algunos problemas en torno a LA tópica del viaje por la pampa en la literatura argentina de comienzos del siglo XIX y fines del siglo XX

Candelaria de Olmos *

Resumen

Este trabajo empieza por recoger las reflexiones que ciertos críticos han hecho en torno a la fundación de la literatura argentina. En particular, Graciela Montaldo, para quien los textos fundadores (y otros posteriores) harían uso de la imagen de lo rural, y Adolfo Prieto, para quien esos mismos textos se habrían escrito corrigiendo e imitando los relatos de los viajeros que visitaron el Río de la Plata, a principios del siglo XIX. La revisión de estos dos ensayos sirve para señalar cómo el campo y, especialmente, la tópica del viaje por la pampa vuelven a aparecer con cierta recurrencia en la novelística argentina de finales del siglo XX, bajo la forma del pastiche y del collage que son propios del arte posthistórico. A partir de la lectura de dos novelas consideradas como casos paradigmáticos –El sueño del señor juez, de Carlos Gamerro y Un episodio en la vida del pintor viajero, de César Aira, ambas de 2000– y con el concurso de nociones como las de tópica y fundación, se intenta dilucidar las consecuencias estéticas, históricas y socio-políticas de esta operación que cierta narrativa de fines del siglo XX parece efectuar sobre los textos de los comienzos de la literatura argentina. Por razones de espacio, el trabajo, sin embargo, no aborda el análisis detallado de las novelas en cuestión, sino, que diseña, en una primera parte, cierto marco referencial, en una segunda, ciertas categorías teórico-metodológicas y finalmente algunos problemas y algunas respuestas posibles a esos problemas.

Palabras claves

Literatura argentina – fundación – topica – arte posthistórico – Estado-nación

Abstract

This work includes reflections that some critics have done around the foundation of the Argentine literature. In particular, Graciela Montaldo, for whom the founder texts (and later) would make use of the image of the countryside, and Adolfo Prieto, for whom those texts would have been written imitating and correcting the narratives of travelers who visited our country, in the early nineteenth century. The review of these two works aims to indicate how the field, and specially, the topic of the travel among the pampas reappear in Argentine novelistic of the late twentieth century, in the form of pastiche and collage, both typical of post historic art. After reading two novels considered as paradigmatic cases –El sueño del señor juez, by Carlos Gamerro y Un episodio en la vida del pintor viajero, by César Aira, 2000 both– and with the help of notions such as topic and foundation, this article try to elucidate the aesthetic, historical and socio-political effects of this operation that some novels of the late twentieth century seem to be made on the texts of the beginning of the Argentine literature. Because of space, I have not try to a detail analisys of these novels but a frame of reference, in a first part; some theoretical and methodological categories, in a second part and, finally, some problems and possible answers to these problems.

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Keywords

Argentine Literature – foundation – topic – post historic art – Nation-state

“En el campo desaforado (...) la soledad era

perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar

que viajaba al pasado y no solo al Sur.”

Jorge Luis Borges, El Sur

“Unas novelas recorren las pampas asustando

a sus contemporáneos, pues arrastran consigo

los nombres y las imágenes de los difuntos.”

César Aira, Moreira

“Nuestra época es esencialmente trágica, y por eso

nos negamos a tomarla trágicamente. El cataclismo ya

ha ocurrido, nos encontramos entre ruinas... (...)

Pero rodeamos o superamos los obstáculos.

Tenemos que vivir, por muchos que hayan sido los

cielos que han caído sobre nosotros.”

D. H. Lawrence, El amante de Lady Chatterley

. Una imagen del campo

En el año 2000 –el primero de este siglo o el último del anterior, según se mire– se realizó en Córdoba una exposición del pintor antequerano Cristóbal Toral. Enmarcadas alternativamente en el realismo mágico, el hiperrealismo o el realismo a secas, las pinturas de Toral muestran sujetos solitarios en vísperas de partir hacia lugares desconocidos o recién llegados a un sitio que no reconocen. Mínimas, lejanas, casi siempre femeninas, casi siempre en actitud cavilosa y en actitud de espera, sus figuras humanas son un detalle de ternura en un paisaje de despojos. Invariablemente solitarias, cuando no están arrinconadas en una esquina del lienzo aparecen perdidas entre un mar de valijas, cajas embaladas y muebles en desuso que ellas contemplan o ignoran: las mujeres de Toral están siempre en el trance de un viaje.

La lectora , por caso, un lienzo de 1995, muestra a una mujer sentada a una mesa de bar leyendo el ABC Cultural de Madrid. Una tetera, una taza y un trozo de pan sobre el mantel hacen sospechar que la lectora acaba de desayunar; una valija y un bolso de mano hacen suponer que acaba de llegar, que está a punto de partir o ambas cosas. Por efecto de las valijas, la lectura se vuelve intervalo; la mesa de bar, escala de un trayecto cuya direccionalidad es imposible adivinar. Lo extraño de la escena es que si hay una mesa de bar, en cambio, no hay ningún bar: la mujer está detenida en medio del campo, enfrentada a la vastedad de una llanura apenas interrumpida por una loma lejana e iluminada por el sol que parece poner volutas en el aire. Y, aunque ella permanezca indiferente al paisaje (su vista debe estar fija en el periódico, a juzgar por la inclinación de su cabeza), para el espectador, lo rural irrumpe con la violencia de una hecatombe y, lugar de tránsito más que de destino, pone el viaje en suspenso.

1. El campo imaginado

Quizás con la misma virulencia, lo rural ha irrumpido a lo largo de todo el siglo veinte en la literatura argentina ficcional y ensayística, según la constatación que hiciera Graciela Montaldo en ese libro titulado con un verso de Girondo: De pronto, el campo (1993). Por cierto, esta es una recurrencia que se registraría desde el romanticismo rioplatense: son los románticos de la generación del ‘37 los primeros en decir el campo, con el propósito de conjurar aquello que obstaculizaba la organización institucional del país. Ningún afán, pues, de ensayar el exotismo que sus pares europeos podían permitirse: “los letrados argentinos más bien se avergüenzan de ser objeto de la mirada romántica” (Montaldo, 1993: 37) y, en consecuencia, se habrían visto impedidos del ejercicio de cualquiera de las prácticas que promovía el movimiento: la contemplación, la soledad, la relación subjetiva con la naturaleza son imposibles, porque el campo o, más bien, el desierto tiene poco o nada que ver con ellas. Pero, además, y más radicalmente, el romanticismo argentino iría casi a contrapelo de los postulados del movimiento en su versión europea en la medida en que habría guardado el propósito último de civilizar el campo. En este sentido, la designación de desierto a él reservada, respondería a la “necesidad de nombrar un espacio peculiar, que se identifica con el vacío, para luego poder ‘llenarlo’ de contenidos y compararlo con los modelos culturales que por entonces poblaban las cabezas de nuestros militares, políticos y letrados” (Montaldo, 1993: 34).

Pero, pese al gesto inaugural que le concede a los románticos del ‘37, Montaldo estima que la cristalización de lo rural como lo diferencial de la cultura argentina –como “lugar donde se postula una identidad” (Montaldo, 1993: 14)–, no se produciría sino hasta la generación del ‘80, cuando esa cultura acaba por volverse cosmopolita, urbana y moderna de la mano de la constitución del Estado. Así, “cuando la modernización de la esfera global se hace efectiva, allí mismo, y como voluntad explícita, se produce un giro hacia la tradición rural” (Montaldo, 1993: 20). Lo que esa voluntad tiene de paradójico reside en lo que, todavía hoy, constituye una antinomia para Occidente. En efecto, moderno y rural y, en última instancia, urbano y rural (porque la modernidad es patrimonio de la ciudad), son los términos cuya conjunción incomoda, por ejemplo, en el cuadro de Toral: el periódico y la llanura; la mesa de bar y el horizonte difuso, astillado por el sol. [1] En el caso argentino –siempre según Montaldo–, la paradoja se explica por un hecho coyuntural. Porque si los procesos de modernización y de constitución del Estado son más o menos concomitantes en toda América Latina, en Argentina involucran un episodio no menor de la historia del país: la Campaña al Desierto que Roca diera por terminada, con éxito por supuesto, en 1879. Es entonces cuando el campo se privatiza merced a los grandes latifundios y deja de ser un espacio común o de nadie, para convertirse en “imagen simbólica” y reservorio del pasado nacional (Montaldo, 1993: 28). Del pasado porque, al mismo tiempo, la modernidad –o la modernización– alcanza al campo que entonces

“... comienza a emular a la ciudad: estancias como manzanas (las grandes extensiones seccionadas por las alambradas), corredores como calles, puestos como barrios y ante todo, dueños que quieren convertir el campo en factoría. (...) De aquí en más, las nuevas tierras, al incorporarse como propiedad privada, son inaccesibles como paisaje...” (Montaldo, 1993: 28)

De alguna manera, el campo, el desierto y los límites de uno u otro con el mundo civilizado habían sido siempre el lugar de lo pretérito, a tal punto que viajar a la frontera equivalía a realizar un viaje al pasado (Fernández Bravo, 1999: 18). Solo que ahora, la cristalización que literatura y cultura toman a su cargo es de aquello que ya no existe: “cuando lo rural se vuelve arcaico tiende a convertirse en patrimonio común y deseable desde el punto de vista simbólico; y la literatura lo activa a través de las formas de lo moderno” (Montaldo, 1993: 26). De esta suerte, el Estado-nación habría forjado su identidad y su literatura con un imaginario provisto por quienes quedaban fuera de ese proyecto institucional: los indios, los gauchos, los habitantes de ese espacio conocido como “Tierra Adentro” que –según una metáfora de tipo psicoanalítica varias veces repetida– oficiaría, entonces, como el inconsciente de la nación (Fernández Bravo, 1999: 18; Fermín Rodríguez, 1999: 45).

En cualquier caso, las operaciones que llevan a cabo los letrados del ochenta son básicamente dos: la de señalar la continuidad entre un pasado y un presente, de pronto radicalmente diferentes –y esto a los fines de garantizar la homogeneidad de la cultura–, y la de fijar un origen. Ese origen será la literatura de la primera mitad del siglo diecinueve cuyos textos –los de la generación del ‘37 y los de Sarmiento que ya habían sido instituidos como textos fundadores–, tienden, desde entonces, a ser repetidos o, cuanto menos revisitados por la literatura posterior. Lo rural se habrá convertido en un espacio, menos físico que discursivo, cuyos sentidos alcanzan a buena parte de la literatura nacional. Esta es una constatación que Montaldo registra leyendo “el modernismo, la vanguardia, la prosa ensayística y la novelística moderna”, en un recorrido exploratorio que abarca todo el siglo veinte y parte del diecinueve. Las conferencias de Leopoldo Lugones, la empresa casi quijotesca de Ricardo Rojas, los textos vanguardistas –pero no solo– de Jorge Luis Borges, los ensayos de Ezequiel Martínez Estrada y, finalmente, la novelística airana y saeriana, son algunos de esos puntos que confirman, todas las veces, cuán pesado es el peso de la herencia, cuán obstinada la persistencia de la tradición. Montaldo lee, como lee la lectora de Toral, lo moderno rodeado, casi asediado, por el campo.

2. La pampa: espacio de una travesía, lugar de una fundación

Pero así como en el cuadro de Toral lo rural aparece ligado al viaje, también para la literatura argentina, el campo es el espacio de una travesía: desde la cautiva de Echeverría, hasta la de Aira, pasando por la ida y la vuelta de Martín Fierro, la tópica del viaje por la pampa es objeto de buena parte de la literatura nacional y, de hecho, signa sus comienzos. Por lo que respecta a los textos fundadores, la hipótesis de Adolfo Prieto es que ellos habrían sido escritos contestando, e incluso corrigiendo, los relatos de los viajeros extranjeros que, a principios y mediados del siglo diecinueve, recorrieron el territorio del Río de la Plata (Prieto, 1996). En ese doble empeño –contestar y corregir–, los intelectuales comprometidos en la tarea fundacional, habrían hecho uso, en ocasiones, de la tópica del viaje por la pampa; casi siempre, de los motivos y modalidades narrativas que le son aledañas. Desde este punto de vista, la hipótesis de Prieto –que es también la de Álvaro Fernández Bravo (1999)– tiene la virtud de concebir la fundación o la emergencia de la literatura nacional como un proceso discursivo susceptible de ser explicado en términos de lo que Verón llama una “red intertextual” (Verón, 1998: 27). [2]

Conforme el aparato teórico-metodológico que Verón construye, toda fundación (de un espacio de identificación, esto es, de una especie de marco de referencia de una práctica), [3] se presenta como un “proceso sin fundador” y tiene “la forma de una red intertextual que se despliega sobre un período temporal dado” (Verón, 1998: 27). Inmersos en esa red, los textos de fundación jamás fundan nada. O, dicho de otro modo: una fundación no depende tanto de la producción de un texto particular en un momento histórico dado, cuanto de un reconocimiento posterior que lo coloca en un lugar fundacional: “la localización histórica de una fundación (...) es un producto del proceso de reconocimiento” (Verón, 1998: 30). En consecuencia, hay que renunciar a buscar las cualidades intrínsecas de los textos de fundación –y mucho menos de sus autores individuales–: lo que un texto pueda tener de fundacional se encuentra fuera del texto mismo, en el lugar que ocupa en la red interdiscursiva [4] y que es un lugar que otros textos le han asignado. En todo caso, son los textos que padecen un momento de tensión máxima en el interior de la red los más susceptibles de convertirse en textos de fundación, es decir, “de producir (después) un efecto de reconocimiento que consiste en darle el status de lugar de una fundación” (Verón, 1998: 31, subrayado en el texto). Esa tensión máxima se produciría, según Verón, entre las condiciones de producción y las condiciones de reconocimiento del texto en cuestión:

“... quiere decir que el sistema ideológico que opera en un momento dado en reconocimiento no es ya el mismo que operaba en producción. Dicho de otra manera: es a partir de un ideológico ‘B’ que opera en reconocimiento, que se pone de manifiesto un ideológico ‘A’ que ha operado en producción .” (Verón, 1998: 31, subrayado en el texto)

Así, si para Fernández Bravo los discursos fundadores de la nacionalidad son un efecto de reconocimiento de un paquete textual conformado por los relatos de los viajeros europeos al territorio argentino, las condiciones de producción de unos y otros son radicalmente distintas, de suerte que es posible conjeturar un “desajuste máximo” (Verón, 1998: 31) entre ambos. En este sentido, Fernández Bravo admite que, si la “pregunta por la identidad nacional no tuvo mayor relevancia en los relatos de viaje europeos” (Fernández Bravo, 1999: 12), en cambio fue capital en los discursos fundadores de la literatura argentina, comprometidos como estaban en otra fundación: precisamente, la de la nación y su literatura. En consecuencia, y parafraseando a Verón, podría decirse que en las condiciones de producción de los textos fundadores de la literatura argentina, intervienen ciertas premisas del expansionismo y que, sin embargo, esos textos, producidos en el marco de una respuesta a esta cuestión, son recibidos en un marco ya nuevo: el de la difusión del nacionalismo estético y político.

Para Fernández Bravo los textos fundadores de la nación y su literatura conforman un corpus –en el que se destaca Facundo–, coincidente con lo que él denomina “literatura de la frontera” (Fernández Bravo, 1999: 14), esto es: un conjunto de textos para los cuales las fronteras externas, pero sobre todo internas del país, se vuelven objeto temático y posición enunciativa. Ello no significa que todo texto fundador haga estas mismas elecciones: el lugar de la fundación sigue siendo un espacio definido por relaciones entre textos. Y si Fernández Bravo pone el acento en las condiciones de producción de los textos de fundación y se abstiene de completar el otro lado de la red –el reconocimiento de esos textos y su instauración, precisamente, como textos fundadores–, al menos, advierte que estos “documentos que registran la compleja relación con la ‘barbarie’ serán consagrados como monumentos de la cultura nacional” (Fernández Bravo, 1999: 45).

También para Adolfo Prieto, los discursos fundacionales de la literatura argentina forman parte del proceso de reconocimiento de los relatos de viajeros europeos –ingleses, sobre todo– al país en ciernes. Sólo que Prieto amplía el espectro de la semiosis y señala que ese paquete textual –conformado por los relatos de Miers, Andrews, Caldcleugh, Head, Proctor, Darwin, etc.– forma parte, a su vez, del proceso de reconocimiento de un texto que los precede y que ocupa un lugar fundacional: el de von Humboldt. Pero, aunque los dieciséis volúmenes de Voyages aux régions equinoxiales du Nouveau Continent (París, 1809-1824) inauguran la combinación del discurso racional con el discurso romántico –esto es: del viaje utilitario, ya presente en las relaciones marítimas, con el viaje estético–, su carácter fundacional no depende tanto de esta particularidad como del reconocimiento que de ella hicieron sus traductores al inglés. El texto de Humboldt –entre cuyas condiciones de producción figuran, entonces, el racionalismo ilustrado y el romanticismo estético– es un texto fundacional solo porque, a posteriori, será reconocido como tal. De este efecto de reconocimiento forman parte los relatos de los viajeros ingleses a la Argentina, producidos en un período que va de 1820 a 1835, y cuyas condiciones de producción, están dadas no sólo por el texto de Humboldt, sino también por el expansionismo civilizador europeo, el neocolonialismo, el imperialismo británico, los efectos de la revolución industrial y el romanticismo. Ellos, a su vez, forman parte de las condiciones de producción de un paquete textual al que Prieto llama el “magma fundador” de la literatura argentina (Prieto, 1996: 180) y dentro del cual se destacan la Memoria descriptiva sobre Tucumán (1834), de Juan Bautista Alberdi; La cautiva (1837), de Esteban Echeverría; Amalia (1855), de José Mármol y Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento. En total, se trata de un conjunto de discursos producidos entre 1834 y 1850, en el marco del romanticismo literario y político y, por ende, del nacionalismo y el antihispanismo posterior a la independencia. En consecuencia, aquí habría que volver a señalar la existencia de un desajuste máximo entre las condiciones de producción de los relatos de viajeros ingleses y las condiciones de su reconocimiento en los llamados “textos fundadores de la literatura argentina”, al punto tal que esos textos de fundación se proponen “corregir” aquellos que reconocen (Fernández Bravo, 1999: 13 y Prieto, 1996: 160).

A diferencia de Fernández Bravo, Prieto procura completar el otro lado de la red y señala algunas de las condiciones de reconocimiento que instalaron a esos textos como fundadores. En este sentido, la fundación de la literatura nacional –y con ella de la nación misma– aparece casi como un acto de voluntad, como un programa estético y político que un grupo de sujetos se propone concretar (Prieto, 1996: 111). [5] Pero, si desde la perspectiva de Verón las fundaciones no dependen de los sujetos y sus intenciones, lo que hay que considerar entonces, son determinadas condiciones históricas. Prieto no descuida este aspecto y estima que habría sido un particular modo de producción-circulación de los discursos –garantizado por la configuración de cierta clase intelectual y el uso que ella hizo del folletín y del periodismo literario–, el que contribuyó a generar ese efecto de reconocimiento, en algunos casos, casi inmediato. A título de ejemplo, Prieto señala que Juan María Gutiérrez, en un artículo aparecido en 1837, fue el primero en advertir los signos que las Rimas de Echeverría, recién publicadas, exhibían de una literatura nacional ya madura: “sus observaciones, repetidas en varias oportunidades, contribuyeron con incuestionable eficacia a fijar el carácter inaugural que habitualmente ha sido asignado a La cautiva en manuales e historias de la literatura argentina” (Prieto, 1996: 136-137). Pero más allá de las operaciones de la crítica, el complejo paquete textual que constituye el “magma fundador” se articuló como una conspiración de citas por la cual los textos fundadores se instituyeron unos a otros como tales. Así, La cautiva no solo mereció el elogio de Gutiérrez desde las páginas de El correo de la tarde, sino también el de Sarmiento que le concedió un espacio en el segundo capítulo de la primera parte de Facundo, lo que, a juicio de Prieto, vale “como el reconocimiento de una forma de continuidad en la que parecía posible visualizar las coincidencias programáticas del grupo de escritores empeñados en la definición de una literatura nacional” (Prieto, 1996: 169-170). Lo que aquí interesa, sin embargo, es que ese empeño habría llevado a ese grupo de escritores, no solo a citarse entre pares connacionales –con lo cual la Memoria descriptiva..., de Alberdi formaría parte de las condiciones de producción de Amalia, de José Mármol, de Avellaneda (1849), de Echeverría y del propio Facundo–, sino a usurpar, más o menos sigilosamente, los relatos de los viajeros que incursionaron por la pampa de principios del siglo diecinueve. De esta suerte, la Memoria descriptiva... abrevaría en el relato de Joseph Andrews (1827) del cual tomaría la perspectiva y las disposiciones retóricas del viajero. A tal punto que Alberdi, que hasta el momento no conocía ni el mar ni Europa, se permitía hablar de un “océano de bosques” para referir a Tucumán y de las delicias de ese paisaje por contraposición a aquel decididamente urbano de los europeos (Prieto, 1996: 101). La comparación del mar, esta vez con la pampa, aparece nuevamente en La cautiva de Esteban Echeverría que la toma, no de Andrews, sino de Head. Del mismo viajero y, en el mismo poema, el autor habría adoptado la particular atención concedida “a los aspectos convencionales de la travesía, a su potencial de sorpresa y aventura, a su condición de registro de los signos particulares de un paisaje”. De allí el episodio de la quemazón, el encuentro de Brian y María con el tigre y las referencias a la monotonía de la llanura (Prieto, 1996: 133). Prieto llega a considerar que incluso “la singularidad del espacio ocupado por el matadero en la ciudad de Buenos Aires”, le habría sido sugerida a Echeverría por el relato de Francis Bond Head, cuyas huellas sería posible hallar en algunos pasajes del que se ha considerado el primer cuento argentino (Prieto, 1996: 144). Otro tanto cabe decir de Facundo, donde es posible rastrear no solo la lectura de Head –que si se hace explícita en los epígrafes, se oculta también en la descripción del gaucho y, una vez más, en la consabida comparación de la pampa con el mar–, sino también de Andrews y, más importante, del propio Humboldt a quien Sarmiento cita ya en el primer capítulo. A juicio de Prieto, con ese gesto Sarmiento “no hace sino invocar, ritualmente, una sombra tutelar para sus esfuerzos de presentación del ámbito físico y humano del país”. Pero,

“que esa sombra tutelar fuera la misma que invocaban, también por un gesto ritual, los viajeros ingleses llegados al Río de la Plata, y que dos de esos viajeros aparezcan, a su vez, invocados en diversos puntos de la presentación, revelan un buen conocimiento [por parte de Sarmiento] del comportamiento de esta serie particular de la literatura de viajeros.” (Prieto, 1996: 165)

En cualquier caso, esa literatura habría signado el modo en que los fundadores construyeron una mirada sobre la pampa, espacio este que, una vez sometido a los designios de la modernización, la generación del ‘80 elevaría a símbolo de lo nacional.

3. De los textos del comienzo a los textos del fin

Si como ha señalado Graciela Montaldo, la literatura argentina de fines del siglo diecinueve activó lo rural a través de las formas de lo moderno, lo que aquí quisiera proponer es que la literatura argentina del último fin de siglo realiza una operación semejante con el auxilio de las formas del posmodernismo. Ciertamente, lo que deba entenderse por este término –y la precisión o no del mismo para referir a una serie de fenómenos culturales cuyos comienzos son más o menos datables–, ha sido objeto de diversas y no tan diversas formulaciones. Aquí interesan unas pocas, en particular aquellas referidas al arte que sobrevino después del fin de la modernidad o según una afirmación, en apariencia más radical, al arte que sobrevino después del fin del arte (Danto, 1999); en definitiva, al arte que ha sido hecho después de la experiencia de las vanguardias.

En este punto conviene señalar cuáles sean las características reservadas al posmodernismo. Uno de los principales rasgos que los intelectuales ocupados en el tema atribuyeron al arte posmodernista fue la incorporación –para usar un término de Frederic Jameson– de los estilos propios de la cultura popular y del arte de masas, promovida, claro está, por la liquidación de la autonomía estética y del artepurismo. El segundo de los rasgos más reiteradamente advertidos fue no ya, o no solo, la incorporación de aquello que había sido patrimonio de la industria cultural, sino también la mención –para usar ahora un concepto de Arthur Danto–, de los estilos del arte pretérito. [6] Impulsada por la desaparición del sujeto y, con él, de los estilos individuales (Jameson, 1995), o bien por el fin de los manifiestos y, con ellos, de los estilos colectivos que habían coercionado el arte moderno (Danto, 1999), esa mención se llevaría a cabo bajo la forma del collage o del pastiche. [7] Empleado por Danto, el primero de estos términos refiere a un uso particular de los estilos del pasado con arreglo al cual ellos serían sometidos a una suerte de parodia; preferido por Jameson, el segundo, remite a cierta “alusión estilística” (Jameson, 1995: 45) que, gobernada por el azar, omite tanto la parodia como el homenaje, en la medida en que tiende al borramiento de los contextos originales y, en consecuencia, a la sustitución de la historia por el historicismo, de la profundidad por la superficie y de la continuidad por un tipo de discontinuidad emparentada con la esquizofrenia. Optimistas unas y pesimistas las otras, las teorizaciones de Danto y Jameson en torno al arte posmoderno proveen una serie de nociones operativas que han pesado no poco a la hora de considerar su inclusión en este trabajo, aun en desmedro de otras reflexiones orientadas a pensar más específicamente estas mismas cuestiones en el ámbito de la literatura. [8] En todo caso, lo que quisiera rescatar es la idea según la cual el arte posmoderno –o posthistórico, como pretende llamarlo Danto– ensayaría una rapiña arbitraria de los estilos del arte pasado, a tal punto, que él no constituiría propiamente un estilo, sino más bien “un estilo de utilizar estilos” (Danto, 1999: 33).

Y es que, cuando se ha sugerido que la literatura argentina de fines del siglo veinte recupera lo rural con el concurso de las formas que ha sabido instalar el posmodernismo, se ha querido señalar que esa literatura presente tiende a saquear los estilos, pero también las tópicas de los textos del pasado para someterlos a un violento pastiche o, si se quiere, a un no menos violento collage. A los fines de constatar esta hipótesis principal servirán –más que como corpus, como casos paradigmáticos– las novelas de dos escritores argentinos, ambas publicadas el mismo año que terminó el siglo veinte o, según pretenden algunos, que empezó el veintiuno: El sueño del señor juez (2000), de Carlos Gamerro y deUn episodio en la vida del pintor viajero (2000), de César Aira. [9] Aquí no voy a detenerme en un análisis pormenorizado de las mismas. Baste señalar que si la primera narra el viaje de un prófugo de la justicia –por demás arbitraria– que ejerce el juez de paz de un pueblo de frontera recién conformado; la segunda cuenta el viaje que emprende Moritz Rugendas en un trayecto que va de los Andes a Mendoza y de Mendoza a Buenos Aires. Ambas recuperan, pues, lo rural atravesado por la tópica del viaje por la pampa decimonónica que fue patrimonio de los viajeros extranjeros, muchos de cuyos relatos, como se ha visto, hicieron suyos los textos fundadores de la literatura nacional.

3.1. La tópica del viaje por la pampa decimonónica

En este punto, se hace necesario precisar qué debe entenderse por tópica y cuáles puedan ser los términos susceptibles de ser empleados como sus sinónimos. Una de las cinco acepciones que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española para este vocablo es aquella que interesa a la retórica y con arreglo a la cual, un tópico es una “expresión vulgar o trivial” o, incluso y más específicamente, un “lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia” (RAE, 2008). [10] A creer en las afirmaciones de George Van Den Abbeele, el del viaje sería, precisamente, uno de esos clichés o lugares comunes, puesto que:

“... el motivo del viaje se cuenta entre los más manifiestamente triviales en las letras occidentales. Desde Homero y Virgilio, pasando por Dante y Cervantes, Defoe y Goethe, Melville y Conrad, Proust y Cèline, Nabokov y Butor y, más adelante, por los escritores más posmodernos, uno puede escasamente mencionar una pieza de literatura en la cual el tema del viaje no juegue algún rol.” (Van Den Abbeele, 1992: XIII) [11]

Pero si “el tema del viaje no es simplemente un tema literario entre otros” en la medida en que él suscita cierta reflexión acerca del propio estatuto del discurso literario, además no es un tema privativo de esta clase de discurso. En efecto, y siempre según Van Den Abbeele,

“Las nociones más caras de occidente atraen muy de cerca el motivo del viaje: el progreso, la pregunta por el conocimiento, la libertad como libertad de movimiento, la conciencia de sí como una odisea, la salvación como destino a ser obtenido siguiendo los senderos prescriptos (típicamente rectos y angostos).” (Van Den Abbeele, 1992: XV)

En consecuencia, “estamos obligados a hablar del viaje como el más común de los lugares comunes en la tradición Occidental, uno de los tópicos más fijados, convencionales y aburridos” (Van Den Abbeele, 1992: XV), lo que para Van Den Abbeele no deja de ser una paradoja. Menos preocupado por analizar la recurrencia de la tópica del viaje a lo largo de la tradición Occidental, que por dar cuenta de cómo ciertos philosophes del siglo dieciocho hicieron de ella una metáfora eficaz del pensamiento crítico, el autor se pregunta si acaso “la cualidad de lugar común de la metáfora del viaje, no constituye en algún punto un límite a la libertad” de este tipo de pensamiento, habida cuenta de que “el viaje no puede ser restringido o circunscripto dentro de un lugar, a menos que deje de ser un viaje” (Van Den Abbeele, 1992: XV). Huelga señalar que esta perplejidad no interesa a los fines de este trabajo: de las observaciones que realiza Van Den Abbeele importa rescatar aquella con arreglo a la cual el viaje constituye un tópico, un motivo [12] o un lugar común –expresión esta que, ciertamente, convoca los orígenes etimológicos del término tópico–, tan frecuente en la historia occidental, que difícilmente se encontrarían reparos para admitir su universalidad.

Ahora bien, ¿cómo el viaje por la pampa o, incluso, la pampa misma, podría devenir un tópico semejante? ¿Cómo podría aspirar a launiversalidad del lugar común, eso que parece privativo del color local? Para responder a estas preguntas, tal vez no sea del todo inapropiado revisar el modo en que Alberto Giordano ha definido la expresión lugar común en un trabajo consagrado a La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. La ventaja de esa definición es que pone coto al requerimiento de que el lugar común tenga un alcance decididamente universal. En efecto, con el concurso del prólogo que Sartre escribiera para una novela de Natalie Sarraute, Giordano señala que lugar común

“designa, sin duda, los pensamientos más trillados, siendo así porque estos pensamientos han llegado a ser el lugar de encuentro de la comunidad. (...) El lugar común (...) constituye, por esencia, la generalidad” (Sartre, en Giordano, 1992: 72, subrayado en el texto).

Sin embargo, si Giordano coincide con Sartre en que todo lugar común pertenece a los dominios de la generalidad, difiere con él en un punto crucial, porque mientras para Sartre, adherir a lo general exige un acto de voluntad previo que consiste en despojarse de lo particular, para Giordano la adhesión a lo general permite hallar la particularidad, o, en otros términos, la propia identidad: “identificándonos con todos, conseguimos nuestra identidad” (Giordano, 1992: 73). La corrección que Giordano imprime a la perspectiva sartreana potencia la definición del mismo Sartre. Y es que, así entendida, la identidad se concibe como patrimonio de un colectivo no ya universal, sino restringido: el lugar común es ese lugar donde una comunidad se encuentra, se comunica. La definición de lugar común se aproxima, así, a la de estereotipo, definido como “la imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad con carácter inmutable” (RAE, 2008, el subrayado me pertenece). [13]

En este sentido –y teniendo en cuenta las afirmaciones de Graciela Montaldo que he procurado sintetizar al comienzo de este artículo–, puede decirse que la pampa habría constituido para la cultura y la literatura argentinas ese estereotipo, ese lugar común fundante de una comunidad que bien puede llamarse “imaginada”. Una “comunidad imaginada” es, según Benedict Anderson, la definición más antropológicamente aproximada que puede ofrecerse del término nación: “es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (Anderson, 2000: 23). Desde esta perspectiva, puede señalarse que los textos fundadores de la generación del ‘37, y los posteriores de la generación del ‘80 que contribuyeron a instituirlos como tales, son los mentores del Estado-nación y de una literatura que hace de la pampa el emblema –el estereotipo– de lo nacional: la imagen de la comunión se sirve y se proyecta sobre el imaginario de lo rural. Así cuando Giordano señala que “el Otro con el que me encuentro en el lugar común es Todos” (Giordano, 1992: 73), hay que pensar que el encuentro que propicia ese lugar común de la literatura nacional llamado la pampa, limita la extensión del Todos a todos los argentinos. Salvo contadas excepciones –y a pesar, incluso, del éxito que algunos o muchos escritores locales han tenido en el extranjero–, la literatura argentina no es, ni ha sido nunca una literatura for export, sino más bien, una literatura obsesivamente vuelta sobre sí misma o, como quiere Montaldo, sobre el “peso de una herencia” que los textos fundadores le habrían legado de una vez y para siempre (Montaldo, 1993: 15). [14] Tan para siempre, que sobre finales del siglo veinte y principios del veintiuno, la literatura argentina sigue valiéndose del estereotipo que está en sus orígenes. Las novelas que he mencionado más arriba darían sobrada cuenta de esta última afirmación.

3.2. De la tópica al cronotopo

Pero en este punto, conviene abandonar las consideraciones de orden más bien filosófico –y tal vez también, literario y político–, que hasta aquí he venido haciendo en torno a, y a partir de, la noción de tópica, para atender al espesor teórico-metodológico que cabría otorgarle a la misma a los fines de un análisis en el que como he dicho no abundaré aquí. A estos propósitos, son útiles las consideraciones de Roland Barthes, Umberto Eco y, fundamentalmente, de Mijaíl Bajtín, quienes se han ocupado de la tópica, desde diversas perspectivas y con intereses también diversos.

Para el primero de estos teóricos, una tópica constituye “una reserva de estereotipos, de temas consagrados, de ‘fragmentos’ llenos” (Barthes, 1993: 137). En consecuencia, la relación entre tópica y estereotipo no es tanto de sinonimia cuanto de inclusión: la tópica de la pampa constituiría en sí misma un reservorio de estereotipos susceptibles de activarse junto con ella. Por caso, aquellos referidos a sus atributos: la pampa será entonces, estereotipadamente vacía, monótona, llana y solitaria. Claro que la definición de tópica que ofrece Barthes serviría a los fines de tratar, no solo con descripciones –que las hay, y precisamente en estos términos, en los textos que parecen recuperar las novelas de Gamerro y Aira–, sino también con núcleos narrativos: esto es, no ya con la pampa sino con el viaje por la pampa decimonónica. Habida cuenta de este propósito, sin embargo, la escueta definición de Barthes podría completarse con las formulaciones que ha hecho Umberto Eco en torno a la noción de “topic narrativo”. El topic –señala Eco– puede ser considerado un tema y “de hecho no habría dificultades para usar indiferentemente tema y topic (...) salvo que el término /tema/ presenta el inconveniente de tener también otras acepciones” (Eco, 1993: 125). Esas otras acepciones son aquellas que, atribuidas por los formalistas rusos, tienden a identificar el tema con la fábula. Ocurre que “el topic es un instrumento metatextual, un esquema abductivo que propone el lector, mientras que la fábula forma parte del contenido del texto”, es el esquema de las secuencias narrativas ordenadas cronológicamente (Eco, 1993: 126). La diferencia entre ambos es la que va de un instrumento pragmático a una estructura semántica. No obstante, y como no podía ser de otra manera, el topic no es un invento del lector que, de hecho, lo reconoce a partir de las orientaciones más o menos explícitas que el texto le ofrece. Ese reconocimiento le permite proponer hipótesis sobre determinada regularidad de comportamiento textual, regularidad esta que, a su vez, fija las condiciones de coherencia de un texto y los límites del mismo (agotado el topic, el texto ya no tiene por qué seguir). Los ejemplos de Eco son, como siempre, súmamente ilustrativos: “el topic de la primera parte de Caperucita Roja es, sin duda, ‘encuentro de una niña con el lobo en el bosque’...” (Eco, 1993: 126). En el mismo sentido, el topic que domina los relatos de viajeros por la pampa decimonónica puede ser enunciado con el título de uno de esos relatos, el de Francis Bond Head cuya traducción ha sido simplificada pero que en su idioma original sería: “torpes notas tomadas durante cierto viaje rápido a través de las Pampas y por el medio de los Andes”. En rigor de verdad, el título de Head o, incluso el de William Mac Cann –“viaje a caballo por las provincias argentinas”–, funcionan a la manera de un macrotopic o una “macroproposición de fábula” que promete, por lo pronto, la narración de jornadas terrestres por oposición a las marítimas, tan usuales hasta mediados del siglo dieciocho (Pratt, 1997: 126). Pero, como bien ha señalado Eco, “un texto no tiene, necesariamente, un solo topic”, sino que, además, “pueden establecerse jerarquías de topics, desde topics de oración a topics discursivos, hasta llegar a los topics narrativos y al macrotopic” (Eco, 1993: 130, subrayados en el texto). Desde este punto de vista, puede decirse que el macrotopic del viaje por la pampa del siglo diecinueve hace suponer una “regularidad de comportamiento textual”, con arreglo a la cual el lector habrá de esperar el desarrollo de determinados tópics narrativos (por ejemplo, aquel del encuentro con el paraje asolado por la manga de langosta, por la sequía o por el paso inexorable del malón) y discursivos (entre ellos, las comparaciones de la llanura con el mar y las descripciones que aluden al modus vivendi del gaucho o, incluso, al modus operandi del baqueano). En cualquier caso, el encuentro del viajero con un indio travestido –tal y como le sucede al personaje de Gamerro– o la comparación de la pampa con un paisaje lunar –según la ocurrencia del narrador de Aira–, no son tópics que puedan preverse de aquel macrotopic del viaje por la pampa decimonónica. En algún sentido, el pastiche que ensayan estas novelas es producto del mal uso de los tópicos discursivos –esto es, estilísticos– y narrativos que ofrecen los relatos de viajeros por la pampa del siglo diecinueve y los textos fundadores de la literatura nacional que se apropiaron de ellos.

Pero, pese a la operatividad de la noción de topic hay que decir que ella tiene una fuerte impronta de la pragmática y deja huérfanas cuestiones que son del orden más específico de la teoría y la crítica literarias, a pesar incluso de que los textos que Eco elige analizar provienen, casi todos ellos, de la literatura. En este sentido, quizás la noción más apropiada para referir al viaje por la pampa decimonónica, sea no ya la de topic (o tópica/o), sino aquella de cronotopo que Bajtín desarrollara entre fines de los años treinta y principios de los setenta, con el ánimo de trazar una historia del género novelesco. La ventaja de este otro término es, no solo su carácter específicamente literario –aunque por momentos, y como casi siempre ocurre con Bajtín, algunas de sus consideraciones parezcan “exceder los problemas estrictamente estéticos” (de Olmos, 2006: 72)–, sino también los alcances del mismo. Y es que, en efecto, el cronotopo constituye una “categoría generalizadora, semántico-valorativa, que se resuelve artísticamente en motivos concretos (o figuras textuales)”, todos los cuales “atraviesan los núcleos de la organización novelesca” (de Olmos, 2006: 70). En consecuencia, y aunque, en principio, el cronotopo atañe a la “intervinculación esencial de las relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (Bajtín, 1989: 269), él no solo decide los modos de representación del espacio-tiempo, sino también –y por su intermedio– la estructuración del argumento, la elección genérica, la construcción de la imagen del héroe y, finalmente, el momento emotivo-valorativo que determina la unidad artística de la obra. Bajtín llegará a decir que incluso “las generalizaciones filosóficas y sociales, ideas, análisis de causas y efectos, etc. tienden hacia el cronotopo y adquieren cuerpo y vida por mediación del mismo” (Bajtín, 1989: 401).

Ciertamente, no todos estos aspectos interesan a la lectura de las novelas mencionadas. Por lo pronto, no interesan aquellas observaciones referidas al vínculo estrecho entre cronotopo y género o, más bien, entre cronotopo y tipos novelescos, ya que, aunque no dejan de ser relevantes, ellas tienden a diseñar una historia del cronotopo –cualquiera este sea– que excede los propósitos de este trabajo. De esta suerte, no se trata de rastrear los orígenes del cronotopo del viaje por la pampa decimonónica, ni las transformaciones que habría sufrido posteriormente en el seno de géneros por demás diversos (desde los relatos de viajeros foráneos, pasando por los ensayos y poemas fundadores, hasta las novelas de fines del siglo veinte). Se trata, más bien, de constatar esa migración en términos de una apropiación que busca ponerse a tiro con la modernidad (por lo que concierne a la doble operación de imitación-corrección que efectuaron los textos fundadores respecto de los relatos de viajeros extranjeros), o que sucumbe a los procedimientos del posmodernismo (por lo que concierne a las novelas que son objeto de análisis, respecto de esos textos –propios y ajenos; fundacionales y extranjeros– que vienen del pasado). Tampoco interesa especialmente eso que Bajtín llamó el “momento emotivo-valorativo” del cronotopo y que supone “una evaluación del espacio-tiempo representado que, si bien pasa por el héroe es, en última instancia, resultado de la conciencia situada del autor” (de Olmos, 2006: 72). En todo caso, importa más bien explorar en qué medida el uso del cronotopo del viaje por la pampa conlleva una evaluación del modo en que fueron fundadas la nación y su literatura. Finalmente, no interesan las consideraciones de Bajtín en torno a la injerencia del cronotopo en la configuración del héroe y debo admitir que, en este punto mi lectura de las novelas es casi proppiana. El viajero foráneo, pero también el gaucho perseguido, el baqueano grave, los indios crueles, el orillero recién venido, el estanciero hospitalario y el comandante caprichoso funcionan más bien como estereotipos que Aira y Gamerro rapiñan de estos y aquellos textos fundadores (o refundadores, siempre que los de Borges puedan ser tenidos por tales). En tanto estereotipos, ninguno de ellos admite otro modo de reelaboración que no sea la parodia. En muchas ocasiones, sin embargo, y habiendo sido convocados por el cronotopo, ellos son incorporados al mundo representado sin que obre reelaboración alguna y con arreglo a un procedimiento típico del posmodernismo que, según Jameson, habría estado desde siempre menos inclinado a denotar el pasado que a ensayar su connotación estilística (Jameson, 1995: 45). En rigor de verdad, y a diferencia de los héroes que Bajtín leía en tal o cual cronotopo (por caso, el héroe de la prueba en la antigua novela griega cuyo cronotopo era aquel de la aventura en un mundo ajeno), los personajes estereotipados de Aira y Gamerro se comportan más bien como motivos. Y esto es lo que sí interesa rescatar del planteo de Bajtín: la importancia temático-argumental que este concedió al cronotopo y la articulación que ella le permitió efectuar entre esta noción y la de motivo, tan cara a los formalistas rusos. [15] Así, siempre que el viaje por la pampa decimonónica sea considerado un cronotopo, podrá decirse que este convoca ciertos motivos más o menos reiterados y estables –o estables por reiterados–, como aquel de “la sorpresa frente al paisaje” (Sarlo, 1997: 36) –como ya se ha dicho: indefectiblemente llano, vacío, monótono y solitario–, o aquel del encuentro –a veces anhelado, a veces temido–, con el indio. El cruce de la frontera o del paraje asolado por la langosta, la inclemencia del calor o los rigores del frío, las lluvias torrenciales o la sequía implacable son también motivos obligados del cronotopo en cuestión.

Una última razón, no del todo rigurosa desde el punto de vista teórico y metodológico, me impulsa a utilizar la noción de cronotopo, y es que ella parece llevarse especialmente bien con algunas definiciones del viaje o, más bien del relato de viaje. Porque si tanto para el artista cuanto para el analista, aprehender la cronotopía equivale a percibir de qué manera el espacio se temporaliza, la narración de viaje supone un movimiento con arreglo al cual, e inversamente, el tiempo se espacializa. En efecto, si para Bajtín, el cronotopo exige “saber leer el tiempo en la totalidad espacial del mundo” (Bajtín, 1995: 216, subrayado en el texto), para Van Den Abbeele, la narración de viaje supone “llenar el vacío de esa pérdida [la del hogar] a través de una espacialización del tiempo” (Van Den Abbeele, 1992: XIX). En cualquier caso, viaje y cronotopo suponen “una articulación del espacio con el tiempo” (Van Den Abbeele, 1992: XIX) que las novelas de Gamerro y Aira parecen explotar al máximo. No solo porque ellas hacen ingresar al mundo representado la tópica o el cronotopo del viaje por la pampa decimonónica, sino porque para hacerlo han debido ensayar un viaje al pasado de una literatura cuya conformación, en tanto espacio de identificación, dependió en gran parte de la identificación con un espacio: [16] la llanura que los textos fundadores anatematizaron y celebraron a un tiempo, corrigiendo y saqueando, para ello, las representaciones que de la misma habían ensayado los viajeros foráneos.

4. Algunas preguntas

En este sentido, podría afirmarse que aquello que los textos del fin (del siglo veinte) rapiñan de los textos del comienzo (de la literatura argentina) es, no solo ciertos motivos cronotópicos (casi todos provenientes de la tópica del viaje por la pampa decimonónica), no solo ciertos estilos (por caso, el de la gauchesca), sino también ciertos procedimientos. Ante todo, el procedimiento mismo de rapiñar, esto es, de producir textos con textos ajenos. Ciertamente, desde que las nociones de intertextualidad e interdiscursividad han sido elaboradas, este es un imperativo de la producción discursiva que ningún semiólogo más o menos serio estaría dispuesto a discutir. Sin embargo, aquí la idea de “ajenidad” tiene otros alcances que la ponen relativamente a resguardo de lo obvio: se trata de referir a cierta “extraterritorialidad” que habría signado los comienzos de la literatura argentina y, tal vez también, su desarrollo posterior (Libertella, 1993: 209). Por lo demás, hablar de rapiña –ese término que Jameson ha reservado para aludir al triunfo de la intertextualidad y de la nostalgia en la era del posmodernismo–, es del todo inexacto a la hora de referir a los textos fundadores, cuyo empeño está –huelga señalarlo– más cerca de la modernidad que de la posmodernidad. Por lo mismo, el espacio que se abre entre estos textos del fin y aquellos del comienzo es, para ponerlo ahora en términos de Verón, mucho más que el de un desajuste máximo entre una gramática de producción (moderna, por así decirlo) y una gramática de reconocimiento (posmoderna, para insistir con la simplificación). En rigor de verdad –y esta constituye, desde luego, una segunda hipótesis–, las novelas de Aira y Gamerro se comportan como “metadiscursos de reconocimiento”. Tal la designación que Verón reserva para referir a aquellos textos menos inclinados a leer este o aquel texto fundacional, que a producir “interpretaciones sobre el surgimiento y sus consecuencias”, esto es, sobre la fundación misma. Con el agregado de que, ocasionalmente, esas interpretaciones conducen a retocar el espacio de identificación abierto por los fundadores (Verón, 1998: 77). Hasta el momento, la crítica ha concedido ese privilegio a la figura señera de Borges, cuyos textos han sabido combinar lo propio con lo ajeno o –como bien ha señalado Piglia, el culto del coraje con el culto de los libros (Piglia, 1993: 127)–, releyendo y reescribiendo, para el caso, la literatura argentina del siglo diecinueve y la literatura universal de todos los tiempos. En este punto, cabe aventurar que, si las novelas de Aira y Gamerro intentan retocar ese espacio de identificación llamado literatura argentina, el esfuerzo que ello supone, les exige no tanto revisar los textos de una primera fundación (Alberdi, Echeverría, Sarmiento, etc.), cuanto superar los de una segunda (definitivamente, Borges). Dicho en términos más llanos, y quizá también más reiterados: para ciertos narradores argentinos de la última década del siglo veinte –y estos que aquí he mencionado no son una excepción–, la pregunta parece seguir siendo cómo escribir después de Borges. [17] Y si el collage y la parodia, han sido según Danto, las respuestas afirmativas que los artistas han sabido dar a la pregunta sobre cómo hacer arte después del fin del arte, los autores de estas novelas tendrían idéntica respuesta a la cuestión –entonces, aun vigente– sobre cómo hacer literatura (literatura argentina o literatura cuando se es argentino), aun bastante después de Borges, o quizás pueda decirse, después del fin de Borges.

En resumen, lo que intento es señalar tres problemas diferentes que la lectura de estas novelas me ha suscitado. En principio, uno de carácter estético que podría ser formulado de la siguiente manera: ¿en qué medida las novelas de Aira y Gamerro –y eventualmente otras de fines del siglo veinte– recurren a los procedimientos que se reconocen como propios del arte posmoderno o posthistórico? ¿En qué medida el uso de la tópica (o del cronotopo) del viaje por la pampa decimonónica se lleva a cabo con arreglo a esos procedimientos? ¿Qué otras tópicas y estilos son sometidos al mismo tratamiento?

Un segundo problema, de orden semiótico, procura indagar si acaso ellas ensayan una reflexión sobre el proceso mismo de fundación, es decir, si funcionan como “metadiscursos de reconocimiento” respecto de los textos fundadores de la literatura nacional. Si consiguen retocar ese espacio de identificación es asunto de un tercer problema que, siendo más bien de orden histórico-literario, atañe a la cuestión de si los procedimientos –presuntamente posmodernistas– que ellas ponen en funcionamiento tienden a ser una respuesta a la pregunta sobre cómo escribir después de Borges.

Hay un último problema hasta aquí no enunciado que concierne al contexto de producción de las novelas en cuestión. Y es que, como bien ha señalado Danto, la crítica posterior al fin del arte no está exenta de indagar cuáles puedan ser los fenómenos históricos y sociales a los que una obra alude (Danto, 2001: 3). En consecuencia, cabe preguntarse por las condiciones que, promediando la última década y, tal vez, incluso, el último cuarto del siglo veinte, impulsan en la narrativa argentina la emergencia casi obsesiva de la tópica del viaje por la pampa decimonónica. Se trata de buscar respuestas para una perplejidad: por qué razones y, eventualmente, con cuáles efectos, lo rural (aquello que según Montaldo habría fraguado con la constitución del Estado para casi enquistarse en la literatura posterior), atravesado por la tópica del viaje (la misma que, según las hipótesis de Prieto y Fernández Bravo, se hallaría en los orígenes de la nación y su literatura [18] ), persiste en la narrativa de los últimos noventa. De alguna manera, estas novelas del fin (del siglo veinte) tienden a vérselas con los comienzos (de la literatura y del Estado nacionales).

5. Algunas respuestas posibles

Pero, por todo lo dicho, aun cuando eligen vérselas con los comienzos (de la nación y su literatura), las novelas de Aira y Gamerro constituyen, en algún sentido, figuraciones del fin. Por lo pronto, del fin del arte o, más moderadamente, del fin del arte moderno, en la medida en que tanto una como la otra participa de los rasgos reservados al arte posthistórico o posmoderno. En principio, porque ambas rapiñan los estilos y las tópicas del arte pretérito, empezando por aquella del viaje por la pampa decimonónica que ha sido patrimonio de los relatos de viajeros extranjeros al Río de la Plata, primero, y de los textos fundadores que los leyeron, los imitaron y los corrigieron, después. Pero, además, esas tópicas y estilos se ven sometidos a la práctica del pastiche que es la marca del posmodernismo y que las separa, por caso, de tanta novela histórica producida sobre finales del siglo veinte. Así, si la tópica en cuestión funciona como un centro organizador del argumento, a la vez que contribuye a la construcción de los personajes y de la voz narrativa, la restauración del pasado que cabría esperar de todo ello, se ve horadada por la incorporación de otras tópicas y estilos provenientes de otros textos de la tradición literaria argentina: los monstruos de Arlt, el humor de Copi, los procedimientos de Borges. Por lo demás, el pastiche tampoco desdeña el uso o, más bien, la mención de los textos de la tradición literaria occidental e, incluso, de aquellos ajenos a la literatura misma: ambas novelas pueden coquetear, entonces, con los estilos de otras artes (por caso, de la pintura surrealista que se sobreimprime al paisaje andino en la novela de Aira) y de otros discursos sociales (por ejemplo, del documental televisivo que parece adueñarse de la voz del narrador, también en Aira). En consecuencia, la tópica del viaje por la pampa acaba por ser nada más que una de las tantas alusiones al pasado en que se empeñan ambos autores: ¿por qué habrían de contentarse con tan poco teniendo a su disposición todos los estilos del arte pretérito, ahora que el arte por fin ha terminado?

Aquí hay que decir, sin embargo, que mi propósito no es, de ninguna manera, dirimir si estas novelas podrían ser tildadas o no de posthistóricas o posmodernas. Por eso prefiero hablar, más bien, de una participación de ellas en los rasgos que serían propios de la estética posmodernista que de una pertenencia de las mismas a esa estética, tal y como la han definido –con sus diferencias de tono y de terminología– Frederic Jameson y Arthur Danto. En este sentido, la primera de las hipótesis planteadas es, no que estas novelas son posmodernas, sino que ellas recuperan la tópica del viaje por la pampa decimonónica menos con el ánimo de usarla que de mencionarla, de citarla que de incorporarla, y de parodiarla que de someterla a los designios del pastiche. En resumidas cuentas, de lo que se trata es de indagar en qué medida los procedimientos atribuidos al posmodernismo cobran en estos textos –que, ciertamente, hacen un gasto considerable de ellos–, otras dimensiones que tienen que ver con su inscripción en la tradición literaria argentina.

Conforme este propósito, la segunda de las hipótesis planteadas estima que tanto la novela de Aira cuanto la de Gamerro se comportan como “metadiscursos de reconocimiento” respecto de los textos fundadores, en la medida en que producen interpretaciones sobre el proceso mismo de fundación (Verón, 1998: 77). Pero, ¿de qué naturaleza son esas interpretaciones? Una respuesta posible es que estas novelas se comportan como metadiscursos de reconocimiento porque si los textos fundacionales leyeron a los extranjeros con el ánimo de construir una literatura y una identidad nacionales, ellas leen a los fundadores con el objeto de exhibir esas lecturas fundantes y de dejar al descubierto lo espurio del origen. Entre unos y otras obra, pues, mucho más que aquello que Verón llama un “desajuste máximo” (Verón, 1998: 31). La exhibición, por otra parte, se lleva a cabo no tanto con el auxilio de la parodia (al menos en el sentido peyorativo que Jameson le imprime a este término), como con el del pastiche: la frontera con el indio se convierte en la muralla china de un cuento kafkiano (Gamerro, 2000: 84), la descripción de la cordillera resiste los tropos del modernismo (Aira, 20 y 81). No hay ni homenaje ni burla, sino apenas un ejercicio lúdico que deja al descubierto cuánto de impropio tiene lo propio: cuánto de ajeno, cuánto de impertinente. El pastiche que es patrimonio del arte posthistórico –y que es, una vez más, ajeno– sirve, pues, a los fines de hacer explícita esa “extraterritorialidad” que ha signado los comienzos de la literatura nacional y, con ello, su desarrollo posterior. Al respecto, vale la pena citar las consideraciones, más que elocuentes, más que luminosas, de Héctor Libertella:

“Es reveladora la nómina que cita Félix Weinberg en su clásico libro sobre El Salón [Literario]: pinturas japonesas al óleo, una miniatura del rey David, flores pintadas en papel de arroz, un busto de mármol de María Luisa de Austria o una pesada espada que perteneció a un mandarín de la China y todos los demás objetos y libros que la casa de Tomás Gowland puso en remate cuando el Salón cerró sus puertas. Sería como decir nuevamente Oriente, La perla del emperador [de Daniel Guebel], la India, ‘El hombre en el umbral’ [de Borges], Una novela China [de César Aira], Shangai, los cuentos polacos y todas esas Siluetas [de Luis Chitarroni]...” (Libertella, 1993: 209)

A esta lista de extravagancias pueden añadirse las novelas que aquí se han analizado, haciendo la salvedad de que ellas apuntan directamente al corazón fundacional de la literatura nacional para decir que la extravagancia está en la cuna. Todo lo cual no alcanza, sin embargo, para retocar ese espacio de identificación llamado literatura argentina. Y es que la lectura que ambas ensayan de la fundación es, aunque novedosa en sus procedimientos –aquellos del pastiche y, en menor medida de la parodia–, reiterada en sus términos. Dicho de otro modo, estos textos –considerados, después de todo, como textos paradigmáticos de cierto comportamiento que se registraría en la narrativa argentina del fin de siglo–, están lejos de constituirse como refundadores, en la medida en que no hacen más que señalar y, al mismo tiempo explotar para sus propios fines, esa tendencia de la literatura argentina a combinar lo propio con lo ajeno.

Con lo cual, el gesto refundacional seguiría siendo patrimonio de Borges. Al fin y al cabo, él hizo de esa tendencia su poética personal y su legado de escritor destinado a maestro. Por eso, y porque también él construyó gran parte de sus ficciones leyendo a los fundadores, las novelas en cuestión no pueden eludirlo. Su sombra terrible parece proyectarse sobre El sueño del señor juez (donde, de hecho, lo soñado por el juez alcanza a la vigilia), y se cierne otra vez contundente sobre Un episodio... y, más aun, sobre los intentos de Aira por diseñar una poética susceptible de polemizar (aunque más no sea falsamente) con la de Borges.

Pero, ¿es tan terrible esa sombra? Porque, todo parece indicar que estas ficciones tienen otra respuesta para aquella pregunta tantas veces reiterada sobre cómo escribir después de Borges. Conforme esa respuesta, ya no se trataría de escribir a la manera de Borges o contra Borges, sino de incorporarlo. Dicho de otro modo: entre tantos estilos, tópicas y procedimientos pretéritos, también los de Borges están disponibles para el uso que los artistas les quieran dar. Y si la respuesta a la pregunta sobre cómo escribir al cabo de la experiencia de las vanguardias ha sido saquear los estilos del arte del pasado, la respuesta que estas novelas ofrecen a la cuestión sobre cómo escribir después de Borges, parece ser la de saquear a Borges para hacerlo partícipe del pastiche y, ocasionalmente, de un tipo de parodia menos burlesca que feliz (y entonces el juez soñador se vuelve un Coleridge de campaña y trae a la vigilia una flor de cardo que halló en el curso de una presunta pesadilla). Aira y Gamerro –y acaso, otros escritores del fin de siglo– podrían hacer suyas las palabras que Lady Chatterley reservaba para referir a la postguerra: “el cataclismo ya ha ocurrido (...) No tenemos ante nosotros un camino llano que conduzca al futuro. Pero rodeamos o superamos los obstáculos...” (Lawrence, 2001: 5) Entre ellos, el obstáculo Borges.

Pero, si merced a los procedimientos que ponen en juego, estas novelas tienen algo para decir acerca del fin de Borges y, más radicalmente, acerca del fin del arte, en otro sentido, ellas dicen algo acerca del fin del Estado. Desde luego, esta última afirmación pretende ser una respuesta a la pregunta por los fenómenos socio-históricos a los cuales ellas aluden (para emplear los términos de Danto) y que, al mismo tiempo, forman parte de sus condiciones de producción (para usar ahora los términos de Verón). Uno de esos fenómenos sería, pues, este del fin del Estado. Pero, ¿qué cabe entender por “fin del Estado”? Ya es casi un lugar común la afirmación según la cual, sobre finales del siglo veinte y empujados por el nuevo orden mundial global, los Estados nacionales habrían visto sus fronteras desmoronarse. Alentado por esta constatación y, quizás también, por esa suerte de “milenarismo invertido” que Jameson estimó había ganado las más diversas formulaciones intelectuales, hubo quien llegó a decretar el “fin de la geografía” (Virilio citado por Bauman, 1999: 129). En cualquier caso y, como no podía ser de otra manera, este borramiento de las fronteras estatales, y del Estado mismo, habría tenido connotaciones particulares en América Latina, donde el proceso comenzó, de hecho, en el último cuarto del siglo y con la instauración del modelo neoliberal que promovieron los gobiernos dictatoriales. Como es bien sabido, una de las prerrogativas de ese modelo ha sido reducir el papel del Estado que, entonces, se ha visto eximido de “atender a sus obligaciones de proveer bienes públicos (salud, educación, seguridad, etcétera)” (Hopenhayn/ Barros, 2002: 14). También es sabido que, en Argentina y durante la última década de la centuria pasada, esta tendencia se extremó, a tal punto que la reforma del Estado propendió a “jibarizar sus facultades de regulación económica y a facilitar un vasto programa de privatizaciones”, además de alentar “una escalada del endeudamiento externo para lubricar el proceso de concentración y extranjerización de la economía” (Hopenhayn/ Barros, 2002: 13). Claro que no es el propósito de estas líneas, ahondar en un análisis de las consecuencias, más o menos nefastas, de esta liquidación del Estado benefactor. En todo caso, importa destacar que, producidas al cabo de esa década tumultuosa y al borde de lo que Hopenhayn y Barros denominan, la “implosión del modelo” (Hopenhayn/ Barros, 2002: 14), las novelas de Aira y Gamerro parecen ser un nudo que ata dos extremos: los comienzos y el fin del Estado nacional, sus albores y sus estertores, su proyección y su anulación.

¿De qué otro modo interpretar esta recurrencia de la tópica del viaje por la pampa que está en los orígenes de la nación y su literatura? Acaso su incorporación al mundo representado sea un modo de conjurar la crisis de cierta identidad nacional que, después de todo, la literatura argentina ha sabido construir siempre de espaldas al Estado. Y es que, si desde la generación del ‘37 hasta aquella que perdió y desperdigó la última dictadura militar, el Estado ha sido cada vez la fuente de donde emanan las más diversas formas de la violencia, quizá la última forma de violencia que él ha sabido ejercer ha sido resignar las funciones que le eran privativas. En otro sentido, podría aventurarse que si estas novelas aluden al fin del Estado, lo hacen no tanto porque sugieren su precariedad presente allí donde dicen su vulnerabilidad pasada (y, más que pasada, originaria), sino porque ahora que el Estado se ha retirado, ellas insisten en decir la identidad nacional, remontándose para el caso, a los textos fundadores y a los lugares comunes (fundadores de comunidad) que ellos les proveen. Con lo cual, ambas vienen a confirmar aquella presunción de Benedict Anderson que, todavía en 1991 –y con el objeto de desmentir “el ‘fin de la era del nacionalismo’, anunciado durante tanto tiempo”–, señalaba que “la nacionalidad sigue siendo el valor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo” (Anderson, 2001: 19). Tanto para Aira como para Gamerro (pero quizás no solo para ellos habida cuenta de que el propósito de este trabajo ha sido leer sus novelas como posibles casos paradigmáticos de la narrativa argentina de fin de siglo), la fundación de la nación pudo haber estado signada por el delirio, la locura, el malentendido, el error y la ajenidad, pese a lo cual la nacionalidad sigue siendo un lugar –el lugar– desde el cual escribir, incluso (o tal vez, más que nunca), durante una década en la que el Estado pareció haberse retirado.

Bibliografía

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* Magister en Sociosemiótica. Profesora asistente en las cátedras de Teoría Literaria y Semiótica I de la Facultad de Filosofía y Humanidades y de Literatura argentina en el Programa de Español y Cultura Latinoamericana, dependiente de la Prosecretaría de Relaciones Internacionales (UNC). cdeolmos73@hotmail.com. Recibido 08/2010. Aceptado 11/2010.



[1] Al respecto, señala Williams que, desde la literatura griega y latina “los medios de producción agrícola –los campos, los bosques, los cultivos, los animales– son atractivos para el observador, y en muchos sentidos, durante las estaciones benignas, para los hombres que trabajan en ellos o en contacto con ellos. De modo que también pueden emplearse para marcar la disparidad con los centros de intercambio y las casas de los banqueros del mercantilismo, o con las minas, las canteras, los molinos y los establecimientos fabriles de la producción industrial. Este contraste, en muchos sentidos, todavía se mantiene” (Williams, 2001: 75).

[2] En este sentido, ambos autores tienen la precaución de evitar explicar la fundación en términos de una irrupción histórica o de atribuirla a cualidades intrínsecas de ciertos textos.

[3] Como es sabido, la teoría de las fundaciones de Eliseo Verón aparece, en primera instancia, como un aparato teórico-metodológico dirigido a sustituir la pregunta acerca de la diferencia entre ciencia e ideología, por un interrogante que permita articular relaciones entre ambas. Verón espera que esa sustitución contribuya a superar la polémica entre continuismo/ discontinuismo en las descripciones de la producción del conocimiento científico. En este sentido, la teoría de las fundaciones parece estar acotada a uno o dos problemas puntuales que conciernen al ámbito estrecho de la historia de las ciencias. No obstante, y como la propuesta de Verón habilita, además y por sobre todo, una teoría de la producción social del sentido, las nociones de fundación, y de proceso y texto de fundación resisten con éxito la descripción de otros fenómenos discursivos que se inscriben en otros sistemas productivos, distintos del de la ciencia. En otras palabras, si el propósito explícito de Verón es construir una teoría de la producción social del sentido, entonces la dinámica de la red intertextual compete a todos los sistemas productivos del discurso, incluido el de la literatura. Aquí, interesa particularmente poder pensar la literatura nacional como un “espacio de identificación” abierto por ciertos textos cuyo carácter de fundacionales dependería de su relación con otros textos previos y posteriores.

[4] Lo discursivo tiene para Verón el espesor de un método. En efecto, si las condiciones de producción de un texto pueden ser reconocidas por el conjunto de huellas que han dejado en la materia significante, ellas aparecen “bajo la forma de operaciones discursivas”, lo cual supone admitir que un análisis semejante solo puede efectuarse “del lado de la recepción” (Verón, 1998: 18 y 19). En cualquier caso, se trata de describir los textos como un conjunto de operaciones discursivas “por las cuales la (o las) materias significantes que componen el paquete textual (...) han sido investidas de sentido” durante el proceso de producción, no ya del texto, sino del discurso. La teoría de la producción social del sentido deviene así una teoría de la producción social de los discursos –puesto que “el sentido [es] siempre discursivo” (Verón, 1998: 25)–, y habilita un método cuya ventaja principal es permitir la “identificación de lo ideológico-en-los-discursos” (Verón, 1998: 21).

[5] Para Tulio Halperín Donghi, este rasgo de voluntad, sería una diferencia de la Argentina respecto de los restantes países hispanoamericanos: “La excepcionalidad argentina radica en que solo allí iba a parecer realizada una aspiración muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de Hispanoamérica: el progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia” (Halperín Donghi, 1995: 8). Este voluntarismo, por lo demás, sería constitutivo de las naciones según pretendía, Ernest Renan ya en 1882: una nación, decía Renan, “supone un pasado, pero se resume, sin embargo, en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es (perdónenme esta metáfora) un plebiscito de todos los días” (Renan, 2000: 65).

[6] La diferencia entre uso y mención –que guarda algún parecido con la que Jameson señalaba entre la cita y la incorporación–, proviene de la lógica: “Los lógicos marcan una distinción crucial entre el uso y la mención de una expresión. Usamos la expresión ‘san Pablo’ cuando queremos hacer una declaración acerca de san Pablo. Mencionamos ‘san Pablo’ cuando la usamos para hacer una manifestación acerca de esa expresión” (Danto, 1999: 213). La mención es, pues, un fenómeno metalingüístico, de segundo grado, con arreglo al cual lo mencionado va siempre entre comillas. Trasladada al dominio del arte –y, quizás, especialmente al del arte pictórico, puesto que todos los ejemplos de Danto apuntan en esa dirección–, ella reviste dos modalidades: o bien, el tipo de pintura enmarcada –pinturas de interiores en las que aparecen colgadas pinturas famosas como objetos de decoración–, o bien, el tipo de pintura a la manera de..., es decir, el cuadro pintado como podría haberlo hecho tal o cual artista y en el estilo de su tiempo. En cualquiera de ambos casos, el éxito de la mención depende del fracaso de la mímesis, porque si para el arte posthistórico todo es posible, no todo es posible en todo momento, aún en el momento posthistórico del arte, cuando ya no operan las coerciones de las narrativas maestras, pero siguen operando las de la historia. Esto significa que es absolutamente posible apropiarse de las formas del arte del pasado e imitar la obra de un período anterior y, sin embargo, “lo que no se puede hacer es vivir el sistema de significados logrados por la obra al ser concebida en su forma original de vida” (Danto, 1999: 211). Y es que, si bien es cierto que el arte es capaz de mensajes históricamente transcendentes; también es cierto que los estilos estéticos –el de Rembrandt, por caso– están históricamente circunscriptos y no pueden ser usados con el mismo propósito con que fueron empleados originalmente. La preocupación de Danto no es la pérdida de la historia que Jameson lee –con cierta alarma, por cierto– en las obras posmodernistas, más dadas a la incorporación que a la cita (esto es, al uso de los estilos pretéritos anulando sus contextos de procedencia), de sino el gesto, en apariencia contrario, de querer restaurarla

[7] Para Jameson la diferencia entre parodia y pastiche consiste en que si bien ambos “recurren a la imitación o, mejor aún, a la mímica de otros estilos y en particular de los amaneramientos estilísticos de otros estilos”, la primera lo hace con el propósito de burlarse del original; mientras que en el segundo, la imitación tiene un carácter neutro: no hay ni burla ni homenaje (Jameson, 1998: 168). Esto es lo que Danto prefiere llamar collage, término al que Jameson juzga “una denominación muy pobre” para referir al nuevo modo de percepción que el posmodernismo reclama: aquel por el cual es la diferencia y no la relación lo que contribuye a la comprensión de una obra (Jameson, 1995: 74).

[8] Por ejemplo aquellas de Alvin Kerman en The Death of Literature (1990).

[9] Se trataría de casos paradigmáticos porque, como bien ha señalado María Rosa Lojo, existe todo un conjunto de novelas que sobre finales del siglo XX recuperan la tópica del viaje y del viaje por la pampa (Lojo, 1996: 135).Por lo pronto –y siempre que la expresión fin de siglo refiera al largo período que va de los ochenta a los noventa–, podría señalarse ese conjunto de novelas del propio César Aira que la crítica ha calificado como pertenecientes a su “ciclo pampeano” (Contreras, 1998: 19), aun cuando algunas de ellas eligen narrar no tanto la travesía por la pampa cuanto el viaje hacia la Patagonia del siglo diecinueve. Idéntica elección narrativa hacen: Eduardo Belgrano Rawson, enFuegia (1995); Silvia Iparraguirre, enLa tierra del fuego (1998) y Leopoldo Brizuela, en Inglaterra. Una fábula (2001). La tópica del viaje vuelve a aparecer bajo la forma del viaje de conquista, por ejemplo enEl entenado (1986), de Juan José Saer y en El largo atardecer del caminante (1992), de Abel Posse. Eso por no mencionar las novelas que, en el mismo período, se ocupan del viaje inmigratorio. Tal el caso de Canción perdida en Buenos Aires al Oeste (1987), de la propia Lojo. En cualquier caso y como podrá apreciarse, si todas estas novelas hacen ingresar la tópica del viaje, no todas ellas ponen el juego la tópica del viaje por la pampa decimonónica, excepción hecha de La pasión de los nómades (1994) también de Lojo, Las nubes (1997), de Juan José Saer y Los cautivos. El exilio de Echeverría (2000), de Martín Kohan. Aun así, no todas parecen dispuestas a someter esa tópica a los designios del pastiche y del collage que es lo que aquí interesa: situado en las antípodas del posmodernismo para redoblar una apuesta por una concepción moderna de la literatura, la novela de Saer se abstiene de efectuar una operación semejante. No así las de Lojo, Kohan y algunas de las novelas del citado “ciclo pampeano”, de César Aira cuya exclusión de este trabajo queda justificada por los estudios que ya se les han dedicado.

[10] Para las definiciones de la RAE se ha consultado la vigesimosegunda edición del Diccionario en la URL http://buscon.rae.es/draeI , con fecha del 14 de febrero de 2008. De aquí en adelante se señala (RAE, 2008).

[11] En el mismo sentido, o similar, es conocida la frase de Piglia según la cual “no hay más que libros de viaje o historias policiales. Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?” (Piglia, 1993: 21). Ciertamente, ella no deja de ser un plagio solapado de aquel dicho popular que Benjamin citara en ocasión de elaborar su tesis sobre el narrador: “cuando alguien realiza un viaje –decía Benjamin–, puede contar algo” (Benjamin, 1991: 113). También rinde tributo a la afirmación de Michel de Certau, citada por Van Den Abbeele, según la cual “toda narración es una narración de viaje” (de Certau, en Van Den Abbeele, 1992: XIX). Aquí cabe citar las lecturas que el propio Van Den Abbele se permite hacer en torno a la afirmación de de Certau que, si acaso “puede sonar excesiva fuera de contexto, es posible encontrar un sostén considerable para sus hipótesis sobre la narrativa que, casi invariablemente, hacen del viaje, o bien el modelo narrativo, o bien el modelo de la narración.” A título de ejemplo, Van Den Abbeele alude a la Teoría de la novela, de George Luckács y la Morfología del cuento folklórico de Propp. A su juicio, para Luckács “la novela es la forma que expresa una falta trascendental de hogar (...). En cuanto al sistema de funciones tipo propuesto por Vladimir Propp, la secuencia entera de funciones puede ser leída como un itinerario que comienza con la primera función, la partida que alguien hace de su hogar, y que termina cuando son resueltas todas las complicaciones que rodean el regreso del héroe”. Finalmente, Van Den Abbeele, remite al texto de Percy Adams Travel Literature and the Evolution of the Novel, que indaga la relación entre la moda temprana de la literatura de viajes y la aparición del más elaborado de los géneros narrativos, es decir, la novela” (Van Den Abeele, 1992: 133, la traducción me pertenece en todos los casos).

[12] Aunque Van Den Abbeele los utiliza como sinónimos, los términos tópico y motivo provienen de dos tradiciones radicalmente diferentes: el primero, de la retórica clásica, ha sido retomado por numerosas propuestas semióticas. Además de las de Barthes, Eco y Bajtín que se desarrollan más adelante, puede señalarse el uso que de él ha hecho la sociocrítica (cfr. Angenot, 1998: 17-27). En cuanto al motivo, este fue capitalizado por los formalistas rusos que lo reservaron para referir a un procedimiento puramente constructivo, razón por la cual, el término ha sido más bien evitado en las teorías posteriores de la literatura, la semiótica y el análisis del discurso.

[13] Vuelto estereotipo, el lugar común se desprende de la retórica y adquiere un más allá del lenguaje. En La promesa del alba, la novela autoficcional de Romain Gary, el narrador dice de su madre: “no vacilaba nunca ante un lugar común, lo que se debía menos a una trivialidad de vocabulario que a una especie de sumisión a la sociedad de su tiempo, a sus valores, a sus patrones de oro –hay, entre los lugares comunes, las frases hechas y el orden social imperante, un lazo de aceptación y de conformismo que va más allá del lenguaje” (Gary, 1961: 21). Por supuesto, en el caso del viaje por la pampa decimonónica tal como aquí interesa, el lugar común aparece directamente enredado con y en el lenguaje, instaurado por y en la literatura.

[14] Como ya se ha señalado, para Montaldo, el peso de esa herencia es el peso de lo rural emergiendo con intermitencia sostenida en la literatura argentina del siglo XX. En otro extremo de las afirmaciones de Montaldo están las de Sarlo para quien “el deseo de ciudad es más fuerte, en la tradición argentina, que las utopías rurales”. Y, refiriéndose a Borges, que es lo que en este ensayo le interesa, añade: “En este sentido, los escritores del primer tercio del siglo XX se inscriben mejor en el paradigma de Sarmiento que en el de José Hernández. Las únicas excepciones son Ricardo Güiraldes (…) y Borges…” (Sarlo, 1995: 25). Para Sarlo, la impronta de ese deseo serviría para explicar, por caso, la ausencia de realismo mágico en nuestro país: “No hay (casi) realismo mágico en la literatura rioplatense, porque la potencia imaginaria de la ciudad obturó definitivamente el impulso mítico campesino” (Sarlo, 1995: 22)

[15] Por supuesto, hay que hacer la salvedad de que, para Bajtín, el motivo –cronotópico por principio– no es un fenómeno puramente formal, sino que involucra también al contenido (Arán, 1998: 69-70).

[16] En un análisis estrictamente bajtiniano esta afirmación llevaría a ocuparse del cronotopo del autor cuyo punto espacio-temporal de observación es su propia contemporaneidad con todo lo que ella tiene del pasado y de pasado específicamente literario, casi se podría decir: con todo lo que en ella hay de la tradición. Al respecto, señala Bajtín: “el dominio de la literatura –y más ampliamente– el de la cultura (de la cual no puede ser separada la literatura), constituye el contexto indispensable de la obra literaria y de la posición en esta del autor” (Bajtín, 1989: 406). En este sentido, los escritores aquí estudiados parecen posicionarse en un lugar que los lleva a revisar el pasado remoto y no tan remoto de la literatura argentina para decir, quizás, algo de su propia contemporaneidad. Si bien el análisis no descuida este último aspecto tampoco puede ser calificado de estrictamente bajtiniano en este punto.

[17] La pregunta dataría de los setenta, cuando la figura de Borges terminó de monopolizar el centro del sistema literario argentino, después que Cortázar y la literatura del boom le disputaran el liderazgo durante la década anterior. Según Alejandra Minelli, la pregunta siguió vigente para los escritores mayores y menores –esto es, centrales y periféricos– de la década del ochenta: Saer y Piglia, por un lado; Copi, Perlongher, Osvaldo Lamborghini, Puig y Aira, por el otro. A juicio de Minelli, todos ellos escribirían tanto con como contra Borges (Minelli, 1986: 17).

[18] El viaje por lo demás, se halla en los orígenes de la conformación de las naciones, tanto europeas como latinoamericanas, según la observación hecha por Benedict Anderson. En efecto, para Anderson uno de los factores que intervinieron en la constitución de las naciones europeas es el auge de los viajes de exploración, que se registra desde fines de la Edad Media en adelante. En cuanto a la constitución de las naciones latinoamericanas, el viaje tiene aun mayor injerencia: son las “peregrinaciones de los funcionarios criollos” a través del continente, las que contribuyen a crear la conciencia de una comunidad de sujetos signados por la “fatalidad del nacimiento transatlántico” y la consecuente imposibilidad de acceder a los espacios de poder (Anderson, 2000: 90-91). A partir de estas afirmaciones y de la hipótesis, también elaborada por Anderson, según la cual la novela y, en general el capitalismo impreso, habrían contribuido a la conformación de las naciones europeas, hay quien ha sugerido que el relato de viaje habría contribuido, asimismo, a la conformación de las naciones americanas (Gazzera/ de Olmos, 2003: 22).