ALEGORÍA Y MESIANISMO EN EL DISCURSO: DE BENJAMIN A DERRIDA.
Silvia Anderlini [*]
El trabajo pretende mostrar que la alegoría, reinterpretada por Benjamin, al presentar una brecha irreductible entre significante y sentido, prefigura la consideración derridiana de la lectura como diferencia, interrupción y desvío. Benjamin contrapone la figura del símbolo, como expresión de una totalidad, a la figura de la alegoría, reinterpretándola como quiebra de la pretendida intemporalidad de lo simbólico. Entre la literalidad original del texto y su nuevo significado se abre así una diferencia irreductible, que impide clausurar el sentido de la alegoría. En esta perspectiva todo lo que la historia tiene de prematuro, de sufriente y de malogrado se resiste a quedar representado en el símbolo y en la armonía de la forma clásica, y sólo puede ser expresado alegóricamente. Del mismo modo el mesianismo, como forma alegórica de la redención histórica, sólo puede ser expuesto como fragmentos o ruinas del lenguaje, en relación con la concepción fragmentaria de la cita textual de Benjamin. También el mesianismo acontece en el discurso literario de la modernidad (Kafka, por ejemplo) como una forma alegórica de transmisión. En este contexto ya no importa su contenido de verdad, sino su transmisibilidad, es decir, su iterabilidad significante, su escritura y re-escritura infinitas, en consonancia con la propuesta deconstruccionista de la lectura.
ALEGORÍA – SÍMBOLO – MESIANISMO – DIFERENCIA - DECONSTRUCCIÓN
This paper aims at showing that allegory, as reinterpreted by Bejamin, by presenting an irreducible gap between significant and meaning, anticipates a Derridian consideration of reading as difference, interruption and diversion. Benjamin contrasts the figure of the symbol —as an a expression of a totality— to the figure of allegory, reinterpreting it as a failure of the pretended atemporality of the symbol. Between the original literal text and its new meaning there opens an irreducible gap, which prevents the closure of the meaning of the allegory. From this perspective, everything which is premature, suffering and ill-fated in history, is reluctant to be represented in the symbol and the harmony of the classic form, and can only be expressed allegorically. Likewise, messianism, as an allegoric form of historical redemption, can only be exposed as fragments or ruins of the language, in relation to the fragmentary conception of Benjamin’s textual quote. Messianism also takes place in literary discourse in modernity (Kafka, for example) as an allegoric form of transmission. In this context, the truth it contains is not important, but its transmissibility, i.e., its significant iterability, its infinite writing and rewriting, in consonance with the deconstructionist proposal of reading.
ALLEGORY - SYMBOL - MESSIANISM – DIFFERENCE - DECONSTRUCTION
Introducción
Desde la Antigüedad surgieron dos maneras de abordar el problema de la distancia temporal con respecto a los textos cuyo sentido ya no era comprensible para el presente. El método alegórico, en contraposición al llamado método histórico gramatical, ya en sus orígenes antiguos responde a la exigencia de adaptar a la mentalidad de una época más consciente los textos de la tradición. En este método hermenéutico el vínculo con el pasado es superado por el surgimiento de una nueva intención, que no es ya la del autor y su contexto espiritual, sino la intención del lector y el nuevo universo de sentido en el cual la obra transmitida es recontextualizada. Ambos métodos intentaron resolver el problema del “envejecimiento” de los textos, pero con procedimientos contrarios. Peter Szondi los discrimina del siguiente modo:
La interpretación gramatical pretende encontrar y conservar el sentido literal de antaño, reemplazando su expresión verbal, esto es, el signo que se ha convertido en extraño a lo largo del proceso histórico, por otro signo nuevo o acompañándolo y explicándolo por uno nuevo en una glosa. Al contrario, la interpretación alegórica se enciende precisamente en el signo percibido como extraño, dándole una nueva significación que no procede del mundo imaginario del texto, sino del de su intérprete. Por eso no tiene que cuestionar el sensus litteralis, ya que se basa en un sentido múltiple de la escritura. (Szondi, 1997: 68)
La exégesis alegórica o alegoresis por lo general ha desempeñado un papel fundamental en todas las religiones que disponen de escrituras sacralizadas, con el objetivo de dar a las fórmulas fijas un contenido nuevo y contemporáneo y así mantener la autoridad de los textos canónicos. Su función actualizadora, que neutraliza la distancia histórica entre lector y autor, es más notable aún que en la interpretación gramatical, tanto en la hermenéutica teológica del judaísmo y del cristianismo, como en la exégesis de Homero en la Antigüedad. Si bien Dilthey consideraba más racional y “científico” el método histórico-gramatical, Maurizio Ferraris destaca que “justamente al alegorizar opera una secularización mucho más intensa, desde el momento en que la autoridad del mito es subordinada a la actualidad del presente y a la intentio lectoris”. (Ferraris, 2002: 18)
Walter Benjamin contrapone la figura del símbolo, como expresión de una totalidad, a la figura de la alegoría, reinterpretándola como quiebra de la pretendida intemporalidad de lo simbólico. Su indagación de los dramaturgos barrocos alemanes del siglo XVII tenía la intención de mostrar de qué manera la alegoría era el modo a través del cual el lenguaje de la Modernidad podía expresar su tiempo como una época de desolación y de fragmentación, aunque en cada fragmento existiera una promesa de totalidad. Frente a la reconstrucción del sentido del mundo por medio de la creación del espíritu en la obra de arte romántica, la alegoría consagra y acentúa la percepción histórica y fragmentaria de los significados textuales. Esta inversión, que parte de la temporalidad histórica, hace que en la alegoría la imagen sea sólo “una firma, sólo un monograma de la esencia, no la esencia misma tras su máscara” [1] .
Benjamin tiende a interpretar la historia en clave alegórica, como lo expresa Habermas:
Benjamin nos advierte que todo lo que la historia tiene desde el principio de prematuro, de sufriente y de malogrado se resiste a quedar expresado en el símbolo y se cierra a la armonía de la forma clásica. Presentar la historia universal como historia del sufrimiento es algo que sólo puede lograrlo la exposición alegórica. Pues las alegorías son en el terreno del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas. (Habermas, 1984: 48,49)
Habermas también destaca la reinterpretación benjaminiana de la alegoría en relación con la crítica:
La alegoría, que da expresión a la experiencia de lo sufriente, de lo oprimido, de lo irreconciliado y de lo malogrado, a la experiencia de lo negativo, se opone a un arte simbólico que simula y anticipa positivamente la felicidad, la reconciliación y la plenitud. Mientras que este último necesita de una crítica ideológica para ser descifrado y superado, aquél es en sí mismo crítica, o al menos remite a la crítica. (Habermas, 1984: 303, 304)
El drama barroco se mueve en torno a la alegoría en la medida en que ve en las ruinas el fundamento último de toda existencia. En relación a esto Ricardo Forster (2009) observa que la visión de los dramaturgos del barroco ante las ruinas de la propia Edad Media se vuelve una imagen alegórica de la retirada de Dios, aspecto desarrollado por la Cábala luriánica en el siglo XVI [2] , y que contribuye a reinterpretar el mesianismo como forma alegórica de la redención histórica, que sólo puede ser presentada o expuesta como fragmentos o ruinas del lenguaje, tal como lo entendiera Benjamin.
La alegoría mesiánica en la Cábala
La concepción básica del sistema luriano de la Cábala moderna se desarrolla según tres principios fundamentales: limitación, destrucción y reparación. Al zimzum (auto-contracción de Dios en el origen) le sigue el proceso de la “rotura de los vasos” (shevira kelim), fase de destrucción, a la que luego sigue el tikkun, o fase de restitución. A partir de esto Harold Bloom, que ha dedicado una obra exclusivamente a la cábala en su relación con la crítica, deduce que si la representación es la traducción estética del tikkun cabalístico, entonces la representación se considera como una especie de proceso de enmienda. Pero lo que se está enmendando no puede tener significado, ni presencia, ni forma, ni unidad, dice Bloom. Por ello concluye que la gran lección que la Cábala puede enseñarle a la interpretación contemporánea consiste en que el significado de los textos del retardo es siempre un significado errante, tal como los judíos del retardo fueron un pueblo errante:
Va errante el significado, como la humana tribulación o el error, de texto en texto, y, dentro de un texto, de figura en figura. Después del exilio de España, la Cábala intensificó su visión del retardo, intensificación que culminó en el mito de Luria según el cual la Creación misma se convertía en exilio. (Bloom, 1992: 82)
Si bien una de las principales tesis de los cabalistas sostiene que el movimiento en el que la creación se realiza puede interpretarse como un movimiento lingüístico, Harold Bloom interpreta este lenguaje “creador” como limitado, ya que reconoce en él una “carencia” o defecto que se refleja en la propia identidad (la de Dios, total presencia y total ausencia al mismo tiempo). La creación comienza con un elemento en la propia identidad que se contrae en un punto primordial. Dios se retira de un punto para concentrase en él. La imagen de su ausencia se convierte así en una de las más grandes imágenes que jamás se hayan pensado para su presencia:
Más que un despliegue de la fuerza creadora divina, el hombre y su universo ocupan un espacio del que Dios se ha exiliado voluntariamente. El acto primordial no es el de la revelación, sino el de la limitación, y sólo en un segundo momento la emanación luminosa divina creará al hombre primordial. Dios, desde esta perspectiva, crea desde su propio exilio, su verdad es una verdad de principio desterrada de sí misma; sólo así es posible dar paso a la Creación. Tzimtzum (contracción), como tropo poético de limitación, implica así una pérdida progresiva de significado, una carencia de sentido que impone por ello un exceso de interpretación y de escritura. (Cohen, 1999: 14) [3]
Los cabalistas habían elaborado durante siglos la técnica de la interpretación alegórica antes de que Benjamin re-descubriera la alegoría como clave del conocimiento. La mística judía y ciertas categorías cabalísticas conllevan una fuerte vinculación con la historia, como sucede, por ejemplo, en los conceptos de mesianismo y de redención:
Son las aporías del mesianismo rabínico lo que trató de resolver el sistema cabalista elaborado en Safed, Galilea, a finales del siglo XVI por Isaac Luria. Este sistema, considerado desde entonces como la expresión canónica de la visión del mundo de la Cábala, desarrolla una concepción de la historia totalmente nueva con respecto a la que subyace en las enseñanzas mesiánicas del Talmud. (Mosés, 1997: 173)
Mosés –en El ángel de la historia- describe el sistema luriano como el proyecto divino que preside la Creación y que puede imaginarse como un plan de conjunto en el que se inscriben, desde un principio, las múltiples facetas de una misma verdad. Esta verdad desde un principio se revela en forma fragmentada, y su paisaje original es ya el de la dispersión del sentido, su diseminación en semas primordiales que, en el simbolismo luriánico, reciben el nombre de almas. Este término, según Mosés, indica que el horizonte original del sentido se nos ofrece a todos desde un principio, con anterioridad a cualquier sabiduría, bajo el aspecto de lo humano. La aventura del sentido se desarrolla a través de los innumerables destinos personales, de modo que cada ser humano es responsable, en cierta forma, de realizar en el mundo la parte de verdad que encarna.
En la segunda fase de esta historia mítica del Comienzo, una catástrofe original, la ruptura de los vasos, hace estallar el mundo primordial de la verdad: las múltiples unidades de sentido (las almas) arrancadas a su paisaje común original, se ven proyectadas al mundo de la materia en donde se hunden, estallan y se rompen en innumerables fragmentos dispersos en lo profundo del mundo material. Desde el seno de este exilio, las almas diseminadas en los confines del universo, se esfuerzan por reunir los fragmentos dispersos, para reconstruir la forma original y contribuir, cada cual a su medida, a la realización en el seno del mundo concreto del proyecto inicial de la Creación:
Este mito cósmico del Exilio y de la Redención nos da, según Luria, la clave de la historia secreta de la humanidad. Porque lo que caracteriza esta doctrina es que separa radicalmente la historiavisible, que es la de los acontecimientos, de la historia invisible, que es la de las almas. La historia visible está marcada, como en la tradición talmúdica, por la discontinuidad, la imprevisibilidad, y la contingencia; sin embargo, la historia invisible que rige secretamente el destino de la humanidad, se desarrolla como un proceso continuo que, aunque tenga momentos de interrupción o de regresión, tiende de forma irresistible hacia la Redención. (Mosés, 1997: 174)
Sin embargo Móses aclara que este progreso invisible no debe confundirse con la tesis moderna de la Ilustración, de una evolución continua de las costumbres y de la civilización. El desfase entre estos dos ritmos (el visible y el invisible) en realidad es lo que muestra el carácter absolutamente imprevisible de la Redención y de la legalidad que subyace a su progresión secreta. A partir de esto es posible inferir que entre la historia visible de los Acontecimientos (que se desarrolla en el Tiempo) y la historia invisible de las Almas (que se establece en el Origen) opera un desfase o una distancia temporal que se procura restablecer mediante la alegoría mesiánica.
Así como las derrotas históricas no pueden expresarse más que alegóricamente, del mismo modo es casi imposible no vincular al mesianismo con el fracaso. La idea mesiánica está íntimamente vinculada a la experiencia del fracaso: “Para Scholem, el mesianismo nace siempre de una frustración histórica, aparece, en la conciencia colectiva, como la reparación de una pérdida, como una promesa utópica destinada a compensar las desgracias actuales.” (Móses, 1997: 160) Incluso cabe preguntarse, como lo hace Mosés, si el interés de Scholem por esta idea a partir de los años 1944-45, el estudio sistemático del mesianismo judío que entonces emprende, no estaría vinculado, como una respuesta secreta, a la constelación histórica del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra y la sensación de que el sionismo, en su fase de realización política había traicionado las esperanzas utópicas en cuyo nombre apareció. Esta degradación de la mística en política, era para él el signo de una contradicción inherente a la esencia misma del mesianismo. Este último es, en lo más profundo de sí mismo, aspiración a lo imposible. En el mesianismo judío hay una exigencia de absoluto que ninguna realidad histórica podrá satisfacer jamás. Por ello la idea judía de mesianismo es, en su esencia misma, una aporía, porque en cuanto se realiza, se niega a sí mismo:
Se caracteriza así por un aspecto trágico: la tensión mesiánica del pueblo judío siempre lo ha hecho vivir a la espera de un cambio radical de la vida en la tierra que, cada vez que parecía anunciarse, enseguida resultaba ser ilusorio. Encontramos en la mística judía una tensión permanente contra la tentación de la impaciencia, contra la intervención prematura en el desarrollo de la historia. (Móses, 1997: 161)
Se encuentra también en la conciencia religiosa judía una experiencia del tiempo muy singular: el tiempo se percibe, en su naturaleza misma, en la modalidad de la espera de lo absolutamente nuevo que se concibe como si pudiera acontecer en cualquier momento. La redención siempre es inminente, pero si tuviera lugar sería inmediatamente cuestionada, precisamente en nombre de la exigencia de absoluto que pretende hacer realidad. Esta espera permanente de un fin siempre esperado y a la vez siempre postergado, es lo que Scholem llama “la vida en suspensión”, como tensión que nunca se resuelve. De ahí que la alegoría constituya un modo apropiado para la expresión de esta tensión.
Marcelo Burello destaca que ha sido la heterogénea producción de Benjamin y su multifacética personalidad lo que ha suscitado la progresiva imposición del concepto de mesianismo en la filosofía y el ensayismo durante la segunda mitad del siglo XX. Para Benjamin, el mesianismo es un lugar de origen judío y por lo tanto puramente metafórico y sin fijación espacio-temporal, desde donde repensar la idea de progreso, tanto en su versión liberal como en su versión marxista. Burello declara en este marco que Benjamin esgrime esta noción para oponerla a todas aquellas concepciones de la temporalidad humana que presuponen una lógica continua, porque ése parece ser el sentido más originario y auténtico del mesianismo: el pensamiento de los “derrotados por la historia” (Burello, 2010: 64). De ahí que el mesianismo encuentre en la alegoría una vía fecunda de expresión, que se reconfigura también en el discurso literario de la modernidad [4] , como sucede en la obra de Kafka, por ejemplo.
Alegoría, símbolo y cita
Es en la alegoría en su configuración barroca, y no en el símbolo en su configuración en la crítica romántica, donde se encuentra la penetración más clara en la constitución del lenguaje literario. La propuesta benjaminiana de recuperar la alegoría frente al símbolo como clave de interpretación del drama barroco tiene un alcance mayor aún en Paul de Man, quien ha querido recoger este análisis y hacerlo figura global del discurso literario de la modernidad:
La alegoría nombra el proceso retórico por el cual el texto literario se mueve desde una dirección fenoménica, orientada al mundo, hacia otra gramatical, orientada al lenguaje. [5]
Mientras el símbolo postula la posibilidad de una identidad o una identificación, la alegoría designa primariamente una distancia con relación a su propio origen y, al renunciar a la nostalgia y al deseo de coincidencia, establece su lenguaje en el vacío de esta diferencia temporal. Así, impide que el yo se identifique ilusoriamente con el no-yo, aquel que ahora se reconoce total, aunque dolorosamente, como no-yo. [6]
De Man parte de la distinción entre símbolo y alegoría y de la semejanza o analogía que en ciertos aspectos encuentra entre esta última y la ironía. Mientras que en el símbolo la relación entre significado y significante sería sinecdóquica, es decir, de parte y todo, en la alegoría sería una relación más bien irónica. Siguiendo la reflexión de Gadamer en Verdad y Método, de Man constata que el atractivo del símbolo radicaría en que, frente a la alegoría, remite a la infinitud de una totalidad. Así pues, en lo que respecta al símbolo, al menos en la definición gadameriana que de Man sigue, se infiere que en él se produciría una identificación entre el significante y el significado, o que la imagen coincidiría con su sustancia.
En el símbolo concebido de esta manera se produce una especie de coincidencia espacial entre representante y representado, con una diferencia sólo de extensión entre ambos (la ya señalada de parte y todo). Esta perspectiva, cercana a una homología entre ambos polos de la representación, explicaría la supremacía del símbolo en la estética del s. XIX, en la que la que prevalece una concepción del arte donde la representación de la experiencia estética y la propia experiencia tenderían a coincidir, a identificarse. Si el espacio es la categoría central del símbolo, la alegoría tendrá como categoría constitutiva el tiempo. El signo alegórico refiere a otro signo que le precede, y con el que no logra coincidir jamás. Frente a la coincidencia del símbolo, la alegoría estaría constituida por una distancia: si el primero se caracteriza por una presencia, el segundo por la remisión a un pasado inalcanzable. Si el símbolo postula la posibilidad de la identidad, la alegoría designa siempre la distancia en relación con su origen. Éstas son algunas de las notas que caracterizan a la alegoría en la descripción demaniana, tal y como aparecen en su contraposición con el símbolo. También la ironía estaría constituida por una distancia. Ambas, alegoría e ironía se caracterizan por encarnarse en signos que siempre apuntan a algo diferente del sentido literal, algo jamás alcanzable. La disrupción o discontinuidad entre significante y significado es el rasgo central de ambos conceptos bajo la descripción claramente semántica de Paul de Man.
La ironía demaniana consiste en esta disrupción, entendida como un decir siempre otra cosa distinta de la que se dice, como una imposibilidad de fijar un significado estable, recto, como una negatividad infinita y absoluta. Interrupción, parálisis del desplazamiento tropológico que, en definitiva, viene a ser una discontinuidad, un poner en cuestión o un detener el tránsito de significados de la comunicación. Si entendemos el lenguaje como sistema de signos que remiten a significados externos o internos, al mundo o a la intención, es pertinente observar un desplazamiento tropológico en la constitución del propio lenguaje, es decir, una figuración necesaria.
Benjamin ya había insistido en que la alegoría destruye la ilusión de organicidad con la que el símbolo pretendía establecer el vínculo entre espíritu y naturaleza. El emblema que aparece en la alegoría es un fragmento de historia que recoge y construye un fragmento de naturaleza; pero carece de otro privilegio que el que el discurso le suministra y por lo tanto la vinculación orgánica con la naturaleza como fundamento de sentido se vuelve imposible. Benjamin habla así del “ mandamiento que ordena la destrucción de lo orgánico de forma tal que el verdadero significado que había sido escrito y fijado pudiera ser recogido en pedazos.” [7] Los procesos de significación alegórica acaecen así como fragmentos en el lenguaje. El lenguaje mismo es una “cesura” en la que se constituyen, se enlazan y se enfrentan las dimensiones de sentido y de referencia.
Por ejemplo, en el teatro barroco alemán, el luto es un sentimiento que reanima el mundo vacío al colocarle una máscara, y en ello radica su esencia: “ La máscara que le ponen al mundo los poetas y dramaturgos –en luto por el desamparo cósmico- está formada por un conjunto enigmático, de naturaleza cuasicabalística, de símbolos, alegorías, emblemas y jeroglíficos.” (Bartra, 2005: 138) Benjamin encuentra en el luto la última categoría revolucionaria, la de la redención, como ha sugerido Adorno. La mirada melancólica despoja de vida a los objetos al transformarlos en alegorías. Al morir, el objeto deja de irradiar su propio sentido o significado. Ahora es el alegorista quien le da significado, quien escribe un signo que transforma el objeto en algo distinto.
Al respecto señala Bartra:
Aunque Benjamin era consciente de las grandes limitaciones de la mirada melancólica de los dramaturgos barrocos, no dejó de comprender que la melancolía, como expectativa mesiánica, da voz a la promesa teológica de redención del mundo y se transforma en un modelo de esperanza, como señala Pensky inspirado en un ensayo de Adorno sobre Kierkegaard. Habría una melancolía heroica que pudiera ser descrita con la bella imagen de Adorno: las lágrimas amargas en los ojos de un lector que trata arduamente de resolver un acertijo le proporcionan la óptica necesaria para descifrar en el texto del mundo las señales de la redención. (Bartra, 2005: 140)
En realidad la alegoría, en la perspectiva benjaminiana, al igual que la colección y que la cita, tiene algo de revolucionario. Hannah Arendt señala que Benjamin podía comprender la pasión del coleccionista con una actitud semejante a la del revolucionario: “Coleccionar es la redención de las cosas, que es complementar la redención del hombre” (Arendt, 2001: 204), porque en ese sentido se las está liberando de su “ labor monótona de la utilidad”. Y eso ocurre también con los libros, que no tienen que ser totalmente leídos por un bibliófilo, sino, simplemente, “coleccionados”. Del mismo modo, cuando se procura el significado de un texto, cuando se presupone que dicho significado existe, entonces se experimenta la tranquilidad de que el texto es “útil”, porque posee un sentido. Pero si se suspende la relación inmediata con el sentido, si damos lugar a la diferencia y a la errancia, entonces el texto ya no tiene que ser útil. O quizá lo que surge de una lectura es una “utilidad” diversa o diferente, de otro orden.
Algo similar sucede en el uso de la cita por parte de un escritor. A pesar de ser él quien escribe, eso que escribe no procede de él, ya que tiene su origen en otro lugar y en otro tiempo; y, más aún, él mismo, en el acto de copiar, se debe a esa alteridad. Algo ha de faltarle al pasado para que el presente pueda citarlo, y la cita sólo es posible si el presente es el tiempo de advenimiento de un pasado que reclama su consumación, es decir, su redención. Eso que el pasado ha descartado como inútil, como inservible, es lo que el presente puede y debe rescatar; y la descontextualización, la cita, es el método de este rescate:
Arrancada de su contexto, la cita, la palabra misma, ya no dice nada de su supuesta utilidad originaria, no dice nada de la intención a la que en un principio debía responder, escapa a toda intención para entregarse a la celebración de su verdad, a la manifestación de su belleza, para entregarse a esa celebración que es pura expresión, pura comunicación. (Collingwood-Selby, 1997: 67)
Citar un texto significa interrumpir el contexto al que pertenece. La cita, al igual que la alegoría, no representa, sino más bienpresenta o expone, de ahí su diferencia, su desvío, con respecto al contexto original de su producción. El acto de citar constituye una tarea de demolición, más que de conservación, como observa Agamben (2006). El concepto de interrupción resulta clave para la crítica del tiempo histórico de Benjamin [8] , dominado por las ilusiones de un progreso indefinido, reunidas en torno a una narrativa lineal y homogénea cuyo único destinatario es el discurso de los vencedores, como se desprende de sus Tesis sobre el concepto de historia.
Si el símbolo presenta cierta motivación (o analogía) entre significante y significado, la alegoría en cambio implica una brecha entre ambos. La significación alegórica varía en función de la diversidad de los contextos históricos, y por lo tanto no es posible unificar su sentido. Es decir, no es posible que se produzca plenamente una fusión de horizontes, ya que el vínculo con el pasado se quiebra, y es superado por el horizonte y la intencionalidad del presente. Entre la literalidad original del texto y el nuevo significado se abre una diferencia irreductible, que impide clausurar el sentido de la alegoría. Para que pueda surgir la nueva interpretación, es necesario que se interrumpa o se suspenda la significación original del horizonte de producción del texto: “ Pero la cita no es, como ya habrá podido intuirse, sólo celebración de un original rescatado de su mudez, sino también una especie de destrucción. Como reproducción del original, la cita pone en cuestión toda originalidad.” (Collingwood-Selby, 1997: 68)
La copia hace que el original sea desplazado a través de la repetición, haciendo impensable un origen entendido como comienzo del texto. La copia del original es una especie de desdoblamiento. Pero en la repetición el original queda por siempre desplazado, y entonces sólo puede entenderse como desplazamiento. En realidad no es la copia la que da lugar a la diferencia, sino la diferencia la que hace posible la copia. La copia, en lo que la distingue del original, delata la diferencia radical que da lugar al original mismo, acusa en el original y en el origen una diferencia -pone de manifiesto que la diferencia es el origen del origen. Únicamente una diferencia al interior del original mismo podría dar lugar a su reproducción, a su desdoblamiento. Lo que la cita reproduce -o más bien rescata- es lo que en el propio original ha sido olvidado, su propia diferencia. En otras palabras, lo que la copia, en su relación inolvidable con el original, pone en cuestión, es la continuidad y homogeneidad del tiempo, su linealidad. La cita, como advenimiento de un pasado que ha sido olvidado, apunta a un origen que está desde siempre diferido, un origen que en sí mismo puede entenderse como deseo: deseo de su propia consumación, deseo de asistir a su cita futura -cita en la que fugazmente habrá de recuperarse [9] .
Lo mismo cabe decir con respecto a la alegoría en su relación con su significación o interpretación originaria, con la que se establece una brecha, una diferencia irreductible.
Alegoría y deconstrucción
En el marco hasta aquí desarrollado es posible sugerir que la alegoría, en su reconsideración benjaminiana y demaniana, prefigura la interpretación deconstruccionista de la lectura como diferencia, distancia y desvío. Con la radicalización efectuada por Derrida, sobre todo en sus primeras obras, la relación con el texto no es el desafío de superar el malentendido de la distancia temporal, sino más bien una experiencia de interrupción y de separación. Toda interpretación, en el horizonte de una hermenéutica del sentido, por el contrario, está ya acordada de inicio, basada en el presupuesto de que el texto tiene un sentido, garantizado por la continuidad de la transmisión histórica. Pero si la escritura es “la huella muda de una tradición caduca” (Ferraris, 2002: 214) la lectura como interpretación es un proceso sin fin, una deriva perpetua, una experiencia de errancia en la que no importa tanto el sentido verdadero del texto, sino su transmisibilidad, es decir, su reproductibilidad significante, que deja en suspenso al sentido.
No es posible saber qué cosa significa un texto transmitido por una tradición opaca, dice Derrida (1981). Si no hay sentido verdadero de un texto, es porque no poseeremos jamás el contexto que lo define. La deconstrucción se acerca así al método alegórico, aunque éste resuelve esa brecha otorgando un sentido nuevo al significante original cuyo significado se ha vuelto opaco, lo que implica una variedad de interpretaciones en función de los diversos contextos históricos. La gramatología interpreta la tradición como un texto sin voz, cuya felicidad de interpretación no depende de su conformidad con un sentido acordado (por lo demás, conjetural), sino por su felicidad en cuanto a sus efectos. Si bien para Gadamer el valor de un texto está dado por la historia de los efectos, la diferencia es que los hace depender de la historia, de la mediación entre historia y verdad.
En la deconstrucción, la literalidad material del texto es su condición de posibilidad, que se ofrece como espacio de lectura y reproductibilidad. No hay clausura en torno a un sentido privilegiado, sino que se insiste en el retorno de lo mismo como otro, en tanto indicio inquietante de la inagotabilidad del sentido en el gesto de la escritura que lo hace presente.
Si leer consiste en experimentar la inaccesibilidad del sentido, se produce el corrimiento de la noción de lectura de las hermenéuticas instaurativas. No hay sentido escondido detrás de los signos, porque la experiencia del texto supera dicho concepto tradicional de lectura. Lo que se lee es una cierta ilegibilidad. Se pone énfasis en la errancia, mientras que en la fusión de horizontes gadameriana no hay tanta alternativa para esta errancia del significado. Leer errando es asumir un riesgo. El lector en su errancia tiene la posibilidad de establecer cómo el texto se autodeconstruye, y de este modo reconocer los límites de toda travesía hacia el sentido
La lectura deconstructiva se desliza así en la superficie rugosa de los textos. Uno de sus gestos constitutivos son las diversas modalidades de los injertos que se van tramando en su textura. Donde el logocentrismo ha leído una superficie lisa, homogénea y sin grietas ni fisuras, la estrategia deconstructiva muestra una inserción, la marca de un desvío, la mixtura de un hibridaje.
En varios de sus numerosos ensayos, Derrida aborda un texto desconocido o desplazado y lo inserta en una textualidad mayor, reconocida como principal por la tradición, o parte de una nota al pie de página y la trasplanta al centro de un discurso. Esta estrategia hace coincidir las operaciones de deconstrucción discursivas con los movimientos de lectura/escritura que invierten la oposición central/marginal. Derrida a veces toma un elemento marginal en un texto (por ejemplo, una nota a pie de página o un texto menor, normalmente despreciado) y lo eleva a punto central de la obra. Aplica con ello lo que ha llamado la lógica de la suplementariedad : lo que se ha dejado a un margen por los intérpretes anteriores puede ser importante precisamente por esas razones que lo marginaron. Al invertir la jerarquía, se muestra que lo que anteriormente se ha creído marginal es, de hecho, central; pero, por otro lado, se cuida que este elemento marginal, al que se ha atribuido una importancia central, no se convierta en un nuevo centro, sino en un lugar de subversión de las distinciones establecidas [10] .
En la concepción de la “cita” de Benjamin ya encontramos huellas de esta lógica de la suplementariedad. Al suspenderse la intención originaria de sentido, sólo queda la escritura como devenir de la diferencia:
En su descontextualización la cita se ve liberada de la opresión avasalladora de una voluntad que en el clamor del uso silencia a la lengua y condena a la palabra a ser mero instrumento, herramienta de una arrogancia; se libera de su valoración utilitaria para ser rescatada como valor, en la gratuidad de su pura exposición. (Collingwood-Selby, 1997: 67)
Sin embargo, en la deconstrucción ni siquiera este valor está asegurado. La posibilidad constitutiva del texto, sobre todo el literario, de ofrecer una magnitud de sentido inalcanzable, hace que la errancia del lector tenga como destino final la incompletud, cuestionando así el prejuicio de compleción de la hermenéutica de Gadamer [11] .
Peter Sloterdijk señala -siguiendo a Régis Debray y a Derrida- que “si la última palabra de la filosofía empujada a sus márgenes había sido « el escrito » , la palabra siguiente del pensamiento sólo podía ser « el medio » (médium)” (Sloterdijk, 2008: 59) A ello se debe el hecho de no reconocer hoy los desfases y desfiguraciones como un mero efecto de las operaciones de lo escrito, tal cual lo proclamó la deconstrucción, sino, más aún, como el resultado del “lazo entre el texto y el transporte”. La actividad de diferenciación debe considerarse entonces como un “fenómeno de transporte”. El relato bíblico del Exodo muestra entonces el interrogante sobre si lo que tenía que ponerse en escena era aquí la aventura del transporte de la antigua humanidad, en cuanto vector errante de una significación sagrada:
Al mito de la partida se asocia el mito de la movilización total, en la cual un pueblo entero se transforma en un bien mueble, propiedad de otro y autoportante. En ese momento, la totalidad de las cosas deben ser reevaluadas desde el punto de vista de su transportabilidad, bajo el riesgo de tener que dejar atrás todo aquello que es demasiado pesado para portadores humanos. De tal manera, la primera reevaluación de todos los valores se relaciona con la dimensión de las cargas. (Sloterdijk, 2008: 63) [12] .
Si la tradición transforma la sabiduría en la coherencia de una verdad transmisible, Benjamin observa que sin embargo Kafka intentó algo totalmente nuevo, al sacrificar la verdad por aferrarse a la transmisibilidad. Lo logró al realizar cambios decisivos en las parábolas tradicionales o al inventar nuevos relatos en el estilo tradicional. Incluso el hecho de que Kafka llegara hasta el fondo de este pasado poseía la peculiar dualidad de querer preservar y destruir al mismo tiempo. También para Scholem, la Ley representa en Kafka una metáfora de la idea de sentido, el cual se ha retirado; y la crisis del relato que refleja su obra, la imposibilidad de la tradición de la verdad, que sin embargo sigue testimoniando una forma de relatar la historia. [13] O sea, una forma de transmisión.
El mesianismo es reinterpretado como una forma alegórica de transmisión en el discurso literario de la modernidad, en el cual por cierto ya no importa su contenido de verdad, sino más bien su transmisibilidad. De esta manera, a través de la literatura, la historia secreta de las verdades originales (incluso cuando ya se han olvidado y se han vuelto “inútiles”) se sigue relatando.
A propósito del transporte y de la transmisión, ya desde la Antigüedad, “en la elocutio (campo de las figuras), las palabras son <<transportadas>>, <<desviadas>>, <<alejadas>>”, de su hábitat normal, familiar” (Barthes, 1990: 156), y en ello consiste el fundamento de la alegoría. Así como en el símbolo en su concepción romántica lo inexpresable es traído al lenguaje, la alegoría, más que comunicar determinado sentido, más bien, simplemente, transmite algo. Se comporta como un vehículo de transmisión de un sentido que en realidad no puede fijarse ni clausurarse jamás. No representa ya el sentido previo del texto, sino que lo expone en una nueva o diferente presentación, tras su previa descontextualización, como en la cita benjaminiana.
En la deconstrucción esta errancia del sentido es mucho más profunda, y por ello desde allí sólo cabe el riesgo de la experiencia interminable e inconclusa de la lectura y de la escritura, experiencia en la que no importa tanto el contenido de verdad del texto, ni su sentido pasado ni presente, ni su intención, sino su transmisibilidad, su iterabilidad, es decir, su escritura y su re-escritura infinitas.
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Notas
[*] Doctora en Letras Modernas. Investigadora con cargo del Area Letras del Centro de Investigaciones María Saleme de Burnichon, UNC. Profesora Titular de Hermenéutica y Crítica Literarias, Fac.de Filosofía y Humanidades, UCC. anderlinisilvia@gmail.com
Recibido 06/2011. Aceptado 08/2011
[1] Walter Benjamin. Ursprung des deutschen Trauerspiels. (Origen del drama barroco alemán). Citado por Thiebaut, 1991: 65.
[2] El judaísmo místico encuentra en la Cábala su mayor expresión, “saber secreto que tiene la virtualidad de situarse en medio de otros saberes de una manera subrepticia e inquietante, vinculándose a tendencias gnósticas y esotéricas” , según la define el Diccionario de Hermenéutica (p. 75). La Cábala tuvo su auge en la Edad Media y resurge con una fuerza especial, renovada e inusitada en el siglo XVI, con la llamada “segunda Cábala”, llamada también “cábala luriánica”.
[3] Al respecto, señala Ricardo Forster: “La clave del pensamiento judío (de cierto pensamiento judío que se ha desplegado en conflicto con el tronco principal de la tradición talmúdico-rabínica) es precisamente esta idea de la nada como condición indispensable para que “la creación sea”... Cierto judaísmo se planteó la exigencia impostergable de pensar ese Abismo, de dirigir la atención no al gesto omnipotente de la creación ex nihilo, sino hacia la revocación de ese exceso de Dios... Un juego donde el vacío del origen quiebra la egocéntrica figura del tiempo presente remitiendo siempre a una falta... Eso es el judaísmo: la experiencia irrecusable de una deriva, la permanencia de una lógica de la interpretación que sabe desde el vamos que siempre deja un resto, ese otro que bloquea cualquier certeza conclusiva”. (Forster, 1999: 31).
[4] Stéphane Mosés ha establecido una relación primordial entre ciertas categorías cabalísticas y algunos aspectos de la crítica literaria al referirse a la utilización filosófica por parte de Benjamin de nociones teológicas como Creación, Revelación, Redención, y su lectura de los textos bíblicos como portadores de una forma de inteligibilidad específica, y la importancia que le concedía a los conceptos de doctrina y tradición, que sin duda marcaron también la trayectoria intelectual de G. Scholem. Lo que a Scholem le atraía de la Cábala no era un universo irracional, sino el “descubrimiento intuitivo de una racionalidad diferente” (Mosés, 1997: 158). Entre los muchos temas de la mística judía que ha estudiado Scholem, el del mesianismo es sin embargo uno de los que aparecieron más tardíamente en su obra.
[5] Paul de Man, The Resistance to Theory, Minneapolis, Univ. of Minnesota Press, 1986, p. 68. Citado por Thiebaut, 1991: 63.
[6] Paul de Man, Blindness and Insigh. Essays in the Retoric of Contemporary Criticism , Minneapolis, Univ. of Minnesota Press, 1986, p. 207. Citado por Thiebaut, 1991: 64.
[7] Walter Benjamin. Ursprung des deutschen Trauerspiels. (Origen del drama barroco alemán) . Citado por Thiebaut, 1991: 65.
[8] Sobre la noción de interrupción en Benjamin Cfr. Forster, Ricardo (2009.b) “El estado de excepción: Walter Benjamin y Carl Schmitt como pensadores del riesgo”, pp. 61-71; y también Galende, Federico (2009) “Destrucción, continuum, interrupción”, pp. 49-64.
[9] “But if the act of copying serves to redeem or raise the fallen language of the original into a new (Messianic) light, this Aufhebung also observes an opposite impulse -to cancel the original by mimesis, to erase it by repetition.” Richard Sieburth, Benjamin the scrivener, pp. 29-30. “Pero si bien el acto de copiar sirve para redimir o levantar e introducir al lenguaje caído del original en una nueva luz (mesiánica), esta Aufhebung también obedece a un impulso contrario -cancelar el original mediante la mímesis, borrarlo mediante la repetición”. Citado y traducido por Collingwood-Selby, 1997, pp. 68,69.
[10] Cfr. Culler, 1984: 125.
[11] Este presupuesto, o anticipo de compleción, según Gadamer, preside toda comprensión e implica que sólo es comprensible lo que constituye realmente una unidad de sentido acabada. Cfr. Gadamer (1992) “Sobre el círculo de la comprensión (1959)”, pp. 63-70.
[12] Desde esta mirada, el pueblo judío “logró transcodificar a Dios, trasladarlo del medio de la piedra al del pergamino” (Sloterdijk, 2008: 64) Sloterdijk cita a Régis Debray en Dios, un itinerario: materiales para la historia del Eterno en Occidente : “En consecuencia, lo divino cambia de manos: de los arquitectos pasa a los archivistas. Deja de ser monumento para ser documento (…) Con un Absoluto en caja, un Dios bien guardado, el sitio de donde se viene importa menos que el sitio a donde se va, a lo largo de una historia dotada de sentido y dirección.” (Ibid: 64) Es decir que el destino, los proyectos, la tierra prometida, importan mucho más que el origen, en este marco.
[13] Cfr. Mosés (1997) Cap. 7 “Kafka, Freud y la crisis de la tradición”, pp. 177-202.