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Recial Vol. XIII. N° 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X. Carlos Hernán Sosa, Sembrar una huerta para
que crezca la literatura, pp. 281-285.
el poema”
(Nacho Jurao)
Siempre genera mucha intriga acercarse a la primera novela de un escritor que había
transitado hasta ese momento solo la narrativa breve, como es el caso de Federico Falco,
firmemente asentado como cuentista a través de 222 patitos (2004), 00 (2004), La hora de los
monos (2010), y Un cementerio perfecto (2016). La imposición morosa del relato novelesco,
exigiendo una pericia que el cuento rechaza, alcanza una modulación general más que
gratificante en esta primera novela del autor —si consideramos su relato anterior más extenso
Cielos de Córdoba (2011) como una nouvelle—. De hecho, el relato no hace más que
tranquilizar los temores algo neuróticos del mismo protagonista de Los llanos, tan
preocupado por acreditar su métier, pues estamos ante un texto que no defrauda ni en el
encantamiento de serpiente que sostiene la intriga (con cálculo de oficio), ni en el minucioso
hojaldre de significaciones que ese embrión temático —tan engañosamente decible, como es
el tránsito del duelo amoroso del protagonista— va desplegando por el itinerario vegetal de la
huerta que el personaje se propone cultivar. Los desplazamientos solapados entre sí que
organizan la historia (de la ciudad al campo, del interior a la capital, del presente al pasado,
de la intimidad a la memoria familiar, de la vida en pareja a la soledad, del trabajo intelectual
de la escritura al ejercicio manual de la vida rural) conforman el escenario para estos remedia
amoris donde el narrador cuenta —a lo largo del ciclo estacional de casi un año— su renacer
personal (y el de todo el mundo circundante), en el refugio solitario de una casa que alquila
en la llanura pampeana. Esta casa, un mundo entero en sí misma, es una metáfora infinita que
en el libro parece decantarse como útero gestante. El nuevo alumbramiento al que asistimos a
lo largo del relato, además, se interpreta con la gracia de la cinta de Möebius, porque va de la
vida a la literatura casi de manera indiscernible, sin que nos demos cuenta del traspaso de
fronteras, como en el poema palíndromo de Nacho Jurao que cito de epígrafe, un umbral tan
ajustado en más de un sentido a la trama de la novela.
Es que justamente hay en esa elección central, la del narrador escritor protagonista, una
apuesta fuerte del relato, porque se decide con sinceridad hacerse cargo de los enmarañados
cruces entre experiencia y escritura, entre biografía y relato. Demasiadas coincidencias y
guiños cómplices hacen que prácticamente no haya lugar a dudas sobre las proximidades de
estas esferas, cercanías que, sin embargo, la obra va horadando, puliendo, ocultando. Si un
sesgo catártico pudiera identificarse en Los llanos, sería esa huella, la del esfuerzo constante
por empañar lo suficiente el espejo en el que nos miramos, para lograr que, con las palabras,
la apelación a la vida misma se diluya en esa otredad autosuficiente que es la literatura.
¿Cómo contar el dolor de una pérdida, el proceso de duelo de una relación amorosa que
fracasó? Este es uno de los asuntos más espinosos —a un paso del cliché— que Falco
resuelve con una elegancia narrativa y una ternura compensatoria notables, amparándose en
el tono menudo y cómplice del relato íntimo, donde resuena la notación de un diario personal,
el registro verbal y gráfico de la poesía, el emotivo anecdotario familiar, el relato de los
orígenes en que uno se hizo lector y escritor, la narración sedimentada para contar(se) la
propia homosexualidad. Más allá de cualquier inquietud identificatoria con estas facetas, lo