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Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Christian Escobar-Jiménez, La identidad y otras
razones para quemar París: París y el odio de Matías Alinovi, pp. 403-423.
nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi
siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño
contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se
acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de
un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible
bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como
hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno,
ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede
derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del
desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo
que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar. (Cortázar, 1967,
s/p)
La respuesta de Arguedas es irrelevante para este escrito, pero en general, la disputa se basa
en una forma de representación de lo latinoamericano en la que la experiencia central de
Cortázar pasa por una suerte de cosmopolitismo alrededor del cual se teje la identidad. La forma
cortazariana de concepción de la identidad y de lo latinoamericano es la oposición, justamente en
una forma en la que se establece la construcción de lo oriental, lo africano, etc.; es decir, como
una forma de reivindicación positiva que también parte de una visión internacionalista y de
izquierda de la política. Sin referirse concretamente al caso de Cortázar, la opinión de Alinovi
sobre la idea de “ciudadano del mundo” es bastante ilustrativa en el sentido en el que esta idea de
oposición siempre contiene la pérdida, pues la enunciación parte de quienes nominan, algo
similar a la idea de Sartre: “unos tenían el verbo, otros lo tomaban prestado”.
El polítes, el ciudadano de las pólis griegas de la antigüedad clásica, lo era porque él
mismo participaba del ordenamiento que regía en su ciudad. Cuando Grecia dejó de ser el
conglomerado de ciudades autónomas que fue hasta la época helenística y pasó a formar
parte del imperio romano, el polítes se sintió perdido, porque ahora, en todo caso, pasaría
a ser un ciudadano del universo (kosmo-polítes), es decir, del imperio —el cosmos es el
orden—, algo contradictorio o imposible, en tanto que él ya no participaba del nuevo
ordenamiento: venía impuesto desde el centro del imperio, desde Roma.
El único modo de sentirse un ciudadano del mundo, entonces, un hombre
verdaderamente cosmopolita, es proyectando al mundo el orden originario del que
uno procede: ése es el sentido, imperialista, del cosmopolitismo ilustrado.
Nosotros tenemos una idea romántica, opuesta, del cosmopolita, del ciudadano
del mundo: la del dandi, digamos, que se pasea por las diversas regiones del globo
adaptándose y gozando de las costumbres de cada lugar. Un hombre que atraviesa
órdenes distintos sin intentar transformarlos, porque, así como están, están bien.
Ese romanticismo fue excepcional entre nosotros cuando se constituyeron