Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIII. N° 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X. Carlos Hernán Sosa, Sembrar una huerta para
que crezca la literatura, pp. 281-285.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37783
Sembrar una huerta para que crezca la literatura
Falco, F. (2020). Los llanos (234 pp.). Buenos Aires: Anagrama.
Carlos Hernán Sosa
Universidad Nacional de Salta, Argentina
chersosa@hotmail.com
ORCID: 0000-0001-7251-8093
Recibido 23/01/2022 Aceptado 10/02/2022
el poema
como una casa
donde se pueda sufrir
donde me duela
en lo que dura la memoria
tu rostro en este espejo
en lo que dura la memoria
donde me duela
donde se pueda sufrir
como una casa
Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
Recial Vol. XIII. N° 21 (Enero-Julio 2022) ISSN 2718-658X. Carlos Hernán Sosa, Sembrar una huerta para
que crezca la literatura, pp. 281-285.
el poema
(Nacho Jurao)
Siempre genera mucha intriga acercarse a la primera novela de un escritor que había
transitado hasta ese momento solo la narrativa breve, como es el caso de Federico Falco,
firmemente asentado como cuentista a través de 222 patitos (2004), 00 (2004), La hora de los
monos (2010), y Un cementerio perfecto (2016). La imposición morosa del relato novelesco,
exigiendo una pericia que el cuento rechaza, alcanza una modulación general más que
gratificante en esta primera novela del autor si consideramos su relato anterior más extenso
Cielos de Córdoba (2011) como una nouvelle. De hecho, el relato no hace más que
tranquilizar los temores algo neuróticos del mismo protagonista de Los llanos, tan
preocupado por acreditar su métier, pues estamos ante un texto que no defrauda ni en el
encantamiento de serpiente que sostiene la intriga (con cálculo de oficio), ni en el minucioso
hojaldre de significaciones que ese embrión temático tan engañosamente decible, como es
el tránsito del duelo amoroso del protagonista va desplegando por el itinerario vegetal de la
huerta que el personaje se propone cultivar. Los desplazamientos solapados entre que
organizan la historia (de la ciudad al campo, del interior a la capital, del presente al pasado,
de la intimidad a la memoria familiar, de la vida en pareja a la soledad, del trabajo intelectual
de la escritura al ejercicio manual de la vida rural) conforman el escenario para estos remedia
amoris donde el narrador cuenta a lo largo del ciclo estacional de casi un año su renacer
personal (y el de todo el mundo circundante), en el refugio solitario de una casa que alquila
en la llanura pampeana. Esta casa, un mundo entero en sí misma, es una metáfora infinita que
en el libro parece decantarse como útero gestante. El nuevo alumbramiento al que asistimos a
lo largo del relato, además, se interpreta con la gracia de la cinta de Möebius, porque va de la
vida a la literatura casi de manera indiscernible, sin que nos demos cuenta del traspaso de
fronteras, como en el poema palíndromo de Nacho Jurao que cito de epígrafe, un umbral tan
ajustado en más de un sentido a la trama de la novela.
Es que justamente hay en esa elección central, la del narrador escritor protagonista, una
apuesta fuerte del relato, porque se decide con sinceridad hacerse cargo de los enmarañados
cruces entre experiencia y escritura, entre biografía y relato. Demasiadas coincidencias y
guiños cómplices hacen que prácticamente no haya lugar a dudas sobre las proximidades de
estas esferas, cercanías que, sin embargo, la obra va horadando, puliendo, ocultando. Si un
sesgo catártico pudiera identificarse en Los llanos, sería esa huella, la del esfuerzo constante
por empañar lo suficiente el espejo en el que nos miramos, para lograr que, con las palabras,
la apelación a la vida misma se diluya en esa otredad autosuficiente que es la literatura.
¿Cómo contar el dolor de una pérdida, el proceso de duelo de una relación amorosa que
fracasó? Este es uno de los asuntos más espinosos a un paso del cliché que Falco
resuelve con una elegancia narrativa y una ternura compensatoria notables, amparándose en
el tono menudo y cómplice del relato íntimo, donde resuena la notación de un diario personal,
el registro verbal y gráfico de la poesía, el emotivo anecdotario familiar, el relato de los
orígenes en que uno se hizo lector y escritor, la narración sedimentada para contar(se) la
propia homosexualidad. Más allá de cualquier inquietud identificatoria con estas facetas, lo
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que conmueve del protagonista es la tenacidad por la vida, enormemente cifrada en la
construcción de una huerta, empeñosa y obstinada hasta lo inverosímil. Si algo impulsa sin
dobleces esta narración es su afán vitalista, porque el enmudecimiento de la no escritura,
donde el personaje en un principio se estanca mientras sufre por su separación de Ciro, se irá
superando con la fascinación por el instante. Ser un espectador atento a la naturaleza cura,
porque allí más allá del egoísmo de nuestro dolor sigue pulsando, viviente, todo aquello
que conmueve: los brotes promisorios de las plantas, la paleta de colores de los amaneceres
pampeanos, la inminencia de los cambios estacionales soportados en el cuerpo, las
ritualidades ancestrales de los animales. El relato logra escapar a la trampa obvia de dejarse
ganar como lectores por las penas del abandonado porque “la víctima” aquí muestra con
suficiente franqueza sus costuras afectivas, sus torpezas recurrentes: la incomprensión ante el
abrupto dejar de ser dos, la lucha vana por el regreso, la miopía de la ruptura preanunciada.
Esa candidez casi adolescente del narrador es eficaz para el proceso de aprendizaje que
persigue la historia y, sin dudas, se recuesta en la vindicación de la naturaleza como fuerza
pulsional y su exploración más idónea a través de la escritura para poder superar los duelos
(el amoroso y el del enmudecimiento del escritor).
Otro de los aspectos seductores que acerca esta novela es su propuesta de un mapa
actualizado de los imaginarios sobre la pampa que, como dijo Esteban Echeverría con gesto
fundacional a mediados del siglo XIX fue “nuestro más pingüe patrimonio nacional”, y sigue
siendo, actualmente, un lugar de revisión crítica en algunas líneas de las narrativas argentinas
recientes. Lo interesante de Falco es cómo sutilmente retoma y descentra la mirada
metropolitana porteñocéntrica sobre el paisaje de la Argentina, retaceado
metonímicamente en la representación de la inmensidad de la pampa. La estrategia de
relectura no podría ser más idónea, reitera el gesto del mirar estrábico que también ya ha sido
señalado para Echeverría; en este caso, con un ojo clavado en el tiempo de la enunciación del
relato (el páramo voluntario en la llanura bonaerense) y otro en el recuerdo de la historia
familiar y la infancia en otros llanos (los de la pampa gringa en el sur de Córdoba). Por eso
también las resonancias de las tradiciones literarias argentinas se reduplican y, a veces,
empalman en esta novela con sus vetas más canónicas. Es imposible no identificar en su
vena existencialista el instante condenatorio sobre la pampa que preanunciaba el Facundo
como el mal de la nación con su imagen complementaria de la barbarie en los llanos
riojanos, en la desazón individual del duelo amoroso que atraviesa el narrador. La planicie
perdura como un ámbito contradictorio y, por lo mismo, siempre inquieta en algún punto por
ser inaprehensible; es expulsiva, como en el caso del ámbito cordobés, del orden patriarcal
familiar y pueblerino que obliga al personaje a buscar otros rumbos y, a la vez, es la
destinataria de una entrega volitiva en la reclusión rural bonaerense donde se persigue un
bálsamo reparador para el duelo. Aquí también la demanda de un locus amoenus no logra
disimular los relieves gravosos de una experiencia que, de a ratos, se percibe tan ingrata, tan
irreconciliable con la sencillez del gesto contenedor que la pesadumbre parece reclamar.
Por otra parte, si bien el tratamiento del espacio puede tener sus correlatos y
discontinuidades con otras versiones bonaerenses más ominosas o enrarecidas, por ejemplo,
con la trilogía pampeana de Hernán Ronsino que arranca con La descomposición (2007),
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pienso que es con las vertientes de la literatura cordobesa contemporánea con las que es
posible pensar intersecciones con paisajes donde se apuesta por otros modos de contar la
llanura, de decir las vidas en esos lugares y bajo las circunstancias con que allí aparecen
perfiladas. En este sentido, resuenan numerosas figuras con las cuales ir tramando redes, por
ejemplo, con María Teresa Andruetto, con su propuesta en Tama (1993) y en otras novelas
de Stefano (1997) a Lengua madre (2010) y Los manchados (2015) que problematizan la
inserción de los inmigrantes en estos lares; hay allí un detritus común que también produce
relato en Los llanos, con la historia del bisabuelo piamontés del protagonista. Por supuesto, la
veta indisimuladamente poética que atraviesa la novela, una circunstancia casi inevitable por
cierto en cualquier texto que intente adentrarse con hondura en la ontología de un paisaje, se
infiltra con algunos tratamientos del pasado familiar inmigrante italiano y la infancia en un
pueblo cordobés de llanura que recuerdan tonalidades de La casa de la niebla (2015) y Curva
de remanso (2017), de Elena Anníbali. La poeta incluso aparece recuperada en la parva de
citas autorreferenciales que van zurciendo el relato en Falco, al igual que Osvaldo Aguirre,
otra voz donde se desafía la fascinación invariable de la llanura santafecina. Un último punto
de contacto productivo que me gustaría señalar es el modo en que en este texto se inscribe la
voz de una sexualidad disidente, focalizada desde la brutalidad casera de los pequeños
pueblos del interior; un aspecto que despunta en el derrotero de menosprecio y sufrimiento de
algunas secciones del libro donde hacen eco otros discursos que también ensayaron el planteo
de las identidades disidentes en espacios periferizados y bajo el mismo amparo tutelar,
eminentemente salvador, que ofrece la lectura y la escritura literarias, como ocurre en El viaje
inútil (2018), de Camila Sosa Villada. En esta mínima urdimbre de posibles
intertextualidades contemporáneas con Los llanos, que aquí pidamente bosquejo, es posible
reconocer cómo el mismo ámbito de la llanura deviene generador de imaginarios diferentes,
propiciatorios o asfixiantes, cargados de matices particulares más o menos solidarios entre sí,
que confrontan con la naturalizada lectura que sobre la pampa ha esclerosado nuestra
tradición literaria nacional portuaria.
Por otra parte, toda la novela de Falco viene atravesada por la falta de ingenuidad ante el
celoso proceso de su propia estrategia compositiva. La visible profesionalidad en el empleo
de los procedimientos (el uso atemperado de la voz narradora, el manejo verosímil de la
oralidad, la apelación precisa a registros y géneros discursivos puntuales, el manejo especular
del tiempo, entre otros muchos) viene acompañada de la exhibición de torciones
metadiscursivas propias de la escritura novelesca. Abundan entonces las referencias sobre
cómo narrar algún aspecto o las dificultades al momento de cerrar una historia (tomadas de
una biblioteca abarrotada y variopinta, modélicamente citada), se incorporan listas de
palabras (como aquella que de “oídas” se recuerda del piamontés) o de frases usadas en
Córdoba para señalar el paso del tiempo, que funcionan como lúdicos ensayos palpables con
el léxico, gestos autorreflexivos que develan un surtidor de recursos disponibles según la
urgencia del decir. El texto nos muestra así, a manos llenas, los ingredientes con los que va
preparando su amalgama y, frente a ello, contra todo pronóstico efectista o emotivo
confesional, en el relato gana la contienda la eficacia artificial de lo literario.
Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
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que crezca la literatura, pp. 281-285.
En esa estricta ecuación de pérdida y germinación compensatoria que todo duelo
presupone, porque de los restos siempre algo renace, lo que termina despuntando en este libro
es, sin dudas, la confianza plena en la literatura como garante para comprender mejor el
mundo. Sembrar, regar, tutorar, desmalezar, cuidar de las plagas, son alegorías bastante claras
así nos alecciona sin moralejas esta novela sobre cómo la literatura y sus sedimentos
discursivos ancestrales permiten redimir cualquier flaqueza para aliviarnos de ese otro orden
más falible y prescindente que es la vida.