Obra bajo Licencia Creative Commons 4.0 Internacional.
Recial Vol. XV. 26 (Julio-diciembre 2024) ISSN 2718-658X. Ulla Szaszak Bongartz, Las poéticas y
performances del nombre propio en la literatura (1980-2020): Una introducción, pp. 182-200.
https://doi.org/10.53971/2718.658x.v16.n26.47211
Las poéticas y performances del nombre propio en la literatura (1980-
2020): Una introducción
Ulla Szaszak Bongartz
Universidad de Buenos Aires, IIEGE, Argentina
ullaszaszak@gmail.com
ORCID: 0000-0003-0281-0210
Recibido 11 /04/2024 Aceptado 18/09/2024
Resumen
El nombre propio personal como categoría lingüística, onomástica, mítica, estético-literaria,
filosófica y social es evidentemente un objeto transdisciplinario que, pese a sus múltiples
formas de abordaje, por lo general ha sido restringido a consideraciones unilaterales. Con las
amplias transformaciones de las nociones de identidad y subjetividad en las últimas cuatro
décadas (1980-2020), producto del cambio de episteme de la modernidad a la posmodernidad,
el nombre propio de los personajes empezó a presentarse, dentro de una zona del discurso
literario del Cono Sur, cada vez más como locus de experimentación estética y subjetiva. Si,
como arguyo, la identidad está anudada al nombre propio, entonces las formas de “hacer cosas
con nombres” que los textos ensayan tendrían consecuencias sobre la esfera subjetivo-
identitaria-textual de los personajes como también, previsiblemente, en los universos
diegéticos por los que estos deambulan. Llamo a estas formas poéticas nominales o
performances del nombre, cuyo abordaje requiere, a mi juicio, una modulación
interdisciplinaria. En este trabajo proporciono una introducción, una imagen general de las tres
macro-valencias que intervienen, según mi hipótesis, en los fenómenos nominales del Cono
Sur: la suplementariedad nominal, la hipersemanticidad (Barthes, 2011; Szaszak Bongartz,
2024); y la condición jurídico-social del nombre en la autoficción.
Palabras clave: nombres propios; suplementariedad nominal; hipersemanticidad; nombre
social-legal; autoficción
Poetics and Performances of the Proper Name in Literature (1980-2020):
An Introduction
Abstract
The personal proper name as a linguistic, onomastic, mythical, aesthetic-literary, philosophical,
and social category is a transdisciplinary object that, despite its multiple forms of approach,
has generally been restricted to unilateral considerations. With the extensive transformations
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of the notions of identity and subjectivity in the last four decades (19802020) as a result of the
change of episteme from modernity to postmodernity, the proper name of the characters began
to be presented, within an area of literary discourse in the Southern Cone, increasingly as a
locus of aesthetic and subjective experimentation. If identity is tied to one’s name, then the
ways of “doing things with names” that the texts rehearse would have consequences on the
subjective-identitarian-textual sphere of the characters as well as, predictably, on the diegetic
universes that they wander. I call these nominal poetics or performances of the name, whose
approach requires, in my opinion, an interdisciplinary modulation. In this study, I provide an
introduction, a general picture of the development of the three macro-valences that intervene,
according to my hypothesis, in the nominal phenomena of the Southern Cone: nominal
supplementarity, hypersemanticity (Barthes, 2011; Szaszak Bongartz, 2024), and the legal-
social condition of the name in autofiction.
Keywords: proper names; nominal supplementarity; hypersemanticity; social-legal name;
autofiction
Introducción
1
No parece sorpresivo que la literatura, a lo largo de los siglos, haya dedicado especial
atención a los nombres propios de sus personajes como una categoría productiva. De hecho,
desde tiempos inmemoriales, la humanidad atribu a los nombres personales diversas
cualidades mágicas, caracteriales, semánticas y estéticas, con lo cual, la experimentación con
dichas valencias se ha dado, a grandes rasgos, de forma natural. Parece, a golpe de vista, una
paradoja: la clase de palabra que carece de significado léxico deviene, precisamente, aquella
más susceptible de ser colmada de una multiplicidad irreductible de significados. Además de
esta magnetización de valencias flotantes y múltiples, hay ejemplos de larga data en la literatura
de diversas “performances” o formas del hacer lingüístico y estético que involucran al nombre,
y al lugar que este ocupa como categoría. Uno de los ejemplos más canónicos de la literatura
es la ingeniosa estratagema que monta Odiseo en la famosa epopeya homérica. El célebre héroe
logra salvar a su gente de Polifemo y del resto de los cíclopes al anunciar que su nombre es
“Nadie”.
2
El gigante, al ser herido en el ojo por sus cautivos y dejado ciego, busca ayuda en
los otros cíclopes: Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas”. Así,
Odiseo y los suyos pueden huir fácilmente, pues los cíclopes, como es previsible, desestiman
el llamado de Polifemo: Pues si nadie te ataca y estás solo… es imposible escapar de la
enfermedad del gran Zeus” (Homero, 2008, p. 109). Más tarde, ya en el clásico del período
isabelino Romeo y Julieta, de William Shakespeare, Julieta sostiene, de forma indirecta, el
carácter convencional del nombre propio, tal como hace Hermógenes en el Cratilo de Platón.
Esta idea se encuentra en las antípodas de la concepción de este como palabra que mantiene
con su portador un vínculo esencial:
¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa, lo mismo
perfumaría con otra designación. Del mismo modo, Romeo, aunque no se
llamase Romeo, conservaría, al perder este nombre, las caras perfecciones que
tiene. ―Mi bien, abandona este nombre, que no forma parte de ti mismo y
toma todo lo mío en cambio de él. (s. f., 2.2).
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De este modo, se evidencia que, en efecto y si remixeamos el tulo del famoso texto de
John Austin, es posible hacer cosas con nombres. La pregunta general de este trabajo es:
¿qué cosas se pueden hacer y, de hecho, se hacen con los nombres en la literatura del Cono Sur
entre 1980 y 2020? ¿Cómo conceptualizar el espacio indefinido que esas actuaciones trazan?
De una introducción a estas poéticas y performances nominales se ocupa este artículo. Más allá
de la imposibilidad de explayarnos en cada una por cuestiones de extensión, pretendo aquí
aportar una imagen general de las posibilidades plásticas de las que se han imbuido los nombres
propios en la ficción literaria.
Antes de empezar, es preciso notar que la modalidad de abordaje es interdisciplinaria.
3
A
pesar de tomar la literatura como objeto analítico, entiendo que la categoría “nombre propio
teje una cantidad irreductible de discursos disciplinares, y a pesar de que este trabajo está muy
lejos de pretender leer desde todos ellos, involucra la imbricación y el vaivén constante entre
los aportes de los estudios literarios, la lingüística, la semántica, la onomástica literaria, la
filosofía, la sociología y las observaciones antropológicas. En su reverso, este trabajo parte de
una idea preliminar de la literatura que pugna por correrse del gesto formalista-estructuralista
de abonar a la concepción histórica de la autonomía de la literatura en cuanto esfera
institucional, lo cual no quita el reconocimiento de su gran relevancia en la historia de la
literatura.
Un punto de partida productivo atañe a las tendencias generales de la elección de los
nombres para los personajes a lo largo de la historia literaria. Hendrik Birus señala que a fines
del siglo XVIII y principios del XIX ocurre, en ese plano, un importante movimiento tectónico.
Este punto bisagra se relacionaría con algo que tiene lugar en otro ámbito, la naciente filosofía
del lenguaje. Con John Stuart Mill y su A System of logic de 1843 se empieza a desnaturalizar
la existencia de significado en el nombre propio, el cual hasta ese momento se le había legado
como un principio natural. Este presupuesto había permeado la literatura, por ejemplo en su
vertiente satírica y didáctica durante la Edad media tardía, los diálogos del Renacimiento y del
Barroco y el drama burgués del siglo XVIII (Birus, 1978); de modo tal que se empleaban
formas que pusieran en juego diversos grados de “semanticidad”. A partir de la introducción
de la pregunta: ¿poseen los nombres propios significado o, por el contrario, carecen de él? Es
que en la literatura, haciéndose eco de lo que ocurría en la filosofía del lenguaje, surge el
interrogante que sienta las bases para la emergencia de una nueva tendencia en la nominación
de los personajes. Así, grosso modo, disminuye según Birus la focalización sobre un tenor
semántico y crece, como fundamento de la elección, el factor estético (Birus, 1978, p. 38).
Esta inclinación por otorgarle mayor atención a la cualidad sensible, material y estética del
nombre se profundiza y adquiere mayor importancia durante el siglo XX. No en vano dedica
Marcel Proust la tercera parte de Por el camino de Swann
4
a una reflexión poética y narrativa
del nombre propio, en la cual se refiere a la “sonoridad brillante o sombría” que los nombres
de personas y ciudades despiertan (1998, p. 469). Más tarde, en su ensayo “Proust y los
nombres” de 1967, Roland Barthes considera al nombre proustiano como “un objeto precioso,
comprimido, embalsamado, que es necesario abrir como una flor” (2011, p. 119) y que, en
virtud de su “hipersemanticidad”, constituiría la categoría lingüística que más se aproxima a la
“palabra poética” (Barthes, 2011, p. 119). Alrededor de esa misma fecha, la escritora austríaca
Ingeborg Bachmann se refiere a que el nombre propio está dotado de un aura que le debe a la
música y al lenguaje” (1964, p. 1) y de un “resplandor” (Strahlkraft)
5
que lo hace quedar
anclado en la conciencia de quien lee. Para Bachmann, en el siglo XX se asiste a un trabajo
poético-estético en torno a los nombres propios y a su rol como “mecanismo para asir” a un
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personaje (1964, p. 7). Dos de los ejemplos que proporciona son el de los nombres kafkianos
(como K. de la novela El castillo, o Josef K. de El proceso) en que la reducción a cifras o la
“atenuación deliberada” de estos redunda en la imposibilidad de dotar a los personajes de una
filiación, un grupo social o una idiosincrasia; y, en segundo lugar, el que ella considera el caso
más radical de experimentación nominal, The sound and the fury (1929) de William Faulkner,
puesto que los nombres, lejos de singularizar personajes, ponen en jaque la posibilidad de la
identificación. Así, estos
parecen trampasse supone que debemos identificarlos sobre la base de algo
completamente diferente. Sobre la base de una especie de arreglo floral que
rodea a cada personaje, una constelación tiernamente trazada en medio de la
cual se encuentran todos. (Bachmann, 1964, p. 11).
Es evidente, entonces, que a lo largo de la historia literaria pero con mayor foco, no
obstante, en el siglo XX, el nombre propio se ha empleado dentro de la literatura como un
recurso formal, como un locus donde es posible montar un procedimiento estético, con
potenciales consecuencias sobre las tramas.
En el marco del proceso de acentuación de las formas de performatividad del nombre propio
que se ponen en juego en una zona de la literatura del Cono Sur, es preciso señalar que los años
80 y 90 son muy fructíferos para repensar las categorías de la identidad y la subjetividad.
Durante este período es posible advertir el viraje epistémico de la modernidad a la
posmodernidad, el advenimiento de la globalización, el hincapié sobre las políticas de la
identidad, las matrices económicas capitalistas-neoliberales, la transformación técnica y
antropológica que favoreció Internet, junto con otros fenómenos contextuales locales, como el
caso de los gobiernos dictatoriales en Argentina, Chile y Uruguay. De esta manera, con la
renovada problematización de las dos categorías señaladas, es posible advertir que durante las
últimas cuatro décadas las dos últimas del siglo XX y las dos primeras del XXI se produjo
una intensificación de ciertas experimentaciones con la categoría lingüística, mítica, estético-
literaria, filosófica y social del nombre propio, el cual adquirió, dentro del discurso literario del
Cono Sur, el estatuto de recurso estético, subjetivo, y medular principio constructivo, a partir
de lo que considero diversas formas de “performatividad nominal” (tomando la categoría de
“performatividad” del lingüista John Austin, 1955), que redundaron en la acuñación de una
diversidad de poéticas nominales, esto es, de intervenciones textuales precisas en que los
nombres propios puestos en juego adquieren un potencial modulador, estructurante o disruptivo
en el texto literario y de las identidades que en él aparecen; esto es, que se elevan al estatus de
procedimiento y cuya formulación y campo de resonancias es singular para cada texto.
De hecho, en esta franja temporal es posible advertir la convivencia de significaciones
aparentemente antagónicas en torno a cómo se concibe la subjetividad, por un lado, y la
identidad, por el otro. En primer lugar, la subjetividad se “desustancializa”, en términos de
Elías Palti (2003, p. 134), o, como señala Marcelo Topuzian, opera como una “negatividad
fundante”, en la medida en que al correrse de la unicidad puede albergar el espacio de una
multiplicidad (2008, p. 356). Este proceso de desujeción viene operándose ya desde lo que
Elías Palti llama la “Época de las Formas” (ubicada entre finales del XIX y gran parte del XX)
(Palti, 2003) o bien de la “razón lingüística, en términos de Julia Kristeva (1981). En relación
con lo que sucede a partir de la “Época de las Formas”, es posible deducir que, al tiempo que
durante esta se desinviste al sujeto de sus privilegios previos ser sujeto de la representación
(durante finales del XVI y finales del XVIII) y ser sujeto de la historia (a fines del XVIII y
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durante el XIX) (Palti, 2003), durante el último tramo del siglo XX, se lo posiciona sin
ambages en el centro y como un lugar de pregunta, lo cual también prepara el terreno para su
momento más intenso de desmontaje: la posmodernidad. Así, enmarcado en ella, el tipo de
encuadre teórico imagina los sujetos como descentrados, fragmentados, en “proceso”
(Kristeva, 1981), como posicionalidades relacionales” (Hall, 2003), como resultado de actos
performativos reiterados (Butler, 2007), de prácticas discursivas y “posiciones de sujeto”
(Foucault, 2002) o de la dialéctica entre mismidad e ipseidad propia de la lógica temporal y
narrativa (Ricoeur, 2006), entre otras. Ahora bien, como reverso, aquello que atañe a la
categoría de la identidad se entiende, en esta franja temporal, en alguna medida en términos
situados, y se extiende y adquiere gran peso específico; con lo cual, por ejemplo, los estudios
culturales pasan a ocuparse de esas especificidades identitarias (Topuzian, 2008) y surgen, en
distintos ámbitos teóricos y de activismo, las políticas de la identidad. De este modo, si en la
posmodernidad el sujeto se desustancializa” (Palti, 2003, p. 134), y al mismo tiempo cobra
fuerza la pregunta por la identidad, no parece extraño que en ese punto exacto se abra un
espacio de interrogación también en la literatura. Esto es, la pregunta por las formas de
anudamiento y desanudamiento entre la identidad-subjetividad textual y el nombre propio de
los personajes, y sus consecuencias en cada caso, como también para la literatura y para los
universos diegéticos y conceptuales.
El nombre propio como modulador de la identidad
Hecho este breve recorrido, y a partir de un punto de vista que desancla la fijeza del referente
portador-de-un-nombre frente a la teoría filosófica antidescriptivista (pero también la
descriptivista), e incorpora las teorías posmodernas y postestructuralistas en torno a la
identidad y a la subjetividad, es necesario indicar que una de las hipótesis que sirve de eje
vertebrador de este trabajo es que la identidad personal de los personajes considerados (pero
también de las personas en general), se encuentra anudada al nombre propio. Esto significa
que hay entre ambos una zona de intercambio, de sensibilidad y de influjos recíprocos que
suponen formas de complementariedad, o bien de distancias y de desajustes (que pueden ser
paródicos, irónicos, producto de un ejercicio colonizador, etc.). Slavoj Žižek se refiere a un
significante que, en el campo ideológico, oficia de “punto de acolchado” (o point de capiton,
concepto de Lacan), esto es, que funciona como un término unificador que organiza valencias
heterogéneas o, como él señala, como el elemento que produce una totalización que fija y
detiene a los elementos sueltos en “una red estructurada de significado” (Žižek, 2003, pp. 125-
126). Extrapolando esta idea, es posible señalar que es aquí el nombre propio mismo el que
cumple dicho rol y el que alberga, en retrospectiva, el efecto identitario. Lo importante es que,
en cualquier caso, las performances nominales que juegan en el anudamiento o des-
anudamiento de los mencionados elementos tienen consecuencias subjetivas, identitarias,
estéticas y/o diegéticas. En la medida en que el nombre propio unifica las valencias subjetivas
múltiples en un único signo y “contiene en mismo su multiplicidad ya domesticada” (Deleuze
y Guattari, 2002, p. 34), confiere también una identidad contingente a la persona nombrada. Es
por eso que no parece excesivo admitir la función del nombre propio como un foco organizador,
“totalizador” y fijador de una subjetividad, que adopta esa función al tiempo que la constituye
en un gesto inaugural. Por ende, si el nombre propio sufre modificaciones habrá también,
previsiblemente, mutaciones subjetivas en su portador. En este sentido, el nombre propio
deviene modulador de la identidad. Procede, entonces, como un operador activo que interactúa
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con las formas de alter y autoconfiguración identitaria de los personajes, y en tanto que
dispositivo estético —definiendo la estética según Jacques Rancière: como una forma “reparto
de lo sensible” (2009, p. 9).
Dicho objetivo de observar las interconexiones, los puentes e intercambios entre el nombre
y la identidad-subjetividad lleva a abandonar la exclusiva sectorización disciplinar del nombre
(por ejemplo, a la onomástica, y por ende a la lingüística, lo cual implica considerarlo desde
una perspectiva aislada, especializada y escindida), para abrirlo a una intersección
interdisciplinaria que permita observar los emergentes y los efectos de dichas formas de
interacción. Sin embargo, y con la conciencia de que al tratarse de una categoría de trabajo
transdisciplinaria atañe a innumerables disciplinas, recorto el problema de la performatividad
del nombre en la literatura del Cono Sur del período consignado en términos de tres ejes, cada
uno con su propia propuesta teórica. Así, propongo tres macro-valencias claves que intervienen
en los fenómenos nominales en una serie de textos cuya sistematización supone un abordaje
más “integral” del uso del nombre propio, pero que no deja de estar, dentro de cada eje,
circunscripto a un aparato teórico “podado”. Estas son: la hipersemanticidad (que abordo a
partir de zonas de la teoría literaria, la onomástica literaria, algunos puntos de vista
antropológico-filosóficos y la semántica); la suplementariedad nominal (que propongo a partir
de la filosofía del lenguaje, la teoría performativa de John Austin, y las perspectivas filosóficas
de Slavoj Žižek y de Jacques Derrida) y su condición jurídico-social y la autoficción (pensada
a partir de la sociología de Bourdieu, la teoría literaria foucaultiana en torno a la autoría y
aquella que se dedica, de forma específica, a los dispositivos autoficcionales y autobiográficos).
Los tres tipos de poéticas y performances del nombre propio recurrentes en escrituras del Cono
Sur de las últimas dos décadas del siglo XX y las dos primeras del XXI aquí advertidas no han
sido definidas en estos términos en otros trabajos dedicados a la investigación nominal a
excepción del desarrollo de Roland Barthes en torno a la hipersemanticidad (2011). Por su
parte, es necesario advertir que ni la hipersemanticidad ni la suplementariedad nominal (pero
sí la faceta social-legal del nombre que aparece en la autoficción) son fenómenos privativos de
la ficción y la literatura, sino que también se encuentran en otras praxis artísticas, sociales y
vitales. Por este motivo, no esencializo esa diferencia que establece, por ejemplo, la onomástica
literaria alemana entre el nombre literario y el nombre cotidiano. Ahora bien, pese a este
carácter más “abierto” o abarcador de los fenómenos que propongo, no deja de ser cierto que
hay una zona del discurso literario del Cono Sur que se ocupa de algunas de estas
reconfiguraciones subjetivo-identitarias y que hace del nombre propio su foco material. Y no
solo eso, sino que, en sus singulares apropiaciones textuales de estas formas, las elevan a la
condición de verdaderas poéticas nominales. Por su parte, como resulta evidente, la condición
social-legal del nombre autoral en la autoficción es un fenómeno específicamente literario.
Además, privilegio, para esta pesquisa, el género narrativo; no porque sean asuntos privativos
de él, sino porque es precisamente en la gica temporal sucesiva, donde los personajes,
haciendo pívot entre su identidad idem y su identidad-ipse, pasan a ser la coordenada primordial
de la trama (Ricoeur, 2006, p. 141), en detrimento de la acción “pura”. Esta focalización sobre
las subjetividades textuales con gran capacidad de despliegue narrativo y descriptivo permite
rastrear de forma más cercana de qué manera se anuda la subjetividad (y los cambios
subjetivos) a los nombres propios de los personajes, y cómo estos últimos impactan (o no) en
la trama y en el proyecto textual global. De esta manera, la narrativa no solo constituye un
prodigioso laboratorio de experimentación subjetiva y nominal, sino que también se vuelve un
privilegiado observatorio de los fenómenos nominales.
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La suplementariedad nominal
En cuanto al primer eje, la suplementariedad nominal (Szaszak Bongartz) es una noción
elaborada a partir del cruce del concepto de “suplemento” de Jacques Derrida, la
performatividad pragmática de John Austin y la postura antidescriptivista y no-esencialista de
Slavoj Žižek; y es tanto una poética y performance nominal como una herramienta analítica
permite indagar sobre cómo las desidentificación(es) de un personaje de ficción respecto de un
nombre(s) y su(s) reidentificación(es) con otro(s) deja traslucir la posibilidad de efectivas
transformaciones subjetivas en los personajes textuales. A propósito de la noción de
suplemento derridiano, este se encuentra anudado al concepto de escritura, cuyo acto de diferir
y desplazar los sentidos rompe cualquier noción de identidad plena y originaria, con lo cual,
el suplemento suple. No se añade más que para reemplazar. Interviene o se
insinúa en-lugar-de En tanto sustituto, no se añade simplemente a la
positividad de una presencia, no produce ningún relieve, su sitio está asegurado
en la estructura por la marca de un vacío. (Derrida, 1986, p. 185).
A esta perspectiva postestructuralista, en la que el mecanismo del movimiento del
significante es asubjetivo, no trascendente y continuo, se le puede sumar la performatividad
pragmática de Austin, cuyos actos ilocutivos y perlocutivos producen cambios de estado
intencionales y, en torno a los nombres, las acciones a las que pueden adscribirse es a los verbos
ejercitativos, que consisten en el ejercicio de potestades, derechos o influencia” (1955, p. 98),
tales como otorgar un nombre, adoptarlo, abjurar de él. Austin solo emplea el ejemplo de
pongo un nombre, que se vincula por ejemplo al acto de proclamar bautizo este barco Queen
Elizabeth (1955, p. 6), al tiempo que se procede al ritual de romper una botella de champán
contra la proa. Pero además de este acto inaugural de adquisición o de renuncia a un nombre,
también hay otro acto a estos asociados y que se relaciona con lo que Roland Barthes se refería
como su poder de “citación”, esto es, las reiteradas invocaciones a un nombre, la clarificación
de una referencia ya poseedora de uno, en diversos actos de discurso (2011). A estos Austin
los llama verbos expositivos (1955).
De esta manera, la suplementariedad nominal constituye, al tiempo que una poética nominal,
un constructo teórico y analítico que permite analizar los casos en que los nombres “originales”
son desplazados por otros (como parte, por ejemplo, de un devenir-trans, de una
reconfiguración de vínculos sexo-afectivos, por motivos genealógicos, políticos, de
enfermedad, etc.) y esa traslación implica modificaciones subjetivas en los personajes. Esta
hipótesis se funda tanto en la concepción del vacío identitario fundamental de los signos en
Derrida, como en las ideas de Žižek. Si bien este último se ocupa de sustantivos abstractos
como “democracia” o “totalitarismo”, sus postulados son extrapolables hacia los nombres
propios en la medida en que el soporte de la identidad de una entidad es precisamente su
nombre (o “point de capiton”, en los casos que él analiza) y no una identidad esencial o un
núcleo inamovible. De este modo, la “garantía de la identidad” se asienta sobre
el efecto retroactivo de la nominación: es el nombre, el significante, el que es
el soporte de la identidad del objeto. Este ‘plus’ en el objeto que sigue siendo
el mismo en todos los mundos posibles es ‘algo en él más que él’… es
simplemente la objetivización de un vacío, de una discontinuidad abierta en la
realidad mediante el surgimiento del significante. (Žižek, 2003, pp. 134-135).
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Ahora bien, estas transformaciones de las subjetividades pueden verificarse a nivel textual
a partir del rastreo de algunos recursos aportados por la filosofía del lenguaje, tanto de cuño
descriptivista como antidescriptivista. En el caso de la primera vertiente destacan, por ejemplo,
las convenciones ad hoc (Strawson, 2005), las características vinculadas de forma laxa a un
referente (Searle, 2005) o las descripciones atributivas o referenciales (Donnellan, 1970)
6
. Las
convenciones ad hoc de Strawson serían los mecanismos individuales y particulares que
regulan el uso de los nombres propios: “cada conjunto particular de aplicaciones de la palabra
a una persona dada” (Strawson, 2005, p. 81). Pueden concebirse como descripciones
mostrativas singulares y particulares a cada referente. Por su parte, para Searle, los nombres
propios no tienen contenido descriptivo intrínseco, pero están “lógicamente conectados con
características del objeto al cual se refieren”, pero “de un modo laxo” (Searle, 2005, p. 112).
Por último, Keith Donnellan define las descripciones “atributivas” y “referenciales” del
siguiente modo:
Un hablante que usa una descripción definida atributivamente en una aserción
enuncia algo sobre cualquiera o sobre cualquier cosa que es tal-y-tal. Por otro
lado, un hablante que usa una descripción definida referencialmente en una
aserción, usa la descripción para capacitar a su audiencia a seleccionar a aquella
persona o cosa de la que está hablando y enuncia algo sobre esa persona o cosa.
(Donnellan, 2005, p. 88).
Tanto las convenciones ad hoc, las características laxas o las descripciones atributivas y
referenciales refieren a ciertos complejos descriptivos asociados de forma estrecha a un
nombre, que sirven como una herramienta comprobatoria y metodológica. Por ejemplo, cuando
uno asocia el nombre Marilyn Monroe con la descripción: “una estrella de Hollywood”. Estos
complejos descriptivos pueden pensarse como indicios de estados del “ser” de un personaje a
partir de su estrecha vinculación con un nombre. De este modo, cuando se produce un acto de
suplementariedad nominal en que un personaje adopta un nuevo nombre, se puede pensar que
produce una dislocación de la relación entre signo y portador, de manera que no sería extraño
suponer una modificación (o incluso suplantación) de las anteriores convenciones ad hoc o
descripciones por otras nuevas. Este desanclaje y renovación descriptiva en torno a un
personaje que cambia de nombre pone en suspenso la mismidad de ese personaje para,
posiblemente, dar lugar a una ipseidad (Ricoeur, 2006)
7
, una modificación en su subjetividad
ya sea en su auto como en la alterpercepción, lo cual tiene consecuencias potenciales sobre el
movimiento diegético. De esta manera, defino la suplementariedad nominal como
el acto de desplazar o sustituir el nombre original o legal de los personajes por
otro(s), de deformarlo, de sobreimprimirle uno nuevo, de forma momentánea o
permanente, como una forma de deriva o fuga nominal, ya sea de forma
intencional o inintencional, lo cual produce algún tipo de alteración o
transformación subjetiva en los personajes-personas y/o en sus vínculos
intersubjetivos. Algunas de estas posibles modificaciones son sexo-genéricas
como los devenires trans, pero puede tratarse también de otras formas de
desubjetivación-resubjetivación; y, en el plano intersubjetivo, se verifican
mutaciones en los vínculos sexo-afectivos, genealógicos y políticos. La
suplementariedad nominal se apoya o bien sobre actos intencionales de ejercicio
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de una influencia (los ejercitativos de Austin), en que otorgar un nombre, abjurar
de él, o cambiarlo por otro produce cambios efectivos en el mundo textual (y
“real” también), o bien sobre actos inintencionales por los que los significantes
circulan y se desplazan, que es la modalidad más clásica del suplemento
(Derrida). (Szaszak Bongartz, 2024).
Por su parte, y con base en la relación de identificación (como capacidad de “singularizar”,
“fijar” y “diferenciar” una entidad única e individual) y de desidentificación entre nombre y
referente que esta poética nominal evidencia, es posible señalar que la identificación también
da lugar a otras prácticas satélite pasibles de aparecer en la literatura, y que podrían establecer
una escala del máximo al mínimo de identificación:
Figura 1.
La escala de la identificación
Máximo de identificación Mínimo de identificación
Fuente: elaboración propia.
La identificación es, como suele consensuarse entre lingüistas, la práctica prototípica del
nombre. En cuanto al disimulo nominal, llamo así a las formas por medio de las cuales los
nombres se camuflan o encubren (como los nombres “cifrados” identificados por Friedhelm
Debus y ejemplificados por Ingeborg Bachmann, o bien los pseudónimos). Además, no solo
puede emplearse una forma específica para “cifrar” sino que el cifrado puede ser resultado
incluso de una práctica con el nombre más que de su forma. Por ejemplo, en el cuento “Cambio
de armas”, de Luisa Valenzuela, el nombre del Coronel secuestrador, Roque, queda disimulado
tras la extensa serie de otros nombres con que la protagonista lo llama, con lo cual se produce
un efecto de desdibujamiento. En tercer lugar, la desidentificación consiste en la abdicación,
ya sea forzada, voluntaria, consciente o inconsciente del nombre propio, como primer paso,
por ejemplo, de una suplementariedad nominal. Si en efecto ocurre una reidentificación, esta
puede tener carácter genuino (referencial-singularizador, en términos de Strawson, 2005) o
bien débil. Un ejemplo de este último caso ocurre en la novela Lumpérica (1983), de Diamela
Eltit. El luminoso, un cartel publicitario, reidentifica en primer momento a los desarrapados de
la plaza no con nombres singulares y propios sino con el nombre genérico de “Pálidos”. Por
último, la anonimización supone la pérdida total de la referencia singular, que tiene efectos
“desindividualizadores” (Arellano Ayuso, 1986, p. 54) o universalizadores. De más está decir
que estas praxis nominales no pretenden describir todos los grados de identificación que
intervienen en la suplementariedad nominal.
La hipersemanticidad
El concepto de “hipersemanticidad” fue empleado originalmente por Roland Barthes para
referirse a los nombres de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Allí, él describe con
este concepto el aspecto “voluminoso” y “cargado de un espesor pleno de sentido” (Barthes,
Anonimización
Identificación
Disimulo nominal
Desidentificación
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2006, p. 3) de los nombres proustianos, a lo que se suma ese carácter excesivo o desbordante
dado por el morfema “híper”. Ahora bien, ese “sentido” queda vinculado aquí al potencial
estético, a su poeticidad, lo que también Ingeborg llama el “aura” (Strahlkraft) del nombre. En
el caso de Barthes, esta cualidad poética del nombre propio está dada por su facultad de
desplegar una reminiscencia y por tanto, lo que llamaré luego sentidos denotativo-
referenciales y sentidos connotativos (Szaszak Bongartz, 2023), más bien memorísticos y
subjetivos. Ahora bien, lo que hago con esta categoría de hipersemanticidad es ampliar
radicalmente su alcance, más allá de su esteticidad. De esta manera, arguyo que, dentro dicha
categoría muy productiva, por cierto es posible articular un conjunto de valencias de
sentido que la cultura y la literatura han explorado a lo largo de los siglos y que por cuestiones
de metodología deslindo en las dimensiones de la magia semántica, y la estética. En términos
generales, me refiero a la “magia” del nombre como la estela de actuación que a lo largo de los
siglos las sociedades humanas le han otorgado a este (Ballester, 2008), y que se basa en la
creencia en el vínculo esencial entre nombre y referente que se conceptualiza en el Cratilo de
Platón; pero que también recoge las creencias romanas del similia similibus (lo semejante llama
a lo semejante) y de la palabra augural-ominal (Requena Jiménez, 2012-2013). Estas nociones
se repiten en muchos pueblos diversos, por ejemplo, la idea de que pronunciar el nombre de
alguien lo dejaba desprotegido frente a fuerzas sobrenaturales (Ballester, 2008), o de que este
estaba vinculado con un omen, un indicio del destino. A pesar de que estas firmes convicciones
han mermado a lo largo del tiempo, dichos fenómenos no desaparecieron del todo como es
posible advertir en la literatura precisamente por la pervivencia de la locución derivada del
parlamento de uno de los personajes dramáticos de Plauto, de la obra Persa (v 625), y
popularizada como nomen est omen: “el nombre es un presagio o un destino”.
En cuanto a la consideración semántica del nombre incluso antes de constituir una
disciplina moderna, es importante lo que ocurre a mediados del siglo XIX, con la pregunta
sobre si el nombre propio tiene significado o no, cuál es su potencial cognoscitivo y su estatuto
filosófico, que surge en el seno de la filosofía del lenguaje, en tanto tiene repercusiones sobre
los nombres en la literatura. El onomasta literario Hendrik Birus señala, de hecho, que a partir
de las indagaciones de John Stuart Mill en su A system of logic, de 1843, en las que llega a la
conclusión de que los nombres propios están exentos de sentido (de lo que él llama
“connotación”), pero no de “denotación” (referencia) (1882).
8
Esto generó un sismo porque,
como señala Birus, corría del primer plano toda una forma de nominar basada en “significados”
evidentes y nítidos, como ocurría en las literaturas medievales de corte satírico o didáctico, o
también en los diálogos del Renacimiento y del Barroco, y del drama burgués del siglo XVIII
(1978). Esto es, nombres acuñados por ejemplo por medio de una recategorización de un
sustantivo común (como el nombre “Remedios”), o de la transcategorización de un adjetivo o
un participio (el nombre “Amado”, por ejemplo), siguiendo los términos de Elena Bajo Pérez
(2008), para “colorear” el nombre (Frege, 1998) con ciertos ecos de significado “léxico”
(aunque impropio). Se trata de lo que Birus llamó, siguiendo a Lessing, “nombres parlantes”
(1978). Ahora bien, Birus señala que a partir de esta bisagra temporal empiezan a ingresar en
la literatura nombres más asentados sobre su potencial estético, sublime y poético, donde cae,
de alguna manera (aunque no en la provincia de la literatura cómica, como él se encarga de
recordar), el énfasis en una semanticidad caracterizadora de los personajes (1978). A este nuevo
momento, que se inaugura durante el siglo XIX pertenecerá, como señalé, la apuesta de los
nombres proustianos: “lo que nos presentan los nombres de las personas… es una imagen
confusa que extrae de ellas, de su sonoridad brillante o sombría, el color que uniformemente
las distingue” (Proust, 1998, p. 469). Y es aquello a lo que se refiere Ingeborg Bachmann al
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performances del nombre propio en la literatura (1980-2020): Una introducción, pp. 182-200.
nombrarlo como el “aura que le debe a la música y al lenguaje” (1964, p. 1) y “resplandor”
(Strahlkraft), del nombre. Claro que las dimensiones semántica y estética en ocasiones se
solapan, y también lo hacen con la magia. Lo que parece suceder en las escrituras del Cono Sur
(1980-2020) que hacen de la hipersemanticidad una de sus poéticas nominales es que la estética
pasa a ser una macrovalencia, pero dentro de la cual siguen actuando, en distintas
combinaciones, los tintes mágicos del nombre (que pese a haber decrecido a lo largo de los
siglos, no desaparecen del todo), a partir de praxis nominales contemporáneas y ligadas a
formas de la performatividad (Austin, 1955) y los ecos semánticos. De esta manera, las
dimensiones de la magia, la semántica (tanto como disciplina moderna e intuición previa) y la
estética se vinculan recíprocamente a partir de sus combinaciones o exclusiones a lo largo de
las tradiciones literarias.
Respecto de la arista semántica, propuse un modelo integral de significado del nombre
propio para los estudios literarios, del que no es posible extenderse en este trabajo
introductorio, pero del cual proporciono, no obstante, un breve resumen. En nuestro artículo
Ensayos excéntricos de un modelo semántico de los nombres propios para los estudios
literariospropongo cuatro tipos de significados, en una transacción amplia desde la langue, la
parole, la esfera social y la lingüística histórica. Se trata, interviniendo categorías de Salvador
Gutiérrez Ordoñez (1992), Peter Strawson (1970) y Volker Kohlheim (2018), del “significado
designativo”, el “significado denotativo-referencial”, el “significado pre-propio y/o
etimológico” y el “significado connotativo”.
El sentido designativo es de tipo “categorial: aparece constituido como la clase de las
entidades únicas e individuales y pertenece a la langue, al sistema potencial de la lengua
(Szaszak Bongartz, 2023, p. 16), e
incluye la señalada categoría abstracta de significado (individualidad-unicidad),
junto con algunas subcategorías secundarias, que siguiendo a Langendonck
llamaremos ‘presuposicionales’ y que indican un posible tipo de nombre:
antropónimo, patronímico, topónimo, etc. (o lo asignan a posteriori, durante el
uso); y algunos caracteres gramaticales (también presuposiciones cancelables):
género, singularidad, carácter definido, contable, si es o no un diminutivo, etc.
(Szaszak Bongartz, 2023, p. 18).
En cuanto al “significado denotativo-referencial”,
pertenece por entero al ámbito de la parole, y se extrae a diferencia de lo que
hubiera aceptado J.S. Mill (1882), no solo del acto de referencia, sino también
del objeto resultante de ese acto, como señalaba Gutiérrez Ordoñez. De modo
que serán las cualidades y rasgos del referente concreto las que ‘llenen’ aquello
que mentalmente una persona asocia a equis nombre: es la idea ya citada de
Hansack de que este presenta cierto volumen de información sobre un objeto, y
que su significado es dicho rango de datos (Hansack, en Bahr y Hernández
Arocha, 2018, pp. 56). De modo que son una serie de caracteres extralingüísticos
los que vienen a ‘colmar’ el nombre de este tipo específico de sentidos. Así, por
su dependencia de contextos socio-discursivos concretos y de la dimensión
pragmática, no se trata de una propiedad intrínseca ni constante de cada signo.
(Szaszak Bongartz, 2023, p. 20).
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performances del nombre propio en la literatura (1980-2020): Una introducción, pp. 182-200.
En cuanto al “significado pre-propio y/o etimológico”, (tomando la previa categoría de pre-
propio de Kohlheim), se trata de una instancia semántica previa a la lingüística del nombre
propio y pertenece, por tanto, a la lingüística histórica e inactual” (Szaszak Bongartz, 2023, p.
22). Tiene que ver con fenómenos de homonimia o cercanía formal respecto de otras palabras
de tipo léxico, producto de transcategorizaciones o recategorizaciones. Cuando un nombre
común se “propializa”, es usual que trafique un excedente de significado, pero que le es, en
parte, ajeno. Por ejemplo, un nombre como “Soledad” deriva de un sustantivo común, y por
ello tiene ecos de sentido pre-propios (carencia de compañía, etc.) al margen de que se
encuentren activados en el uso o no (Szaszak Bongartz, 2023). La segunda parte de este
complejo de significados, la etimológica, tiene que ver, claro, con el origen de la palabra que
se rastrea en la coordenada diacrónica, pero lo cierto es que este puede existir o no (a veces se
trata, como señala Elsen, de un nombre inventado o Kunstwort).
Por último, el “significado connotativo o suplementario” tiene que ver con significaciones
que se originan en la esfera social y permean los nombres. Por ejemplo, las connotaciones de
tipo social, cultural (Barthes, 2006), fonético, de estilo (Martínez, 1975), subjetivo (Martinet,
1967; Pottier, 1976), intersubjetivo y emocional (Debus, 2002), estético y pragmático, entre
otros. De modo que “tienen una cualidad externa al lenguaje, aunque ejerzan influencia en él
(Szaszak Bongartz, 2023, p. 25).
Ahora bien, si la primera performance y nominal mencionada era la de la suplementariedad
nominal, y toda esa progresión de identificación y desindentificación que iba desde la primera
hasta la anonimización, la hipersemanticidad puede ser considerada este segundo “modo de
funcionar” del nombre propio en la pragmática social en general, pero sobre todo en la
literatura. La onomástica literaria alemana proporcionó ya una tipología de nombres propios
para los estudios literarios, de la mano de Hendrik Birus (1978; 1987) luego citada
ampliamente citada por onomastas como Debus, Fabian, Elsen, Hengst, Thurmair, etc.), y
que se descomponía en los “nombres parlantes” (redende Namen), “nombres sonoro-
simbólicos” (klangsymbolische Namen), “nombres corporizados” (verkörperte Namen,
categoría originalmente introducida por Alan Gardiner, 1954) y “nombres clasificadores”
(klassifizierende Namen).
9
Para pensar las performances del nombre que surgen de la
hipersemanticidad intervengo algunas de las funciones del nombre en la literatura enunciadas
por Dieter Lamping (1983) y retomadas por Debus (2002): la “caracterización” y la
“mitificación”, con las nociones observadas en Barthes. De esta manera, en el cruce de
connotaciones, sentidos y afectos que atraviesan los dominios estéticos, mágico-míticos y
semánticos del nombre, concibo la hipersemanticidad como una macro-categoría que contiene
dentro de formas particulares de funcionamiento: la estetización, la mitificación y la
caracterización. De esta manera, la hipersemanticidad, pensada como una poética nominal y
una performance, implica la activación efectiva de ciertos sentidos pulsátiles y latentes en la
expresión nominal, a partir de los sentidos desglosados de acuerdo a nuestro modelo semántico,
y que tiene efectos, asimismo, sobre las subjetividades literarias y los mundos diegéticos que
estas habitan. Es preciso señalar que las formas que estas poéticas adoptan si bien aquí
propongo un croquis mínimo apoyado en Lamping, pero modificado; no implica un intento
exhaustivo de clasificación (puesto que su potencial es muy extenso), sino de ciertos mojones
a partir de los cuales estas son pensables.
Así, se puede considerar que una primera función hipersemántica está dada por la
“caracterización” (Lamping, 1983; Debus, 2002). Debus señala que se vincula con los rasgos
caracteriales y fisonómicos de un portador que aparecen reflejados o impresos en su nombre
(2002, p. 77). No obstante, no coincido con Lamping y Debus en cuanto a la preponderancia
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performances del nombre propio en la literatura (1980-2020): Una introducción, pp. 182-200.
de esta función en la literatura, en la medida en que trazan una división esencial y ontológica
entre los nombres literarios y los nombres cotidianos que no nos parece sostenible. En todo
caso, se puede pensar que los significados pre-propios y/o etimológicos (que acusan cierto
“aspecto parlante” del nombre), los connotativos picos (de clase social, origen, religión, edad,
etc.; que delinean un “aspecto clasificador”); otros sentidos connotativos más individuales,
memorísticos o fonéticos (como los proustianos), y por último los sentidos denotativo-
referenciales (Szaszak Bongartz) (que pueden activar un rasgo “corporizado”, proveniente de
un referente de la cultura), pueden jugar un rol en esta función caracterizadora que, por
supuesto, lo será en la medida en que se encuentre, en efecto, tematizada o sugerida en los
textos literarios.
La segunda vertiente hipersemántica se constituye, desde mi punto de vista, por la
mitificación (Debus, 2002). Una apoyatura de esta es, claro está, la teoría cratílica-platónica de
los nombres, que al establecer un nexo cosustancial con sus portadores redundan en efectos y
creencias míticas y mágicas. Se trata de la noción del nombre como un albergue de valencias
ominales, augurales (como el similia similibus romano), esenciales (por lo cual, al
pronunciarse, puede dejar vulnerable a su portador) y otras formas más contemporáneas de
performatividad nominal. En suma, se trata del retorno de la consigna nomen est omen, como
tópico literario y social. Estos sentidos del nombre se basan en sentidos connotativos (culturales
y religiosos) que pertenecen a la esfera social. Pueden, asimismo, jugar un rol en la mitificación
los sentidos pre-propios y/o etimológicos y los denotativo-referenciales “históricos”.
Por último, la praxis de estetización hace eco en el “aura” y el “resplandor” (Strahlkraft) de
Bachmann (1964), la “coloración” fregeana (1998), la “potencia heterogénea” de Rancière
(2009) y la “poeticidad” barthesiana (2011). Dentro de ella pueden tener un rol los “aspectos
sonoro-simbólicos” de los nombres, esto es, la cualidad sensorial del sonido para producir
efectos sobre un-a oyente o lector-a. Pero otras modulaciones también frecuentes son “la
parodia” (Genette, 1989) y “la señalización” (Elsen, 2007). Gérard Genette se refiere a la
parodia, en los términos más generales y etimológicos del griego como un “canto” (oda) “al
lado de” (para). En este “cantar al lado”, lo que haría la parodia es deformar, pues, o
transportar una melodía” (Genette, 1989, p. 20). De modo que se trata de una modulación que
busca, desde la forma misma, introducir un factor subversivo, de desvío, de deformación que
puede volcarse hacia el personaje mismo o hacia la trama. Por último, con “señalización”, Hilke
Elsen marca los modos en que los nombres literarios pronuncian, en ocasiones, su propia
pertenencia a un género literario (2007). No es el mismo tipo de nombre propio el que se emplea
en una novela realista que en una de ciencia ficción, por ejemplo. De esta manera, la
estetización es la praxis más plástica y transversal ya que toma, retrabaja y resignifica las demás
(la identificación, la caracterización y la mitificación).
La condición social-legal del nombre de autor y su ingreso en la autoficción
Por último, la condición jurídico-social del nombre, en cuanto “certificado” de una identidad
social (Bourdieu, 1997, p. 79) posee las cualidades de signo instituyente, estabilizador y
totalizante, y atraviesa tanto el nombre propio civil como el nombre autoral. Como señala
Manuel Alberca, es “posiblemente el signo, vacío de significado, que más nos marca y
compromete” (2007, p. 69). Ahora bien, Michel Foucault argumentó que el nombre autoral
cuenta con un estatuto particular que no alcanza al nombre civil, pero desde mi punto de vista
y dejando de lado caracteres específicos obvios asociados a cada cual que por temas de
extensión no es posible desarrollar aquí, es posible afirmar que ambos comparten el hecho
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de ser los puntos focales de la atribución de la propiedad (ya sea física y potencial, ya sea
intelectual), ambos se constituyen como un deber-derecho regulado por las instituciones de los
países, y poseen los rasgos observados más arriba por Pierre Bourdieu (1997). Esta similitud,
en términos de su mecánica de funcionamiento s general, hace que, al pensar en los modos
en que los nombres autorales ingresan a la ficción en los textos autoficticios, estos preserven,
de alguna forma, esas sugerencias de juridicidad provenientes de su contexto original, las
cuales se trasmutan, en mi hipótesis, no como una actuación jurídica, claro está, sino en ciertos
“compromisos” que estos nombres autorales (pero en algunos casos también civiles de los
autores-as) adoptan al convertirse en personajes.
Como es conocido, una de las características clave de la autoficción es que el nombre autoral
ya no queda restringido al espacio fronterizo del texto (Foucault, 2010), sino que se trafica a
su interior y pasa nombrar un personaje literario (o al menos un semblante). De esta manera,
tal como acuerdan en general los críticos, el criterio más formal y circunscripto para la
autoficción está dado por la coincidencia nominal (ya sea explícita o velada) entre autor y
personaje. Aquí es que, tal como señala Manuel Alberca, se instala un “pacto ambiguoen que
la indecidibilidad respecto de a qué dominio pertenecen tales o cuales enunciados es muy
acentuada (2007). Es en este sentido que se produce una interferencia de pactos de lectura, de
modo que al haber trasvases entre la zona ficcional, autoral y biográfica-factual se evidencian,
según mi punto de vista, las costuras de la “obra autónoma” y lo que aparece en su lugar es una
frontera porosa. A partir de esta noción es que trabajo con una serie de “compromisos” que se
desprenden de estos usos del nombre autoral (pero en ocasiones, también civil) dentro de los
textos ficcionales. Esto se funda en que, la incorporación del nombre propio autoral dentro de
la ficción (incluso sin conservar dentro de ella su estatuto jurídico) no es, a mi juicio, como
señala Darrieussecq: Una práctica de escritura ilocutivamente no comprometida o si ser
serio es ser ‘ilocutivamente comprometido’— una práctica de escritura no seria” (2012, p. 81).
Esto es porque si diera lo mismo emplear o no emplear el nombre autoral, si un nombre
ficcional cualquiera coincidiera en su no-seriedad y su no compromiso con el nombre autoral
empleado intra-textualmente, entonces, ¿por qué la mera aparición de este provoca suspicacias
y preguntas inaudibles en el lector-a, que empieza a trazar nuevas constelaciones de sentido?,
¿no hay un gesto, quizás inexpresado o inconsciente, por parte de la figura autoral de ingresar
en esa corriente de sugerencias?
Para esta noción de “compromiso” es posible tomar como referencia pragmática los verbos
compromisorios de John Austin. Estos
tienen como caso pico el prometer o el comprometer de otra manera;
ellos lo comprometen a uno a hacer algo, pero incluyen también las
declaraciones o anuncios de intención, que no son promesas, y también
cosas vagas, que podemos llamar “adhesiones”, tales como tomar partido.
(1955, p. 98).
Estos “compromisos”, “declaraciones” e incluso “adhesiones”, que pueden asimilarse a
cierto acto general de decir “doy mi palabra” no necesariamente están lejos de la acción de dar
el nombre” autoral incluso si en este no está implicado el sentido denotativo-referencial
perteneciente al autor referencial. Si, como arguyo con Žižek, la identidad está anudada al
nombre propio y es en virtud de este que se produce su efecto de mismidad, entonces, el
nombre autoral compromete, de alguna forma, al portador original dentro de la autoficción por
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su homonimia intencional. Y no importa, en este caso, si lo único que queda implicado es aquel
único fragmento de la identidad dado por el nombre.
De esta manera, me refiero a tres tipos de compromisos que adoptan los nombres propios
autorales en la autoficción: un compromiso de subversión ontológica (o de “realidadficción”
o de “ficciónrealidad”incorporando una perspectiva ludmeriana, 2010), un compromiso
existencial y un compromiso social (que parte de nociones de Laura Scarano, 2010). Lo que es
posible advertir en los textos autoficticios es que los dos primeros suelen ser muy prominentes
(a veces más uno que el otro) y que el último es facultativo, con lo cual es posible advertir su
presencia solo en algunos de ellos.
En cuanto al compromiso de subversión ontológica, de “realidadficción” o de
“ficciónrealidad”— es posible afirmar que es producto del dispositivo autoficticio a partir del
desanclaje del nombre autoral y la ambigüedad del pacto de lectura que de este resulta (Alberca,
2007). Se puede pensar, de algún modo, como una metalepsis. Gérard Genette la define como
toda intrusión del narrador o del narratario extradiegético en el universo diegético (o de
personajes diegéticos en un universo metadiegético, etc.)” (1989, p. 290); y
todos esos juegos manifiestan mediante la intensidad de sus efectos la
importancia del límite que se las ingenian para rebasar con desprecio de la
verosimilitud y que es precisamente la narración (o la representación) misma;
frontera movediza, pero sagrada, entre dos mundos: aquel en que se cuenta,
aquel del que se cuenta. (Genette, 1989, p. 291).
Ahora bien, lo que tendría lugar en las autoficciones sería algo más, una suerte de metalepsis
excedida, porque también rebasa y desborda esos límites al incorporar no solo el campo
fronterizo autoral, en términos foucaultianos, sino también, en ocasiones aristas que vienen
más bien del campo biográfico y factual. Es en ese punto que ingresa un eco de la formulación
de Josefina Ludmer, quien trabaja una serie de escrituras producidas en torno a los 2000, que
tendrían un carácter “diaspórico” o en “éxodo”, al salir de la literatura, atravesar la frontera y
entrar, a su vez,
en un medio (en una materia) real-virtual, sin afueras, la imaginación pública:
en todo lo que se produce y circula y nos penetra y es social y privado y público
y real. Es decir, entrarían en un tipo de materia y en un trabajo social donde no
hay “índice de realidad” o “de ficción” y que construye presente. (2010, pp. 155-
156).
Pero ocurre, en general, a la inversa: un corpúsculo de “lo real” el nombre autoral
ingresa en la autoficción. De esta manera, lo que se hace allí es revelar el carácter artificial de
las “fronteras” entre el afuera y el adentro del texto, que por su parte se orienta hacia el
constructo de la autonomía literaria que se robusteció durante el siglo XX.
En segunda instancia, el compromiso existencial no se vincula necesariamente con un rasgo
biográfico (aunque también puede hacerlo), sino que, en términos de las reformulaciones
posmodernas de la subjetividad y la identidad, tiene que ver con un énfasis de los sujetos en
hacerse visibles y presentes (Arfuch, 2007; Sibilia, 2012) frente a las amenazas de los
movimientos desintegradores de estos antiguos aglutinantes del yo que durante la
contemporaneidad se revelan, de algún modo, como ilusorios. Así, los cuatro tipos de
autoficción enunciados por Vincent Colonna la biográfica, la fantástica, la especular y la
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intrusiva (2012) pueden exhibir alguna arista de este tipo de compromiso, ya que incluye
todo el arco desde la imaginación más descabellada (e incluso deseante) de una subjetividad
(“puedo ser el sujeto que quiera”) hasta la forma más cercana a la identificación biográfica.
En tercer lugar, me refiero a la categoría que trae Laura Scarano (2010) desde una tradición
sartreana: la de un compromiso social (y/o político). Este implica un vínculo del nombre con
una esfera externa, ya sea política, de clase, de etnia, de género, entre otras. El nombre autoral
en su condición social-referencial puede sentar algún tipo de adhesión que no necesariamente
es directa u ostensible, pero que puede suponer algún grado de problematización del tema
tratado por medio de una yuxtaposición de nombre autoral-esfera social, y que por aquello
mismo siembra algún tipo de fuerza discursiva, o de indicio ideológico. Ahora bien, y en
contraste con la teoría del compromiso sartreana, no se trata, aquí, de un imperativo ético y
social (o político, aunque sin adscripciones partidarias) totalizante y sin afueras (lo cual estuvo
indudablemente ligado a su contexto de producción: la posguerra de la Segunda Guerra y el fin
de la ocupación Nazi en Francia), sino de intervenciones puntuales, de textos particulares, que
se refuerzan, precisamente, en la presencia del nombre autoral.
Consideraciones finales
Hecha esta introducción al problema, se vuelve central la amplitud de la estela de influencia
que tienen estas performances nominales, que muchas veces aparecen en simultáneo y
combinadas en los textos concretos, lo cual resulta en poéticas nominales polifacetadas y
complejas. Por su parte, los procedimientos estéticos que se cimentan sobre cierta
performatividad de los nombres propios, o de ciertas poéticas específicas e irreductibles a cada
texto, exceden en gran medida los abordajes más tradicionales que parten desde la onomástica
y de la onomástica literaria, en tanto estos no alcanzan a dar cuenta de la irradiación de los
fenómenos nominales sobre la configuración de las subjetividades literarias (de los personajes)
y el retrabajo que estas suponen al ser recortadas sobre las formas de problematización
posmodernas de la subjetividad y la identidad. También es insuficiente la onomástica (y la
onomástica literaria) para abordar las reverberaciones textuales de las poéticas nominales
consignadas, en términos de sus estructuras, los mecanismos compositivos y sus diégesis. De
esta manera, la actual propuesta pretende abonar al estudio de los nombres propios de los
personajes ficcionales en todo su esplendor estético y performativo.
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Notas
1
Este artículo procura ofrecer una introducción a mi tesis doctoral, Fulgor y temblor del nombre propio: Poéticas
y performances nominales en la narrativa del Cono Sur (1980-2020), dirigida por la Dra. Tania Diz y defendida
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en octubre de 2024.
2
A la pregunta de Polifemo, Odiseo responde: “Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir,
mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre
y mi padre y todos mis compañeros” (Homero, 2008, p. 108).
3
La alternancia entre los términos “interdisciplinario” y “transdisciplinario” a lo largo del artículo se funda en el
empleo del primero para referirme a la modalidad de abordaje del objeto: la intervención, conjugación y
superposición de marcos teóricos disímiles como apuesta metodológica. En el caso del concepto de lo
“transdisciplinario”, lo circunscribo a la cualidad propia del nombre propio en tanto objeto de estudio, a su
carácter irreductible a un único discurso disciplinar en la medida en que se presenta como “zona común” para
múltiples aparatos teóricos; entre ellos la filosofía del lenguaje, la onomástica y la onomástica literaria, la
sociología y el psicoanálisis.
4
La sección en cuestión se denomina “Nombre de tierras: el nombre” y está incluida en Por el camino de Swann,
primer tomo de En busca del tiempo perdido (1913), de Marcel Proust.
5
Se trata de la cuarta de un ciclo de conferencias tituladas “Der Umgang mit Namen” que Bachmann imparte en
la Goethe-Universität de Frankfurt durante el semestre de invierno de 1959-1960.
6
Como bien ha señalado la Dra. Eleonora Orlando, quien ha sido jurado de mi tesis doctoral cuya defensa tuvo
lugar luego del envío de este artículo a la revista—, en el eje de la “suplementariedad nominal” mi trabajo con la
filosofía del lenguaje se decanta hacia la teoría de la referencia directa (o la postura antidescriptivista pregonada,
por ejemplo, por Kripke), si bien trabaja con ciertos aparatos de la teoría descriptivista como andamiaje
metodológico. En ese sentido, ella señala que falta aún un giro argumentativo para dar cuenta de la elección de
una sobre la otra. Si bien un trabajo tan breve e introductorio como es este no podrá profundizar sobre aquella
cuestión, son señalamientos muy valiosos e importantes que serán abordados en artículos siguientes y, sobre todo,
en la edición en libro de la tesis.
7
Es posible referirse a la ipseidad propuesta por Paul Ricoeur como una modalidad identitaria que sale de la
“mismidad” (la fijeza) e incorpora lo “otro”, lo diverso y lo distinto a partir de aspecto narrativo, y por lo tanto,
mudable. A este modo identitario Ricoeur lo llama el “sí mismo”. Así, la expresión “mismo como otro” sugiere,
para Ricoeur, que la ipseidad del sí mismo implica la alteridad en un grado tan íntimo que no se puede pensar en
una sin la otra (2006, p. XIV).
8
Mill explica: “Los nombres propios no son connotativos: denotan los individuos quienes son llamados por ellos;
pero no indican ni implican ningún atributo como perteneciente a esos individuos. Cuando llamamos a un niño
con el nombre de Pablo, o a un perro con el nombre de César, estos nombres son simplemente etiquetas que se
utilizan para permitir que esas personas sean hechas sujetos del discurso” (1882, pp. 40-41).
9
Para desplegar de forma mínima cada una de las categorías (a excepción del “nombre parlante” que ya fue
abordado), es posible señalar que en el “nombre sonoro-simbólico” es la sugerencia y la expresividad del sonido
la que porta un sentido connotativo; y en él juegan factores como la eufonía (“Wohlklang”) o la disonancia y
cacofonía (“Missklang”) (Debus, 2002, p. 67). Birus proporciona como ejemplo el nombre “Don
Horribilicribrifax”, de Andreas Gryphius. El “nombre clasificador” hace ostensibles ciertos caracteres religiosos,
nacionales, sociales (e incluso literarios) que revelan al portador como parte de un ámbito de pertenencia
específico. Para Maria Thurmair estas constituyen “connotaciones culturales específicas”. Barthes nos otorga
varios ejemplos de Proust: “Que Laumes Argencourt, Villeparisis, Combray o Doncières existan o no, no dejan
de presentar (y es eso lo que importa) lo que se ha podido llamar una ‘plausibilidad francofónica’: su verdadero
significado es: Francia, o mejor todavía, la ‘francidad’” (2011, p. 6). Por último, el “nombre corporizado” se
refiere a una traducción del término inglés “embodied” propuesto por Alan Gardiner, quien divide entre nombres
corporizados (“embodied”) y otros que no lo están (“disembodied”). Los primeros estarían asociados ya “a una
persona o lugar en particular, o a lo que sea” (Gardiner, 1954, p. 11), esto es, actualizados y con una referencia
establecida. Se los puede encontrar en diccionarios biográficos y en enciclopedias, por ejemplo. Birus, al emplear
esta categoría le agrega además la cualidad suplementaria de ser nombres más o menos reconocidos dentro de una
cultura, y menciona que estos “adquieren su significado particular través de la referencia a un portador de este
nombre fuera de la obra de arte” (1978, p. 35). Ejemplos de nombres corporizados pueden ser “Marilyn Monroe”
o “Juan Domingo Perón”. Sin embargo, la corporización puede estar sujeta a extrañamiento, tal como en
“Napoleón Bonapipi” (Debus, 2002, p. 72). Es evidente que estos mecanismos pueden dar lugar a fenómenos de
intertextualidad, humor o parodia dentro de la literatura.