El tabú de la historiografía argentina. Algunos apuntes críticos sobre las teorías del consentimiento obrero a la dictadura militar
The taboo of argentinean historiography. A critical approach to the theories of workers' consent to military dictatorship
Andrés Carminati*
Resumen
En los últimos años se han publicado una serie de trabajos que debaten con lo que denominan el «paradigma resistencial» en los estudios sobre la clase trabajadora durante la última dictadura militar (1976-1983). Estas investigaciones, apoyadas fundamentalmente en fuentes orales, buscan mostrar la «aceptación cultural» y el consentimiento obrero a la dictadura. En base a un recorrido bibliográfico y mis propios estudios sobre el campo, me propongo brindar una mirada crítica sobre las hipótesis centrales que se desprenden de estos abordajes.
Palabras claves: Dictadura Militar, Clase Trabajadora, Conflictividad, Consentimiento, Memorias.
Abstract
In recent years, have been published different papers that criticize what they call the "resistance paradigm" in studies of the working class during the last military dictatorship (1976-1983). These studies, based mainly on oral testimonies, looking for demonstrations of the "cultural acceptance" and the workers' consent to the dictatorship. On the basis of a bibliographical exploration and my own studies, I try to offer a critical view at the central hypotheses that emerge from these approaches.
Keywords: Military Dictatorship, Working Class, Conflict, Consent, Memories.
Introducción[1]
«La moda tiene olfato para lo actual dondequiera que esto aún se mueva en lo espeso de otrora. (…) Pero tiene lugar en una arena donde impera la clase dominante»
Walter Benjamin
Se cumplen 40 años del fin de la última dictadura militar de Argentina, sin embargo, el debate social, político, académico e historiográfico en torno a ella no ha concluido, ni parece pronto a hacerlo. A menudo, como en la recurrente cita a «El Dieciocho Brumario», de Karl Marx, las polémicas se repiten, «una vez como tragedia y la otra como farsa». Si bien los avances en el conocimiento científico sobre aquel período han sido muy significativos (Águila, 2023), muchas veces su impacto en el debate público es dispar. También, las preguntas e inquietudes propias de la labor historiográfica han ido cambiando y siempre, de alguna manera, dialogan con los sentidos comunes de su época, ya sea para aportarles fundamento o refutarlos.
En los últimos años se han publicado una serie de trabajos que cuestionan lo que denominan el «paradigma resistencial» en los estudios sobre la clase trabajadora durante la dictadura (1976-1983). Estas investigaciones, apoyadas fundamentalmente en fuentes orales, buscan mostrar la «aceptación cultural» y el consentimiento obrero a la dictadura. En el presente artículo me propongo polemizar con los puntos nodales de las hipótesis sostenidas allí. Por un lado, me enfoco en el particular uso que se hace de las fuentes orales y, a partir de otros antecedentes bibliográficos y mi propia experiencia en el campo, propongo una interpretación diferente. Por el otro, me detengo en el concepto del «obrero común» y pongo en cuestión la idea planteada por estos autores de que los estudios sobre la conflictividad y la represión se fundan en el interés exclusivo por las «vanguardias revolucionarias» y un tipo ideal de «obrero clasista y revolucionario».
En otro apartado recupero el aporte de diversos estudios que han procurado ampliar la mirada sobre las actitudes obreras en dictadura. Finalmente, explicito las fuentes teóricas de mi filosofía de la historia y concluyo con una reflexión sobre las conexiones que existen entre debates historiográficos, las memorias, y la conexión dialéctica entre pasado y presente.
Inmovilidad o Resistencia
En el año 2006, cuando cursaba las últimas materias de la carrera de grado, inicié las primeras indagaciones sobre las experiencias de la clase trabajadora durante la última dictadura militar. Para ese entonces el tema había sido visitado por un conjunto de trabajos bastante diverso, durante las décadas del 80 y 90. Al mismo tiempo se verificaban e iniciaban varias investigaciones como la mía, que volvían a interesarse en la temática desde comienzos del S.XXI. Necesariamente, la mayoría retomába(mos) algunas de las polémicas que el conjunto de estudios clásicos había inaugurado, y que también formaban parte de los debates políticos de la época. Una de ellas, quizás la central, era el tema de la resistencia obrera. ¿Resistió, la clase trabajadora a la dictadura? Si lo hizo ¿qué características asumió esa resistencia? ¿qué importancia tuvo?
En las producciones de los 80, inmersos en ese debate de manera abierta o lateral, se podían hallar varios trabajos con diversas posturas y matices . Como no es la intención en este artículo extenderme en un exhaustivo estado de la cuestión, reduciré los planteos a las dos posturas antagónicas, que se desprenden de los trabajos de Francisco Delich (1982, 1983) y Pablo Pozzi (1987). El primero de ellos había escrito dos textos a comienzos de los 80, cuya hipótesis principal se puede adivinar en los títulos «Después del diluvio, la clase obrera» y «Desmovilización social, reestructuración obrera y cambio sindical». Se trata de artículos breves, con escaso o nulo trabajo con fuentes primarias y que no sería exagerado de tachar de ensayos histórico/sociológicos. Sin embargo, proponían una lectura del período que por alguna razón era (e incluso se diría que continúa siendo) hegemónica. Afirmaba Delich:
…durante cinco años, la clase obrera argentina y sus sindicatos permanecieron, en conjunto, inmóviles desde el punto de vista social y de la actividad sindical (…) La historia argentina se desenvolvió al margen de los sindicatos, teniéndolos como riesgo, pero no como actores (sí eventualmente como víctimas) (Delich, 1983:101).
En verdad, independientemente de cuánto haya sido leído el texto de Delich, esa visión del tema está muy extendida, y puede hallarse en otros trabajos sobre la dictadura y en diversos relatos sociales sobre el período, en los cuales las resistencias obreras están total o mayoritariamente ausentes.
Pozzi, por su parte, ensayaba una interpretación bien distinta en su libro «Oposición obrera a la dictadura». Fundado en un trabajo de fuentes más profundo el historiador sostenía que no sólo había existido una resistencia obrera, sino que había sido una de las principales causas del colapso del régimen militar. Al igual que en dos trabajos que lo antecedían, como son el de Ricardo Falcón (1982) y Guillermo Almeyra (1984), Pozzi procuró focalizar la atención en la resistencia cotidiana desde los lugares de trabajo. Falcón, Almeyra y Pozzi la denominaron «resistencia molecular», y fue una de las formas predominantes de la conflictividad durante los primeros tres años de dictadura. Para Pozzi la resistencia obrera resultaba fundamental a la hora de explicar el colapso dictatorial:
Es indudable que la derrota en la Guerra [de Malvinas] aceleró la tendencia hacia la apertura. Pero también es indudable que el proceso de resistencia obrera desarrollado a partir de marzo de 1976 y que culminó con la movilización de marzo de 1982 representan la base material de la conquista de la democracia y de la derrota de la dictadura. La resistencia obrera fue una de las causas del deterioro de la dictadura, puesto que impidió el consenso que requería Martínez de Hoz tanto para la aplicación de su plan económico como para poder corregir los “errores” del mismo A su vez, la “intranquilidad laboral” sirvió de elemento agudizador para las discrepancias tácticas internas en el Proceso (Pozzi, 1987:101).
Cuando hace 11 años publiqué un artículo que proponía un estado de la cuestión sobre el tema, recuperé con más detalle esa polémica y otros puntos que me parecían relevantes, tanto de los estudios clásicos como de los que se estaban llevando adelante en ese entonces. Allí ensayé unas conclusiones que creo necesario revisar hoy. Escribía en 2012:
Lo que a nuestro juicio sí habría quedado medianamente saldado, es aquel debate sobre la “inmovilidad” de la clase trabajadora. Prácticamente todos los estudios que han avanzado con evidencia empírica sobre el período han demostrado las múltiples formas de “resistencia” obrera. En todo caso quedaría pendiente el debate sobre su significación e importancia (Carminati, 2012:29).
Desde aquel entonces a hoy han crecido notablemente los estudios sobre clase trabajadora y dictadura, muchas de las investigaciones que, cuando yo empezaba a estudiar, estaban en ciernes, culminaron en trabajos de tesis, libros, artículos científicos, etc.[2] Y, sin embargo, aquello que yo creía saldado no sólo sigue abierto, sino que ha reaparecido de otra forma, quizás hasta más radical. Ya no se trata de inmovilidad, que tendría su lógica si consideramos la feroz ofensiva represiva, sino del consentimiento.
¿Consentir la represión?
Justamente, uno de los últimos libros que se ha publicado sobre el tema (hasta donde sé el último), lleva el siguiente título: Historia y Memoria de la represión contra los trabajadores de Argentina. Consentimiento, oposición y vida cotidiana (Crenzel y Robertini, 2022). En el capítulo uno, que hace las veces de introducción, uno de sus editores afirma que en la historiografía sobre el tema existe un «paradigma resistencial» que «adquirió rasgos hegemónicos» y que ha «impedido la formulación de nuevas miradas y preguntas que apuntaran a echar luz sobre otros aspectos de realidades sumamente complejas». A renglón seguido se desliza también una crítica sobre lo que denominan el «paradigma de la responsabilidad empresarial».[3] En este caso, si bien le reconoce algún aporte empírico, afirma que se trata de un «marco interpretativo general» que se ha utilizado para numerosos estudios de caso, más preocupados en «encajar» en esa línea interpretativa, que en trabajar las divergencias o peculiaridades. Por ello, sostiene el autor:
…a menudo las reconstrucciones referidas a lo acontecido durante la dictadura en las fábricas se han transformado en una escenografía en la cual aparecen los mismos actores y el mismo guión interpretativo general, dejando fuera de la narración histórica lo imprevisto, lo subjetivo y todo elemento que altere las bases del modelo (Robertini, 2022:3).
La crítica se pretende lapidaria. Sin embargo, cabe preguntarse si no será al revés, si no será que a partir del estudio de distintos casos -donde es posible constatar la existencia de prácticas recurrentes y elementos comunes- se desprende una interpretación general. A menudo, esa es la manera como avanza el conocimiento científico. El autor, en cambio, nos ofrece una epistemología fundada en la narración de experiencias subjetivas únicas, que por decreto de quien escribe trasmutarían de excepción a regla.
En el cierre del capítulo, Robertini esboza cuáles son para él las vacancias y desafíos del campo:
La narrativa maniquea de la clase obrera resistente y víctima de la dictadura es uno de los tabúes con los cuales las historiadoras y los historiadores de Argentina deberán enfrentarse tarde o temprano. Bajo el velo de esa poderosa narración se esconden múltiples actitudes sociales, memorias y experiencias locales que pueden aportar nuevos puntos de vista sobre un campo aún en construcción (Robertini, 2022:12).
Sinceramente, como historiador que trabaja sobre la problemática desde hace una década y media no termino de comprender cuál es el tabú a enfrentar. Lo que sí sé es que sobre resistencias y represión hay bastante evidencia empírica, acumulada a lo largo de 40 años de investigaciones historiográficas y también judiciales. Ahora bien, cabe preguntarse ¿Qué es lo que escondería esa poderosa narrativa resistencial? Para el autor, no permitiría ver las acciones de consentimiento de lo que él denomina los «obreros comunes», un concepto que a grandes rasgos agruparía a quienes no están politizados, tienden a rechazar la conflictividad y se muestran identificados con la patronal. En otro texto de su autoría afirma:
La mayoría de los investigadores que han estudiado estos temas a menudo han aplicado un prejuicio metodológico: analizar la historia del movimiento obrero a partir de las experiencias de las “vanguardias revolucionarias” y de las organizaciones sindicales, ya que serían las que representan la “auténtica” experiencia de los trabajadores (Robertini, 2021:289).
Volveremos sobre algunos de estos puntos más adelante, pero antes vale la pena preguntarse: ¿cómo se accede al conocimiento de las actitudes de los obreros comunes? ¿cómo se recuperan las experiencias subjetivas, lo imprevisto? A juzgar por el trabajo del autor: a través de entrevistas. Ya que a partir de las mismas registró varios testimonios de «obreros comunes», que le manifestaron cuestiones como las siguientes:
“En la época militar no se hablaba de política... no se podía... Pero mal no estábamos…” / “A pesar de la dictadura, yo siempre digo que la he vivido bien” / “La dictadura se esperaba... pero yo por mi edad estaba más abocado a lo que es trabajar. (…) no andaba en nada, era solo trabajar y bueno (Robertini, 2021:295).
En efecto, parece que estas son las voces que ha escondido la «hegemonía resistencial». Nadie podría dudar de su veracidad, porque no creo que haya nadie que alguna vez, en una conversación familiar, barrial, laboral, casual, no haya escuchado afirmaciones como esas. Estoy seguro de que podríamos rescatar cientos de testimonios de trabajadores, que puedan estar de acuerdo con la frase: «con los militares estábamos mejor», «conmigo nunca se metieron», «yo trabajaba y punto» y otras de esta serie de relatos comunes, del nada inocente sentido común. Sobre todo, cuando se trata de emitir un juicio rápido y sintético sobre el período. Porque cuando pasamos esa primera capa superficial y aparecen los relatos de las experiencias personales y diversas anécdotas que ilustran sus vivencias, muchas veces hacen entrada la represión y la conflictividad, que se contradicen con aquellas frases soltadas con liviandad. A menudo ocurre que su silencio se debe a que se cree que esas experiencias son poco significativas o menores. Podríamos resumirlas en otras frases que son comunes en los testimonios: «Nunca me pasó nada, aunque…», «Sí, le hicimos un paro, pero…». Me topé con situaciones de este tipo en numerosas ocasiones y se encuentra presente también en otros trabajos que incorporan testimonios (Bretal, 2019; Negri, 2022; Pozzi, 2013).
Desde ya, intentar comprender el significado profundo de estas memorias no carece de importancia. Sin dudas, no pueden comprenderse por fuera de los marcos de los efectos políticos y sociales del terrorismo de Estado; de la hegemonía de la «teoría de los dos demonios» en todas sus formas y del clima de época actual, signado por la negación y/o relativización de los crímenes de la dictadura. Por ello, no creo que tengan el sentido que le otorgan los partidarios del consentimiento. Es decir, si existen trabajadores que hoy maticen la gravedad de la dictadura o expresen un eventual acuerdo con el régimen, eso no significa necesariamente que en su momento hayan estado a favor del régimen, le hayan prestado su consentimiento o que no hayan participado de algunas formas de resistencia y padecido de diversas maneras la represión estatal. Mucho menos que de ello se puedan inferir conclusiones generales sobre el comportamiento de la clase trabajadora. Es que la clase trabajadora es un sujeto colectivo, diverso, múltiple, heterogéneo, y ningún individuo, por «común» que le parezca a un investigador, puede ser su vocero. Mucho menos cuando se habla de hechos ocurridos hace 46 años, como si nada de lo ocurrido en el transcurso de aquellos días a nuestro presente pudiera haber interferido en la forma como se recuerda. Por ejemplo: el cierre de miles de fábricas, la privatización de las empresas públicas, la precarización general del empleo, la pauperización creciente de vastos sectores populares. De allí la importancia de la pesquisa y análisis de las acciones obreras, como pueden ser las diversas formas de conflictividad, que sin dudas pueden decirnos más de las actitudes sociales de la clase trabajadora en ese momento histórico que una sumatoria de recuerdos individuales, recogidos cuatro décadas después.
En modo alguno estoy desacreditando el uso de fuentes orales, las he utilizado mucho durante mi investigación, personalmente disfruto hacer entrevistas y creo que su inclusión da un plus cualitativo inestimable a los estudios históricos. Lo que digo -nada que no hayan planteado Portelli (2016), Fraser (1993) o James (2004)- es que no se pueden leer de manera literal. Ni creo que sea provechoso trabajarlas sin triangular con otro tipo de fuentes. Las fuentes orales tienen la «capacidad de informarnos, más que de los acontecimientos, de sus significados», nos dice Portelli (2016:23). Y sostiene algo que también creo pertinente traer a colación: «el narrador de ahora es diferente al que era cuando formaba parte de los acontecimientos de los cuales habla o de los que tiene conocimiento» (Portelli, 2016:27).
Muchos/as entrevistados/as pueden tener recuerdos que destaquen la armonía, frente al conflicto, el acuerdo, frente a la discrepancia, incluso todo eso junto a la vez, en el mismo relato. Es que la mayoría de las veces al recordar ese período, en ocasiones con delimitaciones temporales bien difusas, están evocando sus años de juventud. Y allí aparecen sus compañeras y compañeros de trabajo, su familia, sus logros personales, un espacio dónde trabajaron, aprendieron, sufrieron, fueron felices y dejaron parte de sus vidas. El tiempo transcurrido no está vacío, sino cargado con una película que muestra, no sólo como sus cabellos se han tornado canos, sino que las viejas relaciones laborales donde la fábrica o el trabajo ordenaban la vida se han ido desvaneciendo en el aire. Para muchos/as, como para nosotros mismos, hablar de sus trabajos también es hablar de sus identidades, que muchas veces se funden con el nombre de las empresas ¿Cómo no tener una dosis de nostalgia personal sobre ese tiempo pasado? ¿Cómo no ser un poco indulgentes, parados desde este crítico presente (individual y colectivo)?
Una de las últimas entrevistas que realicé fue a una ex obrera de la fábrica Estexa.[4] Me habló con mucho detalle del proceso productivo, de una toma del establecimiento en los años 90, de las amistades, el compañerismo y de épocas en las que siempre estaban «de joda», en cumpleaños, casamientos y bailes. También me dijo que al shopping que se erigió sobre las ruinas de la vieja fábrica no puede ir porque le «agarra dolor de panza». Cuando le pregunté sobre la dictadura me respondió así:
Sí, la dictadura ¿qué fue?, pará, pará. Sí, que se hizo como una… Pará, ¿cómo fue la dictadura? no me acuerdo. No me acuerdo yo que pasó. Yo estaba, tenía que estar porque ¿en qué año fue la dictadura? No me acuerdo qué fue que pasó. Pasaron tantas cosas que ya ni me acuerdo. Muchas cosas tristes, lindas y tristes ¿viste? Cuando nos vemos con los compañeros [de la fábrica], nos vemos con un cariño, que mejor que la familia ¿viste? Mi mamá falleció hace 5 meses y había 6 o 7 compañeros de Estexa. Eso no lo pagás con nada.[5]
En Estexa fueron secuestrados seis delegados y una delegada en enero de 1977. Uno de ellos en las puertas mismas del establecimiento. También hubo conflictos importantes por cuestiones salariales en 1977 y huelgas y movilizaciones por suspensiones masivas en 1980 y 1981.
¿Cómo interpretar el testimonio de esta trabajadora? ¿Qué significados se desprenden de este fragmento? ¿Su «olvido» es consentimiento, aceptación cultural? ¿Qué significa que en esos pocos segundos haya disparado más preguntas que respuestas? ¿Qué fue, cómo fue, en qué año fue, la dictadura? Para responder, reafirmar y confirmar: «no me acuerdo», «no me acuerdo», «no me acuerdo», «ya ni me acuerdo». Su única certeza es «que estaba, tenía que estar», pero «pasaron tantas cosas». Quizás en su memoria todo quede condensado y resumido en esas «muchas cosas tristes», que ha podido atravesar gracias al cariño de sus compañeras/os, a ese aguante mutuo simbolizado en que después de 30 años del cierre de la fábrica casi una decena hayan asistido al velorio de su madre.
Es que tal vez - a la luz de las derrotas, de los cierres de miles de fábricas y lugares de trabajo, del desempleo y la precariedad que golpea a todas las puertas- no sean los conflictos o la represión lo que quieran evocar hoy. Son muchos los testimonios donde la memoria va hacia los más mínimos detalles para hablar de períodos previos o posteriores y cuando se llega a la dictadura es apenas un párrafo, una frase común o este «no me acuerdo» rotundo. Sin dudas hay mucho para preguntarse sobre esos significados, que hablan más de nuestro presente que del pasado.
También es cierto lo que han señalado algunos estudios a la hora de pensar los testimonios que atenúan la gravedad de la represión dictatorial: 1976 no fue la primera vez que los tanques se paraban en las puertas de los lugares de trabajo, que los militares o la policía reprimía una huelga o asesinaba a un/a trabajador/a. También, muchos/as, de verdad no sabían qué había ocurrido con sus compañeros/as. Como aún hoy, después de 46 años y numerosas investigaciones, se desconoce lo ocurrido en numerosísimos casos. Justamente, ese es uno de los efectos propios de esa particular tecnología represiva ejercida de manera sistemática por la última dictadura. «No se sabía», «era mejor no saber».
Finalmente, estas «amnesias selectivas» tampoco serían propias de «obreros comunes» despolitizados. Me ocurrió con un entrevistado, que había sido militante de izquierda y activista sindical, y que cuando le pregunté por un conflicto importante que había ocurrido en la fábrica donde había trabajado me dijo que no sabía nada del mismo. Le mostré entonces las noticias que yo había encontrado en un diario local. Se puso a leer en voz alta y de repente se detuvo y me dijo: «¿Cómo puede ser que no me acuerde de esto?».[6] Otra vez, no me acuerdo. Otra vez, preguntas. Estoy muy seguro de que a él le hubiera gustado recordarlo espontáneamente. De hecho, al día siguiente me llamó por teléfono para contarme otra cosa que había venido a su memoria. Si yo no hubiera sabido de estas huelgas por otras fuentes, me hubiera quedado con la idea de que en Massey Ferguson nunca hubo un conflicto en dictadura. Seguramente, basado exclusivamente en los relatos de este trabajador habría llegado a conclusiones bien diferentes. Lo cierto es que en esa fábrica de tractores se inició una de las más importantes huelgas de 1977 en la región del Gran Rosario (Carminati, 2011). Tan importante que salió en los diarios locales y nacionales, en un año de férrea censura y represión. Finalmente, el testimonio de este trabajador no sólo me ayudó a reconstruir el conflicto, sino a reflexionar sobre los intrincados caminos de la memoria y sus vínculos, no siempre amorosos, con la historia.
¿Estudiar las «vanguardias»?
Una de las razones por las cuales muchas investigaciones se han dedicado a reconstruir las «escenografías» idénticas de esta «narrativa maniquea», tiene que ver con que el libro de Pozzi, que a diferencia de Delich, sí reconstruyó algunos procesos de conflictividad con fuentes primarias, lo hizo en un capítulo de no más 30 páginas y en la década del 80. Desde luego no pretendía, ni hubiera podido hacer una reconstrucción verdaderamente nacional, y mucho menos muy detallada de la conflictividad. A pesar de los supuestos «rasgos hegemónicos» del «paradigma resistencial», aún hoy no existe un trabajo que aborde de conjunto las huelgas automotrices del año 76, por ejemplo.[7] Hasta el anteaño pasado, cuando se publicó un artículo de mi autoría sobre la importantísima ola de huelgas de octubre-diciembre de 1977, no existía ninguna reconstrucción de estos hechos que superara las dos páginas (Carminati, 2021).[8] Estamos hablando de un estallido huelguístico durante el cual, según algunas estimaciones, se movilizaron alrededor de un millón de trabajadores de diferentes rubros de la industria y los servicios como ferroviarios, subterráneos, personal aéreo, hipódromo, luz y fuerza, bancarios, municipales, portuarios, petroleros, transporte de corta, media y larga distancia, aguas gaseosas, textiles, cerámicos, frigoríficos, metalúrgicos, mecánicos y petroquímicos. Y eso ocurrió en 1977, no en 1983. Si bien procuré ser lo más exhaustivo posible en su reconstrucción, todavía queda mucho para seguir explorando ese mismo estallido, tan relevante como poco conocido. No me caben dudas que incluir u omitir estos hechos cambia radicalmente la interpretación sobre la dictadura a la hora de hablar de resistencias, inmovilidad o consentimiento.
La huelga general de 1979 viene siendo reconstruida un poco más sistemáticamente (Stoler, 2021), pero no conozco ningún trabajo que aborde más profundamente la de 1981, e incluso sobre la de marzo de 1982 queda todavía mucho para decir. Sólo menciono estos episodios, que son conocidos por tener una visibilidad nacional. Tampoco creo que las indagaciones regionales se hayan agotado. Las huelgas de junio en el Gran Rosario, por ejemplo, no habían sido trabajadas historiográficamente hasta que empecé a estudiarlas, recién en la primera década de este siglo (Carminati, 2011).[9] ¿Cuántos episodios regionales como ese podríamos desconocer todavía?
Hay algo más. Estudiar la conflictividad en dictadura tiene muy poco que ver con las «vanguardias revolucionarias», e incluso, sobre todo durante los tres primeros años, escasamente con las organizaciones sindicales. Son «los obreros comunes», con su experiencia, con sus tradiciones de lucha sindical, de organización de base, de acción en la clandestinidad, las y los que resistieron, en la medida en que pudieron, el peor embate represivo que haya asolado a la clase trabajadora y al pueblo argentino. Veamos algunos de los conflictos destacados de los primeros años: SEGBA Capital, uno de los adalides del participacionismo (Ghigliani, 2012); ferroviarios, un gremio que nadie podría caracterizar como la cuna de la vanguardia revolucionaria; tractores, cuyos sindicatos (el SOEIT[10] y el SMATA Rosario) no eran precisamente dirigidos por el clasismo. Algo similar ocurre en la carne, textiles o portuarios. En realidad, no creo que nadie pueda estudiar ninguna «vanguardia revolucionaria» durante la última dictadura. Si en algún lugar cumplió con sus objetivos más cabalmente el golpe fue en la persecución y represión de todos los procesos de radicalización obrera. Muchos, incluso, venían siendo reprimidos desde el período previo. Quizás haya que repasar mejor las periodizaciones, leer los trabajos realmente existentes y los aportes que se desprenden de los mismos.
La resistencia discreta, el consenso tácito y la coerción
La tentativa de complejizar la mirada sobre las actitudes sociales de la clase trabajadora en la dictadura no es exclusiva de los compiladores del libro antes mencionado. Un autor que hace años trabaja sobre otros comportamientos obreros durante el período es Daniel Dicósimo. En un artículo de su autoría sostiene que en muchos estudios se asimilan las medidas de fuerza con la oposición obrera, pero que no se han considerado las actitudes pasivas de incorfomismo «y mucho menos se ha explorado si existió una “zona gris” entre la resistencia, entendida como contragolpe, y el consenso» (Dicósimo, 2015). Pero la búsqueda del historiador tandilense parece ir en otra dirección. Veamos:
El desafío de los historiadores es (…) ampliar el concepto de resistencia para incorporar un amplio espectro de conductas y actitudes que, más allá de participar ocasionalmente en la construcción de un contrapoder, expresaban rechazo, desacuerdo y desobediencia de un modo “discreto”, ocasional y parcial, alternando con acuerdos y consentimientos. Un conjunto de comportamientos situado en un ámbito cotidiano y anónimo, que estaba muy cerca de la “inadaptación” a las reglas del trabajo industrial y cuya naturaleza conflictiva era, como consecuencia, ignorada por los estudios históricos. Estas conductas y actitudes, que posiblemente fueron propias de la mayoría de los trabajadores, también deberían ser consideradas legítimamente como parte de la resistencia (Dicósimo, 2015:89-90).
Dicósimo se pregunta cómo caracterizar a la indisciplina, el «escape», algunas formas de sabotaje, o las formas «discretas» de resistencia. El acercamiento a la conflictividad cotidiana que pueden brindar algunas fuentes, como las provenientes de los tribunales laborales con las que investiga este autor, iluminan aspectos de la cotidianeidad del trabajo en el suelo de fábrica y abren estos fértiles interrogantes. La otra diferencia es que Dicósimo recupera acciones de diverso tipo (no sólo relatos) y trata de interpretarlas.
Otro autor, que no se ocupa específicamente de la clase trabajadora pero que se pregunta sobre las actitudes sociales durante la dictadura, es Daniel Lvovich. En uno de sus trabajos afirma lo siguiente:
Resulta altamente improbable que el historiador logre diferenciar el consenso tácito que supone aprobación de las prácticas estatales, de la aceptación pasiva de sus políticas debido al terror o la resignación fundada en la falta de expectativas razonables de cambio. De modo que la falta de manifestaciones de oposición o resistencia no puede ser sencillamente equiparada a un consenso tácito motivado en la aprobación de las políticas del régimen (Lvovich, 2009:296).
Para ambos estudiosos la figura del consenso tácito, que se podría deducir a partir de no encontrar acciones abiertas de oposición, es puesta en duda. Según Dicósimo, no sólo hay resistencias en las medidas de fuerza abiertas, para Lvovich, la aceptación pasiva puede deberse al terror o a la falta de expectativas de cambio.
Es que si hablamos de consentimiento obrero a la dictadura quizás sea necesario volver a las preguntas más obvias: ¿Qué sentido le damos al ejercicio sistemático del terrorismo de Estado, que tuvo entre sus principales víctimas a trabajadoras y trabajadores a lo largo y ancho del territorio? ¿Qué necesidad tenía entonces el régimen de intervenir la CGT, la mayor parte de los sindicatos y prohibir todo tipo de actividad sindical? ¿Para qué tuvo que prohibir y castigar con duras penas la huelga y toda forma de acción directa? En síntesis: ¿Qué sentido tenía el ejercicio brutal de la coerción, si existía tanto consentimiento?
En este sentido vale la pena detenerse a repasar lo ocurrido con la prohibición de las huelgas y medidas de acción directa. Las mismas estaban suspendidas desde el mismo 24 de marzo por la ley 21.261, que establecía severas penas a quienes la incumplieran. Seis meses más tarde, en un año dónde la represión legal y paralegal fue extremadamente alta, el régimen tuvo que sancionar una nueva ley que agravaba aún más las penas para quienes participaran de «toda medida concertada de acción directa, paro, interrupción o disminución del ritmo de trabajo». La ley 21.400 de septiembre de 1976 imponía condenas que podían ir de tres a diez años de prisión. Además, quienes participaran de tales acciones, perderían «el derecho a percibir las remuneraciones correspondientes al período de cesación del trabajo» e incurrirían «en causal de despido justificado».
Ese mes se había desatado una ola de conflictos laborales en las principales automotrices del país. A lo largo de septiembre hubo paros y conflictos en las plantas de IKA Renault, Perkins, Thompson Ranco, Materfer e IME de la provincia de Córdoba, mientras que en la provincia de Buenos Aires la conflictividad transitó por Ford (General Pacheco), Fiat (Palomar), Mercedes Benz (González Catán), Chrysler (San Justo y Monte Chingolo), Peugeot (Berazategui), Citroën (Barracas), General Motors (Caseros y Barracas). A pesar de la represión y la intimidación pública algunos conflictos se sostuvieron por varios días. El 8 de septiembre el ministro de trabajo desembarcó personalmente en la fábrica General Motors de Barracas, que llevaba un par de días con huelgas de brazos caídos.[11] Ese fue el contexto de la sanción de la ley 21400. «El poder reveló su cohesión al dictar ley contra los paros», titulaba un periódico santafesino:
Antes de viajar al noroeste el presidente Videla dejó firmada la ley de seguridad industrial con la que el gobierno ha respondido no solo a los conflictos salariales, cuyas implicaciones recogimos en la víspera, sino a las especulaciones en torno de un presunto ablandamiento de los factores de poder.[12]
«Severas penas para paros laborales», se leía en otra nota de la agencia Noticias Argentinas, donde se hacía el siguiente análisis:
antenoche un vocero oficial anunció que el ministro tomaría contacto con la opinión pública como culminación de una jornada en la que fue evidente la preocupación dominante en los altos niveles gubernamentales por el clima de intranquilidad reinante en algunas plantas industriales, particularmente las del ramo automotriz (...) con la aparición de la ley 21400 el gobierno cuenta con un nuevo instrumento.[13]
En la tapa de Clarín del día siguiente se informaba que «durante una hora, el presidente y el ministro de trabajo pasaron revista de la situación laboral de la industria automotriz».[14] Parece bastante claro que el despliegue represivo, legal y paralegal, la censura de prensa y toda la propaganda que el régimen había desplegado, no habían sido suficientes para lograr el consentimiento de la clase trabajadora, que algunos historiadores dicen encontrar cuatro décadas más tarde. Tan poco consenso existía que debieron reforzar la prohibición de lo que ya estaba prohibido, a punta de bayonetas, desde hacía seis meses.
Una historia disgregada y episódica
Si usted me preguntara, ¿por qué estudiar el conflicto, las diversas formas resistencias? ¿por qué la necesidad de rastrear huelgas, sabotajes, acciones de indisciplina, y describirlas, entender sus causas, descubrir quiénes las organizaron, de qué manera, etc.? Respondería que se trata de posicionamientos historiográficos y políticos. Mis estudios están influidos por la historia social marxista, por la corriente que tiene como principales representantes a Eric Hobsbawm y E.P. Thompson. Pero si tuviera que quedarme con sólo dos referencias para definir mi filosofía de la historia, tengo que confesar que detrás de toda esta búsqueda hay dos grandes culpables. Uno se llama Walter Benjamin, que siempre me repite al oído un fragmento de sus Tesis, que dicen:
El don de encender la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiógrafo que esté convencido de que ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si es que éste vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer (Benjamin, 2008:308).
¡Vaya si no han cesado, amigo Benjamin!
El segundo es alguien que escribió unos apuntes, preso en las mazmorras del fascismo. Un comunista sardo de apellido Gramsci. Más allá de sus nociones sobre hegemonía, que bien vienen a cuento aquí para reflexionar sobre la relación entre violencia y consenso, sus breves páginas con los criterios metódicos sobre la historia de los sectores subalternos son el soporte teórico con el que miro a la clase trabajadora y sus «iniciativas». Decía Gramsci:
Los grupos subalternos sufren siempre la iniciativa de los grupos dominantes, incluso cuando se rebelan y se levantan (…). Por eso todo indicio de iniciativa autónoma de los grupos subalternos tiene que ser de inestimable valor para el historiador integral; de ello se desprende que una historia así no puede tratarse más que monográficamente, y que cada monografía exige un cúmulo grandísimo de materiales a menudo difíciles de encontrar (Gramsci, 1986:494).
En efecto ¿no son el conflicto, la resistencia, la indisciplina, poderosos indicios de esa iniciativa autónoma? Es la agenda subalterna la que en definitiva nos conduce a la descripción densa, a recolectar ese cúmulo grandísimo de materiales, tan difíciles de encontrar, que puedan echar luz sobre esas preciadas iniciativas autónomas. Quizás, para quienes estén motivados por decir «algo distinto», «novedoso», puedan parecer «escenografías en la cual aparecen los mismos actores y el mismo guión interpretativo general». Quizás, demostrar empírica y monográficamente las diversas formas que asumió la resistencia, la conflictividad y la represión, choca de lleno con sus hipótesis de trabajo.
Historiografía y política, política y memorias
En definitiva, así como el debate de Pozzi con Delich era historiográfico, pero también político, el debate con las tesis del consentimiento obrero tiene ambas aristas. No me caben dudas que no es lo mismo plantear que durante la dictadura hubo diversas acciones de resistencia, grandes huelgas y formas de organización, que plantear esta idea, tan afín a ciertos sentidos comunes, que a la clase trabajadora le fue bastante indiferente, o peor aún, consintió el golpe y la represión. La lectura política que de ello se desprende no sólo es sombría, desmoralizante, sino absolutamente falsa.
La clase trabajadora no habla por la boca de ningún individuo, habla a través de su acción colectiva. Gramsci decía que en «el hombre de masa» se podían encontrar dos «conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una implícita en su obrar y que realmente lo une a todos sus colaboradores en la transformación práctica de la realidad; y otra superficialmente explícita o verbal, que ha heredado del pasado y acogido sin crítica» (1971:16).
Atento a lo que se ha podido reconstruir hasta el día de hoy, se puede leer la dictadura de punta a punta y encontrar diversas formas de resistencias, acordes a los distintos momentos políticos y represivos. De conjunto no hay consentimiento. Una prueba de ello es que a medida que la represión fue menguando, las manifestaciones de resistencia antidictatorial en espacios laborales tienden a crecer. El ciclo que se abre a partir de la huelga general de julio de 1981 y se cierra en marzo de 1982 es una clara muestra de ello. La irrupción de la protesta después la guerra, más aún.
También pensando en los debates políticos actuales, me llama la atención la mirada peyorativa que el paradigma del consentimiento tiene de los estudios sobre responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. No sólo es calificado de «guión interpretativo» dónde los estudios de caso intentan «encajar», sino que es descripto de la siguiente manera:
Tal modelo [de la responsabilidad empresarial] plantea la existencia de un plan urdido entre empresarios, militares y civiles con el objetivo de transformar el patrón de acumulación capitalista a través de la inmovilización del “conjunto de la clase trabajadora, pero también exterminar a la minoría combativa” (Robertini, 2022:3).
Planteado así, pareciera que estos estudios no aportan evidencia empírica alguna sobre las prácticas desarrolladas por sectores de la elite empresarial, sino que son un mero planteo interpretativo, casi en clave de teoría conspirativa. Para quien no los haya leído, se trata de dos voluminosos tomos, producidos por más de una veintena de investigadoras/es, que despliegan una multiplicidad de fuentes, referencias bibliográficas, y que han consultado diversos archivos y fondos documentales (MJyDH, FLACSO, y CELS 2015). Es llamativo, además, porque entre el empresariado la adhesión al golpe sí fue abierta, explícita, respaldada tanto en sus discursos, como en sus acciones. Fue destacada originalmente en el estudio de la CONADEP y en algunos casos, con una dilación pasmosa, ha sido probada ante los tribunales de justicia, como el caso Ford, Las Marías o La Veloz del Norte (Basualdo, 2020). Es curioso, mientras se relativiza la responsabilidad de las empresas, se afirma que hubo consentimiento de las y los trabajadoras. Es así cómo se construyen esas narrativas de las «responsabilidades compartidas», donde al final parece que «todos somos un poco responsables», por acción u omisión. La impunidad de la mayor parte de las empresas es la base material sobre la que se escriben esos sentidos comunes exculpatorios. La relativización u ocultación de las resistencias sociales, es su fiel compañero de fórmula.
Este es también un momento en el cual se hacen balances sobre la democracia que supimos conseguir. Se cumplen 40 años de su recuperación, y como en toda instancia conmemorativa se reaviva la tentación de ponerle nombre propio a los procesos, se reitera el riesgo de que las necesarias síntesis simplifiquen demasiado la historia. Entonces resulta central mostrar el rol protagónico que tuvo la clase trabajadora en la resistencia y oposición al régimen dictatorial. Y el aporte que hicieron sus luchas a la recuperación de los derechos y libertades democráticas. Es un momento en que la historiografía está revisitando los años 80, un período durante el cual, si se estudia la clase trabajadora, se encontrarán altos niveles de conflictividad- nada menos que 13 paros generales- e intensos y participativos procesos de normalización de los sindicatos (López, 2020; Massano, 2015; Molinaro, 2013; Palomino, 2005). Entonces necesariamente vuelve la pregunta sobre lo ocurrido durante la dictadura, porque la capacidad de actuación y organización no surgieron como los hongos tras la tormenta, sino que son efecto de procesos de reorganización silenciosa durante 1978 y 1979 y de la movilización y conflictividad desplegadas durante 1981, 1982 y 1983.
No se trata de rechazar las entrevistas ni la historia oral. También las entrevistas pueden ser útiles a la hora de reconstruir esos canales subterráneos que fueron dando vida a la reorganización sindical durante la dictadura (muchas veces sin que se expresara en conflictos). Recientemente, junto a un equipo de colegas hicimos la historia de la seccional Rosario de la Asociación Bancaria (Simonassi y Vogelmann, 2022). Allí tuvimos la oportunidad de trabajar con lo ocurrido en Bancarios de Rosario en un período más amplio: desde la dictadura hasta los últimos años del gobierno de Alfonsín (Carminati, Scoppetta, y Torres 2022). Las elecciones de normalización del gremio fueron récord de participación, pero nada sucedió de la noche a la mañana. Hubo un silencioso proceso de reorganización de las comisiones gremiales internas primero, y un más ruidoso proceso de exigencia de normalización después. En 1984 se presentaron tres listas, y los años siguientes fueron de intensa conflictividad. Durante ese trabajo realizamos muchas entrevistas. En una de ellas un ex bancario nos relató que el 24 de marzo, entre los trabajadores de su banco, «había un ambiente de fiesta, de alegría». «Habíamos 2 o 3 que llorábamos y otros festejaban».[15] Sin embargo en ese mismo banco, desde 1978, se empezó a reorganizar en forma clandestina la comisión interna que dio vida a una de las camadas más importantes de militantes que refundaron el gremio al retorno de la democracia (él entre ellos). Aún hoy tiene una de las comisiones internas más importantes de la ciudad y quizás del país. Se presentan aquí diversas tensiones.
Por un lado, tenemos un testimonio, o mejor dicho, un fragmento intencionado de un testimonio del que podría desprenderse la existencia de un consenso mayoritario con el golpe (aunque no se puede dejar de señalar que nuestro informante se ubica por fuera).[16] Por el otro, la evidencia de que fue en ese mismo espacio donde se produjo, durante la dictadura, la organización de la comisión interna del gremio. Los testimonios cobran sentido en una trama de referencias más amplias al proceso social, incluyen el juego entre pasado y presente, las condiciones no elegidas en las cuales subalternos y subalternas llevan a cabo sus precarias vidas, que en el caso de Argentina incluyó el montaje de un brutal dispositivo represivo legal y extralegal del que participaron empresarios, el poder judicial, la cúpula de la iglesia católica y el aparato represivo del Estado, como se ha evidenciado en los tribunales de los juicios por delitos de lesa humanidad.
A modo de cierre
Si cuando en 2012 daba por saldado el tema de la «inmovilidad» y no me imaginaba que me tocaría debatir con su hijo dilecto, el «consentimiento», sigo creyendo que aún queda pendiente el debate sobre la significación e importancia de la conflictividad obrera en dictadura. Sigo pensando que el tema no se agotó y de ningún modo creo que haya una tal hegemonía del paradigma resistencial, al menos en el espacio público y en los amplios sentidos comunes, tal como lo demuestran muchos testimonios.
Sin dudas estudiar la última dictadura de Argentina es un tema sensible, una problemática que sigue despertando interés historiográfico, pero también social y político. Si la camada de investigadoras e investigadores que iniciamos nuestros estudios a comienzos del siglo XXI lo hacíamos en el clima social y político marcado por el estallido popular de 2001, la crisis del neoliberalismo, la reapertura de los juicios por los crímenes de lesa humanidad y el reconocimiento estatal a la lucha de los movimientos de derechos humanos, hoy vivimos tiempos signados por la emergencia pública de discursos negacionistas o, lisa y llanamente, de reivindicación abierta de la dictadura y los represores. Ya no se trata de editoriales de algunos periódicos conservadores, determinados conductores de radio y televisión o grupos marginales vinculados con las fuerzas armadas y de seguridad, sino de un discurso que se ha vuelto orgánico y de masas. Los diversos sectores de la derecha vernácula han colaborado a amplificarlo y han utilizado la tribuna pública para relativizar la magnitud y sistematicidad del proceso represivo y en algunos casos para hacer apología de la dictadura. Este escenario ha propiciado también la emergencia de otras manifestaciones más moderadas que han recuperado los trazos centrales de la «teoría de los dos demonios» y otros sub relatos provenientes de ese tronco.
No hay reflexión historiográfica que no parta desde un presente, como tampoco hay lecturas neutrales de la historia. Si en la brecha abierta por las luchas sociales, una parte de mi generación se sintió atraída por estudiar las resistencias, las iniciativas de las clases subalternas y la respuesta represiva de las clases dominantes, en estos días de contraofensiva conservadora el sentido común dominante propone una agenda intelectual a la medida sus aspiraciones: una clase trabajadora despolitizada que acepta pasivamente, e incluso consiente con las injusticias pasadas y presentes.
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FECHA DE RECEPCIÓN: 01/8/2023
FECHA DE ACEPTACIÓN: 23/10/2023
[1] En este texto encontrarán una serie de reflexiones que vuelco a título personal, pero que le deben mucho a diversos intercambios, debates y coincidencias con distintas/os colegas interesadas/os en la problemática.
[2] Algunos ejemplos de ello son: (Barragán, 2021; Bretal, 2019; Dicósimo, 2016; Iramain, 2014; MJyDH, FLACSO, y CELS 2015; Ortiz, 2019; Rodríguez Agüero, 2018; Zorzoli y Massano, 2021).
[3] Se refiere a trabajos como los de Victoria Basualdo (Basualdo, 2006, 2017) y los dos tomos de «Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad» (MJyDH, FLACSO, y CELS 2015)
[4] Establecimientos Textiles Argentinos, ESTEXA, fue la fábrica textil más grande de Rosario. Para 1976 trabajaban unas 1250 personas, de las cuales 430 eran mujeres. A comienzos de los años 80 la empresa comenzó su declive y en 1992 cerró definitivamente sus puertas. 12 años después, el viejo edificio industrial fue totalmente demolido y sobre sus cimientos se erigió un imponente Shopping (El Portal Rosario).
[5] Codi. 27 de julio de 2022. Rosario. Obrera de Estexa, activista sindical inorgánica, peronista, sin militancia partidaria. Entrevistador: Andrés Carminati.
[6] Armando, 4 de agosto de 2011. Rosario. Obrero de Massey Ferguson, activista sindical, simpatizante del Socialismo Revolucionario. Entrevistador: Andrés Carminati.
[7] Si bien hay varios trabajos que estudian algunos de los episodios huelguísticos de septiembre de 1976 (Harari y Guevara 2015; Lascano Warnes 2012; MJyDH et al. 2015; Ortiz 2019).
[8] Sí aparece mencionada en todos los estudios clásicos sobre la clase trabajadora durante la dictadura - Falcón (1982), Abós (1984), Fernández (1984) y Pozzi (1987)- pero se trata de reconstrucciones escuetas, en el marco de una mirada más general sobre el período.
[9] Lo que sí pude saber recién el año pasado es que en 2008 habían sido abordadas en clave literaria. Los episodios son relatados en un capítulo de una novela. (Moya, 2008) En una entrevista con el autor me confirmó que lo que contaba era su recuerdo ficcionalizado.
[10] Sindicato de Obreros y Empleados de la Industria del Tractor, que representa a los trabajadores de John Deere de la planta Granadero Baigorria, al norte de Rosario.
[11] La Capital, 9 de septiembre de 1976.
[12] El Litoral, 9 de septiembre de 1976.
[13] La Capital, 9 de septiembre de 1976.
[14] Clarín, 10 de septiembre de 1976.
[15] Eduardo, 21 de octubre de 2020. Rosario. Trabajador bancario, activista sindical, militante del Partido Socialista. Entrevistadores Silvia Simonassi y Andrés Carminati.
[16] Algo similar encuentra Pozzi en un trabajo suyo sobre memorias obreras en dictadura. Tres de sus entrevistaron “opinaron que ‘nadie hizo nada’. Pero, al mismo tiempo, tomaron distancia personal de esa afirmación” (Pozzi, 2013: 21).