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Recial Vol. XV. N° 26 (Julio-diciembre 2024) ISSN 2718-658X. Jorge Luis Arcos, Vida y Archivo: he
vivido como en un archivo de textos, pp.12-23.
en los laberintos del otro mundo interior, y, por lo general, se atienen a los hechos. Pero
curiosamente, cuando muere su hijo, el autor despliega en el mismo capítulo la
descripción minuciosa de su vocación como aviador (tal vez una suerte de Clavileño
compensatorio), aunque, sintomáticamente, escribe allí, en “la siempre, segura muerte”,
que “volar consiste en tirar la baraja con la muerte” (p. 334). A contrapelo de la
coincidencia cronológica, acaso la iniciación descomunal que provocó la muerte de su
hijo, encontró en la experiencia también iniciática de la práctica de la aviación un
significativo sincronismo.
Como cuenta recurrentemente, la práctica de varios deportes lo acompañó siempre,
reiterando ese ideal griego al que aludíamos. A uno de ellos, el béisbol, logró dotarlo de
una suerte de profunda antropología cultural, más allá de la moda académica de los
llamados cultural studies. Como un griego antiguo fue un gimnasta del cuerpo y la razón.
No es ocioso entonces destacar su profunda vocación por el estudio de los clásicos en
general –Dante, Fernando de Rojas, Calderón, Cervantes, Borges, Carpentier, Lezama,
Sarduy, entre otros–. En esta vocación se pone de manifiesto un instinto infalible para no
dejarse distraer por cantos de sirenas, y, durante la inexorable y breve vida, nutrirse de
una sabiduría esencial –de ahí también su relativa independencia de grupos, tendencias,
generaciones, etcétera–. Incluso, como él mismo reconoce, eso explica en parte su
sintonía con Harold Bloom, más allá de sus inevitables diferencias, que él precisa, y que
merecen un comentario aparte.
Hay otra imagen con la cual, en algún momento de mi lectura, relacioné la escritura
de sus memorias; me refiero a la novela picaresca, tan estudiada por él, y tan cercana a
un poderoso realismo, pero también a las fuentes mismas del llamado Archivo. No es
tampoco ocioso relacionar sus estudios de la picaresca con el de las llamadas Crónicas de
Indias. En mis copiosas clases de literatura parto de muchos de sus ensayos, donde supo
cerrar el arco que va desde las híbridas crónicas iniciales a algunas de las más fecundas
novelas latinoamericanas, con relación que basta para fijar una de las singularidades de
la cultura de esas que llamó Martí “nuestras dolorosas repúblicas de América”. Un acierto
semejante, en este sentido, lo constituye su libro La prole de Celestina (1993). Pero nada
en la obra crítica de González Echevarría es fácilmente previsible. Él también agregó otro
aporte fundamental: el estudio del monstruo barroco, sobre todo a partir de Calderón
(aunque la Celestina es otro monstruo), en lo que constituyó, creo yo, su mayor aporte
cognitivo tanto a la literatura española como hispanoamericana. Esa nueva perspectiva,
que coincide con la que también entrevió Octavio Paz a propósito de Sor Juana Inés (otro
monstruo) –la llamada poética de la extrañeza–, es acaso más singular y más
potencialmente creadora que el clásico tópico del desengaño barroco. El monstruo es un
tópico esencial del final unitivo de Terra nostra de Carlos Fuentes. ¿Cómo estudiar a
Lezama sin tomar en cuenta al monstruo barroco? Después de todo, esa mezcla, esa
hibridez entre Quijote y Sancho, verificada en González Echevarría, ya señalada, ¿no es
una monstruosa singularidad? “Los monstruos no mueren”, dice el narrador monstruoso
de Bomarzo, al que no por casualidad alude Lezama al inicio de su famoso prólogo a
Rayuela.