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Recial Vol. XV. N° 26 (Julio-diciembre 2024) ISSN 2718-658X. Oscar Martín Aguierrez, La belleza del
escombro, pp. 242-245.
sur tucumano, la ciudad de las avenidas. Leo El Almirez y detrás de esa palabra nueva
para mí (del árabe clásico mihrās, machacar) resuena un cascajo. Carmen Perilli lo sabe,
sabe que ha escrito un libro con ritmo de cocina para moler las especies, las historias,
triturar el tiempo y demoler edificios. Sabe que machaca, pulveriza la escritura para
ofrecernos a través de ella la belleza de la ruina, eso tan conmovedor que sentimos al
observar cómo una estrella se va muriendo.
Porque uno podría decir fácilmente que El almirez recupera la historia de Julia
Jabib, madre de Carmen, y con ella la memoria familiar tejida por abuelas, bisabuelas y
tías. Uno podría decir sencillamente que el libro es una retrospectiva que surge de los
últimos años de vida de Julia Jabib: una madre contando a sus hijas su pasado, su delgado
presente, la trama familiar emergiendo ante la inminencia de la muerte. O sólo quedarse
en la gravitación de las palabras “biografía” / “autobiografía” que circunscriben la
escritura a los eventos circunstanciales y caprichosos de una vida. Y, sin embargo, toda
esa hojarasca no le hace justicia al libro. No dialoga con la búsqueda estética de su autora.
Ella misma dice en el texto: “Cuántas historias mueren cuando alguien muere. Apenas
logramos atrapar jirones de sus voces para rehacerlas. Solo una leve huella de vidas cada
vez más evanescentes” (2024, p. 13). Este libro es el intento por rehacer voces, asir
jirones, convocar a lo evanescente, hacer hablar a las piedras para que la muerte no avance
sobre el ropero cargado de historias.
Las manos que molían el almirez ahora escriben un libro que es muchos libros: es
bitácora de viaje, registro de una voz, memoria familiar, ficción de archivo, cartapacio de
citas textuales, diálogo con la madre, diálogo con la literatura, cuaderno de familia
inconcluso con la crónica de la tribu, prosa poética, poesía en la prosa, ecos de recuerdos,
piedra filosa, un conjunto de piedras de borde irregular que se detiene en la incomodidad
de las ruinas.
Y es aquí donde me quiero detener en este texto. En el cascajo, en la potencia de
una escritura que hace de los escombros, de esas piedras menudas que se quiebran, que
se caen del edificio, una propuesta estética, un modo desafiante de contar. “Vine a Comala
[perdón, a Aguilares] porque me dijeron que acá vivía mi padre [perdón, mi madre], un
tal Pedro Páramo [perdón, una tal Julia Jabib]”. La fuerza de la escritura de Perilli nos
vuelve al relato maestro latinoamericano (que ella conoce muy bien): si el texto de Juan
Rulfo se cierra con un golpe seco sobre la tierra y el patriarca desmoronándose como si
fuera un montón de piedras, El almirez recoge las piedras del edificio que construyó
Rulfo, las amontona, arma con ellas la ruina de la madre y se detiene a escuchar los
sonidos previos al derrumbe. Porque este es un libro hecho de fragmentos, tejido con las
distorsiones del oído, zurcido con historias que van y vienen en el tiempo, trasegado de
recuerdos, alimentado de ficciones. Son los murmullos convertidos en una maquina
escrituraria, es la belleza de lo que se quiebra, de lo que se desmorona lentamente y
reverbera en la superficie textual.
Estamos en el club. El domingo a la siesta mi madre con ojos tristes
pregunta por la muerte de la hermana. Le contamos que está con los
abuelos en el cementerio. De golpe se detiene y nos cuenta: “ahora pienso
a dónde me enterrarán a mí”. Aunque queramos, no podemos hablar.
Tres hermanas, el número mágico. Ahora queda solo una. Todos sabemos
que las próximas partidas son cuestión de tiempo. Es el tiempo el que nos
lleva. Aunque cada día nos dé una suerte de ilusión de eternidad, el