EL CUERPO MESTIZO DE LATINOAMERICA EN
LA CRÓNICA DE PEDRO LEMEBEL.
María José Sabo *
Resumen.
El artículo toma como objeto de indagación las crónicas Pedro Lemebel. La lectura que se propone parte de analizar la integración de la estética camp al proyecto escritural de Lemebel, focalizando en la función que adquiere la parodia del melodrama cinematográfico como estrategia deconstructiva de las imposiciones del género. Nuestra lectura busca evidenciar la relación entre la politización del cuerpo que observamos en sus crónicas y la denuncia de un marco legal estatal que utiliza la norma heterosexual como dispositivo constructor de formas de ciudadanía y de un modelo de democracia sustentado en la exclusión y en la entronización de lo blanco como símbolo del progreso. Sus crónicas incorporan como estrategia de escritura el reciclaje irreverente que propician los cuerpos marginales, valorizando la heterogeneidad y la mesticidad como lo propio.
Palabras Clave: camp, parodia, mestizo, marginalidad, género, raza, cuerpo.
Summary
This article focuses its investigation on the chronicle of Pedro Lemebel, The proposed reading begins by analyzing the integration of camp aesthetics in the writing of Lemebel, focusing on the role aquired by the parody of cinematographic melodrama as a deconstructive strategy of to the impositions of the genre. Our reading seeks to demonstrate the relationship between such operation of politicization of the body that we observe in his texts, and the denounce of a governmental legal framework that uses heterosexual norms as a device to construct forms of citizenship and a model of democracy that are sustained by the exclusion and the entrenchment of whiteness as a symbol of progress. His chronicles harangue for another model of relationship in dialogue with the horizon of post-colonial debates, using as an image, the irreverent recycling brought about by marginal bodies and valuing heterogeneity and mesticidad as something unique to
this subcontinent.
Keywords
: camp, parody, mestizo, marginality, gender, race, body.
Y nadie sabe si esa lágrima de diamante
que rueda por su mejilla
es auténtica.
Nadie pondría en duda esa amarga gota escenográfica,
que brilla lentejuela
en el ojo de la última escena.
(Pedro Lemebel, 2000 [1996]: 82)
Nadie sabe, pero tampoco nadie pondría en duda. En su admirable condensación de imágenes, esta cita extraída de una de las crónicas de Loco afán. Crónicas del sidario del escritor y performer chileno Pedro Lemebel, invita a abordar su narrativa desde una de las figuras más persistentes en sus crónicas: la vacilación siempre inquietante entre lo auténtico y lo falsario, entre lo real y lo teatral, entre lo que brilla iluminado por las luces del espectáculo y las sombras que el recuento de la historia reciente de Chile repone en el texto. Una ambigüedad en que la escritura se abre hacia el juego, a la parodia y lo carnavalesco, como forma de mirada a la vez que inocente, crítica.
Desde esta zona de tensiones irresueltas propongo leer la impugnación que la escritura lemebeliana realiza de una identidad sexual pensada como natural y por tanto, despolitizada, punto ciego de un modelo de ciudadanía neoliberal y consumista, legitimante asimismo de un orden de exclusiones raciales soterradas bajo el ideario de la higienidad y la moralidad, observando allí de qué manera esta interpelación al sistema de ordenamiento de los cuerpos va hilando en Lemebel un discurso político de proyección latinoamericanista e intervención política en el presente. La propuesta es abordar su crónica relevando la incorporación en ella de lo camp como estética que, en tanto permite ensayar una voz escritural que trae la corporalidad disidente al centro de la escritura, también potencia la construcción de una sensibilidad –entre la ternura, la nostalgia y la aspereza rabiosa de quien reclama “ser deseado”- desde la cual se denuncien los órdenes coercitivos y represores de la sociedad chilena de la Transición. El camp lemebeliano sale al cruce de las imposiciones de gender [1] , pero no queda ahí su fuerza contestataria ya que el modo paródico del relato busca poner en evidencia las alianzas entre el ordenamiento heterosexual de los cuerpos con otros dispositivos de represión y marginación que abrevan de esta heterosexualización del deseo para legitimar un sujeto modélico funcional al Estado neoliberal de los años noventa: dispositivos de raza y de clase, ambos integrados por el cronista a una genealogía de explotación que hunde sus raíces en la Conquista, los cuales intervienen también en la fijación de la inteligibilidad de los cuerpos, amparados ambos en las imposiciones de la normativa heterosexual establecida como lo natural, deseable y legal, pero especialmente como la garante del avance de la sociedad hacia el progreso. Un progreso entendido claramente según los parámetros de los sectores conservadores y eclesiásticos de innegable peso en la escena política y social del Chile post-dictadura.
El “blanqueamiento” de los cuerpos, vinculado a una idea de higienidad social, en correlatividad al blanqueamiento de ciertos espacios de la ciudad, de la memoria y de la historia dictatorial, ha confluido en la constitución del imaginario chileno neoliberal de las últimas décadas (Tomás Moulian, 1997). En este sentido, el patrón de enriquecimiento conservador y socialmente desigual de Chile, impulsado por el modelo económico implantado en las últimas décadas, es descripto por Lemebel como una pintura blanca que se pasa por sobre los edificios viejos y testigos de la historia, como una limpieza sistemática de plazas y espacios públicos que intenta borrar toda marca tercermundista (Lemebel, 1998:187-188). Pero también denuncia el blanqueamiento como un ideario de raza y de valores de clase que pervive arraigado al discurso estatal: una blancura que recorta aquellos sujetos ciudadanos que acceden a las políticas públicas mientras que condena a aquellos otros que circulan como el lumpen de la “economía nocturna” del deseo (Nelly Richard, 2004 [1993]:46-53).
El blanqueamiento legal de la memoria es uno de los discursos más estructurantes de la nueva ciudadanía neoliberal en la medida en que la Transición democrática formula como requerimiento la suspensión de las guerras entre las memorias particulares para garantizar la “tranquilidad” necesaria en el proyecto de progreso sostenido hacia el futuro (Fernando Blanco, 2004: 30-31; Moulian, 1997). Las luchas en torno a la memoria y por la justicia fueron presentadas como elementos amenazantes al nuevo orden democrático y señaladas como las principales causas de desestabilidad social: se inyectó a través de los medios masivos, un miedo colectivo a que las divisiones entre la sociedad civil y militar provocaran la vuelta de un orden represor, es decir, la vuelta del pasado, adquiriendo este fantasma un peso decisivo a la hora de pactar los términos en que retornaría la democracia. Este proceso de blanqueamiento que impregnó los debates sobre el pasado fue funcional para el modelo de desarrollo neoliberal que se buscaba profundizar en la medida en que permitía pensar la sociedad como una tersa y nada conflictiva red de diversos actores sociales dispuestos a resignar su memoria en pos del progreso de Chile.
Dentro de este marco, hablamos de una escritura camp lemebeliana, la cual incorpora elementos repertoriales de una “sensibilidad homosexual” sobre-codificada en lo Kitsch como nostalgia naïf por el pasado, como conformismo y encantamiento en “el mal gusto”, aquí, “el gusto pobre”, abrevando así de los productos de la cultura de masas para hacer una reconfiguración paródica y lúdica tanto de éstos como de sus lecturas culturales más legitimadas; aquellas que los confinaron al margen de la “alta cultura” en tanto productos destinados al consumo pasivo. Se va conformando allí una escritura que, en primera instancia, desbarata su propio horizonte de expectativas lectoras desestabilizando la estratificación y distribución de los cuerpos (como texto escrito y máquina escribiente) en la cultura.
Por esta vía, la denuncia a las imposiciones heteronormativas sobre los cuerpos se va entramando en un horizonte mayor de consideraciones histórico-geográficas y raciales sobre el cual, y en confrontación con ideario de igualdad, armonía y blancura de los años noventa, Lemebel se reapropia y reformula de manera iconoclasta también el tradicional discurso de la “identidad latinoamericana” entronizado en lo mestizo; una abstracción cultural, intelectual y política de largo aliento que captó el imaginario resolutivo y sincrético de una armonía de las “razas” sobre la cual cerrar y reificar la herida de la conquista. El componente sexual siempre en ciernes en esta concepto de mestizaje, es traído al centro de la escena escritural a través de un nuevo recorte de la corporalidad latinoamericana no previsto en esta clásica simbolización: el cuerpo no-(re)productivo (para el Estado, para la moralidad religiosa y para el modelo de consumo) de “la loca” lemebeliana, lo cual posibilita, por un lado y hacia adentro de la tradición del discurso latinoamericanista, tensionar el límite en cuanto a lo “incorporable” y “lo representable” tanto en sentido estético como político, y por otro, hacia su “afuera”, potenciar la capacidad reafirmativa de una diferencia. Así, el signo de esta la reformulación de lo mestizo vacila continuamente al incorporarse de manera paradojal en estas posiciones enunciativas disímiles, restando abierto como cantera que, más que proveer de un referente claro, ofrece multiplicidad de formas críticas. Lemebel lo incorpora tanto en la referencia clásica a la “mezcla” de español e indígena pero también lo abre con soltura para pensar un mestizaje estético, un mestizaje travesti.
En este sentido, será el catalizador de una arenga contra los modelos culturales y corporales “importados” de la metrópolis, los cuales se perciben como una nueva “plaga colonizante” (Lemebel, 2000 [1996]) que uniforma subalternizando los cuerpos. El modelo metropolitano impone un deseo de lo blanco como índice de una piel “no cruzada”, amnésica en relación a la historia de la Conquista, pero también de una higienidad en torno a la cual convergerán valores sociales, médicos y morales. Este ideal de la blancura que impregna en el imaginario, aún por debajo del discurso-comodín de una sociedad multiculturalista y tolerante, regula así las prácticas, circulación y pertenencias o no de los cuerpos en relación al espacio de lo público en tanto espacio que asume la tarea de reconstrucción de lo común.
En esta propuesta de lectura abordaremos crónicas provenientes de los tres primeros libros de crónicas que Lemebel publica: La esquina es mi corazón del año 1995, Loco afán de 1996 y De perlas y cicatrices, de 1998, ya que coincidimos con la organización que tanto Fernando Blanco (2010) como Juan Poblete (2010) hacen de su producción cronística, ambos poniendo de realce la diferencia entre estas primeras producciones y las posteriores. Blanco señala que en estas tres primeras publicaciones se registra un pacto afectivo específico con lo femenino, un uso de la novela y el folletín rosa y la exploración de la fantasía heterosexual a través del soporte melodramático que irá mutando hacia otras formas en las obras posteriores cuando, paralelamente, la figura de la loca también vaya mermando su presencia (2010: 73-75).
Por otro lado, también se hace necesario recortar y asirse, de entre los múltiples rasgos atribuidos a lo camp y abordajes gestados desde los años ’60 a partir de los debates sobre éste, de una conceptualización de esta sensibilidad, tal como la define Susan Sontag (1964), que nos permita transitar por las crónicas relevando su carga crítica tanto hacia la historia latinoamericana como en relación al presente de Chile. En este sentido, si bien una de las propuestas más relevantes es sin dudas la de Susan Sontag con Notas sobre lo camp de 1964, al definirlo a partir de un amor hacia el exceso, extravagancia, el artificio, lo teatral y lo lúdico, considero pertinente asirnos del giro político que José Amícola agrega a esta propuesta, en especial por el lugar protagónico que la parodia adquiere en él. Amícola suscribe al camp a una mirada hipercrítica e hiperconsciente hacia el pasado, hacia el canon y la tradición, politizando un discurso que se inscribe críticamente en su presente y que potencia su resistencia a ser capturado a través de su vacilación constante entre la gestualidad naïf y la enunciación incisiva. De esta manera, lo define como un reciclaje paródico de aquel gusto inocente, cursi y vulgar que se juzga negativamente como Kitsch, acentuando en éste el significado de construcción de las imposiciones de gender. (Amícola, 2000: 16). Por el contrario, para Sontag, la sensibilidad camp menosprecia el contenido, “es no comprometida y despolitizada, al menos, apolítica” (Sontag ([1966] 2005: 357) [2] y en este sentido, no se halla necesariamente vinculada a la cuestión del género sino tan sólo en los términos de una afinidad particular (373). Pero para Amícola, la tensión política que comporta el camp decanta singularmente de su relación con las sexualidades no normativas en la medida en que marca una posición del sujeto con respecto a la norma hegemónica del género y con respecto al uso y reciclaje de los productos de la cultura popular.
Para Amícola es claro que “lo que impondría el camp sería una mirada socarronamente falocéntrica sobre los problemas del gender” (52) y su fuerza estética va a surgir, entonces, de la reutilización y transformación de los productos de la cultura de masas, porque “dicho reciclaje implica una crítica de la cultura dominante, pero lo singular es que lo hará en los mismos términos de esa cultura” (52). En la misma línea, Silvia Hueso Fibla (2009) señala que en él habría un “uso deliberado y consciente de lo que ha sido considerado de mal gusto para subvertir los parámetros artísticos conservadores tradicionales” (12)
El camp trabaja centralmente con los materiales de la cultura popular y de masas, en especial aquellos que se hallan más vinculados a la imaginería heterosexual como los boleros, la novela rosa, el melodrama y el cine clásico de Hollywood, atravesándolos por la parodia, la sobreactuación y la apelación a la yuxtaposición chocante entre distintos materiales (Amícola, 2000: 64-66).
Breves consideraciones teóricas acerca del género
Los Estudios de Género, deconstruyendo la categoría de gender, han buscado poner en evidencia su funcionamiento como institucionalización social de las diferencias del sexo erigiéndose en un sistema conceptual, un principio organizador y normativo que dictamina subjetividades y conductas, reduciéndolas a la bipolaridad de lo masculino/femenino como ordenamiento de la “normalidad” y condenando otras prácticas y otros cuerpos hacia el ámbito de lo abyecto y de lo obsceno. Este concepto aplicado a la tecnificación de los cuerpos ciudadanos hace coincidir al sujeto y al género con un conjunto de rasgos genitales, y a su vez éstos con una elección sexual que es así remitida al orden de lo biológico y de lo dado. Correspondencias naturalizadas que se imponen como norma cultural, determinantes “para la categorización jurídica de los cuerpos como instancias culturalmente inteligibles” (Cohendoz, 2008: 105).
Partiendo de la perspectiva del análisis discursivo en los Estudios de Género, Judith Butler (2001 [1990]) incorpora la noción de performatividad para dar cuenta de la participación que posee el discurso, en tanto lugar de construcción del poder, en la producción del cuerpo y el sujeto: el discurso que “habla” del sexo no está constatando algo, sino que en ese mismo acto, lo está produciendo. El discurso es un productor de límites que se hacen parte del cuerpo; el acto lingüístico, que es también un acto social, se materializa en los recortes que el cuerpo asume como identidad propia.
La propuesta de Butler de pensar el género como una performatividad, es decir, una escenificación o reactualización rutinaria de los modelos recibidos que se despliega ante los demás y ante el propio sujeto, subraya por otro lado el condimento teatral de la subjetivación del cuerpo y la experiencia. Los cuerpos que no se ajustan a este escenario serán desplazados al lugar de lo obsceno, literalmente, al “fuera de escena” que no está habilitado para ser visto. El sistema del género binario se consolida así como un sistema de exclusiones que impone el ordenamiento entre legítimo y abyecto. Como afirma Butler, precisamente es por esta condición de exterioridad que estos sujetos se constituyen en indispensables socialmente, porque trazan la frontera que suministra“el afuera amenazante” para los cuerpos que “materializan la norma”, los cuerpos que efectivamente importan (2001 [1990]:154).
En su obra posterior, Cuerpos que importan, (2002 [1993]) Judith Butler realiza un ajuste y expansión de las ideas centrales propuestas tres años antes, buscando aclarar lo que considera un malentendido por parte de la recepción crítica de su concepto de performance, advirtiendo así mismo sobre el reinante monologüismo que impregna peligrosamente el concepto de “construcción” cultural/social. Para Butler este panorama de entronización de la categoría de construcción lingüística, como así también el acriticismo con que se emplea en ciertas áreas del feminismo, ha contribuido a oscurecer la importancia de la materialidad de los cuerpos y ha propiciado la paradójica naturalización de la idea según la cual el género vendría a posteriori, y de manera artificial, a darle forma al sexo, concebido éste como lo dado y natural.
Butler despeja algunas lecturas erróneas de su propuesta: “Si yo hubiera sostenido que los géneros son performativos, eso significaría que yo pensaba que uno se despertaba a la mañana, examinaba el guardarropas (…) en busca del género que quería elegir y se lo asignaba durante el día para volver a colocarlo en su lugar a la noche” (12). Para Butler, esta concepción simplista de la performatividad del género re-instaura la idea de un sujeto voluntario e instrumental, capaz de ocupar una posición externa al género cuando lo desea, en otras palabras, un sujeto racional y moderno. Por el contrario, la performance que produce la materialidad del cuerpo es una práctica reguladora que demarca -circunscribe y diferencia- los cuerpos a los cuales controla a partir de la reiteración forzada de una norma. La legitimidad y naturalización de esta norma como discurso autorizado emana de esa misma reiteración/citación de ella como ley: “la norma del sexo ejerce su influencia en la medida en que se la 'cite' como norma, pero también hace derivar su poder de las citas que impone” (35).
Esta ley que establece el imperativo heterosexual necesita ser reiterada constantemente, reforzada a partir de específicos rituales, poniendo en evidencia de esta forma que la generización nunca está acabada o completa ya que “que los cuerpos nunca acatan enteramente las normas mediante las cuales se impone su materialización” (18).
Es por ello también que la norma se aplica a través del ejercicio de la exclusión: es necesaria la producción de una esfera de seres abyectos, “de aquellos que no son 'sujeto'” (19) pero forman el exterior constitutivo del campo de los sujetos. Lo abyecto, lo cual se presenta como lo deforme, “invivible”, “inhabitable”, genera un repudio que conforma su condición de espectro amenazador, proveyendo, para aquellos cuerpos que “habitan la esfera de lo humano”, el “carácter radicalmente insoportable de desear de otro modo (…) el repudio permanente de algunas posibilidades sexuales, el pánico (…) (145). Pero a pesar de ello, no es un exterior absoluto sino una exclusión constitutiva en relación a la esfera de los cuerpos que importan, y por tanto, sus márgenes son siempre intranquilos. Es por esto que, para sostenerse, esta frontera requiere de la práctica reiterativa de la heteronorma.
Sin embargo, si bien en dicha reiteración la ley adquiere su legitimidad, también genera la ocasión de ser contradicha en tanto que en esa repetición “se abren brechas y fisuras” (29) que buscan subvertir, discutir aquello que se presenta como status quo. En relación a esto, interesa particularmente una observación que hace la misma Butler acerca de las posibilidades de dar una nueva significación a la “abyección de la homosexualidad”, “para transformarla en desafío y legitimidad” (47), preguntándonos cómo podría encauzarse este retorno perturbador y amenazante de lo que ha sido forcluido para desatar su capacidad de desorganización y crítica y “rearticular radicalmente el horizonte simbólico en el cual hay cuerpos que importan más que otros” (49). Estamos evidentemente en el terreno de las demandas políticas en la medida en que resulta imperioso revisar aquello que determina qué cuerpos importan, qué estilos de vida se consideran “vida” y por ende, aquello que legitima qué vidas vale la pena proteger, valorar, dignificar.
La escritura lemebeliana lanza esta interpelación política hacia la democracia chilena en alianza con el neoliberalismo, extrayendo su voz iconoclasta a partir de las contradicciones que emergen de la yuxtaposición entre el mundo glamoroso del cine, donde la fantasía romántica heterosexual es la que da forma y destino a los cuerpos bellos y blancos de las divas, y el roterío de los cuerpos prostibularios. Este espacio se propone como locus enunciativo de un sujeto que adviene desde la incomodidad política que porta la diferencia imposible de ser asimilada, donde lo ambiguo, en tanto forma del juego, se abre a una productividad estética que desmantela las dualidades denunciando su carácter espurio. Allí encontraremos el taconeo de la loca en un devenir constante entre los espacios ordenados de la ciudad, los géneros, los discursos. Un devenir que es el caminar errante de la loca en busca de atrapar el deseo del otro : “la maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña (…) La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto amapola su vicio” (Lemebel, 2000: 87). Por ello, el límite intranquilo entre la esfera de los cuerpos abyectos y la de los que encarnan la heteronorma, se transforma en el lugar de la escritura, en la medida en desde allí afloran las contradicciones sociales, raciales, ideológicas, sexuales, que con mayor fuerza instauran una mirada recelosa sobre lo instituido como “normal” y “la norma”. El trabajo con estas contradicciones será uno de los materiales que más singularidad aporte porque es allí donde se aloja la celebración de lo mestizo, ya no como producto, sino como pura potencialidad abierta, operante a través de un deseo que al exceder los límites del cuerpo, se escabulle por entre las dicotomías como forma de subjetivación latinoamericana que Lemebel adscribe a una marginalidad rebelde. Emerge allí un cuerpo testimoniante de la violencia histórica, un cuerpo-memoria colectiva y múltiple que arrostra su sobrevivencia allí cuando la palabra se quiebra hasta ser mero sonido, (“demasiado anal-fabetos para articular un discurso” (125)), y reafirma su dislocación frente al meridiano metropolitano. Así, mientras en un plano, la escritura opera a partir del desmantelamiento de la norma de género, de la Ley del Estado, en otro, vuelve a rearticular un imaginario de sujeto latinoamericano específico. También esta tensión genera en las crónicas de Lemebel sentidos irresueltos y contrapuestos que siguen operando significaciones.
El límite burlado es un trazo deseante del cuerpo que deambula como la propia escritura, sobrecargado de brillos, lentejuelas y barroquismos, que nos remite constantemente al juego teatral de la simulación, al transformismo y a la ambigüedad de una copia que se sabe mal hecha, la cual, en tanto carece de original, habilita el tránsito entre diversas posibilidades de subjetivación pensadas como poses, y revelando el carácter de convención cultural que posee la idea de una identidad fija y coherente.
De esta manera, la figura de la loca se enviste de poder impugnador al desestabilizar, a través de la errancia y trasvestidura, la noción monolítica y tradicional de la identidad sexual, sacándola del orden de lo naturalizado y sumergiéndola en lo teatral. La loca simula, teatraliza, un femenino que no lo es del todo -ya sea porque excede los atributos del modelo o porque deja al descubierto su carencia- poniendo en evidencia que lo femenino es también otro simulacro. Y en ese desajuste en que el simulacro exhibe su condición de copia o de artefacto mal construido en el que sobreviven, superpuestas, las distintas vestiduras (las de la copia y las de lo que se está copiando), radica el elemento paródico de la escritura:
La noche milonga del travesti es un visaje rápido, un guiño fortuito que confunde, que a simple vista convence al transeúnte que pasa, que se queda boquiabierto, adherido al tornasol del escote que patina la sobrevivencia del engaño sexual. Pero la atracción de esa mascarada ambulante nunca es tan inocente, porque la mayoría de los hombres, seducidos por este juego, siempre saben, siempre sospechan que esa bomba plateada nunca es tan mujer. Algo en ese montaje exagerado excede el molde, algo la desborda en su ronca risa loca. Sobrepasa el femenino con su metro ochenta (…) Lo sobreactúa con su boquita de corazón pidiendo un pucho desde la sombra. (2000 [1996]: 84).
Ese terreno de ambigüedad en el que nos instala la presencia de la loca con su montaje, camuflaje y mascarada, que genera a la vez seducción y sospecha, es el espacio del camp y de la parodia que toma los elementos ultracodificados de la cultura heteronormativa -el corazón, lo sentimental, la delicadeza, la belleza “tornasol”, las figuras de heroínas sufrientes de amor que moldea el cine, los ideales de virginidad y pureza- para amasijarlos en un cuerpo que muestra constantemente la herida de la violencia ejercida sobre él, las marcas de la exclusión económica, política y social. El cuerpo travesti, como “cuerpo mutante” (2000 [1996]: 40), se presenta así cargado de una potencialidad política que denuncia la coacción de los modelos aceptados y pone en evidencia la hipocresía social.
Como advierte Butler, la performatividad del género no es un acto único y efectuado de una sola vez, tampoco es una elección enteramente libre de los sujetos, sino la cita reiterada de una ley que no posee existencia previa a esta apelación, por el contrario, la autoridad de dicha ley se produce en la propia citación de ésta en tanto autoridad y ese carácter reiterativo solventa su naturalización.
¿Cómo citar la ley de un modo diferente de manera tal que pueda ser puesta en evidencia su matriz coercitiva? ¿Cómo desmantelar su supuesta naturalidad y necesariedad?: el camp recurre a la citación paródica para vehiculizar esta acción política.
Veamos entonces cómo las crónicas de Lemebel incorporan esta estrategia central buscando no solo discutir la heteronorma, sino también denunciar su alianza con una regulación racial y social diseñada desde la exclusión y en los términos de una estética del “buen gusto” que establece lo pasible de ser representado.
Cine y camp: un reciclaje desde los márgenes
Ahí viene la plaga
le gusta bailar,
y cuando está rocanroleando
es la reina del lugar.
(Los teen tops, La Plaga,1959)
Si bien en la escritura lemebeliana son abundantes y también diversos los elementos que nos indicarían la filiación camp de sus crónicas, el reciclaje del cine clásico hollywoodense dentro de la imaginaría de la loca travesti, personaje nuclear de su propuesta literaria, es uno de los componentes más destacados. Éste posee la capacidad de activar la sospecha respecto a los constructos del género, incorporándose a una mirada crítica que desarticula el lugar repetitivo frente a los productos metropolitanos, engarzando la parodia dentro de una perspectiva de reflexión poscolonial de reafirmación de formas y prácticas culturales propias. En este sentido, la parodia se dirige especialmente hacia los modelos heteronormativos que cristalizan en el cinema melodramático, reconfigurando desde lo carnavalesco ese mundo idílico basado en la legalidad del amor etéreo, y por esta vía también apunta hacia los valores hegemónicos que esta maquinaria ficcional metropolitana instaura como ideales universales y que Lemebel desenmascara en su filiación a un imaginario social reprimido y represor.
El melodrama cinematográfico es trabajado en sus crónicas como dispositivo regulador de la sexualidad del cuerpo con el poder de transformar en deseables las heteronormas que pesan sobre él, y además, como producto proveniente de una gran industria norteamericana de consumo ilimitado que instaura una imaginería blanca en estos “cuerpos escarchados de moretones” (Lemebel, 2000 [1996]:125). Éste inyecta el ideal del american way of life por encima de los cuerpos heridos por la tortura y la marginación, alimentando un espacio público amnésico que deposita sus demandas en el lugar fantasmal de las ficciones primermundistas: “Quizá el zapato de cristal perdido esté fermentando en la vastedad de este campo en ruinas, de estrellas y martillos semienterrados en el cuero indoamericano” (127)
Por ello resulta tan productivo a la escritura trabajar en la deconstrucción paródica del melodrama cinematográfico, sus divas y los valores de los que es portavoz, visto siempre desde una recepción marginal proclive a las apropiaciones equívocas y al malentendido (Nelly Richard, 2004 [1993]: 46), para exponer en este reciclado irreverente aquellas fricciones sociales y sexuales que perviven bajo la hipocresía multiculturalista de las democracias neoliberales. Como propone Nelly Richard (2004 [1993]), en este contexto se resignifica el gusto travesti por la copia y la simulación en tanto éstos adquieren un poder de crítica “from the periphery of the (paternal) Eurocentric dogma of the sacredness of the foundational model, unique and true, of metropolitan signification” (47), brindando el soporte para otorgar alcance latinoamericanista a la inscripción política del cuerpo sexuado.
El cine constituye un dispositivo cultural de extraordinario peso en la construcción de identidades de género en la medida en que funciona como espejo a la vez transmisor y controlador de modelos de sensibilidad, de experiencias y de conductas. Especialmente el cine “enseña”, disciplina, en la manera en que percibimos nuestro cuerpo, en las formas en que deseamos, sufrimos y amamos. Habilita relatos del amor a la vez que imprime sobre la materialidad del cuerpo un orden de funcionamiento orgánico ideal en convergencia con un estatuto de belleza.
En otras palabras, el cine re-codifica una idea de lo femenino y lo masculino, pero también una manera de ser y asumir esa femineidad o masculinidad, ofreciendo toda una serie de conductas y gestos altamente estereotipados susceptibles de ser reproducidos, que están en conformidad con el modelo binario de la sociedad heteronormativa. En especial el cine melodramático, el cual moldea un universo narrativo centrado en la polaridad de lo femenino y lo masculino en la medida en que el amor, el sufrimiento y la lucha moral son los ejes en torno a los cuales se organiza todo drama [3] .
A lo largo de su desarrollo, el cine melodramático ha ido decantando en una serie de rasgos como son la presentación de personajes fuertemente delineados según un parámetro de moralidad que vertebra ese mundo ficcional como un a priori indiscutible, donde lo bueno y lo malo están trazados sin medias tintas y sin espacio para ambigüedades psicológicas. De allí que el melodrama se nutra de la lucha binaria entre bien y el mal, el dinero o la felicidad, el amor o la lealtad, el deber y la pasión, reafirmando en última instancia que la bondad siempre debe triunfar. Esta bipolaridad es el soporte o núcleo del melodrama, ella garantiza la restitución del orden armónico y tranquilizador una vez resuelto el trauma y transforma al melodrama en fuente de valores para la clase media [4] en la medida en que nunca se problematiza la recompensa de la virtud y la condena del vicio. Por ello, para Peter Brooks (1995 [1976]) la polarización y la hiperdramatización del elemento conflictivo son los dos componentes nucleares de este género: a través de ellos el melodrama marca el exceso sobre un cuerpo que, de este modo, se hace destinatario del imperio de las pasiones a la vez que del sufrimiento (viii). El camp encontrará un vasto terreno de exploración al jugar críticamente con estas dicotomías y llevarlas hacia el espacio de las ambigüedades provocativas, y en el caso de las crónicas lemebelianas, será uno de los lugares donde lo mestizo, tanto como propuesta estética y como experiencia cultural de los sujetos, adquiera una dimensión que va más allá de la desnaturalización de las categorías dualistas heteronormativas, proponiéndose como elemento reivindicativo de una cultura propia.
La imagen de mundo que proyecta la matriz melodramática se acerca a lo idílico y armónico interrumpido sólo por la emergencia de la situación límite o drama familiar/pasional, pero siempre se garantiza una resolución compensatoria, donde lo bello y lo bueno son fusionados en un mismo sintagma que entroniza al amor como motor de ese mundo. De allí que se piense al melodrama como un cine destinado al consumo evasivo, donde el placer radica en la posibilidad de realizar los deseos imaginarios, en el regodeo en lo cursi y en los clisés, en vivir una fantasía alejada de la realidad. La matriz narrativa melodramática adquiere su punto más cristalizado en el cine clásico de Hollywood. Éste, a la vez que trabaja con los materiales amorosos modelados acorde al imperativo de la heterosexualidad, también se establece como transmisor de valores clasistas y raciales (pensemos, por ejemplo, en el melodrama El nacimiento de una nación dirigida por D. W. Griffith en 1915).
La loca lemebeliana se desplaza irreverentemente por entre esta sensibilidad melodramática. El mundo prostibular del travesti se arma en un movimiento de permanente acercamiento y alejamiento de ese modelo narrativo y su catálogo de afectividades reguladas, habitando la dislocación, “el punto corrido” (128), que la yuxtaposición de ambos produce. Allí deja expuesto, más que la falsedad o autenticidad, el artificio de todo relato que se abre al juego:
Para ellas no existe la historia real, a través del relato fílmico reinventan las verdades del pasado. Con su narrativa deliriosa iluminan las ruinas, sobreponiendo el esplendor de la Metro Goldwyn Meyer y Columbia Pictures al testimonio verificable. Así, para las tías colas, la entrada de Elizabeth Taylor en Roma dejó a la verdadera Cleopatra como reina de colegio pobre. Esa reina hollywoodense es la única que reconocen, agregando en su defensa que todas sus joyas, diamantes, zafiros, esmeraldas y rubíes eran de verdad (…) El cine antiguo es la biblia biográfica de las tías carrozas, y su fanatismo de oropel nubla las autenticidades arqueológicas con el fulgor del montaje, deja para el recuerdo el guión por la historia, la foto por el real y su perfil de loca fantasiosa por el frontis de la cara trizada, que delata el The End de su propia película. La mentira technicolor de un destino gris (2000: 118-119).
Así, se tensa la relación entre la fantasía de la pantalla vuelta fetiche, idealizada al extremo, y lo que se señala como lo real irreductible. Ese choque entre el “technicolor” y lo gris, entre la ruina y el esplendor, es la zona de tensiones en la que hace foco el narrador, en tanto allí se produce el pasaje desde la imagen al cuerpo, a la fantasía subjetiva que re-arma la biografía de las “colas”.
En la crónica “La muerte de Madonna”, el cronista describe la habitación en que “la Madonna” vivía y ejercía la prostitución en la compañía de los posters que retrataban a la “verdadera” cantante:
Cerrando los ojos, ella era la Madonna, y no bastaba tener mucha imaginación para ver el duplicado mapuche casi perfecto. Eran miles de recortes de la estrella que empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su cuerpo que armaban el firmamento de la loca. Todo un mundo de periódicos y papeles colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y besos Monroe las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados en la muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto con retazos del jet set que rodean a la cantante. Así, mil Madonnas revoloteaban en la luz cagada de moscas que amarilleaba la pieza (…) la estrella volvía a revivir en el terciopelo enamorado del ojo coliza. (Lemebel, 2000 [1996]: 39).
La inadecuación grotesca entre lo melodramático y el mundillo de pobreza y decrepitud en que se mueven sus personajes reconstruye otra imagen. Allí se yuxtaponen, encimándose, el jet set, los besos y los colores a la decadencia de las moscas y grietas, la violencia de la sangre y el rouge registrados en la pared, condensándose en la imagen socarrona y paródica de “un duplicado mapuche casi perfecto” de la blonda pop. Pero también llama la atención acerca de las formas en que para el sujeto marginado es legible esa fantasía: la loca juega con esa imagen, recortándola y disponiéndola en su “firmamento” como “reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas formas, de todos los tamaños, de todas las edades ” (39), el cuerpo de la diva se dispersa por la habitación estallando en mil pedazos, en mil papelitos de colores, oficiando de metáfora del reciclado tercermundista de los productos metropolitanos.
El simulacro de la heroína melodramática es una de las construcciones del género que más se explora en la escritura. Especialmente, los elementos tipificados de este rol de lo femenino heroico aparecen con mayor dramatismo en aquellos pasajes en que la loca, agonizando a causa del Sida, se relata a sí misma y a sus compañeras -a través de una retórica de la pose eternizable- esa última escena de su vida que será su funeral.
Así, “la Chumi”, en su lecho de muerte pide a sus compañeras:
Solamente quiero que me entierren vestida de mujer; con mi uniforme de trabajo, con los zuecos plateados y la peluca negra. Con el vestido de raso rojo que me trajo tan buena suerte. Nada de joyas, los diamantes y esmeraldas se los dejo a mi mamá para que se arregle los dientes (…) Y para las colas travestis, les dejo la mansión de cincuenta habitaciones que me regaló el Sheik (…) No quiero luto, nada de llantos, ni esas coronas de flores rascas compradas a la rápida en la pérgola (…) a lo más una orquídea mustia sobre el pecho, salpicada de gotas de lluvia. Y los cirios eléctricos, que sean velas, cientos de velas por el piso, por todos lados (…) muchas llamitas salpicando la basta mojada de la ciudad. Como lentejuelas de fuego para nuestras lluviosas calles. Tantas como perlas de un deshilvanado collar (…) Tantas, como chispas de una corona para iluminar la derrota, necesito ese cálido resplandor para verme como recién dormida. Apenas rozada por el beso murciélago de la muerte. Casi irreal, en la aureola temblorosa de las velas, casi sublime sumergida bajo el cristal. Que todos digan: si parece que la Chumi está durmiendo, como la bella durmiente, como una virgen serena e intacta, que el milagro de la muerte le borró las cicatrices. Ni rastros de la enfermedad, ni hematomas, ni pústulas ni ojeras. Quiero un maquillaje níveo aunque tengan que rehacerme la cara, como la Ingrid Bergman en Anastasia, como la Betty Davis en Jezabel, casi una chiquilla que se durmió esperando. Y ojalá sea de madrugada, como al regresar a casa del palacio, después de bailar toda la noche (…) Mírenme que ahí voy cruzando la espuma, mírenme por última vez, envidiosas, que ya no vuelvo. Por suerte no regreso (…) y digo que fui feliz este último minuto. (Lemebel, 2000 [1996] 23-24).
La notable extensión de esta fantasía mortuoria delata el placer de narrarla y al mismo tiempo, el estar viéndola en simultáneo como una película, repleta de elementos imposibles, de exageraciones que dan cuenta de la necesidad de espectacularizar y eternizar ese “último minuto” (24) cual última escena melodramática que cierra ese mundo ficcional con toda la potencia sentimental de un último beso, una última mirada o la despedida inexorable de los amantes. En la fantasía de “la Chumi” aparecen las divas del cine como modelos de belleza, inocencia, despojo. Lo níveo y lo virginal, vinculados al estereotipo de mujer, se imponen como elementos reparatorios de esa condición degradante del cuerpo cadavérico invadido por las marcas del Sida. De esta forma, ese último momento que quedará eternizado exhibe todo el artificio puesto en el armado del género, donde aquellos códigos sociales de la femineidad son colocados y sobrepuestos unos y otros en un mismo relato que teatraliza al cuerpo. Aquí el relato pone a funcionar la performatividad del género: es el propio lenguaje el que construye ese género inexistente previo al acto de su propia narración. Porque no es solo la sumatoria de elementos susceptibles de ser decodificados y asignados a una idea de femineidad como la flor, el llanto, la piel lozana, las perlas, sino que también emerge el relato amoroso como parte de ese artificio; la mujer/diva engalanada de piedras preciosas, seducida y tratada como una verdadera reina por un Sheik de pura ficción. El discurrir fantasioso de “la Chumi” se carga así del exotismo clásico del cine hollywoodense inscribiéndose en el modelo de la femme fatale.
Por otro lado, señala Joan Copjec (2006), el instante en que la heroína se retira del mundo es el punto donde se consuma esa heroicidad, porque refuerza la idea de la mujer como depositaria de la virtud frente a una sociedad hostil. Los ideales perviven y se refuerzan en lo incorpóreo que inaugura ese gesto de abandono altruista. (175).
De allí que el momento de la muerte o la proyección de la forma que adquirirá esa retirada del mundo sea uno de los tópicos más recurrentes en Loco afán. En otras ocasiones, es el propio cronista el que proyecta el mundo idílico del cine al relatar la muerte de una de las locas, por ejemplo, en la muerte de la Madonna:
Y así, finalizando su espectáculo, cerró los ojos, como un cortinaje pesado de rímel que cae en el estruendo de los aplausos (…) la boca entreabierta, apenas rozada por el plumaje del ocaso, es un beso volando tras el lente que nunca imprimió la última copia de Madonna, la última caricia de sus mejillas damasco, apoyada en el hombro salpicado de brillos que estrellan su noche lunar. (Lemebel, 2000 [1996]: 45).
La muerte como último momento de significación del sujeto adquiere la espectacularización de un instante culmine y lo estático de una imagen fotográfica que intenta sobreimprimirse a lo cadavérico. El camp lemebeliano tensa al máximo la relación entre la muerte cinematográfica como un final romántico y altruista del sujeto, una fantasía sólo eventualmente posible para aquellos cuerpos que habitan el “mundo de lo humano” (Butler), frente a una muerte que se produce por marginación y abandono de estos cuerpos anómalos que no acceden a las políticas de salud públicas porque constituyen vidas carentes de importancia.
En estas crónicas hay un verdadero despliegue de “artesanía necrófila” (Lemebel, 2000 [1996]: 54) que simula el intento de reparar el desajuste a través de la abundancia y barroquismo de códigos que no logran suturar esos retazos de género; por el contrario, amplifican las contradicciones entre las carencias reales del cuerpo y el derroche de lujo y fantasía.
Las locas lemebelianas son las “diosas del Olimpo Mapuche”, son “casi reinas, si no fuera por esos hilvanes rojos de la basta apurada. Casi estrellas, por la marca falsa del jeans tatuada a media nalga. Algunas casi jóvenes (…) envueltas en la primavera color pastel y ese rubor prestado del colorete. Casi chiquillas, a no ser por la cara plisada y esas ojeras de espanto” (57); una descripción donde el repetido “casi” del desajuste, en tanto hiato, señala socarronamente lo imperfecto del simulacro sexual que, al oscilar entre un extremo idílico y el otro extremo de lo arruinado y lo hilachento, da cuenta así mismo de un sujeto que no posee la capacidad económica de asemejarse a ese modelo y activa la fantasía en el relato, no en tanto forma de remedar esa exclusión, sino, por el contrario , “enfiestarla” (62), convocando la alegría del disfraz y de la escritura como trasvestidura de un cuerpo que se prepara para la fiesta, la ampulosidad, el gasto total de sus últimas energías. Esta convivencia de elementos contrapuestos es definitoria de la estética camp, ya que en ella radica su capacidad de dar cuenta, como señalaba Susan Sontag (1966), de la condición de teatralidad y representación de la experiencia vivida, pero también de la condición política del cuerpo sexuado.
Este hiato del “casi” señala el lugar marginal y residual desde el cual el travestismo tercermundista recibe los artefactos del género metropolitanos “para ser imitados”. La pobreza que atraviesa a los personajes lemebelianos, su condición de relegados sociales, mestizos y enfermos marca la manera en que estos cuerpos “materializan la norma” hegemónica metropolitana desde condiciones de pobreza, dejando en evidencia que no todos los sujetos pueden acceder de igual manera a ese Olimpo de la belleza, porque el género no es una construcción ajena a las regulaciones sociales de la clase y la raza, las cuales también trazan los límites de la intelegibilidad de los cuerpos. Por ello, la condición amenazante de las sexualidades disidentes “ adquiere una complejidad distintiva especialmente en aquellas coyunturas donde la heterosexualidad obligatoria funciona al servicio de mantener las formas hegemónicas de la pureza racial” (Butler, 2002 [1993], 42) y como en el caso chileno, donde esta pureza racial de lo blanco-idílico está emparejada a un ideal de progreso entendido como acceso igualitario a los bienes del mercado, frente a lo cual lo mestizo continua pensándose como lo bárbaro, atrasado y peligroso. Un ideal, por otra parte, que ha encontrado un marco de acción sustentado tanto desde los sectores conservadores como desde la fuerte incidencia de la Iglesia en las políticas de Estado [5] .
Para Nelly Richard (2004 [1993]) la condición de ese “casi estrellas” de la cita anterior, tiene su anclaje en la forma y posibilidades particulares que adquiere el travestismo latinoamericano: “ The impoverished aesthetic of transvestites from the barrio commands its price when it exhibits the cheapness of the 'nearly new', when its party dress is a women's garment taken from North American used clothing stores” (52). Las periferias se transforman en el destino de la ropa de descarte proveniente de los excesos del mercado primermundista. La reventa de estos productos pone en circulación la fantasía de una femineidad gloriosa que es de esta forma copiada, imitada, fragmentada en el mercado de baratijas donde la carencia de estos cuerpos “rotos” se cubre del exceso y el lujo de segunda mano:
The body-simulacrum (as Latino and false woman) of the poor transvestite, this trafficker in appearances, recycles on Latin American periphery fragments (the detached garments of the North American sewing market) of a transferable pose that imitates the imitations of Joan Collins on Dynasty. That pose sets up the transmimetic crossing in which masterful reproductions and original meet in carnivalized decadence, through the eccentric madness of disassembling remnants of gender, remnants and genders (53).
En ese carnaval de productos culturales que llegan como residuos del mercado metropolitano proveyendo las máscaras para disfrazar de blancura y brillo la pobreza latinoamericana, la loca revuelve “el ropero” de las tiendas americanas desordenando y montando un esperpento de zurcidos. Porque el acceso diferencial a las tecnologías del género deja en evidencia un mapa de clases sociales que, en el caso de Chile, está trazado a su vez sobre la base de un ordenamiento racial que desjerarquiza lo mestizo e indígena.
De este modo, Lemebel incorpora el camp como una mirada distanciada y recelosa de aquel mundo idílico de la novela rosa dominado por el amor; se apropia de la fantasía melodramática como dispositivo de relato y la reconstruye, exhibiéndola en la forma de una escena montada, más precisamente, un show fingido. En este sentido, Amícola señala que “el camp es la celebración del individuo alienado por lo cursi (…)” (2008: 286).
El camp es un hacer como sí, simula plegarse inocentemente a la fantasía de la pantalla de cine para exponer con toda crudeza la irremediable distancia entre ese espacio y el espacio del sujeto, revelando la condición de montaje de ambos y la imposibilidad de ajustarse al modelo impuesto.
En “Carta a Liz Taylor (o esmeraldas egipcias para AZT)” (Lemebel, 2000 [1996]) al mismo tiempo que se deconstruye la imagen de la diva como modelo supremo de mujer poniendo al descubierto ese otro simulacro que es la mujer fatal, se denuncia la inhumana brecha que separa los ricos de los pobres, la brecha entre el ícono metropolitano y el sujeto marginal que se traduce a su vez en una distancia entre la vida de los unos y la muerte de los otros.
La carta parece estar redactada desde la admiración alienante por la diva, con la cual el sujeto fantasea tener una amistad e incluso parecerse porque “las colas tenemos corazón de estrella y alma de platino, por eso la cercanía. Por eso la confianza que tengo contigo (...)” (61). De esta forma, en un principio la epístola parece ubicarse en el terreno de la inocencia y el goce en lo cursi, haciendo como si se confundiese la Cleopatra mítica del film y la Liz Taylor “real”. Sin embargo, lo camp aflora en la distancia y en la sospecha de falsedad que constantemente el narrador inmiscuye entre su escritura; “Además, los pelambres del ambiente, las víboras diciendo que las joyas se te pierden en las arrugas. Que ya no te queda cuello con tanta zarandaja. Que una reina debe ser sobria, que a tu edad el esplendor de los rubíes compite con la celulitis” (60). El discurso de admiración se metamorfosea en una ridiculización de la diva, aunque siempre puesto en las habladurías de “los otros”. Así el narrador simula no querer decir “lo que se comenta”: “Yo creo Liz que es pura pica, nada más que envidia” (61), pero finalmente la loca siempre dice, y cuando dice desarma la imagen idílica del modelo instaurando. Por un lado la burla y por otro la crítica y el reproche:
Tú sabes, la gente es tan peladora. Hasta han dicho que tú estás contagiada, por eso la baja de peso. Basta mirar las fotos de hace algunos años, no había modelito que te entrara. Y ahora tanto amor con los homosexuales sidosos (…) Y dicen, fíjate tú, esa piedad es pura pantalla, nada más que promoción, fijaté, como el símbolo para la campaña. Esa cintita roja que los maricas pobres la usan de plástico, seguro que fabricadas en Taiwán. Y las ricas, de oro con rubíes, que más parecen una horca, el lacito ese (61).
El narrador de la carta no sólo critica la opulencia del lujo, contrastándola con la pobreza en que viven los “maricas pobres” a los cuales se pretende ayudar con campañas solidarias, sino que también acusa el uso “pintoresco” del homosexual como un adorno más en ese montaje que es la estrella de Hollywood “(...) como perritos regalones. Como si los maricas fueran adornos de uso coqueto, como si fueran la joya del Nilo o el último fulgor de una Atlántida sumergida” (61) .
En esta crónica que, al decir de Amícola, parece celebrar la alienación a lo cursi, lo que se descubre es en verdad la coincidencia naturalizada entre la condición social del travesti pobre, su enfermedad y su imposibilidad de acceso a un tratamiento que dignifique su vida. A través de lo que simula ser una carta de un admirador a su diva, la escritura pone en relieve la marginalidad de un cuerpo cuya vida queda fuera de la esfera de “lo humano”, recordando las palabras de Butler, y que por lo tanto no merece ser protegida. La loca travesti desea, más que el contacto con la diva, una “esmeralda chiquita, de pocos kilates, que no se note mucho cuando la saquen de la corona” (61) para reparar las marcas del Sida en su cuerpo con AZT. Al final, lo que realmente importa en la carta es la esmeralda, único elemento “auténtico”: “ Tal vez un rizo de tu pelo, un autógrafo, una blonda en tu enagua. No sé , cualquie r cosa que permita morir sabiendo que tú recibiste el mensaje. El caso es que yo no quiero morir, ni recibir un autógrafo impreso, ni siquiera una foto tuya (…) Nada de eso, solamente una esmeralda de tu corona de Cleopatra (…) que según supe, eran verdaderas. Tan auténticas que una sola podría alargarme la vida (…) a puro AZT” (60), encarnando esta esmeralda las posibilidades de acceso a una vida digna.
Por ello el camp lemebeliano logra trascender la mera acumulación de elementos repertoriales jugando a invertir los lugares comunes de la “sensibilidad homosexual” y la prevista “pasividad” en el consumo de los productos de la industria cultural, haciendo una parodia de la propia parodia que repolitiza el lugar canavalesco en que la sociedad del consumo ha puesto a las sexualidades disidentes. Lemebel toma constantemente motivos del ya bien conocido catálogo de lo camp, pero los reintroduce subvirtiendo no solo la forma ecuménica en que las regulaciones heteronormativas se instauran, sino también su complicidad con los mecanismos de marginación, aquí palpable en un “dejar morir”, a quienes no se ajustan a ella. Por ello señala Amícola (2008) que “la poética camp vino a subrayar (…) la ligazón entre lo político y la sexualidad” (289)
Sociedad multicultural, mercado y asimilación de las diferencias
Claro que parodiar las normas dominantes no basta para desplazarlas, incluso, como señala Butler, también existe el riesgo de que una desnaturalización del género pueda llegar a ser en sí misma una manera de re-consolidar las normas hegemónicas. (2002 [1993] 184). Por ello es necesario no caer en la ecuación simplista de pensar todo travestismo como subversión, del mismo modo como no deberíamos reducir toda transgresión sexual a la heterosexualidad como una transgresión política.
Esto es lo que hace tan peculiar la obra de Lemebel y a la vez la distancia de otros productos literarios o artísticos que parten de una apuesta por la capacidad movilizadora de las corporalidades disidentes, pero culminan más por conformar las expectativas de un mercado que ha visto la veta comercial en la emergente “literatura gay”, reduciendo los reclamos de las minorías sexuales a un producto que bien se vende. Luis Cárcamo-Huechante (2007) piensa por ejemplo en Jaime Bayly, aunque se pueden sumar algunos otros escritores que han logrado conformar este “nicho de mercado” que “confirma su asociación al marco ideológico dominantes” (97). Cárcamo-Huenchante advierte acerca de un uso de estas representaciones de género que coquetean con los lugares comunes de “lo gay”: el amaneramiento, la crítica ácida, la parodia, las confesiones subidas de tono, etc. pero que culminan en una mera espectacularización de las cuestiones de género convirtiendo “el valor político de la diferencia en valor de mercado” (95). El propio Lemebel (2004) reconoce “una calentura mercantil por estos temas”, algo que para Huenchante forma parte de la propia lógica de funcionamiento del mercado globalizado, el cual requiere del consumo de las diferencias sexuales para establecer un “simulacro de hibridez” que en verdad no desmonta los ejes patriarcales, sino que más bien los re-centra, acomodando lo excéntrico al lugar previamente dispuesto para él (2007: 100).
Pero, aunque ni la obra de Lemebel ni su propia figura establecida ya como ícono contracultural sean ajenas a este escenario hegemónico del “mercado cultural transnacionalizado”, como lo denomina Moraña (2010: 268), sí encontramos en él la búsqueda constante de un posicionamiento crítico respecto a esta lógica del mercado escamoteando los lugares prefijados que éste le otorga a la “temática travesti/gay”. Y de esta forma, si bien sus crónicas hacen un uso abundante de los materiales que se han ido cristalizando en dicho mercado como representativos de una “estética gay”, estos estereotipos se ven desarmados a partir de una escritura en alianza con lo femenino y con el cuerpo, incorporando la parodia camp como parte de un discurso estética y políticamente crítico. Por ello, no es de extrañar que Diana Palaversich lea en sus crónicas los “gérmenes de un manifiesto homosexual proletariado latinoamericano” (2010: 246) ya que la impronta latinoamericana de sus demandas políticas es uno de los elementos que quizá más incomodidad introduce a este sistema de mercado transnacional de bienes culturales donde, como afirma Moraña, “lo diferencial, lo periférico, marginal y 'plebeyo' (…) pasan al primer plano del consumo simbólico” (2010: 268).
Quizá esta observación de Moraña no sea ajena a los procesos actuales de “entronización general del camp en la cultura dominante” que percibe Amícola (2000: 55), un proceso basado en la capacidad que posee esta sensibilidad para expandirse utilizando la parodia del discurso gay, haciendo de él un cuestionamiento social y “por lo tanto, catapultarlo a sátira de toda la sociedad” (55). Es el propio Lemebel (2004) quien, al dar cuenta de su lugar en el sistema cultural actual, no puede dejar de reconocer que “ ahora las voces mestizas, trolas, callejeras, cuneteras entran a la academia por la puerta de servicio y ponen su culo sucio en el salón letrado ”. Así, tal vez la alianza con el camp en las crónicas lemebelianas sea una de las tantas estrategias travestis de seducción y traición: ofrecer un producto literario que se presenta ante el conservadurismo del sistema literario chileno que denuncia el propio Lemebel como una suerte de entrada de tópicos extraños y hasta incómodos, pero así mismo, en boga en el circuito hegemónico de las academias metropolitanas, viniendo a satisfacer en un deseo de renovación y apertura que desde la década del noventa se viene manifestando en el espacio cultural chileno, pero inmiscuyendo por debajo una crítica corrosiva al neoliberalismo post-dictatorial. De esta manera, los brillos y el glamour camp le dan la entrada a esta escritura, la cual culmina reterritorializando la agenda de discusiones del gender en un horizonte latinoamericano de luchas históricas y desde una reavivación del discurso izquierdista más utópico de los años setenta en un momento en que éste, frente al panorama de las sociedades globalizadas, resulta anacrónico.
En el Chile de los años noventa este discurso ha sido suplantado por una serie de ideales liberales, políticamente correctos, entronizados como valores de toda la sociedad y como garantes del sostenimiento de la democracia en contraposición al fantasma del retorno de la dictadura: “multiculturalismo”, “tolerancia”, “consenso”, “concertación”, “inclusión” y “diversidad” han impregnado el imaginario de la sociedad chilena cooptando los sentidos de un espacio público enflaquecido por la omnipresencia del mercado.
Lemebel lanza una mirada cuestionadora de estas consignas que solo pretenden inmovilizar a los grupos contestatarios y marginales bajo una “ demos-gracias” que concede la aceptación de la diferencia a partir de la mostración espectacularizada del travesti en la pantalla de televisión (Fernando Blanco, 2006) como así también, de un ensanchamiento del marco legal para las sexualidades disidentes (el discutido matrimonio gay [6] , la derogación en 1999 del artículo 365º del código penal que sancionaba la “sodomía” [7] ) que sólo logra abrir más la brecha entre las conductas sexuales consideradas legales y aquellas consideradas ilegales, manteniendo en esencia el contenido regulatorio que continúa generando a su vez otras otredades, otros sujetos obscenos.
Lemebel busca desarticular este modelo de asimilación que, desde su lectura, no es más que un modelo “fabricado en Yanquilandia” (2000 [1996]: 107) y que pretende que la violencia sobre el cuerpo-otro encuentre su solución dentro del mismo marco legal que ejerció dicha opresión. Así, las democracias primermundistas asimilan al gay en el marco de un proyecto social multicultural y de tolerancia a la diversidad que propende a un imaginario de resolución y borramiento de los conflictos sexuales, raciales y de clase dentro de la homogenización del acceso a las políticas del Estado y a los bienes del mercado. Las democracias multiculturalistas y el mercado neoliberal se dan la mano y la resultante es una visibilización carnavalizada de la diferencia, celebrada por muchos como síntoma de una sociedad más liberal y moderna, pero en verdad no es más que lo que Fernando Blanco (2006) denomina “un simulacro democrático ” en el que bajo su superficie perviven, cada vez más agudizadas, las políticas de exclusión y ocultamiento tanto de las “sexualidades anómalas” como de ciertas marcas raciales que no entran dentro del marco legal de aceptación de lo gay-blanco.
El mercado delinea un estereotipo de lo gay que es a su vez retroalimentado por los marcos legales estatales: hablamos del homosexual emparejado, profesionalizado, blanco, de buena conducta y despolitizado, rasgos que cristalizan en una “cultura gay” no muy alejada al gusto de una clase media/alta con un singular acceso a bienes de ocio, a ropa y estilo de vida, que parece imponerse como patrón común e inofensivo: el resto de la sociedad comienza a ver en este estereotipo de gay a un sujeto “no tan problemático ni distinto”. Como advierte Palaversich (2010), esto tiene una relación estrecha con la emergencia en los países hegemónicos de una homosexualidad pudiente, profesional y consumidora que ha sido incluida al mercado. El Estado responde con políticas de inclusión dentro de un concepto de ciudadanía que, si bien es revisado y ampliado, en el caso chileno continua aliado a consignas tales como “buena conducta”, “productividad”, “seriedad”, percibiéndose la influencia del pensamiento conservador de la Iglesia católica (la defensa del valor de la familia y fidelidad en la pareja) y también el ideal masculinista y hobbesiano del Estado nación moderno.
Frente a esta fachada apolínea de una sexualidad domesticada por las normas falocentristas de la sociedad de consumo, la escritura lemebeliana moldea los contornos de un personaje nodal en su narrativa, la loca travesti que exhibe y encarna la zona de tensiones entre los modelos blancos patriarcales y de clase media que la ficción melodramática inyecta al imaginario y una puesta en escena de los cuerpos que Lemebel inscribe en la mesticidad, en lo indígena y marginal.
La loca se presenta como figura de alto poder contestatario desde cuya voz la crónica ejerce una crítica de los modelos homosexuales de importación aliados fuertemente a los marcos legales/morales de la sociedad heteronormada. Es un personaje cargado de un intenso localismo contestatario de aquellas sexualidades que, si bien no heterosexuales, no obstante se identifican con el orden falocéntrico y patriarcal/ capitalista: el gay virilizado, normativizado, masculinista y conservador, cuya “buena conducta” le ha permitido ser integrado al sistema. En una entrevista, Lemebel (2004) refiere a este sector en los términos de una “homosexualidad fascista y burguesa ahorcada en la corbata de la auto-represión”. Frente a éstos, el travesti loca se nos presentan como una minoría dentro de otra minoría, constituyendo los “anormales” identificados más con un devenir femenino y excluidos de la representatividad de los movimientos homosexuales internacionales. Por ello la loca excede el mero pintoresquismo del mundo travesti y se transforma, tal como advierte José Javier Maristany (2008) en el motor que impulsa el reclamo por “una política de la diferencia anclada en la propia historia chilena, en sus destiempos, en la cosmética travesti, en la condición indígena y popular de los sujetos que no podía ser reabsorbida por los modelos hegemónicos metropolitanos”.
En Lemebel, la loca travesti hermanada a lo indígena, no puede ser asimilada “a esa fiesta mundial en que la isla de Manhattan luce embanderada con todos los colores del arco iris gay. Que más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo gay es blanco” (Lemebel, 2000 [1996]: 71) y en ese sentido, es reservorio de lo que el cronista percibe como específico latinoamericano, es decir, lo mestizo: “ Cómo levantar una causa ajena transformándonos en satélites exóticos de esas agrupaciones formadas por mayorías blancas a las que les dan alergia nuestras plumas ” (126). Como sugiere Maristany (2008), aquí las plumas nos remiten esa exagerada femineidad imposible de comulgar con el modelo de homosexualidad hipermasculinista, pero también al indígena latinoamericano, asociado a la pobreza y marginalidad, que no accede ni al estatus burgués ni a la condición de blanco que universaliza el relato del coming out of the closet: en Lemebel, las condiciones de vida extremadamente precarias del travesti latinoamericano deja sin efecto esta fantasía, ya no hay secretos porque “(yo) nunca salí del closet, en mi casa humilde no había ni ropero” (Lemebel, 2004)
La loca trae al universo ficcional de estas crónicas la exageración, artificiosidad, maquillaje y sobreactuación como parte también de las propias estrategias narrativas que la crítica ha identificado rápidamente con la tradición del Barroco, conformando una escritura que no pone reparos en trasvasar los límites institucionalizados del género (sexual y literario) hegemónico: así el mestizaje de los cuerpos emerge como marco estético desde el cual escribir. Mixturando desde el cancionero popular, la pantalla de cine, el epistolario, el manifiesto hasta el diario íntimo, la crónica de Lemebel transita por fronteras que desacreditan las divisiones y polaridades taxonómicas, entretejiendo constantemente dos registros en una misma escritura, por un lado la avasallante presencia de lo corporal, con sus fluidos, su sangre, sus heridas, deviniendo en muchas ocasiones hacia zonas de sordidez y truculencia, y por otro, el registro de la novela rosa, el orden de la fantasía, lo poético y lo inocente. Esa mixtura carnavalesca es corporizada en la loca, en tanto cuerpo y texto que muestra la costura mal disimulada, propia del artificio, como instancia contestataria de una visión homogeneizante y reductora del género y del sujeto. Como habíamos referido ya, esta apelación constante a la yuxtaposición de materiales disímiles es uno de los elementos con los que más juega el camp para provocar el extrañamiento y hasta la repulsión del espectador.
En las crónicas, la frontera inestable, ya sea entre géneros discursivos como entre corporalidades (entre las “pieles blancas y rubias” y los “cueros opacos”), geografías (Latinoamérica y “ Yanquilandia” (2000: 107), temporalidades (el presente de una democracia neoliberal y un pasado de tortura y dictadura) y órdenes de la experiencia subjetiva (desde la pantalla del cine a la sórdida piecita del travesti en el prostíbulo), se constituye en metáfora espacial por excelencia, habilitando la estética del contagio, del flujo contaminante, de lo líquido y de lo orgiástico, reforzando así el protagonismo del cuerpo como punto de partida de toda narración posible y desterrando fuera del texto el ideal de lo “higiénico” que Lemebel identifica con la “aséptica envoltura de esa piel blanca”, de los modelos metropolitanos “tan diferente al cuero opaco de la geografía local” (2000 [1996]: 26). Por ello el cuerpo es también testimonio de la condición de coloniaje que persiste en una Latinoamérica trasvestida con los ropajes del discurso triunfante neoliberal que busca acomodar la fantasía metropolitana, tranquilizadora y anestesiante, dentro de su cuerpo enflaquecido y pobre.
En esta apuesta por la mixtura como forma discursiva que habla de la diferencia, la escritura intensifica y “enfiesta” del artificio mal remendado, como esa entrañable Madonna mapuche que juega con papelitos de color haciéndonos recordar los pedazos de vidrios y espejos que Colón pretendía trocar por oro: entre lo falso y lo auténtico, el camp lemebeliano se arraiga a esa zona de trasvases para producir desde allí su sentido de crítica y de lucha, un “ mariconaje guerrero” (127), una “militancia corpórea” (127).
Sida y ciudadanía: desde el higienismo hacia la estética del contagio
“(...) It makes no difference if you're black or white
If you're a boy or a girl
If the music's pumping it will give you new life
You're a superstar, yes, that's what you are, you know it” (...)
(Madonna.Vogue 1990)
El devenir nómada de la loca desarticula este discurso gay que postula como deseable y posible la igualación de los cuerpos dentro de una legalidad condescendiente con las diferencias. Claro que esta igualación solo tiene lugar en la medida en que éstos se ajusten a un modelo de conducta ciudadana y contribuyan al mercado de la "economía diurna" (Nelly Richard, 2004 [1993]) tanto como fuerza de trabajo como de consumo: este proyecto tan políticamente correcto, señala Lemebel, solo puede provenir del ideario utópico blanco.
El Sida vino a poner en evidencia que esta propuesta del integracionismo tolerante se ha apoyado a su vez en la producción de otros cuerpos marginados que pasan a conformar el exterior obsceno, inhabitable y necesario para fusionar los pactos de convivencia entre aquellos cuerpos que sí se han transformado en legibles, respetables y visibles.
La irrupción de esta enfermedad en el contexto de pobreza y marginación ha dejado al descubierto cuán desprotegidos y faltos de valor están estos sujetos lumpen, como así también la coincidencia, el destino común, entre éstos y aquellos sujetos portadores de elementos raciales históricamente desvalorizados: lo mestizo, mapuche, negro... de allí que el Sida sea el motivo privilegiado del segundo libro de crónicas de Lemebel: Loco afán. Crónicas del sidario (1996).
En este contexto, la fantasía romántica y melodramática importada que celebra un ideal de cuerpo blanco no corroído por las señales de una enfermedad-estigma ni por el hambre, un cuerpo impoluto de diva que se erige como el soporte legítimo de todo un sistema de valores habilitados para ser vividos por ese cuerpo (la pasión, la virtud, el sufrimiento y la heroicidad) se implanta como una herramienta de violencia reguladora en aquellos márgenes donde solo se accede a ello a través del disfraz esperpentizante. Pero el margen transforma estre disfraz en fiesta, haciendo un uso indebido, desautorizado de esos insumos para dar bríos a un "carnaval pagano" (Lemebel, 2000[1996]: 102) que, utilizando una imagen de Nelly Richard (2004 [1993]: 47), no pide permiso para desacralizar en dogma del centro.
En la crónica titulada “Tarántulas en el pelo” (Lemebel 2008 [1995]) el narrador nos relata una escena de peluquería en la cual la loca coliza de barrio oficia de peluquera de las señoras de la alta sociedad. Allí encontramos una referencia metafórica al uso de la tintura rubia en la que se vincula el dispositivo racista con “sueño cinematográfico” que “colorea” las ojeras de un trasnochado sueño latinoamericano:
Pareciera que la alquimia que trasmuta el barrio latino en oro nórdico, anula el erial mestizo oxigenando las mechas tiesas de Latinoamérica. Como si en ese aclarado se evaporaran por arte de magia las carencias económicas, los dolores de raza y clase que el indiaje blanqueado amortigua en el laboratorio de encubrimiento social de la peluquería, donde el coliza va coloreando su sueño cinematográfico en las ojeras grises de la utopía tercermundista (107-108).
En esta crónica Lemebel refiere a “ los deseos sociales de parecer otro” (103), donde toda la carga positiva está en el “oro nórdico” que se yuxtapone a lo indígena y mestizo tratando de borrarlo, “Porque ella (la señora) quiere ser rubia, blanquear el cochambre oscuro de su cara con el tono castaño miel que le recomienda el peluquero ” (107).
Efraín Barradas va a leer en él un replanteo crítico del pensamiento ensayístico y positivista latinoamericano del siglo XIX, cuya figura principal fue sin dudas Sarmiento y su proyecto de inmigración acoplado a un plan de borramiento de la “barbarie”. Para Barradas, Lemebel hace un rescate de las propuestas de José Martí en “Nuestra América”, en tanto hay en él “ una defensa abierta y firme de nuestro mestizaje, de nuestra realidad sin maquillajes que intentan hacernos pasar por lo que no somos ” (2009: 80).
Lo significativo es la lectura vinculante que Lemebel realiza entre los proyectos de blanqueamiento racial y las formas del deseo y el recorte corporal que legalizan los productos populares provenientes de las metrópolis. De manera que la mirada camp, al valorizar el reciclaje esperpéntico que los márgenes hacen de las doctrinas y productos del centro, está ejerciendo una crítica hacia las prácticas de recepción repetitiva, señalando de qué manera sobre éstas se edifica un ideal de ciudadanía que culmina por transformarse en una distopía subyugante de las formas heterogéneas, mestizas y minoritarias de implicación en el espacio público.
Las crónicas formulan una crítica hacia las políticas de identidad que continúan repitiendo y reforzando el esquema colonialista de importación de modelos y productos culturales que desdeñan lo propio. Pero además Lemebel mixtura este reclamo con una perspectiva focalizada en desmontar el diseño de una sexualidad hétero que se impone no sólo hacia otras comunidades sexuales como los gays, sino que también se naturaliza como un modelo de conducta “seria” y “moral” que se incorpora a su vez como forma aceptable de convivencia ciudadana. De esta manera, la parodización de las fantasías escapistas de la clase media blanca norteamericana pone en evidencia la forma en que son incorporadas a estas latitudes como modelos coercitivos de uniformación de cuerpos y conductas.
El Sida , introducido dentro de un discurso socialmente moralizante, es utilizado para ratificar valores, prácticas y formas de conducta que se conciben como necesarias para la salud individual y colectiva, pero en especial, para el compromiso del ciudadano modelo con el espacio público, proscribiendo como peligrosas ciertas prácticas sexuales que pondrían en riesgo la convivencia social. Una formación ciudadana que, en el caso chileno, no debemos olvidar, está imbricada con los valores de la Iglesia católica. Por ello no es de extrañar que en este contexto se ratifique el valor de la familia, el de la fidelidad de la pareja, el del “sexo seguro” dentro del matrimonio, moralidad en las prácticas sexuales, y con ello toda una red de otros valores tendientes a ensalzar la pulcritud, la decencia y el higienismo, considerados fundamentales para la preservación de lo público [8] .
En contraposición, la promiscuidad festiva de los márgenes se presenta como amenaza ya no solo a las normas que regulan el sistema del género heteronormativo, sino también a las formas de ciudadanía neoliberal que se legitiman en dichas normas proveyendo un ideal de convivencia saludable en tanto moral y asimilable. De allí que sea necesario desplazarlas en tanto se transforman en ilegibles y peligrosas desde este marco legal:
...el enclaustramiento que los somete a este tipo de oficios decorativos. Labores manuales que (...) los encarcela en las peluquerías por negación a la educación superior. Profesiones que están signadas de antemano, en el lugar que el sistema les otorga para agruparlos en un oficio controlado, sin el riesgo de su contaminación. (Lemebel, 2008 [1995]: 110).
Este riesgo de “contaminación” al que refiere el cronista juega con la carga metafórica y social del travestismo como una enfermedad contagiosa, pero también demuestra cuán operativo es aun el discurso racial-higienista dentro del Estado. Un higienismo que condena las prácticas de encuentro “obsceno” entre los cuerpos marginales llevándolas hacia el terreno de la moralidad en tanto éstas reactualizan el fantasma de la reproducción del mestizaje y la barbarie.
La heterosexualidad, normativizando un uso del cuerpo pero también, y relacionado a lo anterior, estableciendo los límites aceptados de la convivencia ciudadana, funciona como dispositivo de mantenimiento de una “pureza” saludable en los cuerpos que hegemónicamente se identifican con lo blanco y homogéneo.
En este sentido la parodia camp revela y re-enmascara a la vez en la escritura travesti la alianza entre la patologización de aquellas sexualidades no-normativas con la naturalización de sus condiciones de vida y marginación.
La amenaza que estos cuerpos representan para la ciudadanía y para los proyectos de nación y progreso radica en la seducción que éstos despliegan y en la capacidad que poseen de transformar la ciudad neoliberal, orgullo del milagro chileno, en una ciudad-anal como la denomina el cronista (Lemebel, 2000 [1996]: 59), instaurando el temor de que los cuerpos que importan, es decir, los cuerpos productivos para el neoliberalismo, sean “cooptados” y echados a perder por la monstruosidad de la barbarie.
Por ello, cuando Lemebel cuestiona el plan revolucionario e igualitario de la izquierda y pregunta: “¿No habrá un maricón en alguna esquina desequilibrando el futuro del hombre nuevo? (94), pone en evidencia que también los gobiernos revolucionarios, así como los conservadores, edifican su utopía sobre una mitología heterosexual, blanca y católica que ensalza el masculinismo como condición de avance hacia el futuro.
La loca hace tambalear el discurso de la homogeneidad nacionalista y de la participación ciudadana igualitaria al denunciar su expulsión sistemática de todos los modelos de nación. En su Manifiesto Hablo por mi diferencia (93-97), Lemebel interpela especialmente a la izquierda política que, mientras rechaza la sexualidad disidente, a la vez dice hablar por los derechos de todos : “¿Qué van a hacer con nosotros compañero? (…) Van a dejarnos bordar de pájaros/ las banderas de la patria libre? (…) Aunque después me odie/ por corromper su moral revolucionaria/ ¿Tiene miedo de que le homosexualice la vida?” (94-95), resaltando nuevamente la amenaza de la contaminación corruptora. Lemebel advierte: “Yo no voy a cambiar por el marxismo/que me rechazó tantas veces/ No necesito cambiar/ soy más subversivo que usted” (97), poniendo bajo sospecha el modelo revolucionario basado en una masculinidad homofóbica, hipócrita, temerosa de la seducción de lo diferente.
El discurso histórico, falocéntrico por excelencia, también es desmontado por el narrador, quien al volver sobre los mitos nacionalistas y latinoamericanos ridiculiza el machismo con que transmiten los relatos de las gestas patrióticas “(...) la versión homosexual de los próceres, transviste en carnaval maraco el privado de la independencia. Porque no todo fue guerra y jurar a la bandera (...) seguramente los padres putamadres de la patria también tuvieron su noche de celebración, chimba y zamba” (151). La escena patriótica es interpelada así por aquellos elementos que el discurso oficial ha borrado sistemáticamente de ella: las cuestiones raciales y las cuestiones de género, importunando la solemnidad masculina de los próceres pero también el mito revolucionario y las supuestas bondades de la democracia.
De esta manera, la escritura de Lemebel abreva de la estética camp para trazar un largo recorrido de interpelaciones en diálogo con los debates emergentes en estos años: la confluencia entre las cuestiones de género, el poscolonialismo en Latinoamérica, los debates sobre memoria y nuevas ciudadanías, cuestiones en torno a la representatividad y la reflexión acerca del lugar del sujeto marginal dentro de los nuevos proyectos culturales/intelectuales (Masiello, 2001). Partiendo de un reciclado descarado de las ficciones cinematográficas, que a simple vista parecería una invitación al juego socarrón deleitado en mostrar la alienación del travesti al mundo idílico de la pantalla cinematográfica, prontamente evidenciamos que la apelación a los elementos más codificados de esa propuesta camp van “corrompiéndose” en un nuevo discurso que traiciona esas pretensiones de mercado insuflando elementos en tensión con el discurso triunfalista neoliberal, posmoderno y global: sus crónicas validan la voz de un sujeto fuera del mercado, una otredad de la otredad que no responde a lo “lo gay blanco”, una voz que además desempolva los ingredientes panfletarios de una izquierda que se creía marchita e incapaz ya de articular un proyecto latinoamericanista. De manera que el discurso lemebeliano, al menos sus primeras obras, se torna indigerible para el marco celebrante de las democracias multiculturales, incomodando tanto a las formaciones intelectuales latinoamericanas desvinculadas de las utopías socialistas de los '60 como al discurso gay y feminista internacional. En este proyecto estético, las crónicas tornan la risa paródica en un lugar de reivindicación política del sujeto sexual y racialmente disidente a los modelos hegemónicos.
La incorporación del cine como dispositivo disciplinante del género, pero también como producto cultural primermundista que entroniza el deseo de lo blanco, permite trazar una línea de reflexión a partir de la cual los constructos del género interpelan los constructos de raza, evidenciando la forma en que el higienismo aplicado como valor moral y médico a la conducta sexual del cuerpo, se vehiculiza como dispositivo que salvaguarda la “pureza” racial conteniendo a “la barbarie” dentro de sus propios márgenes.
Los nuevos modelos de ciudadanía democrática continúan repitiendo estos modelos importados, generando otros sujetos “obscenos”, pero a la vez, necesarios para sellar los pactos de convivencia ciudadana basados en el consumo, el olvido conciliador y el conformismo. Lemebel denuncia ese uso político que se hace de los sujetos “anómalos” y troca su “monstruosidad”, su mácula negativa, en signo resistencia, exacerbando por ello los elementos carnavalescos en busca del choque visual y cultural. El cine, las divas, con todo el glamour primermundista que comportan, dan forma a una estética del zurcido, del “cuerpo frankenstain”, que trabaja con los residuos sobrantes del gran banquete consumista en yuxtaposición a las carencias tercermundistas.
Lemebel toma esos “cuerpos mutantes” (2000 [1996]: 40) para proyectar desde allí un pensamiento poscolonial que abandone el gesto reproductivo y trace alianzas entre los sujetos marginales latinoamericanos: “ Un dígito de retazos que ponen en acción las morenas extremidades de América Latina para rearmar la pena con los hilos negros de su preñez ” (102). Para el cronista, el cuerpo es portador de una potencialidad subversiva per se de la que carece el discurso del logos racional-occidental.
El cuerpo es lo real inexpugnable, no puede negarse la verdad de su testimonio, retornando a la escena cuando los grandes discursos racionales han demostrado su incapacidad de visibilizar al otro por fuera de los exotismos: “ Quizá éste sea el momento en que el punto corrido de la modernidad sea la falla o el flanco que dejan los grandes discursos para avizorar a través de su tejido roto una vigencia suramericana en la condición homosexual revertida del vasallaje” (128). Cuando los grandes relatos demuestran su fracaso, emerge el cuerpo como nueva narración, por ello, desde la clave del género Lemebel logra suturar estas agendas de discusión disímiles que están en la órbita cultural de la década del '90.
Las crónicas lemebelianas hacen hablar al cuerpo erigiéndolo como único texto posible en tanto es un “cuerpo políticamente no inaugurado en nuestro continente” que arenga a la lucha desde su “ balbuceo de signos y cicatrices comunes” (127). Este “balbuceo” del lenguaje con que históricamente se ha caracterizado a la barbarie, es reasumido como signo positivo, como así también la irracionalidad, el mestizaje y la condición de periferia atribuidos a Latinoamérica desde las lecturas del centro:
Quizá América Latina, trasverstida de traspasos, reconquistas y parches culturales -que por superposición de injertos sepulta la luna morena de su identidad- aflore en un mariconaje guerrero que se enmascara en la cosmética tribal de su periferia. Una militancia corpórea que enfatiza desde el borde de la voz un discurso propio y fragmentado, cuyo nivel más desprotegido por su falta de retórica y orfandad política sea el trasvestismo homosexual que se acumula lumpen en los pliegues más oscuros de las capitales latinoamericanas (127).
“Militancia corpórea” y “mariconaje guerrero” que colman el vacío de discursos y la orfandad de representación política trayendo a estos años neoliberales los ecos de un Calibán que sobrevive en las marcas del cuerpo.
Solo ese cuerpo que carga sobre sí el hiato de zurcidos culturales como una herida sangrante y contaminante, pero también, que los “ empluma, enfiesta, trasviste, disfraza, teatraliza” (62) reescribiendo un nuevo texto-cuerpo convertido en casa de “pasión y calvario” (27), cadáver y sueño (27), “ perlas y cicatrices”, orgiástico y moribundo, puede dar cuenta de los pliegues heterogéneos del mestizaje latinoamericano.
Fecha de presentación 31/05/2014 - Evaluación: 31/10/2014
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* Licenciada en Letras Modernas, doctoranda en Letras. Universidad Nacional de Córdoba. merisabo@hotmail.com. Recibido 06/2014. Aceptado 08/2014
[1] . José Amícola (2000) señala que este término viene a suplantar en el ámbito hispánico al giro no crítico y menos abarcador de "rol sexual". Se trata de un término "implantado por las feministas norteamericanas que implica una postura vigilante frente a la ideología que cada asignación sexual lleva consigo (...) Esta categoría se define, pues, como una forma primaria de relaciones significantes de poder que implica las esferas de la política, de la economía y del Estado. Por tanto, el concepto acentúa la dimensión relacional e histórica que no estaba suficientemente presente en el giro 'rol sexual' " (92)
[2] Sontag introduce asimismo el concepto de camping para referir a una conciencia o uso deliberado de esta sensibilidad, pero sin embargo, tampoco éste es concebido como forma estética política.
[3] Una defición ad-hoc del melodrama quizá la podríamos encontrar en el film de Pedro Almodóvar, La flor de mi secreto. (1995). En uno de los diálogos que la escritora de novelas de amor, Leo (cuyo pseudónimo es Amanda Gris) sostiene con su editor, éste se ve en la necesidad de redefinirle el género para el cual fue contratada a escribir tres obras al año: "novelas de amor y lujo, en escenarios cosmopolitas...sexo sugerente y sólo sugerido... deportes de invierno, sol radiante , urbanizaciones, subsecretarios, yuppies... nada de política, ausencia de conciencia social... hijos ilegítimos los que quieras, eso sí... Final Feliz".
[4] La clase media trabajadora, inviertiendo su dinero en los productos destinados al ocio, se convierte en la consumidora por excelencia de una industria del cine en franco ascenso durante el denominado "perído clásico" de Hollywood
[5] Por ello Lemebel no deja pasar oportunidad de remarcar el alto grado de racismo y aristocracia que impregna también a la Iglesia Católica chilena. En su crónica “Del Carmen Bella Flor (o 'el radiante fulgor de la santidad')” (Lemebel, 1998: 78-79), al relatar las peregrinaciones de la Virgen Del Carmen, Patrona de Chile y del ejército, nos ofrece un friso social que retrata la amistad entre la Iglesia y el estado represor, como así también la forma en que ésta comulga con el ideal del blanqueamiento social: “Señores grises del Opus Dei y damas enjutas (…) todas teñidas de rubio ceniza, todas de collar de perlas cultivadas, todas respingonas oliendo a polvos Angel Face. Casi todas con su empleada mapuche caminando dos pasos más atrás (…) a ver si la india cabizbaja se conmueve con el radiante fulgor de la santidad. A ver si la convence la virgen en persona. La reina del ejército, que le salvó la vida al general Pinochet (…). (…) la más regia y española de ojos celestes que mira sobre el hombro a toda esa patota de vírgenes ordinarias, vírgenes de población, vírgenes de gruta, vírgenes de animita, cholas de ollín y desteñidas por la intemperie (…) No te digo. Tanta virgen de medio pelo (...)” (78)
[6] En el año 2010 ingresa al Congreso chileno el proyecto de ley destinado a legalizar el matrimonio homosexual, aunque con un reconocido rechazo por parte del Poder Ejecutivo.
[7] En el código penal chileno, la homosexualidad era designada a partir de una palabra/concepto proveniente del universo católico: el "pecado de sodomía".
[8] Esta tesitura queda muy bien expuesta en una de las últimas campañas televisivas y on-line de prevención del Sida ( Quien tiene Sida del año 2010) a cargo del Ministerio de Salud chileno. Ésta tiene como lema de uno de sus spots “morir de viejo es mucho más divertido que morir de Sida”. En el video se puede ver a una pareja de ancianos en su casa -lo sabemos porque la cámara pone mucho interés en mostrar el anillo de casado en la mano del anciano-. Éste sufre un infarto y cae al piso mientras en el video esto “es festejado” con serpentinas que caen, con globos y música de circo, en un intento por re-direccionar los sentidos de “la fiesta” (asociada a lo orgiástico) hacia la institución del matrimonio. Luego, cuando entra la esposa y al ver a su marido también fallece, el lema continúa con “y si es con tu pareja de toda la vida, tanto mejor”, nuevamente haciendo su aparición los elementos de fiesta. La propaganda finaliza con “Cuídate del Sida, sé fiel”[8] estableciendo el auto-control sobre el cuerpo -una práctica de raigambre doctrinal cristiano- como valor para la ciudadanía. Se condensa así, en pocas líneas, el alto grado de conservadurismo enmascarado de tolerancia multicultural que regula el espacio público. El spot puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=giPeIqZKqPo