ciudadano europeo no estaban preparadas para
discernir la masacre industrial de 1914-1918. El torrente de fuerzas desatado dificultó
cualquier proceso de asimilación posible por parte de sus frágiles y finitos cuerpos.
Frente a una situación novedosa y traumática, las costumbres y prácticas trasmitidas de
forma comunitaria e inmemorial aparecían obsoletas y caducas como medios para dar
sentido al acontecimiento. En un presente completamente dislocado, el pasado ya no
representaba una fuente inagotable de conocimientos. En consecuencia, la capacidad
sensorial e intelectual de procesar la realidad pareció desvanecerse tal como existía.
Este movimiento fue particularmente notorio en la esfera cultural.
Según Walter Benjamin, el advenimiento de la guerra mundial da inicio al
agotamiento de la experiencia trasmisible (Erfahrung). La figura del narrador y “el arte
de narrar” como mecanismo artesanal, colectivo y oral de trasmitir e intercambiar
experiencias comienza a desvanecerse en detrimento de la experiencia vivida e
inmediata (Erlebnis) (Benjamin, 1986, pp. 189-190). Este contraste no deja de ser hoy
en día revelador y sintomático de nuestro mundo actual. Desde su perspectiva, la
experiencia trasmisible es una experiencia auténtica, práctica y utilitaria y, como tal, es
sinónimo de una verdadera sabiduría. En cambio, la experiencia vivida contiene un
aspecto efímero y fragmentario. En Benjamin, esta parece representar un mero
sucedáneo de la experiencia transmisible. Su agente es un actor de las multitudes, el
hombre-masa que recibe los constantes shocks de las grandes urbes pero que,
paradójicamente, capta sus escarmientos de manera individual. Al reducirse al ámbito
personal y privado, las vivencias tienen una dimensión subjetiva que no pueden ser
compartidas y, por lo tanto, elaboradas socialmente. Quizás una imagen profética de
esta figura sea El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe. Hacia 1840, el escritor
estadounidense sugirió la existencia de un extraño anciano dependiente de la compañía
de las masas. Desesperado, el errabundo hombre persigue a las muchedumbres
londinenses como si su cercanía le garantizara una bocanada de aire fresco. El desapego
social le genera un malestar notorio. Es un individuo engranaje, estándar, que se “niega
a estar solo”. Sin embargo, el hombre de la multitud no puede mirar detenidamente a los
ojos de las personas. Está incapacitado para interactuar con el otro, por lo que jamás
será posible saber “de él ni de sus actos” (Poe, 2010, p. 271).
En nuestra actualidad, se puede percibir una proliferación de una pauta de
entretenimiento y goce personal e introspectivo. Algo similar intuyó Benjamin sobre la
dinámica del mundo moderno. La novela, artefacto cultural por excelencia del siglo XIX,
se escribe, se lee y se disfruta en soledad. Con el transcurso de las décadas, la sociedad
decimonónica encontró medios más adecuados para perturbar los tiempos del narrador
social. El sujeto moderno carece del momento, la conducta y la predisposición corporal
para escuchar atentamente un relato de un par. Como detonante, la short story, el
cuento, fue un paso significativo en la evolución hacia el desmembramiento de la
tradición oral. Su difusión y circulación sintetizó una perfecta “estratificación de los
relatos de muchas noches" (Benjamin, 1986, p. 197).