Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional.
Recial Vol. XV. N° 26 (Julio-diciembre 2024) ISSN 2718-658X. Oscar Martín Aguierrez, La belleza del
escombro, pp. 242-245.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v16.n26.47193
La belleza del escombro
Perilli, C. (2024). El almirez (123 pp.). Buenos Aires: Corregidor
Oscar Martín Aguierrez
Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos
Universidad Nacional de Tucumán, Argentina
martin.aguierrez@filo.unt.edu.ar
Orcid: 0000-0001-6228-0480
Recibido 6/08/2024
Leo El Almirez y veo la belleza del escombro. Las piedras de una vida se
amontonan sobre las veredas de una ciudad que a veces es San Miguel de Tucumán, otras
Medinas, otras Concepción, otras Monte Bello, pero siempre es Aguilares, esa ciudad del
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sur tucumano, la ciudad de las avenidas. Leo El Almirez y detrás de esa palabra nueva
para mí (del árabe clásico mihrās, machacar) resuena un cascajo. Carmen Perilli lo sabe,
sabe que ha escrito un libro con ritmo de cocina para moler las especies, las historias,
triturar el tiempo y demoler edificios. Sabe que machaca, pulveriza la escritura para
ofrecernos a través de ella la belleza de la ruina, eso tan conmovedor que sentimos al
observar cómo una estrella se va muriendo.
Porque uno podría decir fácilmente que El almirez recupera la historia de Julia
Jabib, madre de Carmen, y con ella la memoria familiar tejida por abuelas, bisabuelas y
tías. Uno podría decir sencillamente que el libro es una retrospectiva que surge de los
últimos años de vida de Julia Jabib: una madre contando a sus hijas su pasado, su delgado
presente, la trama familiar emergiendo ante la inminencia de la muerte. O sólo quedarse
en la gravitación de las palabras “biografía” / “autobiografía” que circunscriben la
escritura a los eventos circunstanciales y caprichosos de una vida. Y, sin embargo, toda
esa hojarasca no le hace justicia al libro. No dialoga con la búsqueda estética de su autora.
Ella misma dice en el texto: “Cuántas historias mueren cuando alguien muere. Apenas
logramos atrapar jirones de sus voces para rehacerlas. Solo una leve huella de vidas cada
vez más evanescentes” (2024, p. 13). Este libro es el intento por rehacer voces, asir
jirones, convocar a lo evanescente, hacer hablar a las piedras para que la muerte no avance
sobre el ropero cargado de historias.
Las manos que molían el almirez ahora escriben un libro que es muchos libros: es
bitácora de viaje, registro de una voz, memoria familiar, ficción de archivo, cartapacio de
citas textuales, diálogo con la madre, diálogo con la literatura, cuaderno de familia
inconcluso con la crónica de la tribu, prosa poética, poesía en la prosa, ecos de recuerdos,
piedra filosa, un conjunto de piedras de borde irregular que se detiene en la incomodidad
de las ruinas.
Y es aquí donde me quiero detener en este texto. En el cascajo, en la potencia de
una escritura que hace de los escombros, de esas piedras menudas que se quiebran, que
se caen del edificio, una propuesta estética, un modo desafiante de contar. “Vine a Comala
[perdón, a Aguilares] porque me dijeron que acá vivía mi padre [perdón, mi madre], un
tal Pedro Páramo [perdón, una tal Julia Jabib]”. La fuerza de la escritura de Perilli nos
vuelve al relato maestro latinoamericano (que ella conoce muy bien): si el texto de Juan
Rulfo se cierra con un golpe seco sobre la tierra y el patriarca desmoronándose como si
fuera un montón de piedras, El almirez recoge las piedras del edificio que construyó
Rulfo, las amontona, arma con ellas la ruina de la madre y se detiene a escuchar los
sonidos previos al derrumbe. Porque este es un libro hecho de fragmentos, tejido con las
distorsiones del oído, zurcido con historias que van y vienen en el tiempo, trasegado de
recuerdos, alimentado de ficciones. Son los murmullos convertidos en una maquina
escrituraria, es la belleza de lo que se quiebra, de lo que se desmorona lentamente y
reverbera en la superficie textual.
Estamos en el club. El domingo a la siesta mi madre con ojos tristes
pregunta por la muerte de la hermana. Le contamos que está con los
abuelos en el cementerio. De golpe se detiene y nos cuenta: “ahora pienso
a dónde me enterrarán a mí”. Aunque queramos, no podemos hablar.
Tres hermanas, el número mágico. Ahora queda solo una. Todos sabemos
que las próximas partidas son cuestión de tiempo. Es el tiempo el que nos
lleva. Aunque cada día nos una suerte de ilusión de eternidad, el
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desgaste está marcado en las pieles, en las miradas, en los movimientos y
sobre todo en los ojos que dejan traslucir el cansancio del solo vivir.
Mi madre está cada vez más callada. Se desconoce con las palabras y se
enoja por no encontrarlas. La vida de los otros, aun de los que ama, se aleja
cada vez más de su horizonte (2024, p. 105).
La cita es significativa porque las operaciones discursivas allí presentes resuenan
y se expanden en el resto del libro. En primer lugar, la reconstrucción de la voz de la
madre en diálogo funciona como un modo de suturar el conflicto con las palabras. Si la
madre cada vez más se desconoce con la lengua y la amortigua en el silencio, la narradora
repone ese hilo de voz en interacción incesante. No se trata de la palabra monolingüe e
inmóvil sino de la lengua siempre en movimiento. Hilachitas de voces que cobran vida
en diálogo con el presente, movimientos mínimos de un cuerpo que exhala retazos de
anécdotas y que emergen en instancias de intercambio comunicativo. Como si se quisiera
auscultar cada reverberación del monumento en pleno derrumbe, el libro es una búsqueda
de lo vivo dentro de lo estático, el registro de la memoria de un sonido (el habla materna)
en disputa con el silencio de la muerte. Esa comunicación con la madre se refuerza y se
expande en diálogo con la literatura. Los fragmentos del texto se imbrican con rastros
lectores. Circulan las voces de Myriam Moscona, Manuel Scorza, Teresa Leonardi
Herrán, Sylvia Molloy, Alejandro Zambra, Tamara Kamenszain, entre otros/as; todas se
machacan en el almirez y acrecientan el fuego de lo vivo. El archivo literario ingresa
como un modo de hacer comunidad: hay que convocar a la literatura para que interactúe
con el cuerpo en ruinas de la madre y, en ese diálogo, la música materna potencie su
arrullo.
En segundo lugar, la cita expone una constante de El almirez: el golpe rotundo
sobre los deseos. La disolución del número mágico (las tres hermanas) pone en evidencia
el conflicto con el tiempo. Esa tensión se evidencia a nivel textual en el doble uso de una
estructura sintáctica introducida por el concesivo “aunque”: “Aunque queramos, no
podemos hablar”; “Aunque cada día nos una suerte de ilusión de eternidad, el desgaste
está marcado en las pieles, en las miradas...”. Es que la conjunción concesiva es ese
intento fallido por unir el presente con los deseos expresados en subjuntivo. Quiero
concederle al otro lo que necesita e inmediatamente irrumpe un obstáculo que lo impide.
La concesión es el golpe de lo irremediable, de lo real, sobre el deseo potencial, un golpe
que en el libro de Perilli se traduce en marchas y contramarchas entre la vida y la muerte.
El deseo irrumpe en el texto, por momentos, de la mano de los sueños. La voz narradora
sueña encuentros vívidos con su tribu, conversaciones imposibles con los muertos de la
familia que desembocan en un presente diurno atorado en los ojos tristes de la madre. Lo
mismo sucede con algunas escenas con flores: las manos verdes de la madre resucitan las
camelias y las santarritas, al mismo tiempo que esas mismas manos se convierten en
ramas frágiles, vulnerables, que ceden ante el inevitable proceso de deterioro. Son golpes,
como los de Cesar Vallejo, tan fuertes que replican el “aunquey que sumergen al lector
en eso tan delicado llamado conmoción.
La madre se conjuga una y otra vez en el libro y se multiplica en murmullos. Por
definición el murmullo es ese ruido continuado y confuso de las cosas, es esa voz
desgastada que oscila entre zonas de lenguaje inteligible, zonas de silencio y bordes
intraducibles. El libro de Carmen Perilli se mueve entre esos espacios. Navega los
intersticios de la lengua de la madre a medida que ella va deviniendo ruina. Los
fragmentos textuales capturan momentos de ternura que se combinan con bordes
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peligrosos que generan incomodidad, mueven a la pregunta o la reflexión; en el medio
nos cruzamos con relatos ficcionales que hacen uso del audífono de la madre para
convertir el recuerdo en literatura.
Las ruinas nos generan incomodidad porque viven en un estado liminal: en ellas
late el pasado (lo que fue), el presente (su realidad de escombro) y el futuro (las ruinas
son pura supervivencia, lo que vendrá está en potencia en cada una de sus partes). El
Almirez es un texto poderoso porque trabaja esta dimensión conflictiva no solo desde la
vejez. El tiempo se detiene y se cuenta a partir de los gestos del cuerpo de la madre que
poco a poco se transforma, se ovilla, se arquea, enflaquece y se escapa del presente para
quedarse cada vez más en el pasado, afincarse en el jardín y hacer el viaje a la semilla
primigenia. Ella se vuelve cascajo, escombro, ripio, en el que la narradora se sumerge
para reescribir geológicamente la memoria familiar y echar a andar de nuevo los
imaginarios del territorio aguilarense, del sur del norte. Dice Cristina Rivera Garza sobre
los autores contemporáneos que reescriben el pasado:
Lejos de ser un gesto nostálgico, que sueña con un pasado en que todo fue
mejor, estos autores testerean y remueven, cortan y entremezclan, haciendo,
en fin, todo lo posible para abrir esa grieta en el presente por donde irrumpirá,
con toda su potencia crítica, el pasado que pervive bajo nuestros pies o vuela
en la atmosfera junto con el aire que respiramos. El que reescribe
geológicamente inacaba el pasado: no confirma el estado de las cosas, sino
que las interroga; no perpetua los vectores del poder, sino que los desvía
(2022, p. 15).
El cuerpo de Julia es muchos cuerpos, ella se ensancha para no dejar de contar
historias, para que en ella pervivan todos los tiempos, los de su abuela, los de sus primas,
los de sus hermanas, inclusive los de sus hijas. Ella es un almirez que sigue sonando en
los oídos de las próximas generaciones. Sin embargo, ese cuerpo multiplicado en piedritas
abre la grieta incómoda del mutismo de los varones. Perilli interroga el estado de las cosas
y al hacerlo pone en evidencia que en la atmósfera que respiramos sobrevuela el silencio
de los abuelos. Sorprende ese descubrimiento porque impacta directamente en el pecho
de quien lee. Imposible que no se genere la pregunta por esas lenguas paternas cercenadas
de historias. ¿De qué raíz nos agarramos para arrebatarle al patriarcado esas bocas mudas
y llenarlas de flores?
Leo El Almirez y veo la belleza del escombro. La más íntima de las ruinas son los
huesos. Carmen Perilli nos ofrece un libro que cala en los huesos; agradezco la lectura, la
generosidad de un texto de gran conmoción y la literatura, siempre, como tierra fértil
abierta al diálogo y a más libros.
Referencias bibliográficas
Rivera Garza, C. (2022). Escrituras geológicas. Colección La Crítica Practicante.
Ensayos latinoamericanos. Madrid y Frankfurt: Iberoamericana Vervuert.