LA CONSTRUCCIÓN DE LA SUBJETIVIDAD EN DOQUIER DE ANGÉLICA GORODISCHER
Cecilia Inés Luque*
Resumen:
El soliloquio de quien narra funciona como discurso autobiográfico que construye una imagen identitaria singular. Se analizan las relaciones delautós de dicho discurso con el bios, las del autós con el grapho, y las huellas de la interlocución del Otro, para dar cuenta de los procesos constitutivos de la subjetividad de este personaje.
La imagen de sí resultante es la de una subjetividad excéntrica pues se construye sobre paradójicas relaciones con dos paradigmas ideológicos que en su tiempo funcionaban como parámetro de inteligibilidad de la persona: la moral católica y la diferencia sexual heterosexista. También aparece como una subjetividad interlocuada pues las relaciones dialógicas con los demás desestabilizan y rearticulan previas imágenes que de sí tenía quien narra .
La subjetividad excéntrica e interlocuada de quien narra reemplaza la noción moderna de sujeto por la categoría de agente social: una entidad no homogénea sino múltiple, contradictoria y contingente, siempre susceptible a las transformaciones.
De este modo, la novela desafía a pensar al sujeto en términos diferentes a los de nuestros automatizados patrones de inteligibilidad.
Palabras clave : GÉNERO - DISCURSO AUTOBIOGRÁFICO – SUBJETIVIDAD - SUJETO EXCÉNTRICO
Abstract:
The inner monologue of the narrator works as an autobiographical discourse that constructs a singular identity image. In order to account for the constitutive processes of the subjectivity of this character, the links between the autós and the bios of that discourse are analyzed, also the links between the autós and the grapho , and the traces of the dialogue with the Other.
The resulting self-image is that of a subjectivity whose eccentricity is marked by its distance with respect to two ideological paradigms which were at the time a measure of intelligibility of the person: the Catholic moral and sexual difference as defined by heterosexist thougth. That subjectivity is also marked by the dialogical relations with others, which destabilize and re-articulate previous self-images of the narrator character.
The characteristics of the narrator’s subjectivity replace the modern notion of subject by the category of social agent: an entity not homogeneous but multiple, contradictory and contingent, always susceptible to change.
Thus, the novel poses the challenge of thinking the subject in different terms from those of our automated patterns of intelligibility.
Keywords: gender – autobiographic discourse – subjectivity - eccentric subject
*Profesora Adjunta, Programa Interdisciplinario de Estudios de Mujer y Género, Centro de Investigaciones “María Saleme de Burnichon”, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba. Teléfono particular: (0351) 476-0488 correo electrónico: cecilialuque@gmail.com
Enviado 06/2011. Aceptado 08/2011
LA CONSTRUCCIÓN DE LA SUBJETIVIDAD EN DOQUIER DE ANGÉLICA GORODISCHER
La novela Doquier (2002) de Angélica Gorodischer es, entre otras cosas, un elegante ejercicio de imaginación que nos desafía a pensar al sujeto en términos diferentes a los de nuestros automatizados patrones de inteligibilidad.
La trama nos enfrenta con varias mascaradas relacionadas entre sí, [1] y los epígrafes que encabezan cada capítulo nos dejan provocativas pistas para develar los misterios que ellas implican. Así, René Magritte nos advierte que “toda cosa visible esconde otra cosa que no es visible”, Víctor Hugo nos recuerda que “no vemos jamás más que un solo lado de las cosas”, y William Blake nos provoca diciendo que “un tonto no ve el mismo árbol que un hombre sabio ve”.
Sin reclamar con este trabajo estar en posesión de alguna especial sabiduría, voy a analizar la mascarada más importante de la novela, [2] para señalar cuáles son las cosas que se muestran y se ocultan cuando una persona construye su propia imagen, y para reflexionar un poco sobre nuestros hábitos mentales de ver siempre sólo un determinado lado de ciertas cosas.
Quien narra, cómo y qué
En Doquier quien narra se auto-presenta como centro articulador de la vida social de una innominada ciudad portuaria latinoamericana de fines del siglo XVIII: [3] su casa es la sede a la cual se arrima todo aquel que quiere dar o recibir información sobre alguien más, so pretexto de buscar las pócimas curativas que allí se venden o las opiniones de la respetable y avezada persona que las prepara.
La trama de la novela consiste en las intrigas y peripecias que suscita la llegada de Raimundo, sobrino de otra persona prominente de la ciudad, quien viene desde España al Nuevo Mundo para disponer de los bienes de su misteriosamente desaparecido tío Casiano. El argumento se va desarrollando a lo largo del extenso soliloquio de quien narra, [4] en el cual se incluyen también sus propias intervenciones en tales peripecias, sus relaciones con los otros personajes involucrados, sus reflexiones filosóficas al respecto.
Debido a que el discurso autodiegético de este soliloquio también va dibujando la identidad subjetiva de este singular personaje, funciona en cierto modo como un discurso autobiográfico.
El discurso autobiográfico es una instancia interpretativa de acontecimientos, mediante la cual quien lo enuncia construye, proyecta y sostiene una imagen particular de sí desde una situación biográfica concreta y mediante ciertos recursos narrativos. Desglosemos esta definición:
En primer lugar, se habla de “instancia interpretativa” y no de “instancia representativa” porque no se trata de un mero “volver a hacer presente las cosas” mediante el lenguaje, sino de un complejo proceso por el cual se seleccionan para contar algunos datos vivenciales en virtud de algún criterio previo de relevancia, y se los conecta mediante una estructura narrativa que los organiza y les da un sentido particular.
La imagen de sí es el “yo” de quien enuncia, es su identidad subjetiva. Se trata del cúmulo de imágenes, recuerdos y experiencias que han ido sedimentándose en la conciencia de una persona concreta a lo largo de su vida, y que constituyen las predicaciones que dicha persona atribuye a ese “yo”. Ahora bien, esas experiencias identitarias, aunque sean concretas, únicas e irrepetibles, están íntimamente vinculadas con lo que socio-culturalmente esa persona está autorizada a ser y hacer: es decir, con la noción de sujeto. El sujeto es quien tiene derecho de participar en el mundo mediante sus acciones y sus palabras, es quien tiene la autoridad necesaria para ejercer ciertas prácticas en un determinado contextos social.
La situación biográfica concreta desde la cual se enuncia un discurso autobiográfico está vinculada con las condiciones materiales y simbólicas de la autorrepresentación: La ubicación -temporal, social, moral- desde la cual alguien cuenta su vida, a quién y por qué se la cuenta, etc..
Finalmente, los recursos narrativos se refieren a las imágenes, las estructuras discursivas, las estrategias de develamiento u ocultamiento de información con las cuales quien enuncia va dándole forma y sentido a la propia vida como material narrable.
El desglosamiento etimológico de los semas de esta palabra nos remite a los tres componentes básicos de este tipo de discursos: autós (autoconstrucción del propio retrato), bios (vida como referente del discurso), grapho (la escritura que pone en discurso tal retrato y convierte la vida en texto que predica al sujeto “yo”). EnDoquier, la intriga delimita la experiencia vital narrada, el bios, mientras que el uso particularísimo que quien narra hace del lenguaje para componer, sustentar y manifestar una determinada imagen de sí constituye los aspectos de autós y grapho.
Lo que se muestra y lo que se oculta: Autós y bios
En esta sección vamos a explorar los modos en que quien narra selecciona del complejo cúmulo de datos que componen su experiencia vital aquellos que considera relevantes –ya sea para mostrarlos o para ocultarlos ante la sociedad- y los organiza en una narración que los interpreta como hitos de la vida de alguien que dice “yo”. Es decir, vamos a examinar la relación mutuamente constitutiva entre la autoconstrucción como proyecto y el referente del discurso autobiográfico.
Pues bien, y como ya adelantáramos, los datos vivenciales seleccionados por quien narra son todos aquellos vinculados directa o indirectamente con la inminente llegada del sobrino de Casiano y su instalación en la casa vacía de su tío.
Resulta que quien narra había fingido una enfermedad inmovilizadora ante toda la sociedad porque desde que viera a Casiano se había propuesto entablar un amorío con él. La fingida parálisis le había servido de pantalla para evitar que sus vecinos sospecharan primero que mantenía relaciones clandestinas con un hombre casado, y luego, que lo había asesinado en un arranque de despecho Por eso, cuando se entera de la próxima llegada de Raimundo, quien narra vuelve furtivamente a la casa para sacar de allí el cadáver de Casiano, pero para su gran sorpresa alguien ya le había ganado de mano. Entonces, desde la inmovilidad de su sillón, intenta descubrir quién le ha escamoteado el cuerpo de su amante muerto; y cuando llega el muchacho, cultiva su amistad como estrategia para desviar cualquier suspicacia suya sobre el crimen.
Quien narra repasa intensamente cada aspecto de esta intriga, y su soliloquio nos va informando con lujo de detalles quién le trajo la noticia del inesperado arribo de Raimundo, cuáles fueron las circunstancias en las cuales la recibió, cuáles fueron sus conjeturas al respecto, con quién las comentó –y a quiénes se las ocultó-, cómo fue planeando sus acciones, etcétera. A veces, esta superabundancia de información parece trivial o irrelevante -por ejemplo, se usan doce páginas de una prosa proliferante y derivativa para decirnos que el día en que recibió la noticia era martes-; sin embargo, en ella están las claves para reconocer los nodos que articulan la subjetividad de quien narra.
El mayor de los nodos es su pasión por lo oculto, y lo oculto tiene varias formas. La primera es la de su identidad.
La imagen de sí que quien narra construye, sostiene y proyecta socialmente para interactuar con los demás es un simulacro, una impostura, puesto que está cuidadosamente elaborada para mantener oculto y protegido un núcleo de identificaciones que quiere reservar para sí. Y si bien la irrupción de Casiano en su vida le había creado la necesidad de fingir, la mascarada no ha comenzado con la aparentada invalidez, ni se limita a ella: todo lo que sus vecinos conocen de quien narra es una invención, o mejor dicho, una reinvención, creada a medida cuando llegara a esa ciudad portuaria huyendo de una vida anterior.
Para mantener dicho simulacro, quien narra oculta también su inteligencia y su astucia, atributos que le permiten ver más allá de lo que la gente aparenta, manipular a su favor la información así adquirida, y ejercer un insospechado poder social sin moverse siquiera de su silla y de su casa.
Pero además, quien narra protege de la curiosidad ajena un núcleo “completamente mío y secreto, algo que yo jamás traicionaría y de cuya escondida existencia las gentes jamás sabrían nada pero que a buen seguro teñiría todas mis acciones y mis palabras; algo que me hiciera ser quien era, quien soy, como era, como soy” (Gorodischer 2002: 189).
Parte de ese núcleo es su rudimentaria pero intensa percepción de otra de las formas de lo oculto: ese Algo por lo cual los seres humanos son más que simple materia.
A quien narra le resulta “difícil si no imposible imaginar a un imponente señor de larga barba blanca sentado en su trono de oro” (Gorodischer 2002: 60-61) impartiendo Justicia Divina y Eterna, no lo puede creer. Pero sí cree que hay “ algo que nos sustenta y que nos apremia. Hay algo que nos rige con la mano suficientemente suelta como para que sintamos que somos dueños de nuestra vida y de nuestra muerte. Hay algo que está en alguna parte, no precisamente en el cielo y sí quizá junto a cada una y cada uno de los seres que habitamos este mundo. O dentro. O dentro y fuera,” (Gorodischer 2002: 61).
Ese algo, sospecha, es el saber, o mejor dicho el afán de conocimiento, una pasión que nos lleva a escudriñar los signos de ese Algo con las pobres pero únicas herramientas de que los seres humanos disponen: la razón y el lenguaje.
Para quien narra, esos signos son las estrellas, y las contempla noche a noche con un telescopio desde la secreta privacidad de su dormitorio. Éste es uno de los tantos hábitos que quiere mantener oculto y protegido, porque el conocimiento así adquirido le da un margen de superioridad: cualquier persona, al constatar la inmensidad feroz, inmarcesible, ingobernable del Universo puede aprehender la fugacidad y la pequeñez de las vidas humanas; pero sólo quien narra ha visto también “el infinito poder que emana del pensamiento y la razón,” (Gorodischer, 2002: 193), poder que si bien no alcanzará nunca para arrancar al cielo sus secretos, es suficiente para obtener un saber que ayuda a bien vivir y morir.
Quien narra ha aprendido de los sufrimientos y las miserias de la gente que todo lo que pasa es consecuencia de las acciones humanas y no de determinaciones divinas, y ha asumido, por ende, que es necesario hacerse cargo de las propias acciones. Y eso implica tener conciencia crítica.
Conciencia de que la vida es un infierno, sí, en el que hay dolor y sufrimiento, pero un bello infierno, en donde también hay goces para el cuerpo y el pensamiento; conciencia de que todo en la vida, sufrimientos y goces, tienen una utilidad y una importancia en la naturaleza sagrada del universo, el cual tiene un diseño pero no un designio providencial. Entonces, el espíritu crítico de esa conciencia permitirá equilibrar los placeres de la vida y las amarguras de la mortalidad, o en palabras del escritor japonés Okakura Kazuko, esperar el gran Avatar mientras se degusta una taza de té. [5]
Por ende, la conciencia crítica también exige revisar los paradigmas mediante los cuales se interpretan y se valúan sufrimientos y goces humanos, como así también los protocolos de acción al respecto. Y aquí entra la impiadosa apreciación que quien narra hace de la Iglesia católica, sus autoridades, su moral y sus modelos de conducta.
Para empezar, quien narra siente simpatía por las mártires, mas desconfía de los santos, sobre todo si también han sido jerarcas de la Iglesia, como obispos o papas. Admira y envidia un poco a las mártires porque sospecha que habían alcanzado a ver “el arcano que deseamos y que tememos”, (Gorodischer 2002: 137), y que por eso eran capaces de marchar cantando al suplicio. Pero considera que la mediación entre Dios y los hombres ofrecida por los santos es una pretensión inútil, ya que nada ni nadie puede ayudarnos providencialmente a bien vivir ni a bien morir.
Por otra parte, considera que las acciones de la gente con la cual trata cotidianamente, e incluso las acciones de más de un santo, le demuestran fehacientemente que las mezquindades humanas han vaciado de sentido a la moral religiosa.
Por de pronto, desconfía de los curas que no se permiten apreciar los simples placeres de la vida –o peor, que fingen no permitírselo-, y se la pasan conminando a los demás a ganarse la salvación a fuerza de abnegarse y reprimirse. Y quien narra directamente detesta “la gazmoñería de las beatas olorosas a incienso y a poca higiene,” (Gorodischer 2002: 92), capaces de dejar morir a un recién nacido sólo porque es bastardo y porque “ése debía ser el destino de los hijos del pecado,” (Gorodischer 2002: 93).
En el fondo, quien narra cuestiona la noción misma de santidad: se pregunta por qué glorificar acciones basadas en una fría certeza de que ese Algo Superior en que se cree ciegamente avala las crueldades que se cometen en Su nombre; se pregunta por qué ensalzar creencias que no sirven para entender “de qué estofa está hecha la vida, ( . . . ), cómo se pierde y se gana la muerte, con qué garras, manos, puños, se defienden las gentes del vasto desierto del destino,” (Gorodischer 2002: 105).
Entonces, ante la conciencia de la fragilidad y la fugacidad de la vida humana, y ante la certeza de que no hay un Dios que ayude a vivir y morir, la única brújula disponible para navegar por el mar de la caótica vida humana es una ética que ofrezca protección contra las desdichas y la crueldad que le son inherentes. Esa ética está basada por un lado en un profundo y empático conocimiento de lo que atormenta a los seres mortales, y por el otro en un gozoso carpe diem. Y no tiene mandamientos: “No recomiendo a nadie nada. Cada quien puede, si es que puede, hacer como le plazca,” (Gorodischer 2002: 31). El único imperativo es el impulso humano básico de esquivar el sufrimiento y mantener a raya la crueldad; cada situación particular dictará si eso ha de lograrse actuando en beneficio ajeno (como en el caso de la manipulación del curita de la Anunciación, para lograr la cristiana sepultura de la niñita de los Alcázar) o actuando de manera individualista y hasta egocéntrica (como en el caso del asesinato de Casiano).
La ética de quien narra no tiene mandamientos porque, al no haber una vida más allá de la muerte, los castigos y las recompensas no tienen sentido. Tampoco tiene salvación –al menos, no en el sentido cristiano- sino un estado de libertad de espíritu, el cual consiste en liberar al deseo de las necesidades y las limitaciones que impone la vida y dejar que su energía impulse esa ensoñación o quimera que, para cada quien, “ha de contener toda la magnitud, toda la intensidad del universo,” (Gorodischer 2002: 136) y ha de darle sentido a su existencia.
Se trata de una ética basada en el axioma de que existen fuerzas contradictorias en el seno de cada ser humano, las cuales lo inclinan tanto para el bien como para el mal; y está planteada como el encuentro del propio deseo con los deseos de los otros, para “elaborar, en este encuentro, momentos de acuerdo siempre frágiles y siempre renegociados,” (Collin 1992: 89). Se trata, en resumen, de una ética radicalmente distanciada de la moral dominante en la sociedad de la época.
Quien narra construye la imagen de sí a partir de experiencias vitales en las cuales pone en evidencia su oposición crítica a los paradigmas morales de la Iglesia católica, la cual llega a veces a manifestarse como deliberada transgresión. Ahora bien, esa misma oposición indica que quien narra reconoce dichos paradigmas como constitutivos. Sin dudas, esta persona ha recibido constantemente la interpelación de la ideología católica, [6] por la cual se le exhorta una y otra vez a aceptar ciertas interpretaciones del Bien y del Mal, y sin dudas las ha asimilado lo suficientemente bien como para fingir convincentemente en sociedad su acatamiento. Sin embargo, sus creencias hacen evidente su relación paradójica con dicha ideología: Está a la vez dentro y fuera de ella, no es inmune a ella pues ha sido constituido como sujeto por la interpelación de esa ideología, pero se ha distanciado de ella y critica las desigualdades de poder y saber que esa ideología sustenta. Por lo tanto, la imagen de sí resultante es la de una subjetividad excéntrica. [7]
Esta excentricidad es la manifestación de la constante (re)negociación del sujeto con las normas que lo interpelan y constituyen, y se manifiesta en el plano epistemológico como el abandono de una cosmosivión en decline - la que centraba el sentido del Universo en la autoridad de Dios- y la concomitante adopción de una cosmovisión emergente -centrada en la autoridad de la Razón ilustrada. Por lo tanto, la excentricidad de la identidad subjetiva de quien narra encarna de manera testimonial el paso de un zeitgeist a otro en esa época finisecular.
Lo que no se menciona: Autós y grapho
Ahora bien, no es ésta la única razón por la cual la subjetividad de quien narra es excéntrica. Hay otra, y más interesante aún, relacionada con el aspecto discursivo de la negociación del sujeto con las normas que lo interpelan y constituyen –es decir, con las relaciones entre el proyecto de construcción de la propia imagen y las estrategias discursivas empleadas para llevarlo a cabo.
Decíamos anteriormente que, cuando Raimundo llega a la innombrada ciudad americana en donde transcurre la historia, quien narra se relaciona con el muchacho para poder sonsacarle lo que éste pueda saber sobre la misteriosa desaparición de su tío. Quien narra encara esa amistad como una estrategia deliberada con una finalidad específica, pero termina viviéndola como algo muy diferente: inesperada, increíblemente, quien narra se enamora de Raimundo.
Por fortuitas circunstancias, quien narra se entera de que Raimundo es en realidad Crocetta, la hermana melliza del muchacho. La muchacha es la más activa, curiosa y arriesgada de los dos mellizos, y desea todas aquellas experiencias que les estaban vedadas a las mujeres por considerarse impropias de su sexo. Por eso ha asumido -como en otras ocasiones- la identidad y el traje de su hermano, para vivir una última aventura antes de convertirse en aquello que se espera de ella, a saber, una gran dama con marido, hijos y una casa que gobernar.
El descubrimiento turba a quien narra, porque le sorprende haberse enamorado de una muchacha disfrazada de varón. La turbación parece normal y comprensible dentro de la lógica de una diferencia sexual reglada por la heterosexualidad obligatoria: [8] una mujer que no sólo busca un amante varón sino que va a los extremos de urdir estratagemas para conseguirlo usualmente no contempla como posibilidad el enamorarse de otra mujer. Sin embargo, semejante lógica, y las certezas que vuelven normal y comprensible tal turbación, se escurren como agua entre los dedos cuando se toma en cuenta lo siguiente: Casiano era bisexual. Entonces, si quien narra es amante de un hombre bisexual y se sorprende de haberse enamorado de una muchacha disfrazada de varón, de esto puede deducirse con igual validez que se trata de un hombre o de una mujer, de una persona hetero, homo o bisexual.
Ahora la sorpresa es de quien lee, porque siente que le han sacado el piso de bajo sus pies, y para recobrar su estabilidad, busca en el texto elementos que le permitan despejar esta incertidumbre. Y no los encuentra.
A lo largo de toda la novela, quien narra usa una serie de estrategias discursivas para no revelar cuál es su sexo biológico y para mantener su orientación sexual en el misterio de la imprecisión y la ambigüedad. Por ejemplo, evita el uso de nombres, pronombres, participios y adjetivos que exijan terminación genérica: "ya cómodamente, ya tranquilamente en mi dormitorio" (Gorodischer 2002: 91) "me quedé en soledad inmóvil y pensando," (Gorodischer 2002: 132). También emplea sinécdoques o proposiciones subordinadas para hablar de sí sin precisar su sexo: "mis piernas están cansadas" sustituye a la expresión "estoy cansado/a"; dice que "[Casiano] estaba visitando a alguien que padecía una enfermedad sin cura" (Gorodischer 2002: 141) para evitar decir “a un/a enfermo/a”. Cuando son absolutamente necesarios, quien narra usa apelativos genéricamente indeterminados (su mercé, su señoría).
Este ingenioso y neobarroco despliegue del lenguaje desactiva la representación lingüística como dispositivo productor de identidades genéricas, y de paso tiende una trampa admonitoria a quienes leen: las cosas no son lo que parecen ser.
En este caso, se trata de la correlación sexo-género-orientación sexual, que se ha venido considerando en nuestras culturas occidentales como una realidad inmutable, como una certeza incontrovertible. Las experiencias amorosas de quien narra y las espectaculares estrategias discursivas que despliega para contarlas no sólo ponen en tela de juicio que la identidad de género esté garantizada por la materialidad del sexo y expresada mediante la orientación sexual: también plantean el hecho de que tal identidad parece ser el nodo esencial que precede a las identificaciones del sujeto y da coherencia a su identidad subjetiva pero tal vez no lo sea.
El particularísimo uso del lenguaje que hace quien narra nos impide usar la diferencia sexual como parámetro de inteligibilidad de su persona. Pero en nuestro universo simbólico la identidad es siempre implícita y primariamente una identidad de género, [9] y nuestros procesos mentales no nos permiten comprender la noción de "persona" a menos que el individuo en cuestión se conforme a las codificaciones socio-culturales de género y podamos catalogarlo como un “él” o como una “ella”. Si la caracterización sexual de una persona es ambigua o indeterminada no podemos pensar a esa persona, porque se ve comprometida la inteligibilidad misma de la identidad en cuanto tal, porque según nuestros hábitos mentales, se es varón o mujer, o no se es nada. Por ello, el personaje de quien narra nos demanda un gran ejercicio de imaginación: nos desafía a entender la persona sin asignarle una identidad de género.
Ahora bien: quien narra construye la imagen de sí prescindiendo de un parámetro al que, sin embargo, reconoce como constitutivo desde el mismo momento en que lo soslaya tan cuidadosamente. Es seguro suponer que, en el universo ficcional de esa ciudad portuaria donde viven los personajes, quien narra sabe qué sexo tiene su cuerpo y cuál es su identidad de género: Sin dudas, esta persona ha recibido constantemente la interpelación de la ideología de género, por la cual se le exhorta una y otra vez a aceptar ciertas interpretaciones de la femineidad y la masculinidad; y muy probablemente haya aceptado y asimilado como propia la representación de género que la ideología le asignara a sus rasgos anatómicos y fisiológicos. También es seguro imaginar que los demás personajes tienen los datos suficientes para decidir si tratan a quien narra como un él o una ella. Sin embargo, la ausencia intencional de marcas de género en el soliloquio de quien narra señala su relación paradójica con la ideología de género: Está a la vez dentro y fuera de ella, no es inmune a ella pues ha sido constituido como sujeto por la interpelación de esa ideología, pero se ha distanciado críticamente de ella, al punto de ignorarla al pensar su propio “yo”. Por lo tanto, la imagen resultante es, nuevamente, la de una subjetividad excéntrica.
Y este aspecto de la excentricidad sugiere la posibilidad de que la diferencia sexual resulte prescindible, o por lo menos insuficiente, como eje de unicidad y coherencia interna de una identidad subjetiva.
La novela nos propone aprehender la calidad de persona de quien narra sin afincarla ni en su sexo, ni en su identidad de género, ni en su orientación sexual. Esto no quiere decir que la novela esté abogando por el descarte definitivo de la diferencia sexual como distinción pertinente: lo que propone es considerarla como uno de varios puntos nodales alrededor de los cuales las identidades subjetivas se fijan parcial y contingentemente, porque, como dijera Chantal Mouffe, "[n]o hay razón para que la diferencia sexual tenga que ser pertinente en todas las relaciones sociales," (1992: 118). Justamente, el soliloquio de quien narra presenta el par sexo/género como un nodo prescindente -o insuficiente, en el mejor de los casos-, mientras que presenta su capacidad para razonar y su pasión por asomarse al misterio de la existencia como nodos mucho más relevantes, mucho más pertinentes a la hora de constituir su subjetividad.
En otras palabras, la novela sugiere la posibilidad -¿la necesidad?- de replantear la cuestión de la constitución del sujeto en otros registros que no sean el de la diferencia sexual, y opta por darle preeminencia al registro de las condiciones materiales y simbólicas de su agencia social.
Lo que no se sabe: Autos e interlocución
Hasta ahora, hemos examinado sólo una cara del proceso de constitución de toda identidad subjetiva: el aspecto de autoafirmación de quien narra. Pero en su soliloquio también podemos apreciar las huellas de los procesos por los cuales quien narra es constituido por sus relaciones con los demás.
Quien narra interactúa con sus vecinos principalmente mediante conversaciones, en las cuales aprovecha al máximo las posibilidades de saber: Desde su silla de persona paralítica oculta lo que es, lo que hace y lo que sabe; lo (di)simula; lo muestra sólo cuando es conveniente o inevitable; y mientras tanto escucha a quienes entran a su herboristería, sonsaca lo que ocultan y (di)simulan, y los manipula.
Quien narra disfruta particularmente sus charlas con Elodia, una mujer “casi loca, sin linaje y sin pasado” (Gorodischer 2002: 157) que vive prediciendo el advenimiento del Apocalipsis en la noche del fin de siglo que se avecinaba. Y las disfruta porque los delirios místicos de ella no sólo le resultan divertidos sino que también le permiten arrebujarse en el secreto poder que dan pensamiento y razón y confirmar su superioridad: “en esas noches [al contemplar las estrellas] yo había visto otra cosa y sabía que la Elodia jamás comprendería aun cuando yo fuera capaz de hablarle de ello,” (Gorodischer 2002: 193).
Sin embargo, esa seguridad socarrona –sobre sí, sobre Elodia- se ve conmovida por una confesión inesperada de la mujer: ella sabe quién mató a Casiano, y fue ella quien movió el cuerpo. La sorpresa sacude a quien narra, pues no sólo no lo sabía, sino que ni siquiera lo recelaba. Entonces se da cuenta de que últimamente no ha estado dialogando con Elodia-sujeto sino elaborando para sí un discurso autocomplaciente sobre Elodia-objeto. En ese desliz –potencialmente nefasto- quien narra ha dejado de hacer lo que hace que sea quien es: escuchar a la otra persona y descubrir aquello que esconde más allá de las apariencias. Eso permite que los insospechados conocimientos de la mujer pongan en jaque su preciado poder, socaven su seguridad, le arranquen todas sus certezas sobre lo que Elodia es y también sobre su propio yo: “mi sensatez o lo que yo siempre he creído que era eso, sensatez, y los delirios o lo que yo siempre he creído que era eso, delirios, de la Elodia,” (Gorodischer 2002: 191).
Días antes, quien narra había recibido otra gran sorpresa, o mejor dicho dos, relacionadas: Primero, había descubierto que su gato Polibio era hembra; luego, por asociaciones libres, había intuido que Raimundo era en realidad Crocetta. Ante todo esto, quien narra se pregunta: “Pero entonces, si Polibio era gata y no gato, ¿qué seguridad podía tener yo, qué seguridad podíamos tener todos, qué seguridad podía haber en este mundo acerca de la inmutabilidad de las cosas y los seres que nos rodean?” (Gorodischer 2002:148).
Más allá de los (interesantísimos) debates epistemológicos que estos cuestionamientos motivan, [10] la importancia de sus respectivos diálogos con las dos mujeres radica en que despojan a quien narra de sus certezas e ideas preconcebidas sobre los demás y sobre sí, apremiando a que se ponga a la escucha de lo que ellas dicen y hacen. La interlocución del Otro implica entonces un movimiento simultáneo de desestabilización y rearticulación de la propia identidad subjetiva; por ende, quien narra se reconoce como un sujeto interlocuado, (re)constituido mediante las relaciones dialógicas con los demás. [11]
Las alternativas de los diversos procesos de interlocución que van constituyendo a quien narra integran el bios de su autobiografía, en calidad de experiencias que sacuden su seguridad ontológica; [12] también integran el grapho, en tanto el discurso directo de las conversaciones con las mujeres interrumpe y reencauza su soliloquio. Pero, en definitiva y más importantemente, la interlocuación impide que el autos alimente varias ilusiones falaces acerca de la subjetividad, a saber: la versión inverosímil del sujeto moderno, definido por Celia Amorós como “el sujeto autoconstituyente, que fichteanamente se pone a sí mismo y pone el mundo como el no-yo” (1997: 21); la ilusión metafísica moderna del sujeto como productor de conocimiento veraz e incuestionable; y por ende, la ilusión de la total transparencia del relato de una historia de vida -transparencia que permite aprehender inmediata y objetivamente la identidad del sujeto en su totalidad.
Abrir las puertas de nuestra mente y sacudir la inmovilidad de nuestro pensamiento
“se abrió [la puerta] y la solté, dejé atrás su canto y su obediencia
y me adelanté un paso, apenas un paso.”
(Gorodischer 2002 : 218)
Las excentricidades y la interlocuación de quien narra jaquean la estabilidad apriorística de la noción moderna de sujeto, niegan que haya un centro esencial de subjetividad que preceda las identificaciones del sujeto y que funcione como eje alrededor del cual tales identificaciones se fijan total y definitivamente.
En su lugar, nos dejan algo que bien podría ser la categoría de agente social: una entidad constituida por un conjunto de posiciones subjetivas o fijaciones parciales, construidas por una diversidad de discursos entre los cuales hay un movimiento constante de desplazamiento y sobredeterminación. La subjetividad de tal agente ya no es homogénea sino múltiple y contradictoria, y su identidad resulta entonces una construcción “siempre contingente y precaria, fijada temporalmente en la intersección de las posiciones de sujeto y dependiente de formas especificas de identificación,” (Mouffe 1992: 111).
Nuestros hábitos mentales nos llevan a ver siempre sólo un determinado lado de las cosas, o mejor dicho, a ver las cosas siempre de un determinado modo: el género como epifenómeno natural del sexo; la representación racional de la realidad como ícono transparente que coincide totalmente con su referente. Pero los gatos que son gatas, los muchachos que son chicas, y especialmente las personas que nos ocultan si son muchachos o chicas desestabilizan el universo: nos plantean la posibilidad de ver otros aspectos de las cosas, la necesidad de considerarlas desde nuevas perspectivas.
“Tal vez las cosas a nuestro alrededor deban su inmovilidad a nuestra certidumbre de que son ellas y no otras, a la inmovilidad de nuestro pensamiento ante ellas” , dice Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Para quien narra, la inmovilidad comienza a desbaratarse cuando piensa en el Polibio que fue y en la Nola que es ahora; y sigue deshaciéndose cuando abre las puertas de su casa, sale a caminar las calles de su ciudad, y saborea con fruición los cambios inesperados que la vida va a depararle.
“ El verdadero arte tiene la particularidad de que pone nerviosa a la gente", dice Angélica Gorodischer en una entrevista, citando a Susan Sontag (Mayr 2008). Y su novela Doquier hace eso justamente: pone nerviosa a la gente, les mueve el piso, abre puertas cuidadosamente cerradas que permiten ver sólo un lado de las cosas, y da a quienes leen un gentil empujoncito para que crucen el umbral.
Bibliografía
Amorós, Celia (1997) Tiempo de Feminismo: Sobre feminismo, proyecto ilustrado y
Postmodernidad , Col. Feminismos, Madrid, Cátedra.
Arfuch, Leonor (2010). El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Bs.As.: Fondo de Cultura Económica.
Collin, Françoise (1996) "Praxis de la diferencia: Notas sobre lo trágico del sujeto". En
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Collin, Françoise (1992) "Borderline. Para una ética de los límites". En Isegoría:
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Gorodischer, Angélica (2002) Doquier. Buenos Aires, Emecé.
Lauretis, Teresa de (2000) "La tecnología del género", Diferencias. Etapas de un camino a través del feminismo. Madrid, horas y HORAS.
Mayr, Guillermo (2008) “Angélica Gorodischer: ‘Para ser escritora no se puede ser una
monja de clausura’”. En El jinete insomne. [on line]. Disponible en: http://eljineteinsomne2.blogspot.com/2008/12/angelica-gorodischer-ser-escritora-no.html Consultado el 19 de diciembre de 2008.
Mouffe, Chantal (1992) El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical. Madrid, Paidós.
[1] Utilizo el término “mascarada” en el sentido de farsa: Enredo, engaño o fingimiento para aparentar u ocultar una cosa. Aunque el argumento tiene algunos rasgos de la mascarada como espectáculo cortesano vinculado a una alegoría de la relación entre el soberano y sus súbditos, no voy a desarrollar este aspecto en el presente trabajo.
[2] La otra gran mascarada, la del personaje Raimundo, ha sido analizada ya en Fedullo, Liliana Beatriz y Cecilia Inés Luque, "Aquello que debo ser y aquello en lo que me he convertido". Mujeres, identidad y ciudadanía. Ensayos sobre género y sexualidad .,Carlos Schickendantz (ed.), EDUCC, Editorial de la Universidad Católica de Córdoba,2006, pp. 135-148.
[3] A lo largo de todo este trabajo voy a referirme al personaje a cargo de la narración como “quien narra”, en lugar de emplear un sustantivo sinónimo que requiera el uso de morfemas de género (como “narrador/a”), por razones que quedarán claras más adelante.
[4] Del latín soliloquiu(m), de hablar (loqui) y solo (solus), el soliloquio es una especie de diálogo del personaje consigo mismo, mediante el cual narra de manera lógica y coherente emociones e ideas relacionadas con un argumento y una acción. La sintaxis lógica y coherente del discurso de quien narra, así como su estructuración en capítulos, refuerzan la decisión de considerarlo soliloquio y no monólogo interior. Sin embargo, comparte con éste último una característica muy importante: los pensamientos pasan de un tema a otro de manera proliferante, mediante asociaciones libres, metonímicas, derivativas, las cuales, si bien no son propiamente caóticas como las del fluir de la conciencia, complican de manera barroca el desarrollo de la idea.
[5] En El libro del té (1906), Kazuko dice " Esperemos al gran Avatar. Mientras llega gustemos una taza de té. La luz de la tarde dora las cañas, las fuentes gorjean deliciosamente y el suspiro de los pinos resuena bajo nuestra marmita. Soñemos con lo efímero y dejémonos arrastrar por la bella locura de las cosas." La última oración sirve de epígrafe al capítulo 3 de Doquier.
[6] La interpelación es un proceso mediante el cual una ideología pone en juego diversas tecnologías para apelar al individuo y exhortarlo a adherir a ciertas interpretaciones del mundo. La interpelación se completa cuando el individuo acepta y asimila como propia la representación de género que la ideología asigna a sus rasgos anatómicos y fisiológicos. (En esta definición estoy combinando, como lo hace De Lauretis (2000), el concepto de ideología de Althusser con el de tecnología de Foucault).
[7] Para un mayor desarrollo de este tema, consultar Teresa de Lauretis (2000).
[8] La diferencia sexual es una distinción socialmente sancionada que se establece entre hombres y mujeres en base a los significados y valores atribuidos a las disimilitudes anatómicas y fisiológicas percibidas entre los cuerpos sexuados, especialmente aquellas vinculadas con la reproducción. Tal distinción es conceptualizada como una oposición universal entre "lo masculino" y "lo femenino" y propuesta como fundamento legitimador de las desigualdades y disparidades que organizan la vida social.
[9] El género es la representación de un individuo en una relación social que pre-existe al individuo, la cual es organizada y significada mediante el patrón conceptual y estructural de la diferencia sexual.
[10] Esto es, el debate sobre los alcances y las limitaciones del pensamiento racional (o la sensatez) para establecer realidades y verdades; y el debate sobre la inmutabilidad de las identidades avalada por la fijeza material de los cuerpos sexuados. En última instancia, estos debates revisan críticamente dos matrices sumamente importantes de inteligibilidad del ser humano: la relación razón/saber/poder y la relación sexo/género.
[11] Para un mayor desarrollo del tema, consultar Collin (1996).
[12] La seguridad ontológica es la confianza dóxica en la estabilidad de los parámetros básicos que definen el mundo natural, el mundo social y la propia identidad; la cual permite al sujeto actuar en el marco de rutinas predecibles.