Número 12
Año 2024
Del alma al cuerpo desorganizado: un proyecto poshumanista que enrarece el cine uruguayo
From the Soul to the Disorganized Body: A Posthumanist Project that Weirds Uruguayan Cinema
Matías Carbajal
Universidad de la República
Facultad de Información y Comunicación
Montevideo, Uruguay
https://orcid.org/0000-0003-0876-1026
https://doi.org/10.55442/tomauno.n12.2024.47083
https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s22504524/t7ltafh3l
Abstract
This text explores the characteristics of two Álvaro Buela's films, Alma mater (2005) and El proyecto de Beti y el hombre árbol (2014), for their particular (dis)location in the local cinematographic space.
In their explicitly assumed weirdness, which traverses representation and the represented, both films seem to conform a strange body, alien to the forms of representation of the dominant realism.
From a Peircean semiotic perspective, articulated with Deleuze and Guattari's concept of the Body without Organs, the analysis invites an exploration of the productivity of an anomalous aesthetic and narrative project. This aims to envision the emergence of a sensibility beyond the human, which exceeds the Cartesian matrix of the Western modern subject.
Keywords
posthumanism, Uruguayan cinema, semiotics, Body without Organs
Recibido: 21/06/2014 - Aceptado: 23/08/2024
TOMA UNO, Nº 12, 2024 - https://revistas.unc.edu.ar/index.php/toma1/index
ISSN 2313-9692 (impreso) | e-ISSN 2250-4524 (electrónico)
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En una antología publicada en 1966, Aquí. Cien años de raros, el crítico literario Ángel Rama aprovechó el término inspirado por Los raros de Rubén Darío para clasificar (o desclasificar) a toda una corriente de escritores que desbordaba los cauces establecidos por la tradición realista local, el estilo de representación más adecuado —según él entendía— a las características cuasi ontológicas de la sociedad uruguaya.[2] Este gesto crítico impuso un orden determinante, un canon de carácter estratificador y humanista, que localizó sobre los márgenes de esta suerte de emanación natural del temple nacional, como un desvío, a aquellas escrituras que no reflejaran directamente lo real, ese Afuera ilusorio, neutro, pasivo y autoevidente.
Más de medio siglo ha transcurrido, pero la categoría ha persistido y a ella se han adherido no pocos nombres, dentro y fuera del sistema literario. Aunque sus voces más interesantes fueran recluidas “en el sanitario cajón de los ‘raros’” (Hamed, 2015, párr. 13), esa tradición desviada sigue despertando filiaciones en las que es posible reconocer una forma de evocar y reivindicar aquella etiqueta, más que de revocar un estigma.
En conmemoración de los diez años del estreno de Alma mater (2005), su director, Álvaro Buela (2015), escribió una nota en la que intentaba inscribir esa película en una genealogía “insumisa” —que él mismo trazó— de huellas periféricas o anotaciones al margen de un incipiente canon más o menos establecido del nuevo cine uruguayo:
a la manera de un Greil Marcus en Rastros de carmín, o de un Ángel Rama examinando los ‘raros’ de la literatura uruguaya, me gusta proyectar un eventual texto que se introduzca en la forma en que las tres películas[3] se desmarcan del naturalismo dominante (p. 31).
Como el de Rama, o el intento más modesto de Buela, cualquier mapeo o cartografía implica un acercamiento tentativo, cercano a la ficción, porque las categorías y definiciones son producidas y no dadas de hecho. Por su carácter hipotético, el acto de establecer tales conexiones tiene algo de fulgor conjetural y creativo, en el doble sentido que contempla ese rapto del razonamiento que Peirce (c. 1893-1903) llama abducción.
Este texto se aventura entonces a explorar la rareza particular de dos películas de Buela, Alma mater (2005) y El proyecto de Beti y el hombre árbol (2014), entendiendo que, a pesar de sus muy diferentes registros y modos de producción, ambas presentan cualidades —no solo a nivel representativo— que invitan a una lectura que no se constriñe a las estrechas coordenadas cartesianas de la subjetividad moderna occidental.
Para elaborar esta mirada, se intenta articular la teorización sobre el materialismo gótico que propone Mark Fisher (2022) con torsiones de algunos conceptos de Deleuze y Guattari (1997), como devenir o Cuerpo sin Órganos (CsO). Si bien las nociones que conforman Mil Mesetas orbitan alrededor de Spinoza,[4] no son completamente ajenas al aparato filosófico de Peirce, sobre todo, en virtud del rechazo conjunto al dualismo cartesiano que la idea de continuum permite avizorar.
Si los cimientos mismos del sujeto moderno se fundan a partir del corte con un afuera pasivo (el objeto), el empirismo trascendental de Deleuze implica quitar al sujeto como fundamento del pensamiento y, por lo tanto, dar cuenta de una experiencia sin conciencia ni sujeto. El sujeto no tiene un pensamiento, así como tampoco tiene un cuerpo, sino que participa de su curso indefinido, en el que acaba por desvanecerse su propio rostro. Como ilustra Peirce, tal como “no decimos que el movimiento está en nuestro cuerpo, sino que nuestro cuerpo está en movimiento, así deberíamos decir que nosotros estamos en el pensamiento, y no que los pensamientos están en nosotros” (5.289).[5]
El tiempo donde el hombre era un árbol sin órganos ni función,/ Pero de voluntad./
Y árbol de voluntad que avanza/ Volverá./ Ha sido y volverá./ Pues la gran mentira ha sido hacer del hombre un organismo/ Ingestión, asimilación,/ Incubación, excreción/ Lo que existía creó todo un orden de funciones latentes/ y que escapan/ Al dominio de la voluntad.
Artaud (1947), Para terminar con el juicio de dios
Dos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, Artaud proclama la suya. No contra el cuerpo, insisten Deleuze y Guattari (1997), sino contra su gramática: el organismo. Embebido en las intensidades de la alucinación, Artaud se pregunta cómo hacer arte con esa intensidad, cómo poner en escena algo que no sea, al menos únicamente, representación. Si la literatura y el teatro no han sido los mismos luego de Artaud, tampoco el cuerpo.
Inmersa en una ontología gnóstica que, por tanto, traduce un sentido teológico de lo trascendente que haría repeler a priori una lectura deleuziana, Alma mater (Buela, 2005) cuenta la historia de Pamela, una mujer de 34 años, cajera de supermercado, que cree recibir la anunciación divina. A partir de ese acontecimiento y de entablar amistad con Katia —una mujer transgénero—, comienza una expansión de su vida social, antes reducida al trabajo y al templo evangelista, sin desestimar la posibilidad de concebir al nuevo mesías. De manera gradual, el clima místico u onírico de la película se desarrolla en virtud de la cualidad envolvente de su música, que icónicamente se vuelve ritmo y ofrece el tono del relato,[6] haciendo circular una pasión demasiado herética para la sensibilidad cristiana, demasiado religiosa para el laicismo normalizado y extendido en Uruguay desde principios del siglo XX. Sin embargo, en esa iconografía tan religiosa como transgresora, parece haber algo de anacrónico, como si compartiera atmósfera con la “emancipación imaginada” de los sesenta (Peluffo Linari, 2018), recogiendo las esquirlas de aquella capacidad indeterminada y productiva, una poiesis radical que fundía y confundía los campos del arte y la política.
Como en Marosa di Giorgio —una de las raras de la antología de Rama—, los personajes de Alma mater asumen una religiosidad herética, con textura de teleteatro al que se le impregna una incierta ominosidad que lo acerca al materialismo gótico definido por Fisher (2022). En la película, discurren predicadores evangelistas con acento brasilero, jóvenes en una esquina con vino en botellas de plástico, figuras espectrales, paredes descascaradas con grafitis y pintadas críticas. Superficie de inmanencia: así como la máscara es el rostro, la cualidad de lo descascarado es la cara misma de la crisis. Así, en cada escena, puede sentirse una faceta de la crisis económica del 2002, y no simplemente como fondo. La película no renuncia —si es que eso fuera de algún modo posible— al anclaje en los procesos históricos económicos que, además de enmarcarla, la producen. Los restos urbanos de la crisis se materializan, impresos en las paredes, percudiendo las calles oscuras, pero el pasado histórico reside menos en esas inscripciones o huellas efectivas, que en su virtualidad inherente:
Lo que la historia capta de un acontecimiento son sus efectuaciones en estados de cosas, pero el acontecimiento, en su devenir, escapa a la historia... El devenir no es la historia, la historia designa únicamente el conjunto de condiciones (por muy recientes que sean) de las que hay que desprenderse para “devenir”, es decir, para crear algo nuevo (Deleuze, 2006, p. 111).
En cuanto actualización, la película crea su propio contexto. Hay en las imágenes de la ciudad una dimensión política irreductible, pero no (exclusivamente) desde su lugar indicial o representativo, por referir a una coyuntura histórica concreta, sino porque parece exponer la problematicidad de lo político más bien a nivel perceptivo e, incluso, por debajo de esa experiencia. Tal como señala Pablo Stoll, en el reverso físico del DVD, “hay algo en Alma mater que aterra, que no encuentra su forma definitiva, que es de un color que no existe y vive allí, dentro de la pantalla”.
Por su condición cualitativa antes que representativa, la Primeridad icónica es la potencia indeterminada anterior a la determinación fáctica de la Segundidad, esa fuerza fisicalizadora que no se deja aprehender por la simbolización de la Terceridad, instancia típica de la regularidad y de la representación. El dominio de la Primeridad peirceana no solo contempla las imágenes y su imaginación, sino también la música, o más bien la textura sonora, que en Alma mater rodea y envuelve la trama con su propia productividad, por momentos mística, pero nunca mero reflejo redundante. Los íconos son grados de intensidad en circulación, no magnitudes discretas y mensurables. El acto creativo surge entre esos intersticios abiertos por el resquebrajamiento del edificio social, porque la potencia icónica (imagen, tono, ritmo, textura) es principio indeterminado, no orden de sentido, y en ella se virtualizan esas cualidades incorpóreas de la imaginación política.
La protagonista, Pamela, viaja en ómnibus urbanos y, a través de las ventanas, aparecen los escenarios nocturnos de esa ciudad pauperizada de poscrisis; el interior de la casa compartida donde vive Pamela, tan sórdido como el afuera, suele estar inmerso en un campo sonoro ocupado por la emisión radial de una radio evangélica, o por la televisión. En una de esas escenas, se escucha la voz monótona, pretendidamente neutra, de un locutor de documental televisivo: “... un capítulo aparte lo constituyen los animales transgénicos que son cepas manipuladas genéticamente” (Buela, 2005, 13 m 10 s). Estamos en zonas de intensidad ominosa, extrañamente familiares, compartidas. Ese continuum entre horror y deseo que puebla la película, modulación de lo gótico fisheriano y de la condición de virtualidad, en tanto nunca plenamente actualizados, encarna más explícitamente en la figura ambigua del personaje interpretado por Walter Reyno,[7] y no es ajeno al personaje de Katia, la amiga transgénero. Preeminencia de lo producido por oposición a lo dado, es ella el vector principal de desterritorialización de los sentidos que sujetan la vida anodina de Pamela. Cuando Katia cuenta de sus “dos operaciones en las tetas y un tratamiento de hormonas” (Buela, 2005, 34 m 21 s), en la habitación de pensión donde vive, ocurre este diálogo:
—¿Y por qué querías ser mujer si Dios te hizo hombre?
—Dios no me hizo hombre, Pame. Tampoco mujer. No sé, dejó el trabajo ahí, por la mitad (34 m 33 s).
Katia da cuenta de la experiencia de un cuerpo sin conclusión. El abandono de Dios presagia el abandono del cuerpo o, más precisamente, de sus signos sexualizados, por no reconocerse en ellos. Y cuando señala las partes del cuerpo modificadas, que la hacen mujer, tocándose con orgullo piernas y pechos advierte “no me los dio Él. Mis buenos manguitos me costaron” (Buela, 2005, 34 m 47 s). La sensación de cuerpo incompleto, orgánica y artificialmente abierto a la transformación, se reitera en otra escena de la película en la que también participa Katia. Durante una sesión de maquillaje, ella le dice a Pamela: “qué piel divina que tenés. Si te cuidaras más… lo que falta ahí es un colorcito” (49 m 10 s). La piel que habita la nueva Pamela funciona como pasaje a la feminidad, no naturalmente dada, sino siempre ya intervenida.
Imagen 1: Buela, A. (Dir.) (2005). Alma mater [largometraje]. Uruguay: Austero Producciones, Xerxes Indie Films.
Desde el título, Alma mater (2005) está estructurada en virtud de un sentido trascendental explícito, representado por elevación, literalmente, en una de las escenas donde la protagonista comienza a levitar ante la mirada absorta de la comunidad de mujeres trans y trabajadoras sexuales. El cuerpo no es para Pamela ni para Katia garantía de identidad, sino extrañeza. En esa suerte de despertar sexual que vive Pamela, no sabe a qué atribuir los desajustes que su cuerpo encarna: indistinguible el agente que causa esas zozobras, Dios, el diablo o el más profano deseo, el cuerpo poseído es también un CsO (Prósperi, 2005).
Hay trazas notorias del sujeto moderno humanista en la historia de Pamela, que son formalmente enfatizadas por los planos de la película: picados al comienzo, para sugerir el encierro y la alienación del personaje; contrapicados luego, para connotar liberación o emancipación, en un corte que representaría una toma de conciencia (Maneiro, 2022). Pero también, simultáneamente, por la potencia inherente a la imagen, nunca unívoca, aparece su condición de virtualidad, no simplemente entendida como posibilidades latentes, sino como puerta abierta a la desterritorialización de los sentidos sedimentados, estables y estabilizantes. Aunque todavía concierne a la conciencia, de acuerdo a Zizek (2006), la paradójica noción de empirismo trascendental de Deleuze es un flujo hacia lo despersonalizado, a-subjetivo, “una duración cualitativa de conciencia sin yo (self)” (p. 21).
En suma, o por multiplicidad, la trascendencia de Alma mater deviene irreverente, al cuestionar los contornos biologicistas del cuerpo y desacralizar su significancia religiosa. Pamela se eleva, y en esa apertura o partida del cuerpo, a la vez fragmentación y exilio, estalla la noción de cuerpo como unidad y prótesis del alma, desarticulando la clásica relación soma-sema que proviene de concebir al cuerpo como tumba del alma o de su asimilación a signo.
Ese devenir raro de Pamela es también desujeción, en cuanto superación de las condiciones subjetivantes impuestas por el marco religioso institucional y por la crisis económica, y es también, o sobre todo, desubjetivación. En este movimiento invasión/expansión del cuerpo es posible reconocer una vez más la manifestación de una trascendencia ambivalente, que no se opone a lo empírico, sino que lo potencia. En esta idea reside “el genio de Deleuze”, según Zizek (2006, p. 20), porque “lo “trascendental” deleuziano es infinitamente MÁS RICO que la realidad; es el campo potencial infinito de virtualidades a partir del cual la realidad se actualiza” (p. 20)[8]. Pamela ya no es un avatar del sujeto humanista invadida por un afuera que se inscribe en ella como shock o trauma, sino una modulación de esa exterioridad que la atraviesa.
Átenme si quieren, pero tenemos que desnudar al hombre para rasparle ese microbio que lo pica mortalmente dios y con dios sus órganos porque no hay nada más inútil que un órgano.
Artaud (1947), Para terminar con el juicio de dios
Como si quisiera raspar ese microbio trascendente, El proyecto de Beti y el hombre árbol (Buela, 2014) altera el estrato de sentidos que proponía Alma mater, desmitificando o desorganizando los fundamentos todavía subjetivantes de sus personajes. Entre una y otra película, hay una transición que no está dada únicamente por el pasaje de la ficción a un registro más documental o experimental. El propio director define al proceso de producción de sus películas como “trance”, en alusión “a la doble acepción del término”, como posesión anímica y como instancia de tránsito por un momento crítico (Buela, 2015, p. 13).
Sus películas son artefactos abiertos en retroalimentación con el entorno, con las circunstancias históricas más inmediatas, pero también con sus personajes y con aparentes casualidades que cosen sentidos menos por interpretación que por experimentación. El director tuvo la idea germinal de El proyecto de Beti y el hombre árbol, según lo relata en la propia película, leyendo un libro de Felipe Polleri (El alma del mundo, 2005) en un avión. Mientras volaba, en Montevideo, Restuccia leía Para terminar con el juicio de dios de Artaud en la presentación de una obra de teatro, basada en una adaptación libre de ese mismo libro de Polleri. Salvo por la inclasificable rareza compartida, el vínculo entre el/la artista teatral y performer Alberto Restuccia (más conocida como Beti Farías) y el escritor Felipe Polleri se revela entonces aparentemente provocado por lo azaroso más que por el establecimiento de filiaciones rastreables y reconocibles. Buela concierta el encuentro entre los artistas y, a partir de esa cita —por su doblez, tan textual como física—, proliferan otras citas y conexiones, en un collage de fragmentos, discursos, voces y cuerpos que se reúnen en un fluir continuo de intensidades. Así, la carnavalización erudita de referencias, obras y autores en Beti se junta con la misantropía monstruosa o mutante en Polleri, como zonas intensivas de un mismo tejido en el que, si no cabe hablar de imitación, sí se puede pensar en mimetización en un continuum icónico que conjuga distintos ritmos, tonos y cualidades de lo raro.
El hombre árbol del documental toma su nombre del protagonista de “El Dios Árbol”, el capítulo más extenso de El alma del mundo de Felipe Polleri.[9] En la obra se cuenta, a través de diálogos, la historia de un paciente, quizás un asesino, encerrado en una institución psiquiátrica, que se declara adorador del Dios Árbol y dice estar cubierto de hormigas. El hombre de las hormigas advierte, además, que no hay un estrato por debajo de ellas, nada más profundo ni importante que la superficie misma. Ya no hay piel órgano, solo hormigas. Debajo de esa furia —las hormigas están furiosas, asegura el paciente desde su esquizofrenia—, debajo de la superficie de intensidades, no hay sujeto que rescatar. Ese tipo de experiencia delirante contiene en sí misma, para Fisher (2022), “la sensación de que, bajo la presión de una enorme cantidad de estímulos, la piel ya no es un marcador seguro de la integridad orgánica” (p. 142). Por eso, el esquizofrénico encarna una de las modulaciones del CsO en marcha, en cuya comprensión ya no funcionan las metáforas organicistas y prostéticas mcluhanianas.
Como Pamela, el hombre de las hormigas parece confundir realidad y ensoñación; por su parte, la antagonista e interlocutora en el relato, el personaje de la doctora, intenta fijar ese vector de virtualización, es decir, subjetivarlo. El juicio racionalista lo arrincona en el segundo término de la oposición sano-enfermo, “a los que se dirigen en nuestra civilización todos los mecanismos individualizantes” (Foucault, 1989, p. 197), de la cual emerge, como negatividad, su propia definición como sujeto. Enfermo, el hombre de las hormigas es el paciente, el término pasivo de la relación significante.
Pero el delirio esquizo es un exceso que escapa a la segmentariedad disciplinar y disciplinante de la psiquiatría. “Donde el psicoanálisis dice: deteneos, recobrad vuestro yo, habría que decir: Vayamos más lejos, todavía no hemos encontrado nuestro CsO, deshecho suficientemente nuestro yo” (Deleuze y Guattari, 1997, p. 157). Recluido en una institución psiquiátrica y replegado sobre sí, sometido a definiciones y marcos, físicos y subjetivantes, el esquizo expande su cuerpo y lo abre al continuum orgánico. La pérdida del yo pendula entre el éxtasis y —su “estado ostensiblemente inverso pero efectivamente indistinguible”— el terror (Fisher, 2022, p. 56). El hombre de las hormigas se fuga hacia la comunidad de árboles, esa deidad de la que dice haber sido separado/cortado por la institución psiquiátrica. Frente a la codificación subjetivante de la psiquiatría que sitúa y trata al esquizo como Homo natura (Deleuze y Guattari, 1974), el deseo es exilio, un devenir-vegetal del paciente para perderse en esa vasta agencia inhumana que abre el bosque.
El hombre de las hormigas es el hombre árbol que aparece en el título de la película, en referencia a Polleri. Así, el personaje de Polleri se funde en y se confunde con Polleri escritor, como si este, más que interpretar, incorporara (es decir, volviera cuerpo) la cordura alterada de su creación literaria.
Como una invocación de fuerzas creadoras a partir del caos, la película acaba por asimilar el gesto que ya había comenzado vía Artaud, a través de Beti, en la presentación que funcionaba como prólogo de la puesta en escena de la obra de Polleri: ambos son personas y personajes de su propia ficción y, en el sentido teatral de la interpretación, son actuaciones o demostraciones de su propia teoría. “Corpus y socius, política y experimentación” (Deleuze y Guattari, 1997, p. 156), puesta en escena y puesta en acto en un mismo movimiento. Los límites subjetivos se perturban y el cuerpo se desorganiza: “los estratos eran juicios de Dios, la estratificación general era el sistema completo del juicio de Dios (pero la tierra, o el cuerpo sin órganos, no cesaba de sustraerse al juicio, de huir y de desestratificarse, de decodificarse, de desterritorializarse” (p. 48). En esa fuga, se esboza la estrategia misma del deseo, su principio de inmanencia.
Compartida la cualidad de tránsito, trance o transición, interviene en la película el devenir trans de Beti, un nuevo vector de entropía que desorganiza los sentidos de lo visto antes: “el encadenamiento, el desencadenamiento y la comunicación de devenires que el travesti desencadena; la potencia del devenir-animal que deriva de ello” (Deleuze y Guattari, 1997, p. 280). Alberto/Albertina/Betina/Beti repite ella como un mantra para presentarse, más que como afirmación de un ser, como síntesis productiva de un recorrido.
Entrevistada por Buela, años después de la película, esta vez para el suplemento Incorrecta de La Diaria, Beti confesaba:
Y ésa es la mayor gozadera. Haber sido y ser una perdida… Así llamaron a esa obra de un contemporáneo de Shakespeare, John Ford: ‘Tis Pity She’s a Whore. La tradujeron: Lástima que sea una perdida en lugar de Lástima que sea una puta... Así que encantada de ser una whore, una perdida (...) El sol que se va es bueno por todo lo que nos hace perder, como decía Artaud. Y al perderse las formas, al perderse los significantes, una ya no sabe quién es (Buela, 2016, p. 5).
En fuga de la significancia, incorpora los malentendidos como su hechura, no como falta, falla o carencia: opacidad vital cuando el imperativo de la comunicación reclama transparencia. El perderse de Beti no es destrucción de sí, es devenir y poiesis, cuerpo preñado de otros cuerpos “en relaciones de producción de deseo que trastocan el orden estadístico de los sexos” (Deleuze y Guattari, 1974, p. 305). No hay categorías ni géneros previamente definidos que puedan comprender sin constreñir el fluir intensivo de Beti. La versión de su existencia es ya una subversión frente al principio dualista que opera en la definición sexual hombre/mujer, obstruyendo cualquier tipo de continuidad vital entre los términos.[10] Instalada desde el cogito cartesiano, como sostiene Preciado (2019), “lo que denominamos subjetividad no es sino la cicatriz que deja el corte en la multiplicidad de lo que habríamos podido ser [...] Sobre esa cicatriz se escribe el nombre y se afirma la identidad sexual” (p. 23).
En Beti, se intensifica un deseo que vive emancipado de la estratificación heterosexual hegemónica, pero que paradójicamente toma en cuenta para afectarla desde adentro: Beti ha querido —y fantasea con— ser una esposa con amantes, juega con el “agenciamiento de deseo orientado hacia los estratos, organismos, Estado, familia…” (Deleuze y Guattari, 1997, p. 162), pero más que extrañar lo familiar, ella asume lo familiar extrañado. El deseo de Beti se vuelve así “máquina de guerra por la que el amor pasa” (p. 288).
Sobre el final, la película recurre a la puesta en abismo: sentados frente a su propia imagen, y frente al virtual espectador, Polleri y Beti son instados a comentar la película que acaban de protagonizar y, en ese acto de reconocimiento, en el que interpretan sus interpretaciones, provocar algún tipo de identificación. La película se reflexiona encima, se pliega sobre sí para hacer emerger el acto típicamente moderno que funda la toma de conciencia subjetiva: “la conciencia, al igual que la memoria y el hábito, es siempre una reflexión sobre —es decir, después de— los procesos inconscientes que la producen” (Fisher, 2022, p. 100). Pero no es necesariamente ese el efecto logrado. El juego de espejos, que parece objetar o trastocar el principio de realidad documental en nombre de la seducción envolvente de la representación, también puede leerse desde su materialidad: el cuerpo como medio deviene cuerpo mediado, o mediatizado. “Es raro verse” (Buela, 2014, 54 m 25 s), concluye Beti. Lo que parecía juego discursivo asume una modulación más radical, ha sido transformado —fenoménicamente, nos vemos tentados a decir— en otra cosa.
En una de sus caracterizaciones del materialismo gótico, Fisher (2022) se apoya en el término flatline, la línea que representa en el monitor la no-actividad cerebral, pero, en su definición, “delinea no una línea de muerte, sino un continuum que envuelve —pero finalmente va más allá de— la muerte y la vida” (p. 84). Así es como, una vez fallecido/a Alberto/Beti,[11] las imágenes de la película son otras, el archivo se afantasma o, para decirlo menos psicoanalíticamente, se virtualiza.
Imagen 2: Buela, A. (Dir.) (2014). El proyecto de Beti y el hombre árbol [largometraje]. Uruguay: Auto/Cine. Protagonistas: Felipe Polleri y Beti Farías.
En El proyecto de Beti y el hombre árbol, la voz en off declara que el dispositivo del que forma parte pretende ser una “ficción y documental sin solución de continuidad” (Buela, 2014, 17 m 22 s), y arriesga definirse como objeto mutante, película travesti. Así, el dispositivo cinematográfico parece buscar —o no puede evitar— fusionarse en un único artificio, desarticulando la distinción entre la representación y lo representado. La problematicidad de la relación del signo y su referente está planteada desde el inicio: el documental surge como ensayo de una obra que nunca se concretaría, pero que hacía de esta condición de imposibilidad, el fundamento de origen de su propia realización.
La obra imaginada deviene otra, se de-genera o desorganiza en el proceso. Sin mayores preocupaciones respecto a la destreza técnica, incluso deliberadamente desprolija por momentos, la película no escatima, en cambio, en cuanto a sus posibilidades expresivas, en la intensidad de un deseo expuesto en su productividad. Por eso, el intento por extraer alguna certeza de la potente estrategia de indeterminación que puebla el cine de Buela se torna dificultoso, si no fallido, salvo por la mención un poco inconsistente y fragmentaria de escenas. Más que dispositivo de representación, entonces, se vuelve máquina abstracta, en términos deleuzianos, poblada de intensidades o virtualmente preñada de ideas, parafraseando una de las formulaciones con las que gustaba (in)definirse Beti, la mujer virtual.
El proyecto de Beti y el hombre árbol (2014) se filma y estrena en el segundo período de gobierno del Frente Amplio (2010-2015), presidido por José Mujica, en el que se aprueba una serie de normas legislativas que garantizan derechos a minorías —entre ellas, el matrimonio igualitario—. Sin embargo, parece haber un desfase histórico, político, sensible, entre la película y su contexto. Contemporáneos a esa estratificación, tanto Polleri como Beti persisten en el nomadismo de la transgresión, aun con sus riesgos. Impertinente como sus protagonistas, la película no parece pertenecer o acomodarse a la época de la que surge y forma parte. Quizás de esta manera, como vectores insumisos de la máquina de guerra deleuze-guattariana evitan ser absorbidos por la institucionalización bajo el nombre de la nueva agenda de derechos que el Estado, en su variante progresista, asumía por entonces como responsabilidad gubernamental.
Luego de Alma mater (2005), Buela abandonó el modo de producción mainstream para fundar un colectivo creativo ajeno a las lógicas industriales, justo cuando el cine local se profesionalizaba, y proliferaban y se extendían las políticas de fomento y financiamiento. A partir de entonces, sus películas no pueden presentarse a esos fondos porque, en principio, o por principio, no son reductibles a las casillas clasificadoras, esas formas degradadas que imponen los morosos formularios administrativos.[12] ¿Ficción o documental?, ¿Alberto o Beti? ¿persona o personaje? No obstante, quizás la forma “alternativa” de producción de sus películas sea lo que le permitió a Buela apartarse de una eventual instrumentalización o domesticación del cine autoral. En ese marco es que reverbera la sentencia de Beti, abismada desde dentro de la representación, “esta no es una película uruguaya” (Buela, 2014, 55 m 05 s).
Si abordamos estas dos películas nombrándolas a partir del apellido de su director es porque pueden ser concebidas como Función-Materia, nunca “fuera de la historia, más bien siempre está ‘antes’ de la historia, en todos los momentos en que la historia constituye puntos de creación o de potencialidad” (Deleuze y Guattari, 1997, p. 144). No quedan sujetas a la coyuntura histórica, porque la imaginación que vibra en ellas —o, en términos de Deleuze y Guattari, las intensidades que producen— desborda aquellas circunstancias.
El posibilismo indeterminado de la imaginación (Primeridad peirceana) permite sustraerse del horizonte de lo fáctico existente (Segundidad) y sus órdenes de sentidos generales y taxonómicos (Terceridad), para devenir otras imágenes. Entre paréntesis, Deleuze y Guattari (1997) anotan que “frente a la axiomatización se produce la invención material de partículas raras” (p. 146). Solo en la fuga de la voluntad fijadora y ordenadora —tridente enemigo del devenir: organismo, significancia y subjetivación— se hace posible la invención y la creación. El cine de Buela está atravesado por esas rarezas o capacidades que exceden el propio dispositivo de representación, trazando una continuidad trans-formadora que, en su devenir-animal-vegetal o máquina transgénero y trans-especista, rebasa los cordones sanitarios y securocráticos de lo humano.
En el cierre de El proyecto de Beti y el hombre árbol, el director se filma a sí mismo a modo de firma final, y agrega, a lo Godard, la inscripción “Fin del cine”. Intenta, como si hiciera falta, fundar el estatuto de obra de la película, inscribirla y legitimarla como tal dentro del orden significante del sistema de producción y circulación cinematográfico. Pero su cine ha devenido inevitable máquina insumisa y, a pesar de su voluntad, o por eso mismo, ese intento de codificación falla. El trazo escritural del relato como centro irradiador de un orden de sentido se perturba, porque lo raro ya estaba ahí, no como marca normativa de un desvío, sino como la modulación misma que hace a cualquier expresión literaria, cinematográfica, artística en general, en cuanto forma de extrañamiento, siempre ya, más allá de lo humano.
Imagen 3: Buela, A. (Dir.) (2014). El proyecto de Beti y el hombre árbol [largometraje]. Uruguay: Auto/Cine. Álvaro Buela se filma, en la escena final, sobre el vidrio de un tren y postula el fin del cine.
Artaud, A. (1947/2013). Para terminar con el juicio de dios - El teatro de la crueldad. Buenos Aires: Cuenco del plata.
Buela, A. (2016). La más perdida. Incorrecta, 5, p. 5. https://ladiaria.com.uy/articulo/2016/2/la-mas-perdida/
Buela, A. (2015). Los diez años de Alma mater y otras insumisiones. Revista Lento, 3(31), pp. 12-15.
Campaña solidaria a través de las redes para ayudar al dramaturgo Alberto Restuccia. (26 de julio de 2017). ttps://www.montevideo.com.uy/Tiempo-libre/Campana-solidaria-a-traves-de-las-redes-para-ayudar-al-dramaturgo-Alberto-Restuccia-uc349943
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Biografía
Matías Carbajal
Magíster en Información y Comunicación por la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República (Uruguay). En esta casa de estudios es Docente G°2 en Semiótica General y en el Seminario de Trabajo Final de Grado en Investigación y Análisis de la Comunicación. Integrante del Consejo Directivo del Cine Universitario del Uruguay.
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Cómo citar este artículo:
Carabajal, M. (2024). Del alma al cuerpo desorganizado: un proyecto poshumanista que enrarece el cine uruguayo. TOMA UNO, 12. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/toma1/article/view/47083
[1] Artículo elaborado a partir de la presentación de una ponencia en el eje “Políticas de lo poshumano” de las XI Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea: “No future. Repensar la política”. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (abril de 2023).
[2] “La constante mayoritaria de las letras uruguayas fue y es el realismo (...) una experiencia muy inmediata, muy simple y honrada de lo real que, a lo largo de su historia, traduce la configuración sociológica de la sociedad uruguaya” (Rama, 1966, p. 8).
[3] Se refiere a El dirigible (Dotta, 1998), Alma mater (Buela, 2005) y Los enemigos del dolor (Hernández, 2014).
[4] “Cuando se trata del Cuerpo sin Órganos, se trata de Spinoza” (Land en Fisher, 2022, p. 124).
[5] Se cita a Peirce (c.1893-1903) según la forma convencional: X.XXX remite al volumen y al párrafo correspondiente en los Collected Papers.
[6] Desde una perspectiva semiótica peirceana, el ícono, en cuanto cualisigno (Primeridad de la Primeridad), es cualidad pura, mero ritmo, o intensidad. En su grado cero, el ícono primario está desprovisto de referencia y, en virtud de este principio de inmanencia compartido, fugaz y huidizo, se emparenta con el deseo. Para Deleuze y Guattari (1997), el ritornelo es ritmo que deviene expresivo, marca territorial y territorializante.
[7] Entre fantasma y ángel de la guarda, hombre devenido espectro, o fantasma devenido carne, el personaje recorre toda la trama de la película acechando/cuidando a Pamela, sin precisar a qué registro pertenece. Ella lo ve, pero no sus compañeras de trabajo ni las cámaras de vigilancia del supermercado.
[8] Itálicas y mayúsculas en el original.
[9] Algunos pasajes del libro están deliberadamente intervenidos por recursos gráficos e ideogramáticos que se superponen al texto, en formas que remiten tanto al surrealismo como a la poesía concreta.
[10] Peirce define su doctrina de la continuidad, el sinequismo, en oposición al “dualismo [que] es la filosofía que realiza sus análisis con un hacha, y deja atrás como sus elementos últimos trozos no relacionados del ser, siendo esto completamente hostil al sinequismo” (7.570).
[11] Restuccia murió el 28 de junio de 2020. Unos años antes, en 2017, había emitido un comunicado público de urgencia: “A los 75 estoy en la indigencia. Se agradece una ayudita” (Campaña solidaria a través de las redes para ayudar al dramaturgo Alberto Restuccia, 2017)
[12] Cualquier formulación burocrática pretende ser, por definición, acto definitivo. “Es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación” dice Foucault (2004, pp. 28-29), y con esa moral parodia Beti, cuando marca, a partir de su papel en una obra de teatro, las fechas de la defunción de Alberto y el nacimiento de sí como Beti.