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Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Yaneli Leal del Ojo de la Cruz, El
paisaje portuario, repositorio de la historia habanera, pp. 147-176.


https://doi.org/10.53971/2718.658x.v14.n23.41700


El paisaje portuario, repositorio de la historia habanera


Yaneli Leal del Ojo de la Cruz

Universidad Politécnica de Madrid, España
yaneli85@yahoo.es

ORCID: 0000-0003-1017-2087
Recibido 16/03/2023 Aceptado 20/05/2023



Resumen

Desde la perspectiva del paisaje se pretende ofrecer una valoración patrimonial del puerto
habanero, entendiendo que constituye un paisaje histórico cargado de significados
transcendentales para La Habana. El reconocimiento de la herencia cultural de la bahía y de
los vínculos históricos establecidos con la ciudad y su población resultan clave en la
regeneración de sentimientos afectivos y en la conservación de la esencia del lugar. De ahí
que sea fundamental su valorización patrimonial desde una visión en sistema que analice el
proceso histórico, el contexto físico, las manifestaciones materiales e inmateriales, sus
interrelaciones, los vínculos con la ciudad y su proyección hacia el mundo. Para la
elaboración de este artículo se utilizaron métodos teóricos y empíricos de análisis cualitativo
en correspondencia con las prácticas habituales de estudio del paisaje, la observación del
sitio y el análisis de documentos e imágenes.

Palabras clave: paisaje portuario; Habana; patrimonio cultural; interpretación




The Landscape of the Port: A Repository of Havana's History


Abstract

This paper aims to provide a heritage assessment of the Havana port from a landscape
perspective, recognizing it as a historical landscape that holds significant meanings to the
city. Understanding the cultural heritage of the bay and the historical connections it shares
with the city and society is crucial for nurturing affective feelings and preserving the essence
of the place. Therefore, a comprehensive heritage valuation is necessary, taking into account


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a systemic approach that analyzes the historical processes, physical context, tangible and
intangible manifestations, their interrelationships with the city, and their projection onto the
world stage. Theoretical and empirical methods of qualitative analysis were employed in
this article, aligning with standard landscape research practices, including on-site
observation and the analysis of documents and images.

Keywords: landscape; port; Havana; cultural heritage; interpretation


Entre todas las lecturas que visualizan los conflictos de una ciudad degradada, donde los

problemas de la infraestructura urbana agravan la delicada situación social de una capital
subdesarrollada, entre las posturas de extrañamiento y enajenación, los estudios del patrimonio
se abren paso en la búsqueda del sustrato histórico y cultural que permita reconectar hombre y
ciudad, y afianzar sus afectos y sentido de pertenencia. En la interpretación e interrelación de
los múltiples objetos de valor patrimonial que han ido reconociéndose en las últimas décadas,
se ha definido la percepción del paisaje que los involucra, y que se consolida a partir de ellos.
De la apreciación aislada de monumentos se ha pasado a la valoración del conjunto, lo que
ofrece una percepción integral de la riqueza y variedad del patrimonio mueble, inmueble e
inmaterial en él contenido. De este modo, el estudio del paisaje se convierte en la plataforma
teórica para una más completa interpretación de la ciudad, si se entiende el paisaje cultural
“como el registro del ser humano sobre el territorio, como un texto que se puede escribir e
interpretar” (Sabaté, 2008, p. 253), pero también como “la capacidad de otorgar sentido cultural
a la existencia y, por ello, a nuestra relación con el medio” (Martínez de Pisón, 2007, p. 329).
Es decir, estudiar el paisaje como expresión de la cultura en el más amplio sentido de la palabra,
lo que lo conecta muy fácilmente al campo del patrimonio.

La perspectiva del paisaje resulta por ende imprescindible en el análisis territorial,
económico y cultural de un espacio como la bahía habanera, ya que permite reconocer la
influencia del puerto y su industria a nivel urbano, social, económico y cultural; así como la
hegemonía, en apariencia evidente, de elementos dedicados al transporte, el comercio, la
producción, la infraestructura técnica y la transformación de energía. La riqueza que aporta
cada componente del paisaje, en sumatoria, lo identifican como valioso objeto del patrimonio
cultural, tal vez como su expresión máxima, al ser un auténtico contenedor de patrimonios.

De esta forma, el paisaje portuario se considera el resultado de un proceso cultural asentado
en el tiempo de interacción del hombre con su entorno, y en los usos y transformaciones
ejercidos. El puerto actual es visto como el resultado de cinco siglos de intensa actividad,
medular en la conformación de La Habana y su desarrollo, con huellas culturales evidentes de
cada etapa transitada a partir de los significados socialmente compartidos y de los elementos
que crean acentos en la panorámica visual. En su estudio la dimensión histórica y social ofrece
claves importantes en el desciframiento de los rasgos identitarios y de lo que entendemos por
patrimonio. A su vez, la identidad es lo que engrana el mecanismo de hacer y rehacer el paisaje,
el efecto de marca y matriz que Agustin Berque reconoce en el mismo; a partir del cual se
expresa la obra de una cultura determinada, pero con el que también se establecen sus esquemas
de reproducción (Berque, en Mezquita y Pierotte, 2018, p. 80). En su doble condición para la
percepción y la concepción, a través de la identidad se visualizan los eslabones de un proceso
en cadena, al que también se suman las influencias externas.


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La carga semántica del paisaje conecta la identidad con otro concepto muy antiguo y
manejado por los especialistas, la esencia del lugar o genius loci. Citando a Norberg-Schulz,
Alejandro García Hermida entiende que el genius loci



encuentra dos funciones psicológicas fundamentales: orientación e
identificación, la primera con un significado puramente topológico, la necesidad
de saber dónde se está, y la segunda como capacidad para definir la identidad
de la persona a través de su identificación con determinados lugares. (García
Hermida, 2018, p. 110).



Con ello se establecen lazos de empatía que le confieren al paisaje una carga ontológica,

que asienta de forma cíclica su significado para la sociedad. Sobre este particular agrega García
Hermida:



Tendemos a definir nuestra propia identidad no sólo con nosotros mismos, sino
también a través de nuestros vínculos sociales y de nuestros lazos con
determinados lugares … al tiempo que el ser humano ha ido olvidando
progresivamente sus tradiciones y renunciando a sus principales referencias
locales, ha surgido en él un creciente temor a la pérdida de su identidad, tanto
colectiva como individual…

Los entornos que conservan su condición de lugares se convierten por ello
en uno de los más importantes recursos para fundamentar esa solidez, ese
arraigo. (García Hermida, 2018, pp. 109-110).



Esta relación emocional —y de dependencia—, establecida con el paisaje, lleva al
reconocimiento de fenómenos como la topofilia1, que como herramienta tiene un gran valor y
efecto movilizador para la gestión del patrimonio y que, según el doctor en Filosofía Francisco
Garrido, forma parte de una estrategia global de resiliencia socioecológica (Garrido, 2014, p.
65).

Este artículo propone una breve interpretación del paisaje portuario habanero, que durante
siglos fue el centro neurálgico de la ciudad. Para ello realiza una breve reconstrucción histórica
que posibilita la identificación y comprensión de los elementos esenciales en su conformación,
la relación que han tenido con la ciudad, las diferentes maneras en que han sido apreciados y
los significados que mantienen para La Habana. Todo lo cual ha tenido un espacio importante
en el arte y la literatura a lo largo de la historia, lo que las convierte en valiosas herramientas
para el análisis.

La imagen del puerto ha sido la más reproducida y conocida de la capital, y reúne múltiples
signos culturales. No obstante, no todos sus componentes han alcanzado el mismo grado de
reconocimiento, lo que impide la valoración integral del conjunto en toda su riqueza y
complejidad. Ejemplo de ello es el patrimonio industrial, base sustancial del paisaje que
fundamenta su transformación, las principales actividades allí desarrolladas y la conformación


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de su población y algunos saberes; constatable a partir de aspectos tan variados como la
toponimia, los modelos de desarrollo urbano, las tipologías arquitectónicas, los oficios,
instituciones y asociaciones que han existido, entre otros.


La Habana fue ante todo su puerto


Descifrar el paisaje de la bahía de La Habana implica entender el proceso de fundación de

la ciudad misma, los intereses que motivaron su desarrollo, su situación durante siglos como
parte de un circuito comercial internacional sostenido pero cambiante, la infraestructura técnica
y de servicios creada en derredor y promovida por la actividad del puerto, las características de
su hinterland y las políticas comerciales que acompañaron su progreso industrial. De esta
forma, se comprobará que la industria es el elemento que ha ofrecido unidad al paisaje portuario
y continuidad a su análisis histórico asentado en los cambios tecnológicos.

Durante la mayor parte de su historia, La Habana fue su puerto, ya que puerto y ciudad
nacieron juntos, creando durante los primeros cuatro siglos coloniales una estrecha relación de
interdependencia asentada en las funciones asumidas por ambos, con gran impacto en la
sociedad y, en sentido general, en la configuración del paisaje cultural que caracteriza el
entorno de la bahía, cuyos símbolos y significados se extienden a la ciudad moderna.


Figura. 1
Plano de la bahía de La Habana realizado por el capitán inglés James Phelps, en 1762


Nota. Véase la forma de trébol a la que conduce el canal de entrada, y a cada lado de este la elevación de la cabaña
y el centro histórico de la Habana Vieja, ya consolidado en esta fecha junto al puerto, así como las áreas de cultivo
aledañas enlazadas por caminos.
Fuente: Biblioteca Nacional de España.


La fundación del puerto de La Habana, con un propósito claramente definido y en un

momento coyuntural para la dominación española de América, impuso un ritmo de desarrollo
acelerado y continuado de este enclave, el cual se manifiesta en la evolución constructiva y
transformativa de la rada y su núcleo urbano, así como en las labores que fue incorporando,
primero como puerto escala principal de la Carrera de Indias y entrepôt del comercio con
América, y luego como gateway o puerto cabecera de la industria azucarera, base sustancial de
la economía cubana desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta bien avanzado el XX. La
condición clave del puerto como espacio de abrigo, provisión, intercambio y comercio exterior


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y con otros pueblos de Cuba, le convirtió en el dinamizador urbano del territorio inmediato. La
ciudad nació entonces como un espacio dependiente del puerto, con el que compartió su papel
político y económico, y del que asumió muchos significados.

Los primeros siglos representaron el momento de mayor vocación marinera de La Habana.
El intenso intercambio mercantil con la metrópoli y las colonias americanas, incluido el
contrabando, favoreció el rápido desarrollo de las actividades terciarias, de construcción y
reparación naval, de fundición de cobre, y la edificación de un elaborado sistema de defensa
que absorbió los mayores recursos materiales y humanos. Su ejecución condicionó la presencia
en La Habana de ingenieros militares, maestros de obra y maestros canteros que durante todo
el período colonial también asumieron importantes obras civiles y religiosas, así como de
planeamiento urbano.

Por la fuerza de su significado como bastión del poder colonial, las fortificaciones fueron
tempranamente erigidas en símbolos de la ciudad. Hasta hoy conforman el conjunto
arquitectónico de mayor notabilidad del puerto y por su trascendencia fueron incluidas en la
declaratoria de Patrimonio Mundial, como marca indiscutible de la relevancia de La Habana
en el contexto caribeño.

Considerando la escasa transformación del paisaje natural de la bahía durante los primeros
siglos coloniales, debieron percibirse mucho más majestuosas, nunca opacadas por el centro
urbano que se consolidaba junto a los muelles principales, ni por el conjunto de embarcaciones
que allí permanecía. Según coinciden en afirmar los viajeros de esos tiempos, a pesar de la
atracción visual que ejercían la masa de edificios coloridos, los numerosos veleros y la verde
campiña de suaves ondulaciones alrededor del puerto, la primera y más impresionante vista era
la de las fortalezas, sobre todo, aquellas situadas en la empinada costa este de la bahía, que
certificaban el hallarse en La Habana.


Figuras. 2 y 3
La fortaleza de los Tres Reyes del Morro a la entrada de la bahía


Fuente: Recuperado http://wikimapia.org/49626/es/Castillo-de-los-Tres-Reyes-del-Morro#/photo/4870248 y
https://fr.foursquare.com/v/castillo-de-los-tres-reyes-del-
morro/4ef9ac40775b54cdb65bd983?openPhotoId=50476d2180557b2bcc82e565

La construcción de los castillos transformó la imagen del puerto física y simbólicamente,
debido al gran contraste que establecieron frente a todo lo construido, así como por las
funciones que albergaban, incluyendo las de faro y cárcel. Según plantea Agustín Guimerá:



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Todo espacio defendido constituye una cultura, una forma de ver el mundo. El
puerto fortificado trabaja en aquella frontera marítima. Frente al exterior hostil
se alzaba el interior reglado. El control militar llevaba consigo la sacralización
del territorio. La fortaleza era otra representación del rey, del pacto que se había
establecido entre el monarca y las élites locales, a quienes correspondía su
construcción y mantenimiento, así como la vigilancia y defensa del enclave
marítimo. A ello colaboraba la imagen plástica de la fortaleza: avasalladora, casi
monstruosa, señoreando la actividad portuaria, el paisaje urbano y su vida
cotidiana. (Guimerá, 2000, p. 44).



Muy especialmente tiene el castillo de los Tres Reyes del Morro (1589-1630) el encanto y
la fuerza visual de combinar obra humana y naturaleza, al exponer sus muros y baluartes como
continuidad del arrecife que le sirvió de cantera y que se eleva para proteger el acceso a la
bahía. Junto a su torre, luego faro, constituye el punto más alto de la ciudad, referencia para las
embarcaciones desde altamar, y de visión obligada desde casi cualquier punto del interior del
puerto y su litoral. Sobre su presencia evocadora reflexionaba poéticamente Jorge Mañach:



Qué haríamos nosotros si no tuviésemos el Morro … Porque todas las ciudades
que aspiran a hacer un buen papel en el mundo cuentan con algún blasón
semejante, de naturaleza o de artificio, que la imaginación toma de asidero para
evocarlas y, por ende, llega a adquirir como un valor emblemático. Pensar en la
ciudad así dotada es suscitar la imagen de ese índice urbano. Lo que a París es
la torre Eiffel, lo que a Nueva York su estatua de la Libertad … es a nosotros el
Morro con su farola …

Y es, hijo, que el Morro y su farola son para nosotros como cifra de la
habanidad esencial, inmanente, inmutable. Hay algo de símbolo en ellos que los
hace rei sacra.

… Él reúne las tres condiciones indispensables para que un paraje se logre
convertir en blasón sentimental de una ciudad: la de ser único y peculiar, la de
una marcada visibilidad, y sobre todo esta: la de contener en sí una alusión
silenciosa y constante al espíritu inalienable de la ciudad. (Mañach, 1926, pp.
15-23).



Otro reconocido símbolo se encuentra en la torre campanario del castillo de la Real Fuerza

(1558-1577). Es una veleta de 1,10 metros que representa una figura femenina en actitud
triunfante, portando en una mano la palma de la victoria y en la otra la cruz de Calatrava, orden
a la que pertenecía el gobernador de la Isla, Juan de Bitrian y Viamonte, quien encomendó esta
escultura de bronce, primera de su tipo realizada en Cuba. Por sus orígenes, La Giraldilla está
íntimamente asociada a la figura de este gobernador, a sus blasones, a su victoria en la defensa
del puerto en 1631 y a su añoranza por su Sevilla natal. Sin embargo, la tradición popular la
fue desligando de este personaje histórico para asociarla a otro anterior, Isabel de Bobadilla,


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esposa del adelantado Hernando de Soto, quien partió rumbo a La Florida en 1539 a la
conquista de las riquezas de Norteamérica.


Figuras. 4 y 5
La Giraldilla, veleta de la torre del castillo de la Real Fuerza


Fuente: Recuperado https://www.lostrotamundos.es/opinion/ver/cuba/la-habana/154/que-ver-castillo-de-la-real-
fuerza.html y https://www.excelenciascuba.com/culturales/la-historia-nunca-contada-de-la-giraldilla-de-la-
habana

A su esposo lo despidió Isabel en La Habana, desde donde se cuenta lo esperó en vano y
con denuedo. Esta mujer, transfigurada popularmente en La Giraldilla, le impregnó a la
escultura el signo de la espera, de la añoranza, de la fidelidad y del amor, todas condiciones
atribuidas al pueblo que habita junto al puerto y que ve partir a sus seres queridos en busca de
horizontes más prósperos. Ha sido por ello reconocida La Giraldilla como símbolo de la ciudad,
de su perseverancia, de la ciudad estática que permanece junto al puerto, pero con los ojos
puestos en tierras lejanas. Es un símbolo de vigía diferente, sin luz, pasivo, íntimo y a la vez
colectivo. Donde El Morro es esperanza y guía, La Giraldilla es añoranza y pérdida.

En la narrativa contemporánea, donde es habitual el tema del éxodo, tiene La Giraldilla un
lugar especial en el cuento “Añejo cinco siglos”, en el cual el fantasma de Isabel de Bobadilla
conversa con una habanera del siglo XXI. Entre ellas se manifiesta la clara diferencia histórica
que las separa, aunque comparten el dolor ante la partida. Así lo expresa su autora en el
hipotético diálogo de despedida entre Isabel y Hernando:



—Mientras viva os esperaré. Y aún muerta, hallaríais mi espíritu en esa veleta
sin banderola que mira al mar.
—Desafiando los vientos, como la ciudad.
—Cumpliendo su destino de zozobra por los que parten. (Llana, 2007, p. 43).



Otro de los elementos del sistema defensivo, que dejó una marca importante en la

conformación de la ciudad, fue la muralla, que primero definió una frontera de tierra (1673-
1703) y luego de mar (1717-1734). A diferencia del resto de las fortificaciones construidas en
La Habana, constituyó un cinturón pétreo que definía con exactitud el espacio urbano de mayor
significación junto a la bahía, donde se concentraba la población y el poder eclesiástico,
político y militar2. A pesar de su utilidad, fue percibida desde sus inicios como una importante


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barrera física en la comunicación con la zona de producción agrícola y ganadera, así como con
el propio puerto. Esto obligó en la parte de tierra a la apertura de siete puertas, hasta el siglo
XVIII, y de otras dos en el XIX; y en la parte marítima tuvo que ser rebajada en varios tramos
para mantener efectivo el uso de los muelles justo en la sección de mayor actividad portuaria.

Asimismo, la construcción de las murallas coadyuvó a compactar el espacio intramural con
unas tres mil edificaciones, haciendo habitual la construcción de viviendas de dos plantas a
partir del siglo XVII, en aprovechamiento del poco espacio disponible junto a los muelles
principales. De este modo, la planta baja fue comúnmente empleaba para comercio, almacén,
taller, alquiler, etcétera, y la alta para vivienda. Esto llevó a la definición en el siglo siguiente
de la casa almacén con entresuelo, característica vivienda colonial habanera.


Figura. 6
Vista aérea de la Habana Vieja y sus muelles según grabado de J. Bachman de 1851


Fuente: Archivo Histórico de la Oficina del Historiador de La Habana.

Años después de su construcción, la gran fortaleza de San Carlos de la Cabaña (1763-1774)
asumió la ceremonia del cañonazo de las nueve, antes oficiada desde una embarcación apostada
en la bahía. Esta práctica tenía relación con la muralla, ya que mediante el sonido de un cañón
se anunciaba el terminar del día, el cierre de la ciudad. Aún después de demolida ha continuado
siendo un referente horario sonoro que la población espera diariamente y se percibe igual a
como lo describiera Mañach, en 1926:



El castillo de La Cabaña es cosa seria en la noche: parece inexpugnable. De
súbito, en lo más cimero de él, brota la rosa de lumbre de un fogonazo que las
negras aguas emulan. Un estremecimiento breve se comunica del pavimiento a
nuestra ánima. Sentimos como una sorda percusión en los oídos, y en seguida
sobre la ciudad se desploma el solemne estruendo del cañonazo, que los cuatro
puntos cardinales repiten débilmente.

Cuando recuperamos el oído, parece que toda la villa hace tri-tri, fijando sus
relojes. (Mañach, 1926, p. 184).



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La conjunción del sólido sustrato histórico-cultural que las fortificaciones de La Habana
entrañan y de su poderosa presencia visual a la entrada del puerto —durante mucho tiempo
entrada principal de la ciudad— ha perpetuado la imagen de los tramos donde se encuentran
como insignia de la capital cubana y por extensión de Cuba, ya que La Habana absorbió la
dirección política y administrativa de la Isla, y concentró el principal flujo de su comercio
exterior3. En su libro Ciudad del Nuevo Mundo, Carlos Venegas resume el gran trasiego
portuario de los primeros siglos coloniales:



La Habana vino a ser la estación terminal de una compleja red de otros circuitos
menores de navegación que se dirigían al puerto para agregarse a las flotas y
continuar a la metrópoli o bien para abastecerlas de provisiones, partiendo desde
Honduras, Campeche, La Española, Puerto Rico, La Florida y desde las otras
poblaciones de Cuba. Su puerto funcionaba como una gran encrucijada final de
varios puentes marítimos tendidos entre mares y continentes, donde se
encontraban las mercancías europeas traídas desde Sevilla y las Islas Canarias
por los mercaderes, las riquezas de los virreinatos americanos, las procedentes
del Asia vía Acapulco-Veracruz, y los productos de las otras Antillas, sin
mencionar los esclavos traídos del África por vías muy disímiles e irregulares.
(Venegas, 2012, p. 43).



Las funciones de La Habana le concedieron un lugar privilegiado entre el resto de las

ciudades cubanas y entre muchas latinoamericanas, y flexibilizaciones en las políticas de
impuestos. Desplazó a Santo Domingo y Puerto Rico, y gracias a eso no fue abandonada o no
llevó un lento y pobre desarrollo dependiente del contrabando, como sucedió en las otras
poblaciones de la Isla. En definitiva, el puerto, las redes comerciales e industriales establecidas
y el consiguiente poblamiento, carácter y desarrollo que alcanzó, asentaron profundas
diferencias respecto a otras regiones y ciudades de Cuba, comprobable en los índices
poblacionales, condiciones de vida, empleabilidad, desarrollo urbano, tecnología aplicada,
etcétera. Según resume en 1842, el viajero Jean Baptiste Rosemond de Beauvallon, al
caracterizar las tres regiones en que estaba dividida Cuba (Occidente, Centro y Oriente):



Es siempre el mismo carácter, pero todo lo demás difiere, las ocupaciones, los
recursos, las costumbres, las ideas. Son tres pueblos que viven aislados y no se
conocen unos a otros, sus relaciones se limitan a algunos asuntos comerciales y
a mucha envidia. (Rosemond de Beauvallon, en García González, 2005, p. 56).



Esto ha llevado al empleo de expresiones fuertemente discriminatorias, aún muy utilizadas,
para definir popularmente que “Cuba es La Habana y lo demás paisaje” o “áreas verdes”,
hiperbolizando con ello el desarrollo urbano de la capital frente a otra realidad falsamente
homogeneizada y reducida a su estado primigenio. Es por ello también habitual llamar “cubano
del interior” al que ha nacido fuera de la capital, en especial en la región oriental del país.


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Independientemente de que otras ciudades se encuentren en la línea de costa, ser del interior es
una condición que implica no ser de La Habana, en tanto esta ha sido faro y puerta de Cuba
ante el mundo. Dicha expresión resulta más peyorativa en la medida en que mayor sea la
distancia respecto a la capital. Al ser Cuba alargada y marcar La Habana el punto más
importante del Occidente, el Oriente, y como emblema la ciudad de Santiago, constituye su
opuesto y acrecienta una rivalidad que nació con el puerto.

Cuando en 1592 se le llamó a La Habana Llave del Nuevo Mundo, que era ser la llave del
golfo de México y desde esa posición privilegiada acceder a todo el Caribe y la América
continental, se fomentó un sentimiento de superioridad que tiene su huella en la autosuficiencia
del carácter habanero. El escudo de armas que ha acompañado a la ciudad resume la condición
que guardó desde su nacimiento en el “Mediterráneo caribeño”4, como plaza fortificada, clave
en el comercio trasatlántico y americano. Es tan potente su significado que la trasciende para
definir a Cuba misma. De ahí que en reiteradas ocasiones y durante siglos, ciudad y país se
hayan homologado, y que el símbolo de la llave haya ocupado también un lugar fundamental
en el escudo nacional (1849)5, donde representa a la Isla y su posición geográfica y política
entre las penínsulas de Yucatán y La Florida.

Popularmente, se ha asociado el color azul, que todavía identifica la capital y es el color
institucional de su gobierno, de su equipo de béisbol y su canal televisivo, al mar que la rodea
y le proveyó de fortuna. Legitimada esta convicción por arraigo y por lo que en efecto significa
el mar para el habanero, vale la pena acotar que originalmente expresaba, según la tradición
heráldica, justicia, obediencia, lealtad y buen servicio a su Soberano6.

El hecho de que La Habana-Cuba sean la llave no es cuestión de simple heráldica, es la
manera en que los habaneros se definen ante sus coterráneos y, más aún, la forma en que el
país se circunscribe ante el mundo, cómo se representa e identifica a sí mismo, la actitud que
asumen sus ciudadanos. La idea de Cuba como “llave del Nuevo Mundo”, “faro de América”
ha sido constante en la historia del país más allá de los tiempos coloniales y de su relación con
la Carrera de Indias. Por ejemplo, en la década de 1960, revivió con fuerza, alimentando la
postura de Cuba como modelo de una sociedad diferente, basada en los principios socialistas
que abogaban por la creación de “un hombre nuevo” y promoviendo la irradiación de su
doctrina por una Latinoamérica unida ante el gigante del norte. El dibujo de Chago Armada de
1967, titulado “La llave del golfo”, resulta la mejor representación gráfica del sentimiento
político de la época, que trasluce desde el machismo arraigado en la cultura cubana una postura
de exaltación patriótica. La virilidad grotesca y prepotente de esta representación puede ser
interpretada desde el nacionalismo que buscaba reafirmarse en la Revolución triunfante y desde
la voluntad de fecundación, reproducción de una ideología.


Figura. 7
La llave del golfo, dibujo de Chago Armada, 1967


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Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

La densidad de los significados contenidos en la bahía habanera, presidida por las
fortificaciones que resguardaron el puerto, no solamente la marcan en el siglo XXI como un
paisaje histórico cultural, sino como paisaje-emblema de la ciudad toda; a pesar del crecimiento
y diversificación urbana posteriores que apuntan al reconocimiento de varias Habanas e,
incluso, del abandono de las actividades propias del puerto. Este aspecto puede considerarse
una fortaleza del paisaje portuario, inestimable en la gestión patrimonial, que ha de guardar el
carácter sublime de estos elementos históricos en la perspectiva actual del paisaje y en la
preservación de la esencia del lugar.


El paisaje natural en la percepción del puerto


Al igual que la mayoría de las bahías cubanas, la de La Habana es del tipo de bolsa, lobulada

o de botella, pues tiene un canal de entrada estrecho y profundo que da acceso a un amplio
espacio marino. Además de constituir un excelente abrigo para embarcaciones y
construcciones, esta forma crea un espacio interior heterogéneo abocado al mar, con muy
variadas visuales y una rica dinámica interna. Desde el punto de vista del que arribaba, la silueta
natural de la bahía ofrecía una experiencia de inmersión. Al respecto, Alejo Carpentier
afirmaba que entre todos los puertos por él conocidos, era el único que ofrecía “una tan exacta
sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad” (Carpentier, 2006, p. 22)7.

El asiento definitivo de La Habana junto al puerto obligó a enfrentar los desafíos de la vida
frente al mar, en un espacio geográfico surcado anualmente por tormentas tropicales. Esto
condicionó la temprana búsqueda de estrategias para salvaguardar las riquezas contenidas en
el puerto y durante su travesía, por lo que se definieron hábitos y planes derivadas del
conocimiento del clima y los fenómenos naturales característicos de la región. Varios
componentes de la construcción naval fueron aprovechados en la civil, y el clima y el enclave
poco a poco condicionaron los materiales y el diseño empleado en las instalaciones portuarias
y fabriles.


Figuras. 8 y 9
La entrada de la bahía fotografiada en diferentes condiciones climatológicas


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Recial Vol. XIV. N° 23 (Enero-Junio 2023) ISSN 2718-658X. Yaneli Leal del Ojo de la Cruz, El
paisaje portuario, repositorio de la historia habanera, pp. 147-176.


Fuente: Recuperado de https://citykleta.org/blog/fortalezas-de-la-habana/ y
https://www.clarin.com/mundo/huracan-irma-deja-cuba-agua-saldo-10-muertos_0_rkUvSWNcZ.html

El habanero ha sido tesorero de una gran cultura ciclónica, que junto a su ciudad ha
adquirido a fuerza de enfrentar continuamente este fenómeno natural, mucho más peligroso en
zonas costeras, donde el mar embravecido se convierte junto a los vientos en otra fuerza
destructora. En tales situaciones climatológicas, así como en el auxilio para maniobrar por el
estrecho canal de entrada de la bahía, fue fundamental el papel de los prácticos del puerto. Este
era considerado un oficio de gran utilidad pública y alto riesgo, que contó con su propia
asociación nacional.

Muchas son las historias asociadas a su labor. En el Libro de Cuba de 1954, se recoge la
heroicidad con que, en 1925, el práctico de guardia en La Habana, Carlos Morán, “salió al mar
en medio de un tiempo borrascoso a fin de darle entrada al buque ‘Orizaba’, de la Ward Line,
respondiendo así a la petición urgente del navío amenazado por la tormenta” (Libro de Cuba,
1954, p. 815). En cambio, también se conoce de tragedias acaecidas como la de la corbeta San
Antonio, proveniente de Valencia, que, al arribar al puerto de La Habana, el 15 de septiembre
de 1909, no hizo caso de las instrucciones del práctico y por las fuertes marejadas encalló en
los arrecifes del Morro. La embarcación fue remolcada para liberar el canal de la bahía y
permanece hundida junto al castillo de La Punta, al igual que otros navíos de distintas épocas
que conforman un patrimonio subacuático muy poco divulgado.

El escritor habanero Alejo Carpentier reflexionaba, desde la postura del que retorna, sobre
este personaje cotidiano, medular en la actividad portuaria:



Para el cubano que ha estado largo tiempo alejado de su patria, el momento del
regreso al puerto de La Habana entraña un episodio de particular emoción: la
llegada del piloto.

Después de una travesía, próxima ya la tierra firme, el piloto representa el
primer insular, el primer habitante de La Habana que podamos contemplar de
cerca. Personaje único, que parece subir a bordo para entregarnos las llaves de
la ciudad…

El hecho es que si bien el piloto no nos entrega las llaves de la muy ilustre
villa de San Cristóbal de La Habana, nos entrega en cambio los secretos de su
puerto, que ya es mucho decir. Porque ese puerto de boca estrecha, defendido
por fortalezas de un poder decorativo innegable, es de los pocos en el mundo
que se adentran de tal manera en el corazón de la urbe. Su categoría de golfo en
miniatura, sus sinuosidades, sus escondrijos, han impuesto leyes de rodeo a
ciertas carreteras suburbanas. (Carpentier, 2006, pp. 37-38).


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El mar, en sus más diversas facetas, ha creado una conexión especial con el habanero, y las

variaciones de un clima hasta cierto punto estable, pero en ocasiones impredecible, constituyen
elementos apreciables en la modelación del paisaje portuario, de la ciudad y en la vida de sus
habitantes. Junto a los huracanes, que son la expresión extrema del clima, la lluvia intensa,
tropical, imprevista, casi apocalíptica, pero que da paso a un ambiente de calma y añorada
frescura, es también parte importante del paisaje capitalino, donde deja su huella y genera
multitud de sensaciones y situaciones. Sobre ellos expresó Zoe Valdés:



En Normandía, frente a esa playa lenta, recuerdo el oleaje fiero habanero. Un
oleaje que cortaba la respiración y apenas permitía que pronunciaras unas cortas
frases. Aquí, en Trouville, las olas se alejan cada vez más, y se pueden escribir
frases largas, proustianas, entre una ola y otra…

Como llueve en La Habana no llueve en ningún otro lugar, los aguaceros
espesos y olorosos, la yerba perfumada, las calles humeantes. Pero también los
derrumbes tras las tormentas, los ciclones que arrasan con todo, sobre todo con
las viviendas en mal estado. Ese es el lado penoso de La Habana que tampoco
consigo olvidar, su parte siniestra. (Valdés, 2015, pp. 159 y 170).



La Habana se percibe distinta antes, durante y después de las frenéticas lluvias, muy
habituales en el mes de mayo. La imagen del puerto bajo la lluvia, la agitación de los vecinos
y hasta su decir han quedado atrapadas en una estampa que inevitablemente le dedicó Mañach:



En el Malecón sobre todo, frente al mar, el tiempo aciclonado les da a las cosas
un visaje dramático, épico casi. Se encapota tenebrosamente el cielo hasta que
apenas se perfilan el Morro y La Cabaña. Como estamos acostumbrados a verlos
dorados de sol, cuando les sobreviene ese tono gris y frío parece que se
transparentan, igual que bombillas de súbito apagadas. Unos momentos antes
del agua, el cielo se aclara otra vez, se demuda con una pálida iluminación
amarillosa. En seguida, el tableteo del trueno, que taladra los espacios y nos
hace abrir la boca y decir: “Debe haber caído ahí cerquita” y mirar
miedosamente a los alambres … Desde los soportales se ve el mar en ese
momento como un bendito de Dios que nunca ha roto un plato. Los goterones,
muy espaciados, empiezan a rayar el aire con calma, gravemente. Pero en cuanto
un transeúnte refugiado se aventura a escapar al filo de las paredes, la lluvia,
que parece que estuviera esperando al incauto, arrecia traicionera,
acribillándole, formando en un santiamén riachuelos sonoros y fustigando al
mar, que se encabrita, brinca el muro y anega el acoquinado Malecón. ¡Y
entonces sí que se arma! En algunas casas fronterizas al mar, se habla del correo
que salió anteayer, se le encienden mariposas a la Virgen de la Caridad del
Cobre y se prepara el cubo y la bayeta, porque el agua, por los intersticios, se


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va a colar hasta lo más hogareño, como una calumnia. (Mañach, 1926, pp. 39-
40).



La vocación reticular del trazado urbano del centro histórico, continuamente rectificado

durante la Colonia, además de seguir la Real Orden de Carlos V, de 1526, que recomendaba
explícitamente el trazado a regla y cordel para las poblaciones de América, buscaba favorecer
la defensa de una plaza fortificada como era La Habana. El resultado fue una ciudad, que a
pesar de su trama compacta medieval y semirregular, visualiza fácilmente el mar, crece a su
vera, casi en él inmersa. Así la describe Ángel Augier en su estampa El puerto o la poesía
diversa,
publicada en 1946:



Abarcada amorosamente por el mar, con el constante recado de música y
espuma de sus olas lamiéndole la costa y con la vigilancia de su horizonte en la
distancia azul, La Habana es una ciudad cuyas calles corren hacia el litoral como
al encuentro de lo maravilloso, como secos ríos que siguen el cauce señalado
por la naturaleza, para detenerse de pronto en el límite donde la luz y el aire
quedan flotando sobre el agua, para completar el signo de la inmensidad. Pero
no llegan esos estrechos ríos hasta donde comienza el mar, sin arrastrar entre
sus piedras el caudal humano que gravita hasta donde ésta tiene su parte más
sensible y su mayor porción de belleza y encanto. (Augier, 2001, pp. 211-212).



El binomio ciudad y mar que se sintetiza en el puerto ha llevado a muchos autores a

reconocer la profunda conexión física y cultural que en él existe y que identifica a La Habana.
De este modo lo resume otro escritor cubano, Miguel Barnet, en su poema Bahía con perro
amarillo
, publicado en 1989: “Al contrario de lo que se cree, La Habana es profunda, / Tanto
que toca el fondo del mar. Es el gran ojo de la / Isla, que mira, desde este punto, hacia todos
los horizontes” (Barnet, en Augier, 2001, p. 275). Fueron precisamente sus funciones portuarias
las que hicieron de La Habana una ciudad muy observada, pero también una ciudad que mira
más allá de lo que alcanza la vista, donde conduce el mar.

El sol tiene también una presencia notable en el paisaje cubano, por su radiante luminosidad
y por el calor intenso que provoca la mayor parte del año. Es por ello de mención obligada en
las crónicas de viajeros, y hasta hoy ha estado presente en los más variados escritos dedicados
o ambientados en Cuba. Sirva de ejemplo la estampa que, en voz del personaje Mario Conde,
ofrece Leonardo Padura:



La Habana nacía de aquella claridad quemante y de un colorido exultante, que
se imponía como un resplandor que iba del amarillo al rojo, y tenía incluso el
azul del mar. Pero aquella luz rotunda, tiránica, podía variar durante los breves
pero precisos meses del invierno habanero y, como por obra de milagros,
tornarse súbitamente diáfana y ligera, amable y transparente, y convertía a la


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ciudad en una postal antigua, en blanco y negro, poblada de siluetas alargadas
como penas de amor. (Padura, 2006, p. 22).



Es sin dudas un aspecto notable del acontecer cotidiano, difícil de sobrellevar para el que de

manera permanente habita la ciudad, y chocante para quien la visita y se ve obligado a cambiar
hábitos para adaptarse o involucrarse de manera armoniosa en el nuevo espacio. Es el motivo
que diferenció la moda cubana de la europea, en la cual tuvo siempre su inspiración y la
referencia de sus diseños, reproducidos con tejidos más frescos y colores claros. En la novela
Gallego, se recrea en varias ocasiones las sensaciones e impresiones que en el extranjero causa
este clima, incluyendo la experiencia del potente huracán de 1926. Sobre el calor sirvan estos
recuerdos del protagonista, inmigrante gallego, al arribar al puerto de La Habana: “La camisa
se me pegaba a la espalda. Y el pantalón de pana se me hacía idea de una frazada. Un verdadero
tormento es el calor de Cuba para un recién llegado” (Barnet, 1983, p. 58).

Para atenuar la intensidad de la luz solar, la ciudad optó por pintar sus fachadas de colores,
evitando siempre el blanco. Esta práctica pierde su memoria en los primeros tiempos de la villa
y se convirtió en norma con el artículo 160 de las Ordenanzas de construcción para la ciudad
de la Habana y pueblos de su término municipal
, de 1861, vigentes hasta 1963. En él se
indicaba que debían ser “medios colores”, nunca blanco ni “los que sean muy fuertes y de mal
gusto” (de la Pezuela, 1863, p. 101). El resultado fue una ciudad colorida que aún sorprende al
visitante extranjero. Así fue recordada por aquellos que por mar arribaron, y que después de
admirar las fortificaciones del canal y la intensa actividad portuaria dentro, lo siguiente que
usualmente llamaba la atención era el colorido borde marítimo del centro urbano.



Antes de entrar en él, sobre la orilla derecha, al lado del Norte, se divisa un
pueblo cuyas casas, pintadas de colores vivos, se mezclan y confunden a la vista
con los prados floridos, donde parecen sembradas. Parecen un ramillete de
flores silvestres en medio de un parterre. (Condesa de Merlin, 1844. p. 8).




El barco se aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la
América con raíces, la América de Dios, la América española.

¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?
Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín

y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. (García Lorca 1929-
1930, en González, 2000, p. 15).



Con ese mismo objetivo, en las viviendas coloniales habaneras fue habitual el uso de

mediopuntos y lucetas de vidrios de colores para iluminar naturalmente las estancias, pero
reduciendo la intensidad solar. Esta práctica estuvo directamente asociada a los oficios del
puerto, en particular, a los maestros carpinteros y vidrieros del Arsenal, que transfirieron a los
inmuebles los vitrales de las ventanas de los alcázares de popa, realizados con la técnica del


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embellotado (estructura de madera) y vidrios de Bohemia. Solo a inicios del siglo XX se
incorporó el vitral emplomado, de mayor uso en los inmuebles europeos. Se conoce que los
oficios empleados en el Arsenal de La Habana asumieron encargos privados que en ocasiones
elaboraban en el propio recinto, con lo cual su labor artesana se extendió más allá de la
construcción naval (García del Pino, 2012, pp. 97-99).

El acondicionamiento del inmueble urbano al clima, expresado en su fachada a través de las
coloridas paredes y vitrales, definió también el uso regular de otros elementos que tipificaron
particularmente la vivienda. Estos fueron entendidos por los arquitectos del siglo XX como
importantes lecciones de la arquitectura colonial. Según Roberto Segre se sintetizan en cuatro
P: patio, portal, persiana y puntal.


Figura. 10
Naturaleza muerta, óleo de Amelia Peláez, 1949


Nota. El vitral y su efecto luminoso en los interiores de las construcciones habaneras tuvo una gran influencia en
la obra de Amelia Peláez, así como las fachadas de colores en la de René Portocarrero.
Fuente: Recuperado de https://www.artnexus.com/es/revistas/article-magazine-
artnexus/5eb359bb3eb647223ff32519/5/16istor-pelaez


Más allá de lo construido, el calor característico se ha interpretado también asociado a la

forma de ser del cubano, a su amabilidad y dinamismo. Esto sobre todo responde a una visión
romántica y foránea, aunque también asumida por el cubano. De su primera impresión a la vista
de los muelles del puerto habanero, describía María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo:



En todas partes hay movimiento, agitación. Nada permanece en su sitio. La rara
diafanidad de la atmósfera presta a este bullicio, así como a la claridad del día,
algo de incisivo, que penetra en los poros, y produce una especie de
estremecimiento. Aquí todo es vida, una vida animada y ardiente como el sol
que lanza sus rayos sobre nuestras cabezas. (Condesa de Merlin, 1844, p. 11).



Esto, sin embargo, era percibido de manera diferente por el trabajador del puerto, por el

obrero en general, pues el sol y el calor imponen un desafío extra a la labor que se realiza.


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Lógicamente, de ellos no es habitual encontrar testimonio directo, no obstante, a través de las
novelas se recrean sus penas y avatares.


El paisaje antropizado, la perspectiva del puerto


Después de siglos de convivencia con la bahía mucho ha cambiado su entorno, por lo que

algunos elementos propios de su naturaleza resultan irreconocibles o han sido completamente
eliminados. En la medida en que la ciudad se expandió a la par que su puerto, fue modificando
el paisaje natural de manera intencionada al hacer uso de sus recursos, transformar el territorio,
reconfigurar la costa y tomar espacio al mar. También lo hizo al verter en él sus desechos,
modificando el lecho de la bahía y la calidad de sus aguas. La ciudad y su población
establecieron dinámicas de vida diferentes en torno a la bahía, creando espacios diferenciados
donde han tenido lugar variadas funciones y significados asociados a ellas y a la connotación
del espacio construido en sí mismo y en lo que ha representado como puerta de Cuba al mundo.

Figuras. 11 y 12
Los muelles de San Francisco y de Paula a inicios del siglo XX


Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.

Durante toda la Colonia, la actividad portuaria se concentró fundamentalmente en el borde
costero comprendido entre el castillo de La Fuerza y el Arsenal, bordeando hacia el sur la
península oeste de la entrada de la bahía y definiendo por tramos distintas funciones8. En este
período, dicho litoral fue relativamente unificado por la consecución de muelles y tinglados,
reedificados y ampliados en el siglo XIX. Simultáneamente, se construyeron tres paseos
marítimos que permitieron el contacto directo y disfrute del paisaje portuario, a la par que
revalorizaron visual y urbanísticamente su entorno inmediato9. Así describía José María de
Andueza su primera impresión de uno de los muelles más concurridos de La Habana:



Pisé pues el muelle de la capital de Cuba, aquel muelle de San Francisco, tan
largo, tan ardiente, tan atestado de barriles de harina, de pipas de vino, de cajas
de azúcar, estas destinadas a la carga, los primeros y las segundas al consumo
de la ciudad. Era verdaderamente un nuevo mundo el que contemplaban mis
miradas; era un incesante ruido de carretones y carretillas, que iban y venían sin
interrupción; era una algazara continua de cantos marinos en distintos idiomas;


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era una sentida plegaria coreada por doscientas voces africanas, que salían de la
grande ópera mercantil que se representaba debajo del tinglado: era un desigual
ramage de baupreses colocados en batalla sobre las cabezas de los que, cual yo,
observaban aquel variado panorama; era el comercio en toda su animación, en
toda su actividad, con su infernal bullicio, con su confusión aparente, con su
gran cargo y con su gran data. Para saber lo que es comercio, lo que es
especulación, preciso es haber asistido a alguno de esos dramas interesantes que
se representan todos los días en el muelle de San Francisco. (de Andueza, 1841,
p. 6).



Consecuentemente, en las inmediaciones del puerto confluyeron las dependencias de

grandes compañías y entidades bancarias, así como de pequeños negocios, almacenes y
bodegas. Los primeros definieron una especie de sector comercial y financiero en el cuadrante
definido por las calles Cuarteles, Aguiar, Acosta y la bahía, donde radicaban la mayoría de sus
oficinas. Los segundos estuvieron dispersos por toda la urbe, aunque siempre destacó el
carácter comercial de calles como Obispo, O´Reilly, Oficios, Mercaderes y Muralla. Las
bodegas donde se comercializaba todo tipo de víveres y que también funcionaban como fondas
ocuparon fundamentalmente los lotes de esquina, de mayor visibilidad. Fueron con certeza,
hasta bien entrado el siglo XX, importantes espacios de socialización donde tuvieron su punto
culminante el comercio y el intercambio cultural, condicionados por la recepción a través del
puerto de toda clase de géneros y gentes.



Resulta curioso que en España suelan llamarla “tienda de ultramarinos” cuando
en realidad comercial apenas lo es … Aquí, sí; aquí, desde el personal hasta la
mercancía viene de allende algún mar, y esto contribuye al valor simbólico de
la bodega, establecimiento de “la Raza”, estrechador de lazos por excelencia …
Siempre en una esquina, como para acaparar mejor el lucro de dos calles, la
bodega, con su multitud de botellas enmoñadas de rojo y gualda, con su
mostrador avisado de mil picardías sainetescas y su cantina sabidora de
confesiones beodas; con esos dos servidores fieles, que son el molino de café y
la balanza; con sus cocos de agua y sus pirulíes y sus galleticas; con su olor a
tocino y sus moscas; con el alarde habilidoso de sus “medios” bien envueltos y
el teléfono embarrado, que dice: “No me huse ustez para enamorar” [sic.]; con
sus cuatro grandes puertas francas al sol y su trastienda enigmática, ¡qué
elocuente símbolo, hijo, de la cordialidad hispanocriolla y del utilitarismo que
algún día tendrá sitio en la lonja y chalet en el Vedado! ... Te aseguro que estos
diálogos de bodega, en que se cruzan por cima del mostrador seseos barrioteros
y jotas aplatanadas, hacen más obra de fusión indoibérica que todos los
discursos de todos los Días de la Raza. ¡Como que aquí está el punto de contacto
elemental entre los géneros ultramarinos y las especies del patio! (Mañach,
1926, pp. 139-140).


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Figura. 13
Típica bodega de barrio


Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.

Los tres lóbulos de las ensenadas, aunque de mayor perímetro, quedaron bastante
subutilizados hasta el siglo XX, por lo que en gran medida preservaron la fisionomía costera
natural de mangles y terrenos cenagosos. De manera aislada, en ellas se instalaron grandes
almacenes privados, unas cinco industrias de significación10, algunos tejares y pescadores;
estos últimos vinculados sobre todo a las poblaciones de Casablanca y Regla, que entonces era
el segundo núcleo poblacional más importante inmediato a la bahía. En la costa este, ocuparon
el borde de Casablanca otros almacenes y careneros privados, dedicados en su mayoría a la
reparación y construcción de embarcaciones menores. El resto del litoral hasta El Morro quedó
definido por las funciones militares de las fortificaciones.

En general, las transformaciones físicas del borde de la bahía durante toda la Colonia fueron
mayores y más notables en la península oeste, donde estaba la ciudad y la principal
infraestructura portuaria. La alineación de varios tramos de costa, el relleno de pequeñas
ensenadas y terrenos cenagosos y la eliminación de la flora costera se debió a la construcción
de los muelles y la muralla de mar, y al saneamiento de algunos tramos como el de Tallapiedra.
El resto de la orilla asentó sus principales cambios en la punta ocupada por el almacén de
Hacendados y en las costas de Regla y Casablanca. Así, muy lentamente, el puerto fue
modificando para siempre el aspecto del borde de la bahía con las nuevas construcciones,
variando su batimetría y afectando la calidad de sus aguas con el vertimiento de los
desperdicios de su labor comercial y productiva.

Al definirse un espacio específico para la mayor parte de las actividades comerciales del
puerto, seguido además por el Real Arsenal, este tramo concentró el mayor volumen de
embarcaciones apostadas en la costa. Esto seguramente estableció un gran contraste visual con
el resto de la rada. Como consecuencia, las vistas panorámicas del puerto realizadas por los
grabadores de la época suelen destacar dos perspectivas. La primera fue habitual desde inicios
de la Colonia y distingue la primera impresión de quien arriba y observa la entrada del puerto
desde mar abierto, con la ciudad de perfil a la derecha y El Morro en posición elevada a la
izquierda. Fue probablemente la representación más frecuente de La Habana y la que ayudó a
consolidar las fortalezas como su imagen icónica.

Como actualmente no se visita La Habana en barco, esta perspectiva desde mar abierto es
exclusiva de los documentos históricos. No obstante, la entrada del puerto sigue siendo muy
representada desde los puntos de observación panorámica que ofrecen los dos extremos de la
entrada del canal. Ambos son de acceso público y permiten ver la ciudad desde El Morro, y


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este desde La Punta o la avenida del Puerto. En último caso, también se obtiene la imagen de
ambos desde el interior del canal. A pesar de las fabulosas visuales que tienen El Morro y La
Cabaña, justo a la entrada de la bahía y frente al centro fundacional, debe decirse que han sido
popularmente conocidas después de la década de 1990, cuando las fortalezas dejaron sus
funciones militares y fueron abiertas al público. Anteriormente, la privilegiada vista que
ofrecen de la ciudad solo era conocida por la guarnición militar y los presos allí recluidos.
Desde esta posición, el escritor Reinaldo Arenas tiene una interesante recreación desde la
situación de un recluso:



Íbamos a la terraza del Morro y allí, con unos tanques de agua, teníamos que
lavar la ropa de todos los oficiales y soldados … Desde allí podíamos al menos
ver La Habana y el puerto. Al principio yo miraba la ciudad con resentimiento
y me decía a mí mismo que, finalmente, también La Habana no era sino otra
prisión; pero después empecé a sentir una gran nostalgia de aquella otra prisión
en la cual, por lo menos, se podía caminar y ver gente sin la cabeza rapada y sin
traje azul (Arenas, en González, 2000, p. 85).


Sin dudas, desde su posición en la otra orilla son por excelencia los balcones desde donde
se mira a La Habana, como si se la viera desde altamar. Para algunos es un espacio de reflexión,
para otros, de fuga, para muchos, la ventana que permite observar “desde fuera” el espacio
habitado en un sentido puramente topológico y sentimental11.


Figura. 14
La Habana vista desde los bajos de El Morro


Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.


La segunda perspectiva histórica muy recurrente desde el siglo XIX es precisamente la vista

de la ciudad tomada desde el este, casi siempre desde Casablanca. En ella lo fundamental era
la Habana Vieja con su muralla, sus muelles y sus paseos marítimos. Por su continua
reproducción, se infiere que así exponían lo que consideraban más importante, dejando fuera
cualquier detalle asociado a las ensenadas, incluso a la de Atarés que es la más próxima. De
hecho, no ha podido consultarse ninguna representación del borde costero de la bahía colonial
que no fuera del canal de entrada, de la Habana Vieja y Casablanca, que aún hoy continúan
siendo las más habituales.


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Esta visión fue compartida por algunos cartógrafos del momento cuyo encuadre suele
privilegiar la porción oeste de la bahía, y en otros casos, cuando aparece el perímetro completo,
no siempre recreaban los detalles del resto de la rada o la cubrían con viñetas, escudos y
leyendas. No obstante, se sabe que algunas instalaciones industriales como los amplios
almacenes de Regla causaban una favorable impresión al sur de la bahía, siendo incluso
recomendada su visita turística12.

Tecnológicamente cada etapa evidenció el avance hacia estructuras más sólidas y complejas.
De las sencillas armazones de madera que formaron los primitivos muelles, en la segunda etapa
se introdujeron las primeras secciones de cantería y se extendió la edificación de muelles sobre
pilotes de madera, terraplenados o adoquinados y con tinglados de columnas de hierro y
cubiertas de zinc. A la República correspondió la construcción de espigones de acero y
hormigón armado, materiales que también fueron empleados en los nuevos inmuebles del
puerto y su malecón. La mayoría de los espigones incorporaron almacenes, extendiendo la
función del muelle sobre el mar. Algunos se anexaron a edificios de oficina y almacenamiento
de varias plantas que sustituyeron el uso de tinglados. Los modernos espigones se multiplicaron
por los principales tramos en explotación de la rada, adicionando grandes salientes que cortaron
la línea de costa y volúmenes que transformaron sustancialmente la silueta de la ciudad.
Asimismo, se acometieron importantes obras de relleno y alineación que tomaron superficie a
la bahía. Entre las de mayor envergadura estuvo Cayo Cruz, que reconfiguró las ensenadas de
Atarés y Guasabacoa, haciéndolas más alargadas y cerradas en su acceso, a lo que también
contribuyeron los rellenos realizados al fondo de ambas ensenadas.


Figura. 15
Parte del litoral modificado por las obras de alineación y los nuevos espigones


Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.


Por otro lado, la alineación del lado oeste del canal del puerto, con su moderna avenida y

sus jardines, reconvirtió una antigua zona militar en un espacio abierto y público, destinado al
recreo y con acceso directo a las hermosas visuales del canal de la bahía. La transformación de
este tramo costero es probablemente la que mayor impacto ha tenido en la percepción y relación
de la sociedad con la bahía. En primer lugar, por el radical cambio físico que impuso el nuevo
diseño acorde a los preceptos higienistas de las primeras décadas del siglo XX; en segundo,
por ser el tramo más amplio, más largo, más despejado y de acceso permanente inmediato a la
bahía. Por este motivo, es el lugar de comunión con el mar por excelencia, una extensión del


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malecón que bordea la costa norte habanera hasta el río Almendares, frontera marítima de una
parte importante de la capital que involucra una intensa actividad social, el skyline más
reconocible de La Habana y múltiples significados. No sin razón se ha convertido en una de
las insignias de la capital cubana del siglo XX y XXI, en su imagen más reproducida, en la
fachada principal de la ciudad.


Figura. 16
Panorámica del siglo XX, entre el castillo de La Fuerza y los espigones de la Aduana, con las
industrias al fondo


Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.


La construcción de varios espigones y edificios de oficinas y almacenamiento junto al

litoral, el gran volumen de industrias que con sus grandes estructuras de silos y chimeneas
variaron el perfil de la rada, y la proliferación de líneas de ferrocarril en su contorno, fueron
testigos durante el siglo XX del momento de mayor intensificación de la labor del puerto, que
había iniciado en el XIX y culminó en la década de 1980 con las últimas grandes inversiones
de la Revolución y la crisis económica de 1990. Entonces se detuvo de manera abrupta el
desarrollo de la industria y la transformación de la bahía, que a partir de esa década ha
evidenciado su declive y la depreciación de toda su infraestructura técnica.

La extendida acción antrópica ha causado un efecto predominante en la conformación actual
del paisaje portuario habanero, que apenas atenúa la gran masa de agua de la bahía. Así
tampoco tienen incidencia visual los espacios verdes que quedaron sin urbanizar en el extremo
este, pues están ocultos al puerto por la elevación de La Cabaña y Casablanca, así como por las
construcciones situadas en esa parte del litoral.

Durante casi todo el siglo XX, la bahía de La Habana vivió una intensa actividad y múltiples
cambios, por la continua adición de grandes estructuras destinadas al comercio y la producción,
que ocuparon casi toda su costa. Quien pudo frecuentarla y costear su perímetro, observaría el
canal más estrecho y definido en el oriente por las fortalezas coloniales, que continuaron siendo
baluarte del poder militar hasta finales de la década de 1980; y en el occidente por la terraza
ajardinada de la moderna avenida y los elevados del tranvía eléctrico, que hasta la década de
1940 identificaron la continuación de este tramo.



El que llegaba a La Habana por mar podía asistir al carrusel nocturno de
nuestros tranvías que se deslizaban por la montaña rusa de los “elevados” …


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Quién no contempló desde la bahía aquel espectáculo, no sabe lo que es una
verbena con cielo tropical. Eran los tranvías desde la mar la gran verbena
habanera, y daban a la ciudad su mejor carácter nocturno, con sus luces rojas,
azules, amarillas señalando las distintas líneas e itinerarios. (Vidal, 1950).



A continuación, estaban los muelles principales, cuyo perfil variaba con la continua adición

de inmuebles de varios pisos y diseños, como el del Estado Mayor de la Marina, la Lonja del
Comercio, la Aduana, el embarcadero de Luz, la Estación Central de Ferrocarriles y la
termoeléctrica Tallapiedra. Asimismo, se cerraba el contacto entre ciudad y bahía por largos
tramos como el de la Aduana, el de los almacenes de la Flota Blanca y la Ward Line en
conjunto, los depósitos del muelle de Atarés y el cinturón industrial consolidado durante la
Revolución en el resto del litoral de las tres ensenadas, salvo la punta de Regla y parte de la
costa este de Marimelena. A ello también contribuyeron los monumentales espigones que,
vistos desde una embarcación en el interior de la bahía, cortan la panorámica visual de la costa
y crean recodos, espacios cuadrangulares intermedios. Desde tierra certificaban el hecho de
que la bahía era territorio del puerto, así como la necesidad de ocuparla con grandes estructuras
que facilitaran sus labores y concentraran las dependencias del puerto junto al litoral.
Adicionalmente, mantuvo la definición de un distrito financiero en el centro histórico y el
desarrollo de numerosos comercios y servicios.

Con el tiempo, la condensación de la infraestructura portuaria y fabril en el perímetro de la
bolsa de la bahía, y la simultánea expansión urbana de la capital y diversificación de su
actividad económica, reservó a su entorno inmediato la influencia directa del puerto sobre la
ciudad y sus conexiones con esta. Aunque durante el siglo XX, el puerto continuó siendo un
elemento clave para el desarrollo, ya no absorbía todo el interés de la población, ni establecía
una influencia tan exclusiva sobre el desarrollo urbano y la ciudadanía. En este siglo se acentuó
como un paisaje industrial que la ciudad rodeó, delimitando un territorio donde quedaron
marcas muy concretas de su actividad comercial y productiva.

Siguiendo la vista al sur de la Habana Vieja, los elevados de la Estación Central, al noroeste
de Atarés, hicieron evidente la significativa presencia del ferrocarril junto al puerto para
facilitar sus conexiones terrestres. Junto a él, las chimeneas de Tallapiedra y el espigón de la
fábrica incineradora de basura anunciaban el paso hacia el sur de la bahía, donde industrias de
grandes dimensiones, situadas en torno de las tres ensenadas, han sido importantes referentes
visuales locales, y la constatación de la industrialización a gran escala del perímetro de la
bahía13, con la consecuente restricción de acceso a la mayor parte de su territorio.


Figura. 17
El borde industrializado de la ensenada de Atarés con la ciudad vista al fondo


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Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.


Por último, del lado sur de Casablanca destacaba el astillero de la Marina, ampliado durante

la Revolución, y del norte, el muelle de la antigua Havana Coal. Intermedio se construyeron
otros pequeños muelles cuyo fondo cerraban las fachadas de viviendas de pescadores, que
contrastaban con el esplendor de los edificios modernos inaugurados en la Habana Vieja. En
la cima de Casablanca, la escultura de Cristo (1958) imprimió su sello junto a La Cabaña y
completó de manera admirable la perspectiva del litoral oriental del canal de entrada. A pesar
de ser el único elemento de su tipo que sobresale en la vista general del puerto, se ha integrado
al paisaje como uno de sus componentes más característicos. Esto se debe a su localización en
un espacio despejado y de gran visibilidad, a la calidad formal que tiene como obra artística, y
a que identifica el punto alto con la más completa panorámica de la bahía, que en cierto modo
preside.


Figuras. 18 y 19
Concurrencia de la sociedad habanera por la entrada de embarcaciones al puerto durante la
primera mitad del siglo XX


Fuente: Fototeca Histórica de la Oficina del Historiador de La Habana.

A esta percepción general del litoral portuario habanero del siglo XX, habría que sumar el
flujo continuo de embarcaciones que surcaban sus aguas y a las apostadas en los muelles para
el embarque y desembarque de mercancías, con toda la labor humana que esto generaba en una
bahía que desde el siglo anterior se había establecido como la principal puerta del comercio
exterior del país. También era un espectáculo la llegada de visitantes en cruceros y ferris, y el
bregar de los pequeños botes de pescadores y de las lanchitas que siempre han unido
Casablanca y Regla con el embarcadero de Luz en la Habana Vieja. Un trasiego que durante la


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República no cesaba en la noche, cuando el canal de la bahía era atravesado por los botes de
paseo.



… ese incesante tráfico de las lanchas que hieren la carne del mar de una a otra
orilla de la bahía, ni los barcos pesqueros que vacían sus vientres repletos sobre
el hambre de la ciudad, ni los yates de lujo que se balancean insolentes junto a
los humildes botes de los pescadores, tienen, para los que gustan de buscar la
poesía de las cosas, la esencia lírica, a fuerza de su propia humildad, de los botes
de remos –versión criolla de la góndola veneciana– que prometen y reclaman
desde el Muelle de Caballería, el paseo hasta la boca del Morro, o el salto a
golpe de remo hasta Casa Blanca.

Son inconfundibles por sus colores, por sus arcos de madera con intención
de techo, y por sus nombres característicos. Hasta que las lanchas motorizadas
monopolizaron el paraje de la bahía, ellos pudieron subsistir en esos menesteres
de transporte, pero ya hoy, si no pueden competir en rapidez ni en capacidad, sí
compiten en sus condiciones intransferibles de poder propiciar un ámbito para
el instante confidencial. Por eso en las horas nocturnas son más solicitados.

… el canal del puerto en ocasiones remeda a los de Venecia de ciertas
novelas amorosas, no por la canción del “gondoliero” —puesto que nuestros
boteros no cantan— ni por el “puente de los suspiros” —que habrá suspiros pero
no puente—, sino por la teoría de botes pintorescos que bogan hasta llegar al
Morro y regresan hasta el viejo muelle con parejas que se arrullan, con parejas
que quieren alejarse unos minutos de la tierra para imaginarse en breve y relativa
soledad, …sin más testigo que el mar… y el botero silencioso y discreto que
golpea el agua con lento afán, sin prisa pero sin descanso. (Augier, 2001, pp.
213-214).



Desde hace tres décadas otro panorama describe la bahía habanera. Salvo las fortalezas

coloniales y el litoral del centro histórico fundacional, el fondo construido en torno al puerto
presenta un significativo estado de deterioro, sobrevenido por la falta de inversión,
mantenimiento, correcta explotación y abandono o cierre de varias instalaciones industriales,
y depreciación general del entorno urbanizado. La contaminación medioambiental generada
por la mala gestión de los residuales que vertían —y aún vierten— en su cuerpo de agua ha
sido parcialmente revertida, aunque mucho falta para conseguir la total limpieza y protección
de sus recursos naturales. El olor a gas, petróleo y salitre sigue siendo para muchos el olor que
identifica el puerto habanero. Esto se refleja en muy diversos textos literarios, donde toma
asiento y genera el proceso de “artelización” del paisaje14.

Actualmente, no se navega el interior de la bahía, salvo para el desplazamiento lineal entre
la Habana Vieja y Casablanca, y entre la Habana Vieja y Regla. El cuerpo de agua está siempre
despejado, imperturbable, al no existir otro tráfico marítimo, ni comercial ni de recreo. No
obstante, esos desplazamientos constituyen una singular experiencia que permite contemplar
la bahía desde dentro, con el litoral urbanizado en derredor. Es trasladarse de un punto a otro


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de la misma ciudad, del mismo paisaje, pero desde el interior de la bahía este paisaje adquiere
una monumentalidad que no se observa desde la orilla.

La irregularidad de la silueta de la bahía obliga al desplazamiento, pues no existe un punto
que permita abarcarla por completo. La observación fragmentada condiciona visuales
heterogéneas de un amplio territorio con distintos usos, estado de conservación y significados,
que de conjunto hacen del paisaje portuario un lugar complejo pero rico en matices.

A pesar de las diferentes perspectivas, ningún punto está lo suficientemente lejos ni alto
como para sentirse fuera de la ciudad y de la bahía o perder de vista sus detalles. Sin embargo,
el interior de las tres ensenadas siempre queda oculto cuando se las observa de frente. No
obstante, su apreciación desde otros puntos elevados de las urbanizaciones del sur se revela
magnífica. Afortunadamente, desde 2019, con la apertura del castillo de Atarés como museo
de sitio, se ha facilitado una nueva y amplia panorámica desde el suroeste de la bahía, muy
apreciada por los nuevos visitantes del museo.

Al estar las tres ensenadas ocupadas en su línea de costa por instalaciones industriales, no
han guardado mucho interés para la mayoría de la población, que además ha tenido su acceso
por mar y tierra vetado. Esto, sumado al escaso conocimiento de los valores patrimoniales de
la industria, reduce la capacidad de apreciación de una parte importante del paisaje portuario y
su valoración integral por parte de la ciudadanía, y no contribuye al fortalecimiento de los
sentimientos afectivos e identitarios del habanero con su entorno de vida.

Es un hecho que el centro histórico de la Habana Vieja siempre ha guardado una atracción
magnética, condensada en la riqueza de su fondo construido parcialmente rehabilitado, y en su
compacta ocupación territorial delimitada por la línea invisible de la antigua muralla. Las
urbanizaciones de Regla y Casablanca tienen, en cambio, la sencillez del pueblo obrero y de la
arquitectura vernácula, acompañada por las ruinas de un pasado industrial con el cual
comparten el deterioro físico y funcional. Esto impresiona de manera muy negativa en la
imagen de la rada y en su relación con la sociedad.

El desgaste del fondo construido inmediato a la bahía (a excepción del situado en el litoral
de la Habana Vieja y el canal del puerto), la contaminación del agua, el difícil acceso a gran
parte del borde costero y el vaciamiento desde 2014 de las funciones tradicionales del puerto
agudizan los conflictos en la reanimación y apreciación de un paisaje cardinal para la cultura
habanera y en su apreciación. El significativo deterioro de las instalaciones y la desarticulación
de las funciones que dieron vida al puerto atenta contra la integridad y autenticidad del
patrimonio portuario, y acrecienta la vulnerabilidad del conjunto edilicio, la infraestructura
tecnológica, los modos de organización y el conocimiento revelado de cada sistema de
industrias, influyendo finalmente en la identidad urbana habanera. A esto se suma el riesgo que
supone la inadecuada ocupación con nuevas inserciones en un territorio clave y con amplia
superficie reurbanizable. El cuidado de los bienes culturales se complejiza y amplía ante la
necesidad de protegerlos de las intensas transformaciones sociales y tendencias mercantiles
consecuentes de la globalización, la cual impone el riesgo de homogenización de los aspectos
culturales, dirigido por los centros de poder y consumo. Una manifestación de resistencia para
resaltar la identidad del paisaje y su preservación está en la valoración y protección de su
carácter, de sus singularidades y significado, de la integridad y autenticidad de su patrimonio.

Las acciones de gestión patrimonial trazan por ende sus objetivos sobre esa Habana histórica
que permanece a pesar de los cambios, de la fuerte degradación visual y de las condiciones de
vida que modulan la percepción del paisaje y la relación de la sociedad con su espacio de vida.


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Los artistas hacen evidente una mirada desolada y desoladora sobre un paisaje amado desde el
dolor, que puede resultar agresivo, inhóspito, ajeno, y que deshace el vínculo afectivo con la
ciudad, pues mucho se identifica con el espíritu de abatimiento y pérdida manifiesto tras años
de crisis económica. No obstante, si se dirige la mirada hacia los aspectos antes descritos se
comprenderá que otros fuertes vínculos también permanecen a pesar del impacto negativo de
las últimas décadas. Ambas miradas coexisten sin que se invaliden mutuamente. Una tiene la
fuerza de la coyuntura actual, donde el individuo debe hallarse y sobrevivir; la otra tiene el
poder del significado histórico, interpretable a partir de lo que representan los elementos de su
herencia cultural y que construyen el espíritu del lugar. Por esta razón, la identificación y
concienciación del paisaje histórico que existe, así como su preservación, ayudan en la
autorregeneración de sentimientos identitarios, imprescindibles en la gestión del patrimonio
como recurso poderoso para fundamentar el arraigo y propiciar una armoniosa evolución del
paisaje de cara al futuro.


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Notas

1 Término definido por el geógrafo chino Yi-Fu Tuan, en 1974, como el “lazo afectivo entre las personas y el lugar
o el ambiente circundante [el entorno]” (Tuan, 2007, p. 13).
2 Entre 1520 y 1608 se definieron y ocuparon las primeras cincuenta manzanas del núcleo urbano fundacional,
entre la plaza de Armas y la de San Francisco. En esta etapa debió ser varias veces reconstruida tras ataques piratas
como los de 1537 y 1555, cuando todos los vecinos debieron refugiarse en Guanabacoa, fundada el año anterior,
lo que dio origen a la expresión popular “meter La Habana en Guanabacoa”, empleada aún hoy cuando se quieren
marcar las dificultades o la imposibilidad de meter una cosa grande dentro de otra pequeña. Para 1717, el espacio
intramural estaba completamente urbanizado con 150 manzanas.
3 La Real Compañía de Comercio de La Habana (1740-1815), conocida como La Habanera, es un ejemplo de la
concentración del flujo comercial regido por algunos particulares que se radicaban en La Habana. A su disolución
otras compañías habaneras monopolizaron el comercio de determinados productos, así como algunas extranjeras
que se radicaron en la capital desde donde importaban y abastecían las tiendas del país. Entre estas últimas,
destacan las regentadas por asturianos dedicados fundamentalmente a los textiles, y los catalanes, a los víveres.
4 Definido oficialmente en 1592, representa sobre un campo azul tres castillos y una llave, en alusión a las tres
fortificaciones que para entonces guardaban el puerto. Remata el escudo una corona y como orla, el collar de la
orden de caballería Toison de Oro. También lo decoraba una cinta con la frase “Siempre fidelísima”, que en
adelante acompañó el nombre de La Habana y el de Cuba. En 1795, incorporó otra cinta que decía “Baluarte de
las Antillas”.
5 Fue diseñado ese año por los patriotas cubanos Miguel Teurbe Tolón y Narciso López, y asumido en la Asamblea
Constituyente de Guáimaro (1869) por la República de Cuba en Armas.
6 Así lo manifiesta la Real Cédula del 30 de noviembre de 1665, mediante la cual la reina María de Austria ratificó
el escudo de la ciudad.
7 Esta metáfora ha sido, en otras ocasiones, utilizada para referir la conformación de la sociedad habanera a partir
de la comunión entre gentes provenientes de todo el mundo, propiciada por su condición de ciudad-puerto. Así lo
expresa Carlos Varela en su canción Habáname: Mi padre dejó su tierra / y cuando al Morro llegó, / La Habana
le abrió sus piernas / y por eso nací yo.


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8 Los muelles de esta zona del puerto se emplearon específicamente para cruceros (muelle de Caballería); para el
comercio exterior (muelles de Carpineti y San Francisco); para el comercio de cabotaje y tráfico interior de la
bahía (muelles de Luz y Paula); y a continuación, los muelles privados de San José, los del Real Arsenal y los de
Tallapiedra para la descarga de carbón y uso de la fábrica de gas.
9 Estos fueron la alameda de Paula y el paseo de Roncali en el litoral sur de La Habana Vieja, y la cortina de
Valdés en el norte. El único que pervivió durante el siglo XX y aún se conserva, aunque modificado, es la alameda
de Paula. De conjunto permitieron renovar la imagen del puerto con sitios de interacción social y disfrute del
entorno marino sin la intermediación de tinglados y otros inmuebles, y fueron una singular alternativa para el
centro urbano fundacional completamente urbanizado, donde los únicos espacios abiertos eran sus plazas y
plazuelas.
10 Los almacenes eran el de Hacendados y el de Regla, y las industrias, según se mira de oeste a este: las fábricas
de gas de Tallapiedra, la de la Havana Gas Light y la de Regla, la refinería Belot y la jabonería.
11 En una encuesta el poeta Alex Fleites señalaba la fortaleza de La Cabaña como el espacio para mirar y sentir
La Habana, desde la cual decía “es como si me viera a mí mismo y a todos los que quiero, trajinando del otro lado
de la bahía” (Fleites, en Contreras, 2018, p. 75).
12 “These storehouses are well worth a visit by every stranger at Havana”, así lo expresó Samuel Hazard en su
guía Cuba with pen and pencil (Hazard, 1871, p. 269).
13 Entre las más significativas han estado la planta de almacenamiento de cemento El Morro, la fábrica de la
American Steel Company, el Matadero industrial, los silos de la Havana Gas Light (Gasómetro), la termoeléctrica
de Regla, la terminal pesquera de Regla y la refinería de la ESSO y la Shell (luego Ñico López). Después de la
Revolución se sumaron el Puerto Pesquero, los molinos de Regla y la planta elevadora de granos, todo ello
intercalado entre muelles y grandes depósitos portuarios, areneras, etcétera.
14 Este concepto es definido por el filósofo Alain Roger como la “progresiva asimilación cultural del paisaje”
(Roger, en Aníbarro y Valdés, 2016, p. 3). Es un proceso colectivo que tiene su asiento a lo largo de mucho
tiempo, dígase siglos, en los cuales se va conformando y legando un concepto-imagen, luego asumido y reforzado
de manera espontánea. Es la construcción artística-cultural de un concepto-imagen del paisaje con protagonismo
de las artes plásticas, enriquecida con la imagen literaria y la musical, a las que luego se sumó el cine. Por ello,
muchos autores defienden que nuestra mirada no puede desligarse de las imágenes, conceptos y modelos culturales
que vamos asimilando desde el inicio y a lo largo de nuestra vida, y que muchas veces condicionan nuestra
interpretación del paisaje.