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Recial Vol. XIII. N° 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X. Estefanía Otaño, Leticia Paz Sena, Una soledad
poblada de voces. Experiencia del dolor y escritura rapsódica en monólogos contemporáneos: Bilis negra, El
empapelado amarillo y Susurro, pp. 176-197.
De una primera versión de escritura, en una suerte de borrador con forma de poema
dramático desplegado en columnas, se advierte un juego de voces entre ella, su susurro, una
voz narradora, una voz autoridad y él. El texto se fue reescribiendo en un ir y venir del cuerpo
a la palabra, de la palabra al cuerpo, en una escritura como partitura de voces, musicalidades
que se escriben por sollozos, gritos, llantos, silencios, gemidos, respiraciones. El tratamiento
del monólogo desde una sola voz (una actriz) compone el paisaje musical de voces. Los
desdoblamientos entre voz y cuerpo van definiendo direccionalidades en las interpelaciones:
al público todo —“¿Vinieron a verme saltar? / Todo lo que hago es juntar sangre” (Otaño,
2020, p. 22)—, a unx espectadorx en particular —“¿Qué me mirás? ¡Andate! / ¡Andate! / No,
no… perdón, / lo siento / no quise. / ¿Me perdonás? / No quiero que te vayas, / ¿Querés que
te muestre una foto de él?” (p. 7)—, al mismo yo monologante —“¿Puedo casarme con mis
carnes?... / ¿Puedo casarme con mis huesos?” (p. 17)— o al cuerpo —“¡NO LLORÉS! / ¡TE
DESPRECIO CUANDO LLORÁS!” (p. 5)—. Esta escritura polifónica da cuenta de una
lógica fragmentaria que recoge yoes y teje desde ellos formas dialógicas particulares, donde
la palabra está ligada al cuerpo.
El trabajo de actuación, en este sentido, implicó la indagación de esta identidad estallada y
problemática en el devenir de una voz rapsódica. La voz constituye, entonces, una
materialidad, una prolongación del cuerpo, donde las acciones vocales (Barba, 2020) dan
cuenta de una constante errancia del yo, que habilita una forma dramatúrgica que juega con la
repetición de voces que se encarnan y se confrontan entre sí hacia el público. Estas distintas
voces/cuerpos se fueron ensamblando y configuraron una partitura de acciones físicas y
verbales que asumen la carnadura de las distintas voces y sus direccionalidades: la cara que
se retuerce habilitando otro cuerpo para otra voz; la cabeza que se gira para escuchar la voz
que viene de atrás, que la acecha y le habla al oído; la cabeza y los hombros que se encogen
cuando la voz viene de arriba, la humilla y doblega (voz que, en el texto, se distingue por la
mayúscula sostenida).
Las acciones encarnan a su vez las imágenes de soledad y abandono (la mirada que se
pierde en el horizonte como un barco que se aleja), traducen la violencia en el cuerpo que
exhibe sus zonas erógenas obligado por una voz que la humilla, muestran la impresión del
amor en el cuerpo a partir de cosquillas que le producen placer y dolor en simultáneo. La
imagen de la muerte se reitera con el cuerpo al borde del muelle queriendo sumergirse en el
mar o envuelto por una soga alrededor del cuello o subido a una pila de cajones queriendo
saltar al vacío. El dolor se asume en el cuerpo como el movimiento del oleaje: si se hace
calmo, ella juega, lava sus trapos, relata algo de su historia y canta. Si el mar se pone bravo,
la ola crece y el dolor aparece, se hace agudo, intolerable: la ola la envuelve, la revuelca, ella
pierde al apoyo, su lengua balbucea, se extasía, la muerte se hace presente, desea acabar con
su dolor, el agua se mete por los orificios, la hacen sonar y ella acaba, cada vez, otra vez. La
ola que la envolvió la devuelve herida a la orilla, el agua se aleja, la abandona, ella se
recupera, logra ponerse de pie, vuelve a jugar, a cantar, y así se repite el vaivén del mar y, en
la espuma, su susurro.
En la imagen final de la obra, el salto al vacío, la oscuridad, total, se llena de voces.
Aparece una voz otra, en una composición musical interpretada por Belén Sanabria. Esta
composición surge de un trabajo conjunto con la compositora y cantante, en una apropiación
del poema “Señora Lázaro”, de Sylvia Plath. El procedimiento consiste en descoser el poema