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Recial Vol. XV. N° 26 (Julio-diciembre 2024) ISSN 2718-658X, Irina Garbatzky, Martí portátil.
Microantología de Legna Rodríguez Iglesias, pp. 89-96.
mamá decir que mira qué vieja estoy para andar robando bustos. Cuba es un país lleno de
bustos. Cabezas de yeso de José Martí, que ya nadie quiere.
Uno puede decidir cómo va a chocar con cosas que simbolizan ideas, cosas que ya son
ideología desde antes de nacer. Uno nace en un sistema donde todo es ideológico, hasta el amor,
y uno decide que el héroe, esa cosa heroica inalcanzable, tiene que ser otra cosa: amor, por
ejemplo.
Entonces uno se enamora de una mujer extranjera que no sabe nada de Cuba o aparenta no
saber, y uno escribe el primer texto sobre el Héroe Nacional tratando de divertir a la mujer que
ama, tratando de atraparla y de que se enamore todavía más de uno. Y empieza la costumbre
de convertir a José en amor, subvirtiendo esa carencia de significados propios.
Todas las veces que choqué con su figura, estuve flaca y sin músculos, como una Esmé
campesina que don’t have dónde caerse. Y todas las veces, José Martí mediante, me amaron o
yo amé, enloquecidamente, como si el espíritu del Apóstol blanco representara pasiones,
superficiales u hondas, en contra de cualquier otra representación.
Aquel relato-homenaje a José Martí y Pérez debió llamarse así: Antihéroe. Los cuatro
amigos éramos José Martí cuatro veces y jugábamos a la seducción en el territorio árido de la
pobreza, la precariedad, el calor. Eran los tiempos de la silla de rueda y de la isquemia
transitoria. Lo heroico transitorio derivando hacia la nada, o hacia José Martí, que en el relato
era lo mismo. Creo que todavía lo es.
De esos amigos, a los que besé y acaricié no solo literariamente, no volví a saber después
de convertirme en algo y dejar de ser José Martí o nada, que en la vida real también es lo
mismo.
Lo próximo sería José Martí tatuado o José Martí tatuador, recordando que el muchacho,
quien se llamaba Daymar, tenía unas entradas parecidas a Martí, y un bigote en potencia que
preponderaba. Flaco también, demasiado flaco, me gustaba mostrarle el dibujo del tatuaje y
verlo asombrarse como un niño extraterrestre.
Ahora Martí convertido en tatuaje, convertido en dibujo seductor, jugaba de nuevo un papel
fundamental. Literalmente era papel. Línea calcada sobre papel carbón con lapicero cualquiera
a las cuatro de la tarde. Eran las cuatro en todos los relojes.
Ya en Miami, a finales del 2016, la poeta cubana Magali Alabau quiso saber por qué, en vez
de tatuarme a José Martí en el muslo, rosado y fijo para toda la vida, con semejante Ñ debajo
como un podio de mal gusto, no me tatué a Audrey Hepburn, por ejemplo, o a cualquier otro
ícono hermoso, que no simbolizara lo que un héroe. ¿Pero en qué se diferencia Audrey Hepburn
de Martí? En mi imaginario, los dos eran lo mismo, aunque José Martí montaba a caballo y
Audrey Hepburn no. Un caballo podía hacer toda la diferencia.
Lo próximo sería intercambiar afecto por Obras completas digitales de Martí. Yo tenía novia,
pero la muchacha, que había conocido mientras leía lejos, era tan delgada como un tallo
extenuado. Andaba cansada y laboriosa por ahí, asistiendo a lecturas de poesía cubana, y llegó
a trasladarse de un extremo al otro con aquel dispositivo USB lleno de capítulos martianos que,
detrás de una sonrisa sonora y santiaguera, necesitaban hidratación en forma de sorbos de agua.
Hidraté a José Martí sin que José Martí lo supiera. Lo hidraté, lo leí, lo volví a hidratar. El
Apóstol no puede quejarse.
Lo próximo sería irme de Cuba con el tatuaje en el muslo y las obras completas en la laptop,
aunque después cambié la laptop por una MacBook de trece pulgadas y tuve que trasladar la
información de un disco a otro. En ese vaivén me dio por las matas y escribí botánicas, poemas
de diez líneas que permanecen inéditos y me hicieron recordar colección de mi casa: el librero-
armario de la casa donde nací tenía tres divisiones y cada una de ellas se caracterizaba por su